Autor: Jean Lafrance
Dios no desprecia un corazón contrito
Te conviertes de verdad el día en que experimentas como Pedro las lágrimas de la contrición.
"Mi sacrificio es un
espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias"
(Sal 51, 19)
Te conviertes de verdad el día en que experimentas
como Pedro las lágrimas de la contrición, en que tu corazón es literalmente
triturado, es decir hecho pedazos por la revelación del amor de Dios. Puedes
estar atormentado por el deseo de seguir a Cristo más de cerca o por el de
salir del pecado que te oprime, pero no por ello tienes el sentimiento de tu
pecado. Todo esto puede alimentar tu arrepentimiento pero la contrición es en
verdad otra cosa: es el fruto de un don maravilloso que Dios te ofrece
purificándote por la sangre de Cristo en el sacramento de la penitencia.
Entonces debes tener el corazón triturado, roto, como
David después de su pecado, lo que es una cosa muy distinta de la evidencia de
tu pecado, o el deseo de amar a Cristo, y de otros sentimientos que nacen del
fondo de tu corazón. < br />
La contrición, "es la desgarradora revelación
(normalmente ofrecida a través del espectáculo de Cristo en cruz) del Amor
infinito de Dios para con nosotros y de la crueldad sin nombre de nuestra
indiferencia para con él". (M. D. Molinié).
No te puedes procurar por ti mismo esta
bienaventuranza de las lágrimas, sería un sentimiento forzado y ficticio. Para
que sea verdadero, suplica al Señor que "arranque de tu corazón de piedra las
lágrimas de la contrición".
Puedes repetir toda tu vida esta oración que
conservará siempre su verdad. La verdadera compunción es obra de la gracia y
por lo tanto de la oración, nace del descubrimiento de Alguien. Dios presente
que te llama. Este encuentro cambiará totalmente tu vida y dará un sentido
nuevo a tu existencia. La lucidez cristiana es el fruto del conocimiento del
Dios vivo. El impenitente es un ciego: sin haber conocido ni al Padre ni a su
Hijo, no reconoce su pecado. El penitente es un vidente: ha reconocido la
venida y la llamada de Dios en Jesucristo, sus ojos se han abierto.
Cuanto más conozcas a Dios más pecador te reconocerás,
pero un pecador perdonado. Es el pródigo penitente y no el hijo mayor el que
conoce de verdad al Padre. Descubres así el vínculo entre tu bautismo y la
penitencia que, según san Agustín, es un bautismo diario, es decir, la señal
por la cual expresas día a día, tu fe bautismal. Para mostrar perfectamente el
vinculo entre la conversión y la desgarradora toma de conciencia de tu pecado,
Agustín definirá la penitencia como un "bautismo en lágrimas", en oposición al
bautismo en el agua y el Espíritu.
Comprendes entonces cómo este sentimiento del pecado
es estimulante y tonificante, mientras que el sentimiento de la falta te hunde
en la depresión, el desaliento y a fin de cuentas en el orgullo. Si, eres un
pecador, lo que quiere decir que necesitas de Jesucristo, pero no hay lugar
para el desaliento, pues sabes en quién has puesto tu confianza . En Él,
puedes realizar todo lo que te pida y tu pecado es medio de gracia. Sin Él, tu
vida carece de sentido.
Para recibir el conocimiento y el sentido del pecado,
tienes que sufrir una verdadera "iniciación"; no puedes provocar en ti un
vuelco tan grande. En la oración, libérate de los temores infantiles y
estériles del pecado que son caricaturas de la verdadera contrición. Tu
verdadero pecado es tener un corazón de piedra (Ez 36, 26) y no sufrir por
ello. Eres insensible a la ternura infinita de Dios a causa del caparazón
segregado en torno a tu corazón durante los años de endurecimiento. Más
profundamente, es que no aceptas de verdad el tener que cimentar toda tu vida
cristiana sobre un don gratuito de Dios.
Si aceptas el reconocer este corazón de piedra y tu
negativa inconsciente a dejarte amar por Dios, entonces estás amenazado por la
invasión de la caridad. Comprendes también cómo el amor de Cristo se siente
herido por tu indiferencia del mismo modo que todo gran amor es herido por la
inconsciencia de aquél que es objeto de él. Pero para que llegues a tener el
corazón quebrantado por las lágrimas del arrepentimiento, es preciso que el
Espíritu Santo intervenga y te despierte de tu profundo sueño. En el
sacramento de la penitencia, la venida objetiva del Espíritu Santo rompe
violentamente el caparazón de tu corazón de piedra y libera la presencia
interior del Espíritu que puede entonces clamar al Padre con gemidos
inefables.