Autor: Guillermo Juan Morado
Conocer a Dios
El "conocimiento de Dios" y la "vida eterna" consisten, en definitiva, en la participación en la comunión trinitaria
"Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a
Jesucristo, a quien Tú has enviado" (Jn 17,3)
Que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero
El versículo tercero del capítulo 17 del evangelio de San Juan puede servirnos
como punto de referencia para nuestra meditación: "Ésta es la vida eterna:
que te conozcan a ti, el único Dios verdadero".
Como es sabido, este texto forma parte de la llamada "oración sacerdotal", que
Jesús dirige al Padre en la inminencia de su Pasión y Muerte.
Jesús pide al Padre, y así lo recogen los versículos 1º y 2º, la manifestación
de la gloria y el don a los suyos de la vida eterna: "Glorifica a tu Hijo
para que tu Hijo te glorifique; ya que le diste potestad sobre toda carne, que
él dé vida eterna a todos los que Tú le has dado" (v. 1-2).
La gloria de Dios - el honor y el poder propios de Dios; en definitiva,
el esplendor de su amor - se pone en relación con la vida eterna del hombre:
la gloria de Dios, el amor del Padre, se manifiesta dando a los hombres la
vida definitiva.
El versículo tercero especifica en qué consiste esta vida eterna: "que te
conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has
enviado" (v. 3). La vida que Jesús quiere comunicar al hombre consiste en el
conocimiento personal e inmediato del Padre, único Dios verdadero. Este
conocimiento del Padre es inseparable del conocimiento de Jesús.
Al considerar este versículo del IV Evangelio, podemos recordar las
orientaciones que marcaba el Santo Padre en la Tertio Millennio Adveniente,
al señalar que el año 1999 "tendrá la función de dilatar los horizontes del
creyente según la perspectiva misma de Cristo: la perspectiva del Padre que
está en los cielos" (cfr. Mt 5, 45), desde el cual ha sido enviado y al cual
ha retornado (cf Jn 16, 28)" (1). De hecho, en el número 49 de esta carta apos
tólica, el Papa cita Jn 17, 3 y añade, acto seguido, estas palabras:
“Toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del
Padre, de quien se redescubre cada día el amor incondicionado por cada
criatura humana, y en particular por el "hijo perdido" (cfr. Lc 15, 11-32).
Tal peregrinación compromete la intimidad de la persona, ampliándose a la
comunidad creyente para alcanzar la entera humanidad”.
Cada uno de nosotros, en la profundidad de nuestro ser, en nuestra intimidad
personal; la Iglesia en su conjunto, y toda la humanidad se ve comprometida en
esta peregrinación hacia la casa del Padre, porque solamente conociendo al
Padre, al único Dios verdadero, cada hombre - y, por consiguiente, la
comunidad de los creyentes y la humanidad en general - llegará a cumplir su
propio destino. Como el Papa afirma con contundencia: "Es en Dios, por tanto,
donde el hombre encuentra la plena realización de sí mismo: ésta es la
verdad revelada por Cristo" (2).
Glorificación de Dios y vida eterna; conocimiento del único Dios verdadero y
salvación del hombre conforman una misma realidad, que constituye la verdad
fundamental y central de la fe cristiana.
Santo Tomás de Aquino formuló esta misma idea, en la cuestión primera de la
Summa Theologiae, al preguntarse acerca de la necesidad de la doctrina
sagrada. Respecto a su existencia - explica Santo Tomás -, la doctrina sagrada
es necesaria para que el hombre pueda alcanzar su fin último, que es
Dios, que como tal excede la comprensión a la que puede llegar sólo la razón.
El hombre debe poder conocer (sin error) el fin al que tiende para que hacia
Él pueda dirigir su pensar y obrar: "del exacto conocimiento de la verdad
de Dios depende la total salvación del hombre, pues en Dios está la salvación"
(q. 1, a.1) (3).
Hemos de volver a lo esencial. Y lo esencial, lo absolutamente esencial, es
Dios; el conocimiento del único Dios verdadero:
...en el cristianismo no se trata, en primer lugar, de la Iglesia o del
hombre, sino de Dios. Su verdadera orientación no son nuestras esperanzas,
temores y deseos, sino Dios, su grandeza y poder. La primera proposición de la
fe cristiana, la orientación fundamental de la conversión cristiana dice así:
Dios es. Así pues, debemos aprender el ser cristiano desde Dios... (4)
¿Qué significa "conocer a Dios"?
