Cristo venció las tentaciones
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Fintan Kelly
No necesitamos estudiar sociología para darnos cuenta de que las tentaciones
siguen a cada hombre como su sombra. Son congénitas a cada hombre. No ha
existido ningún ser humano, fuera de los casos de Jesús y María, que no haya
pecado; no ha habido ningún pecado que no haya sido precedido por una
tentación. La tentación tiene carta de ciudadanía en todo lugar y siempre
tiene sus papeles en regla para entrar en cualquier momento.
Si hay tentaciones, tiene que haber unas fuentes de tentaciones. La Revelación
nos dice que el primer pecado histórico del hombre, el de Adán y Eva, entró en
el mundo por medio del Tentador, el diablo. A partir de la caída de nuestros
primeros padres cada ser humano que nace tiene dentro de sí una fuente de
tentación, que llamamos concupiscencias o pasiones desordenadas. Además hay
que contar con otra fuente que es el mundo, que presenta un escaparate
bastante variado de tentaciones. Por eso, tenemos una triple fuente de
tentaciones: el diablo, el mundo y las pasiones desordenadas.
Si las tentaciones forman parte de nuestra vida, tenemos que comprender su
función y, sobre todo, saber combatirlas.
Las tentaciones nos ayudan a fortalecer nuestra opción por Dios
Antes de entregar un coche a la agencia, los fabricantes tiene que probarlo en
la pista de pruebas. Si pasa la prueba lo consideran como un buen coche y
digno de la marca que ostenta. La vida del hombre también es como una pista de
prueba para ver si él es digno del sello que Dios imprimió en su alma en el
momento del bautismo.
Las tentaciones son permitidas por Dios para probar nuestro valor. Cada vez
que superamos una tentación consolidamos nuestra opción por Dios; también lo
contrario es cierto: cada vez que caemos en la tentación debilitamos esta
opción por Él.
En la vida moral no hay momentos neutros: o actuamos para o en contra de
Cristo. El mismo dijo que “no se puede servir a dos señores”. Dado que el
hombre es libre se construye a sí mismo: cada uno es “padre” de sí mismo. ¡Qué
responsabilidad!
Hay que afianzar cada día nuestra opción por Dios; hay que morir a lo que nos
ofrece la tentación y hacer vivir más nuestro amor a Dios.
Las dificultades hay que afrontarlas y hay que superarlas. Para el que ama,
las dificultades son ocasión de oro, los mejores momentos en que puede
demostrar su cariño por la persona amada. Hay que dar la vida, es verdad; hay
que caer en tierra y
hay que morir para vivir y dar fruto. Pero esta norma del Evangelio es dura
sólo para los profanos, para los que miran desde fuera.
Quien se mete, quien vive de lleno esta actitud, sabe que si es verdad la
primera parte, no es menos verdad la segunda: fecundidad, fruto, realización,
vida.
Cristo venció eficazmente las tentaciones
Cuando la casa se está quemando, no es el momento para tomar un curso sobre
como extinguir fuegos; cuando el avión va de picada, es inútil sacar la hoja
de normas de seguridad para leerlas; cuando estamos hasta el cuello en la
tentación, no es el momento para estudiar un Tratado sobre Tentaciones. Lo
importante es prever, preparándonos antes. Cristo es nuestro mejor Maestro: Él
nos enseña no sólo con su palabra, sino con su ejemplo. Cristo no es como un
soldado que aprendió todo en el cuartel, sino más bien en el campo de batalla.
Él nos transmite sus experiencias para ayudarnos. Leemos en el Catecismo en el
n.539:
La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la
victoria de la pasión, suprema obediencia de su amor al Padre.
Para salir victorioso en la tentación Cristo usó tres armas muy potentes: la
Palabra de Dios, el sacrificio y la oración. Con estas tres armas podemos
superar cualquier tentación. Veámoslas.
La Palabra de Dios, la Voluntad expresa de Dios, era lo que pesaba más en la
vida de Cristo. El tenía su conciencia bien formada: sabía distinguir entre el
bien y el mal. Él sabía exactamente lo que tenía que hacer. Tenía una
conciencia recta.
Si nosotros no formamos bien nuestra conciencia cristiana, corremos el riesgo
serio de caer en la tentación. No basta saber lo que se puede o no se puede
hacer, pues es necesario también saber el por qué está bien o está mal. No
basta decir: “el Papa dice...” Hay que saber el por qué el Papa dice que está
bien o está mal. Recordemos que las cosas no son buenas o malas porque el Papa
lo dice, sino el Papa lo dice precisamente porque son buenas o malas.
Un católico debe tener UNA FE ILUSTRADA, que significa saber por qué una cosa
es buena o mala moralmente.
La segunda arma es el sacrificio. Nos puede pasar como le pasó a Eva: “Y como
viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista...
tomó su fruto y comió” (Gen 3,6).
Las tentaciones se nos echan encima con la violencia de una pasión. Las
tentaciones son seductoras y pueden enredar nuestra débil voluntad. Es
necesario, por eso, tener una voluntad firme y fuerte. Una persona sin fuerza
de voluntad seguramente caerá en la tentación. Guardando las debidas
distancias, es como una persona que sufre de Sida: no tiene anticuerpos y está
propicia a cualquier infección. Una persona sin fuerza de voluntad es como una
hoja llevada por el viento: no pone resistencia.
La tercera arma es la oración, que es la unión con Dios. Una vez un niño
jugaba fútbol y metía muchos goles. Un domingo comenzó a jugar mal y no hizo
nada en el partido. Sus amigos le preguntaron qué le había pasado. Éste
contestó que como no estaba su padre mirándolo se sentía desanimado e incapaz,
pues ese domingo su padre no pudo acompañar a su hijo como siempre lo hacía.
Algo así pasa en la oración: sentimos la presencia de Dios que nos anima a
seguir adelante y vencer. Dijo San Alfonso María de Ligorio: «El hombre que
ora, se salva; el que no ora, no se salva».
También podemos parafrasear las palabras del Santo: El hombre que ora, supera
la tentación; el que no ora no la supera.