Laicidad y pluralismo
La laicidad del Estado en el pensamiento social cristiano.- Laicidad y coherencia en la acción política.- El pluralismo político de los católicos.
Autor: Ángel Rodríguez
Luño
Fuente: Almudi
La laicidad del Estado en el pensamiento social
cristiano
La laicidad del Estado se invoca con frecuencia de
manera ambigua e impropia y, a veces, hasta para enmascarar actitudes o recursos
poco respetuosos hacia la sensibilidad religiosa de los ciudadanos. Sin embargo,
la laicidad constituye un valor positivo, que no debería generar desconfianza o
sospecha. Lo mismo cabe decir del pluralismo político, consecuencia inmediata de
la libertad, que el Estado reconoce a todos los ciudadanos y la Iglesia católica
a sus fieles (2).
La Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al
compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, publicada por la
Congregación para la Doctrina de la Fe el 24 de noviembre de 2002 (3), precisa
oportunamente que «para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como
autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica
-pero nunca de la esfera moral-, es un valor adquirido y reconocido por la
Iglesia, y pertenece al patrimonio alcanzado de civilización» (4).
La concepción monista, propia del mundo greco-romano y
de otras civilizaciones no cristianas, de una comunidad política que unificaba
orgánicamente las exigencias religiosas con las éticas y con las más
específicamente políticas, se vuelve inaceptable tras la venida de Cristo. Con
el Cristianismo entra en escena un concepto más alto de persona, cuya dignidad y
libertad se fundan en última instancia en una esfera de valores que trascienden
la política (5).
De la enseñanza evangélica, según la cual hay que dar al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (6), se colige la
existencia de una dualidad de esferas y autoridades, llamadas a desempeñar sus
cometidos específicos de modo autónomo y armónico: quien da a Dios lo que es de
Dios puede, sin contradicción, dar al César lo que es del César (7). San Pablo
parece avanzar un paso más: al invocar las razones de conciencia, viene a
afirmar que no se puede dar a Dios lo que es de Dios sin dar al César lo que es
del César (8). El Estado que actúa rectamente dentro de su ámbito de competencia
nada tiene que temer de esa otra enseñanza apostólica, que sostiene que «hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres» (9).
Para el pensamiento cristiano, sin embargo, la esfera
política y la religiosa están conectadas en virtud de las razones de conciencia
invocadas por San Pablo (10); es decir, en virtud del terreno moral en que ambas
coinciden. La política es «la multiforme y variada acción económica, social,
legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e
institucionalmente el bien común» (11). Por su esencial referencia al bien de
los hombres que viven en comunidad, la praxis política no sólo tiene importantes
dimensiones morales, sino que ella misma es praxis moral, aunque no toda praxis
moral sea praxis política.
En base a estos presupuestos, la concepción cristiana de
la laicidad consiste en la afirmación simultánea de tres principios:
1) La política es inseparable de la moral, porque la
política remite esencialmente al bien común, y éste comprende la promoción y la
tutela de los bienes relevantes para la vida en común de las personas humanas,
tales como el orden público y la paz, la libertad, la justicia y la igualdad, el
respeto de la vida humana y del ambiente, la solidaridad, etc. (12).
2) La índole moral de la praxis política no puede dar
lugar a confusión alguna entre la sociedad política y la comunidad religiosa,
entre sus finalidades y entre los ámbitos de competencia propios de sus
respectivas autoridades.
Si en la naturaleza misma de las cosas está que la
esfera política y la religiosa tengan puntos en común, igualmente está en la
naturaleza misma de las cosas que el lugar privilegiado en que tal conexión hace
sentir su peso sea la conciencia personal de cuantos son simultánea e
inseparablemente ciudadanos -o incluso gobernantes del Estado y fieles de la
Iglesia.
De ahí que la existencia de puntos de contacto entre la
esfera política y la religiosa no desdibuje la distinción y la autonomía de
ambas esferas. Es más, para evitar cualquier ambigüedad, la Iglesia católica
prohíbe a los clérigos «asumir cargos públicos que comportan una participación
en el ejercicio del poder civil» (13), así como tomar parte activa en los
partidos políticos (14), si bien los clérigos siguen siendo ciudadanos que
ejercitan todos los derechos políticos compatibles con su condición de ministros
sagrados (derecho al voto, etc.).
3) Por lo que atañe a la religión, laicidad del Estado
no significa irreligiosidad, agnosticismo o ateísmo de Estado. El Estado laico
reconoce la importancia y el papel tanto del fenómeno religioso en cuanto tal,
como de las convicciones religiosas de los ciudadanos y de las tradiciones
religiosas de los pueblos. A la vez, es consciente de que no es la fuente ni el
juez de la conciencia religiosa de los ciudadanos, a los que reconoce el más
amplio derecho a la libertad religiosa, con tal de que se respeten las justas
exigencias del orden público. Y «si, consideradas las peculiares circunstancias
de los pueblos, en el ordenamiento jurídico de una sociedad se otorga un
especial reconocimiento civil a una determinada comunidad religiosa, es
necesario que al mismo tiempo se reconozca y respete a todos los ciudadanos y
comunidades religiosas el derecho a la libertad en materia religiosa» (15).