¿Que significa "conocer" a Dios? No es fácil precisar la naturaleza del
conocimiento, del acto de conocer. En nuestra cultura, especialmente en la
cultura moderna occidental, ha prevalecido una cierta concepción "idealista"
del conocer.
Conocer una cosa es hacernos una "idea" de lo que esa cosa es. El sujeto se
enfrenta al objeto y, de algún modo, lo encadena en las mallas de su
pensamiento. El objeto, así reducido a un croquis o esquema mental, resulta
manejable por el sujeto; pasa, de alguna forma, a se r posesión suya.
Por el contrario, "conocer" es, en la mentalidad bíblica, entablar una
relación existencial, personal, con la realidad conocida (5). Conocer una cosa
es tener experiencia concreta de ella. El Siervo de Yahvé, del que habla
Isaías 53, 3, "conoce" el sufrimiento: él es "varón de dolores y
sabedor de dolencias".
La Escritura, al hablar del conocimiento de Dios, no se refiere al
conocimiento "nocional", al que hemos hecho alusión anteriormente, sino que
apunta, más bien - como lo hace Jesús en el versículo que comentamos - a un
conocimiento relacionado con la vida; a un conocimiento por connaturalidad,
que brota del amor y que se desenvuelve en el amor.
Conocer a Dios equivale, en consecuencia, a establecer una relación personal
con Él; a tener experiencia de Él; a iniciar un vínculo de connaturalidad con
Él que puede ser descrito con el nombre de "comunión".
Jesús, en el versículo tantas veces citado, iden tifica al Padre con el "único
Dios verdadero": "que te conozcan a Ti (Padre), el único Dios verdadero".
Según este texto, el conocimiento del único Dios verdadero es el
conocimiento del Padre. De tal manera que "conocer" al Padre sólo es posible
si entre el Padre y quien lo conoce existe una relación recíproca de
paternidad-filiación. Sólo en el ámbito de esta relación es posible un
conocimiento por connaturalidad, un "conocer" que no es meramente
intelectual-nocional, sino existencial y personal.
El mismo término "Padre" es un término relativo - relacional - . En la unidad
de la trinidad divina, el Padre no existe nunca sin el Hijo y el Espíritu
Santo; es "relativo" a ellos. El Padre es en cuanto es Padre (6); no hay un
ser previo a su ser Padre. Según explica Santo Tomás de Aquino, las personas,
en la Trinidad, son relaciones subsistentes. Por consiguiente, la "paternidad"
subsistente es el Padre.
En absoluto queda comprometida la originariedad y fontalidad del Padre que,
según la tradición cristiana, es "fuente y origen de la divinidad" (como
recalcaron especialmente Orígenes y los padres griegos). El Padre, principio
sin principio, posee la naturaleza divina de manera fontal y originaria,
dándola y nunca recibiéndola, aunque siempre relativamente al Hijo y al
Espíritu Santo; es decir, el Padre es en cuanto, eternamente, engendra al Hijo
y es principio, con el Hijo, del Espíritu Santo.
Lejos de pensar, como Kant, que "de la doctrina de la Trinidad... no se puede
simplemente sacar nada para la vida práctica" (7), hemos de adentrarnos en el
misterio trinitario a fin de poder comprender - en la medida de lo posible -
que sólo a través del Hijo tenemos acceso, en el Espíritu Santo, a Dios Padre.
El "conocimiento de Dios" y la "vida eterna" consisten, en definitiva, en la
participación en la comunión trinitaria. Esa participación se llama
"filiación", adopción filial. Como afirma San Pablo, en un texto qu e el Papa
comenta en Tertio Millennio Adveniente (8): al llegar la plenitud de
los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para
redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción
de hijos. Y, puesto que sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el
Espíritu de su Hijo, que clama: "Abbá, Padre". De manera que ya no eres
siervo, sino hijo; y como eres hijo, también heredero por gracia de Dios"
(Ga 4, 4-7).
