Mons.
Timothy Dolan, Arzobispo de Nueva York, cuenta una experiencia personal (“An
airport encounter“), con reflexiones muy oportunas sobre los abusos sexuales del
clero.
Era sólo la tercera vez que me pasaba en mis 35 felices años como sacerdote, las
tres veces en los últimos 9 años y medio.
Otros sacerdotes me cuentan que les ha sucedido muchas más veces.
Pero tres son bastante. Cada vez que me ha dejado tan agitado que estaba cerca
de náuseas.
Sucedió el pasado viernes.
Acababa de llegar al aeropuerto de Denver para hablar en la popular convención
anual de Living Our Catholic Faith. Mientras esperaba al tren eléctrico que me
llevase a la terminal, un hombre de unos cuarenta años, que también estaba
esperando, se me acercó.
– “¿Es usted un sacerdote católico?”, preguntó con amabilidad.
– “Sí, claro. Mucho gusto”, le dije, tendiendo mi mano. Él la ignoró.
– “Crecí en un hogar católico”, respondió. Yo no estaba preparado para la punta
aguzada de su estilete. “Ahora soy padre de dos chicos, y no puedo mirarle a
usted ni a ningún otro sacerdote sin pensar en un abusador sexual”.
¿Qué responder? ¿Gritarle? ¿Pedir disculpas? ¿Expresar comprensión? Admito que
todas esas reacciones vinieron a mi mente mientras me debatía entre la vergüenza
y la rabia por el daño y la herida que me infligía con esas palabras punzantes.
– “Bueno”, dije recobrándome lo suficiente, “Sin duda, lamento que lo sienta
así. Pero, déjeme preguntarle… ¿cuando ve un rabino o a un ministro protestante
automáticamente cree ver a un abusador?”
– “No. En absoluto”, respondió con los dientes apretados.
– “¿Y cuando ve a un entrenador, un líder boy scout, un padre adoptivo, un
consejero o médico?”
– “Por supuesto que no”, respondió. “¿Qué tiene que ver con esto?
– “Mucho”, respondí. “Porque cada una de esas profesiones tiene un porcentaje de
abusadores tan alto, quizá mayor que el de los sacerdotes”.
– “Quizá”, admitió. “Pero la Iglesia es el único grupo que sabía lo que pasaba,
no hizo nada, y se limitó a pasar los pervertidos de un lado a otro”.
– “Parece obvio que usted nunca vio las estadísticas sobre los profesores de
colegios públicos”, comenté. “Solo en mi ciudad natal, Nueva York, los expertos
dicen que la proporción de abusos sexuales entre profesores de la escuela
pública es diez veces más alta que entre los sacerdotes, y esos abusadores,
simplemente, fueron transferidos de un sitio a otro”.
[Si hubiese conocido las noticias del New York Times del pasado domingo sobre la
alta tasa de abusos contra los más indefensos en la mayoría de hogares tutelados
por el Estado, con abusadores simplemente transferidos de un hogar a otro,
también lo hubiera mencionado].
No respondió, así que continué.
– “Perdone que sea tan contundente, pero usted lo fue conmigo, así que permítame
preguntar: ¿cuando usted se mira al espejo, ve un abusador sexual?”
Ahora era él quien se sobresaltaba como yo antes.
– “¿De qué demonios me habla?”, dijo.
“Es triste, pero los estudios nos dicen que la mayoría de los niños abusados
sexualmente son víctimas de sus padres o de otros miembros de la familia”,
respondí.
Ya era bastante. Le vi aturdido y traté de calmarlo.
– “Le diré que, cuando le veo a usted, yo no veo un abusador, y agradecería la
misma consideración de su parte”.
El tren nos había llevado a la zona de recogida de equipajes y salimos juntos.
– “Bien, entonces ¿por qué sólo oímos toda esa basura acerca de ustedes los
sacerdotes?”, preguntó pensativo.
– “Lo mismo nos preguntamos los sacerdotes. Tengo una serie de razones, si le
interesa”.
Asintió mientras caminábamos hacia la cinta transportadora.
– “Por un lado, los sacerdotes merecemos un escrutinio más intenso porque la
gente confía más en nosotros, ya que osamos afirmar que representamos a Dios,
así que si uno de nosotros hace esas cosas, aunque sólo una diminuta minoría lo
haya hecho, es más repugnante.
– Segundo, me temo que hay muchos por ahí que no aman a la Iglesia y hacen lo
que pueden por dañarla. Este es un tema con el que adoran azotarnos sin
descanso.
– Y tercero, detesto decirlo, se puede sacar mucho dinero denunciando a la
Iglesia Católica, mientras que apenas vale la pena denunciar a alguno de los
grupos que comenté antes”.
Ahora ambos teníamos ya nuestro equipaje y nos dirigimos a la puerta. Él tendió
su mano, la que 5 minutos antes no me había tendido. Nos dimos un apretón.
– “Gracias, encantado de haberle conocido”, dijo. Se detuvo un momento. “¿Sabe?
Pienso en los grandes sacerdotes que conocí de niño. Y ahora, que trabajo en IT
en la Regis University, conozco algunos jesuitas devotos. No deberíamos
juzgarles a todos ustedes por los horribles pecados de unos pocos”.
– “Gracias”, dije sonriendo. Supongo que las cosas se habían arreglado porque,
mientras se iba, añadió: “al menos, le debo un chiste: ¿qué sucede si no puedes
pagar a tu exorcista?”
– “Ni idea”, respondí.
– “Una re-posesión”
Nos reímos y nos separamos. Pese al final feliz, aún temblaba y casi sentí que
necesitaba un exorcismo para expulsar de mi alma sacudida el horror que todo
este asunto ha significado para las víctimas y sus familias, para nuestros
católicos, como ese hombre… y para nosotros, los sacerdotes.