Del pecado a la gracia
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Fernando Pascual LC
Si con el pecado entra el mal en el mundo y avanza la muerte, con la
conversión triunfa la gracia, se regenera el mundo, la vida resplandece.
Vivimos como si lo importante fuese la situación de la bolsa, el precio de
las hipotecas, la calidad de las naranjas importadas o la cantidad de
gasolina “limpia” que circula por nuestras carreteras.
Por eso olvidamos que estamos en medio de una lucha tremenda, dura, entre
el pecado y la gracia. Dejamos de lado lo decisivo, lo que vale más allá
de las medidas humanas, lo que conduce a la felicidad temporal y al cielo
eterno: la vida de gracia.
Porque la vida de gracia, por la que nos unimos a Cristo y a la Iglesia,
se pierde cuando cedemos al pecado, cuando dejamos crecer nuestro egoísmo,
cuando seguimos la mentalidad del mundo, cuando acogemos las tentaciones
del maligno.
Pero esa vida de gracia puede recuperarse. Desde un arrepentimiento
profundo, desde una confesión sincera, desde la vida de penitencia y de
oración, desde la confianza en la bondad divina, el pecado queda borrado
por la misericordia divina. Es entonces cuando avanza la dicha profunda de
quien vuelve a vivir en unión íntima con el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo.
Romper con el pecado debe ser, para cada corazón cristiano, la principal
urgencia, la empresa más importante, el compromiso más profundo. Porque no
podemos sentirnos tranquilos con un cristianismo de “carnet” sin una vida
auténticamente evangélica; porque Dios desea que volvamos a sus brazos
cada vez que el mal haya dejado una herida en nuestro corazón incierto.
Dios nos ayuda. Eso es la gracia: “el favor, el auxilio gratuito que Dios
nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios (cf. Jn
1,12-18), hijos adoptivos (cf. Rm 8,14-17), partícipes de la naturaleza
divina (cf. 2 P 1,3-4), de la vida eterna (cf. Jn 17,3)” (Catecismo de la
Iglesia Católica n. 1997).
Más aún: la gracia “es una participación en la vida de Dios. Nos introduce
en la intimidad de la vida trinitaria” (Catecismo n. 1997).
Este momento que tengo entre mis manos es una nueva invitación de Dios. Me
espera, me anima, me impulsa, me llama.
Con su fuerza, con su bondad, con su mirada, podré dar el paso que me
aparte de ese pecado que tantas veces me ha engañado. Entraré entonces en
un horizonte de gracia, de amor, de alegría infinita: el del abrazo
profundo del Padre que acoge a uno de sus hijos más enfermos.
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