En efecto, según Jn 17, 3, el conocimiento del Padre está unido al
conocimiento de Jesucristo, "a quien Tú has enviado". El Padre es aquél que ha
enviado a Jesús al mundo. De Él viene Jesús, o de Él ha salido. Enviando al
Hijo, Dios Padre ha mostrado su amor a los hombres: "En esto se manifestó
entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo
para que recibiéramos por Él la vida" (1 Jn 4, 9).
Al enviar al Hijo, el Padre se da a conocer. El Hijo, que conoce a l Padre (Jn
10, 15), lo da a conocer: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,
9), pues "a Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios unigénito, el que está en el
seno del Padre, él mismo lo dio a conocer" (Jn 1, 18).
De la unidad del Padre y el Hijo están llamados a participar los creyentes (Jn
17, 21). Y esta participación resulta posible por el envío del Espíritu del
Padre y del Hijo. El Espíritu Santo es la expresión de la unión y del amor del
Padre y del Hijo; y es, por consiguiente, como Espíritu de filiación (cf Ga 4,
6), el que nos une a Dios.
Conocer al único Dios verdadero es, en resumen, vivir la condición de
bautizados, la participación en la vida de la Bienaventurada Trinidad, aquí
abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz eterna (cf
CEC 266).
Testigos del Dios verdadero
¿Cómo podemos hacer creíble, en nuestro mundo, que la salvación del hombre
consiste en conocer al Dios verdadero? E s decir, ¿cómo hacer creíble que
existe Dios; que Dios se revela en Jesucristo como Padre, como amor que se
comunica a nosotros haciéndonos partícipes de su vida?
La trascendencia de esta cuestión es de primer orden: la realidad de Dios es
tal que su presencia o ausencia cambia todo (9). Nada es lo mismo, nada
permanece igual - en la economía, en la moral, en las instituciones - si Dios
desaparece de nuestra vida cultural y de nuestro pensamiento. No es
indiferente para el hombre concreto el que conozca o no al Dios vivo y
verdadero.
Nietzsche, en su ateísmo, tomó conciencia de las consecuencias de la ausencia
de Dios. El loco que, en La gaya ciencia, enciende una lámpara en pleno
día para buscar al Dios ausente, se pregunta:
¿Qué hemos hecho al liberar esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve?
¿Hacia donde nos movemos, lejos de todos los soles? ¿No nos estamos cayendo?
¿No vamos dando tumbos hacia atrás, de lado, hacia adelante, hacia tod os los
lados? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿No vagamos a través de una nada
infinita? ¿No sentimos el espacio vacío? ¿No hace más frío? ¿No anochece cada
vez más? (10)
La crisis a la que nos enfrentamos en la situación actual - que Nietzsche de
algún modo fue capaz de prever - es, sustancialmente, una crisis teológica,
que se manifiesta en el hecho de vivir "etsi Deus non daretur", como si
Dios no existiese (11).
La respuesta a esta crisis y, a la vez, el medio para hacer creíble que la
salvación del hombre consiste en el conocimiento del Dios verdadero, consiste
en renovar la presencia de Dios en el mundo. Y esto, de una manera concreta:
generando santos. H.U. von Balthasar lo expresa de la siguiente manera en su
Teología de la historia:
"El Espíritu da la palabra clave y la solución a las preguntas candentes de la
época: nunca en forma de una expresión abstracta (para elaborar tal cosa ya
están ahí los hombres), sino casi siempre bajo la figura de una nueva misión
concreta, sobrenatural, con la producción de un Santo, que haga vivir para una
época el mensaje del Cielo, la interpretación correspondiente del Evangelio,
el acceso concedido a esa época para entrar a la verdad de Cristo, propia de
toda época. ¿De qué otro modo puede ser interpretada la vida sino mediante
vida? Los Santos son la tradición más viva, ésa misma también que siempre está
indicada en la Escritura cuando se habla del despliegue de las riquezas de
Cristo, de la aplicación de su norma a la Historia. Las misiones de los santos
son respuestas de arriba a las preguntas de abajo, de tal modo que no es raro
que empiecen por producir un efecto como de algo incomprensible, como signos a
los que hay que oponerse en nombre de todo lo sensato, hasta que se presenta
la "prueba de la fuerza". Pruebas tales fueron San Bernardo, San francisco,
San Ignacio, Santa Teresa: todos ellos como montañas escupiendo fuego, que
lanzan continuamente lava candente d esde la hondura más profunda de la
Revelación, y a pesar de toda tradición horizontal demuestran
incontrastablemente la presencia vertical del Kyrios vivo (el Señor),
ahora y hoy" (12).