Laicidad y coherencia en la acción política
La enseñanza de la Iglesia en materia social y política
intenta ser plenamente respetuosa de la distinción entre la esfera religiosa y
la política, así como del legítimo pluralismo político de los fieles. Tal
enseñanza se dirige a la conciencia de los ciudadanos católicos, y de los no
católicos que libremente quieran escucharla, para ilustrar las exigencias éticas
pertenecientes a la conciencia cristiana que atañen al recto ordenamiento de una
sociedad política de personas humanas, y no de una comunidad religiosa
particular.
La Iglesia católica es muy consciente de «que los actos
específicamente religiosos (profesión de fe, cumplimiento de actos de culto y
sacramentos, doctrinas teológicas, comunicación recíproca entre las autoridades
religiosas y los fieles, etc.) quedan fuera de la, competencia del Estado, el
cual no debe entrometerse ni puede exigirlos o impedirlos de ningún modo, salvo
por razones de orden público» (16). La enseñanza social de la Iglesia no propone
valores o principios que presuponen la profesión de la fe cristiana (17), sino
exigencias éticas «radicadas en el ser humano» (18) que, «por su naturaleza o
por su papel fundamental de la vida social, no son ´negociables´» (19). Se trata
de valores relevantes para el bien común político que, por sí mismos,
comprometen moralmente la conciencia de todo ciudadano.
Para la moral cristiana, que en su estructura interna
responde a la lógica de la Encarnación, resulta enteramente connatural la
asunción de todo lo que es auténtico valor humano, individual o social, aun
cuando en ella la fe se mantenga siempre como criterio definitivo de vida. De
aquí la exhortación de San Pablo: «En conclusión, hermanos, todo lo que es
verdadero, noble, justo, puro, amable, honrado, lo que es virtud y merece
alabanza, ha de ser objeto de vuestros pensamientos» (20).
Razón y fe no son principios autoexcluyentes.
Especialmente en el campo moral, la fe es también confirmación de verdades
alcanzables por todos. Por eso se afirma que «el hecho de que algunas de estas
verdades sean también enseñadas por la Iglesia, no disminuye la legitimidad
civil y la «laicidad» del compromiso de quienes se identifican con ellas,
independientemente del papel que la búsqueda racional y la confirmación
procedente de la fe hayan desempeñado en la adquisición de tales convicciones.
En efecto, la «laicidad» indica en primer lugar la actitud de quien respeta las
verdades que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en
sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión
específica, pues la verdad es una» (21).
Y acertadamente se añade que quienes, «en nombre del
respeto de la conciencia individual, pretendieran ver en el deber moral de los
cristianos de ser coherentes con la propia conciencia un motivo para
descalificarlos políticamente, negándoles la legitimidad de actuar en política
de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, incurrirían en
una forma de laicismo intolerante» (22).
Obrando según su conciencia, los cristianos han
introducido en la cultura política valores e instancias –por ejemplo, la
superación gradual de la esclavitud-, que en su momento eran rechazados por
todos, pero que hoy nadie los consideraría confesionales o, en cualquier caso,
contrarios a la laicidad de la política.
El pluralismo político de los católicos
La Nota doctrinal no olvida que la actividad política no
es, mera declaración de valores ético-políticos abstractos, sino que mira a «la
realización extremadamente concreta del verdadero bien humano y social en un
determinado contexto histórico, geográfico, económico, tecnológico y cultural»
(23).
En este nivel de concreción, los ciudadanos católicos
gozan de un legítimo pluralismo político (24). Aunque la conciencia cristiana
esté vinculada por algunos valores sustanciales de fondo, para su realización
concreta a menudo son concebibles distintas estrategias. Y también cabe tener
opiniones diferentes acerca de la interpretació
Es derecho y deber de la Iglesia pronunciar juicios
morales sobre realidades temporales cuando la fe o la moral así lo requieren.
Pero excede de su misión señalar y sugerir propuestas concretas, y menos aún
propuestas únicas vinculantes, a problemas que, según la conciencia cristiana,
admitan diversas soluciones (25).
Proponer y asumir las opciones que se consideran más
adecuadas para el bien común es en cambio cometido y responsabilidad específica
de todos los que son propiamente sujetos activos de la política: los ciudadanos
creyentes o no creyentes, los partidos, las instituciones, los gobernantes.
Cosa muy distinta es, para un católico -y, por otro
título, también para cualquier ciudadano-, confundir la pluralidad de opciones
políticas legítimas «con un indistinto pluralismo en la elección de los
principios morales y los valores sustanciales a los que se hace referencia. La
legítima pluralidad de opciones temporales mantiene íntegra la matriz de la que
proviene el compromiso de los católicos en la política, que remite directamente
a la doctrina moral y social cristiana. Con esta enseñanza están obligados a
confrontarse siempre los laicos católicos, para tener la certeza de que su
participación en la vida política se caracteriza por una coherente
responsabilidad hacia las realidades temporales» (26).