Es la santidad, la participación de la criatura en la vida divina, el medio
mediante el cual se efectúa realmente y concretamente en el mundo la realidad
de Dios. Por la presencia de los santos, esta inmanencia mutua, esta comunión,
entre el cielo y la tierra, entre Dios y los hombres, debe extenderse por todo
el cosmos, por la humanidad y por la historia.
Santa Teresa del Niño Jesús escribe en su Historia de un alma que,
deseando expresarle a Jesús que lo amaba y queriendo que fuese amado y
glorificado en todas partes, pensó con dolor "que jamás podría él recibir del
infierno un solo acto de amor". "Entonces dije a Dios - continúa la Santa -
que para agradarle consentiría en verme sumergida en el infierno a fin de que
él fuese amado eternamente en ese lugar de blasfemia... (...) Si hablaba así
no era porque el cielo no fuera mi deseo, sino porque entonces mi cielo no era
otra cosa para mí que el amor..."
Un infierno donde se ame a Dios es una contradicción; dejaría de ser infierno.
Pero también una tierra, en la que Dios no fuese amado, correría el riesgo,
como nos recuerda J. Ratzinger, de convertirse en un infierno... Una tierra
que exilia a Dios, exilia con Él el amor y la belleza y, con ellas, el
significado más profundo de la vida y de todas las cosas. Amando a Dios, los
santos aseguran que la tierra siga siendo habitable y testimonian que el
sentido de la existencia, y de la realidad entera, es corresponder
desinteresadamente al desinteresado amor de Dios.
Conclusión
"Que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero". Hoy hemos de hacer nuestra
esta petición de Jesucristo. El sentido de nuestra vida, la razón de ser de
nuestro sacerdocio, es acercar a los hombres a Cristo para que, en el Espírit
u Santo, puedan conocer al Padre.
Debemos renovar nuestra fe, convencidos de que, desconociendo a Dios, los
hombres no tendrán la vida verdadera.
Hemos de renovar nuestra esperanza, confiando en que Dios nos envía su
Espíritu, que nos capacita para responder con amor a su amor.
Hemos de avivar nuestra caridad, amando a Dios con amor sincero, sabiéndonos
amados por Él. Necesitamos redescubrir cada día nuestra condición de hijos,
partícipes, por pura gracia de la filiación de Cristo.
El mayor servicio que la Iglesia puede prestar al mundo es testimoniar de
manera creíble que Dios es Padre. Ella es, en Cristo, "como un sacramento o
signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género
humano". La misión de la Iglesia es generar santos, ya que, unida a Cristo y
santificada por Él, ha sido hecha también santificadora.
Cada uno de nosotros, correspondiendo a la acción del Espíritu Santo en
nuestras almas, tenemos la posibilidad de hacer a Dios presente en el mundo
por la santidad de nuestras vidas y de ayudar a nuestros hermanos a que lo
hagan presente.
El verdadero conocimiento de Dios tiene como modelo la comunión eucarística.
Comulgando con el Cuerpo y la Sangre del Señor, Él habita en nosotros y
nosotros en Él y, de ese modo, entramos en relación filial con el Padre.
Lo que la Eucaristía realiza objetivamente en el mundo, al hacer presente el
Cielo en la Tierra, debe traducirse existencialmente en nuestra vida para que
en el mundo entero avance en su peregrinación hacia el Padre y, en el hoy de
nuestro caminar, sea reflejo de su Gloria, de su bondad, verdad y la belleza;
de esa gloria de la que esperamos gozar plenamente en el reino, pues "allí
enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque al contemplarte como Tú eres,
Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a Ti y cantaremos eternamente
tus alabanzas" (Plegaria Eucarística III).