Para entender el fondo de esta delicada cuestión hay que
tener presentes a la vez dos principios igualmente importantes:
1) La fe cristiana no se identifica con ninguna síntesis
cultural y política concreta. La fe no es una cultura política, ni contiene una
cultura política completa, alternativa a las culturas políticas humanas, que por
tanto podría ser recibida sólo por quien careciera de cultura política, es
decir, podría ser recibida sólo en un escenario mental vado por lo que concierne
a las ideas políticas.
2) A la vez la fe cristiana tiene muchas consecuencias
para la actividad política. La fe es para los creyentes el criterio supremo de
vida, y por ello la fe informa, confirma, añade o modifica las diversas culturas
políticas de los creyentes. La historia demuestra que la fe ha sido más de una
vez innovadora y creadora en el ámbito social y político.
Compaginar ambos principios requiere atención y
equilibrio. Porque lo religioso y lo moral, en la práctica, pueden ir en un
vehículo político, y por tanto es fácil la confusión. Se requiere tacto, y no
dejar que se instrumentalicen políticamente las cuestiones morales. Si aunque
sea solamente por razones sociológicas, la fe cristiana acabara identificándose
con una parte política, se cometería un error que a la larga será extremamente
nocivo para la fe. Se ha de evitar por ello la visión «partidista» de las
cuestiones éticas y religiosas, que entre otras cosas haría muy difícil que los
creyentes que legítimamente militan en diversas partes políticas puedan sostener
eficazmente una posición común en materias éticas. Los creyentes deben oponerse
a las estrategias sectarias que pretenden recluir la fe en el ámbito de una
opción política determinada.
Por otra parte, el pluralismo no tiene nada que ver con
el relativismo ético, para el que toda concepción del bien del hombre es tan
valiosa como cualquier otra (2). Ni siquiera cabe invocarlo legítimamente a
propósito de comportamientos o estrategias políticas (aborto, destrucción de
embriones humanos, etc.) que se oponen de modo frontal a exigencias esenciales
del bien común (28).
Las aclaraciones sobre la laicidad y el pluralismo son
un aspecto importante de la Nota que aquí comentamos. Ahora bien, no constituyen
su principal objetivo. Frente al conformismo y al relativismo propagado en
muchos ambientes políticos, y que a veces asumen connotaciones de intolerancia y
de injusticia, la Nota trata sobre todo de convocar a los ciudadanos católicos a
un compromiso social y político coherente con la conciencia cristiana.
La presión ambiental, que se sirve frecuentemente de
slogans que no resisten un análisis racional, y la atribución de mayor peso a
desacuerdos en cuestiones contingentes que a la común adhesión a valores
sustanciales de fondo, puede dar lugar a un desdoblamiento de la conciencia, una
especie de esquizofrenia mental por la cual una cosa es lo que en la intimidad
de la conciencia se considera conveniente para el bien común, y otra distinta
-quizás incluso contraria-lo que se sostiene en la actividad social y política.
El Concilio Vaticano 11 advierte que «la separación, que
se constata en muchos, entre la fe que profesan y su vida diaria se cuenta entre
los más graves errores de nuestro tiempo» (29). La recta comprensión de la
laicidad y del pluralismo es necesaria para enmarcar mejor, en el contexto de
las actuales sociedades democráticas, la urgente necesidad de comprometerse para
conseguir que la vida pública se ordene conforme a los valores de libertad,
justicia, paz, respeto a la vida, solidaridad, etc., que son inseparables de la
conciencia cristiana.
Notas
1 Publicado en lengua italiana
en «L´Osservatore Romano», 24 de enero 2003, 9. Hemos introducido algunas
modificaciones.
2 «Los fieles laicos tienen derecho a que se les
reconozca en los asuntos terrenos aquella libertad que compete a todos los
ciudadanos; sin embargo, al usar de esa libertad, han de cuidar de que sus
acciones estén inspiradas por el espíritu evangélico, y han de prestar atención
a la doctrina propuesta por el magisterio de la Iglesia, evitando a la vez
presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio, en materias opinables»
(Código de Derecho Canónico, c. 227).
3 A partir de ahora se citará como Nota doctrinal
4 Nota doctrinal n. 6.
5 Cfr. D´ADDIO, M., Storia delle dottrine politiche, cit.,
vol. 1, pp. 127-128.
6 Cfr. Mt22, 15-22; Mc12, 13-17; Lc20, 20-26.
7 Sobre el sentido del pasaje de Mt22, 15-22, véase el
comentario de SCHNACKENBURG, R., I1 messaggio morale del Nuovo Testamento, Nuova
Edizione, Paideia, Brescia 1989, vol. 1, p. 169 (trad. espafiola: El mensaje
moral del Nuevo Testamento, Herder, Barcelona 1991).
8 Cfr. Rm 13, 1-7.
9 At 5, 29.
10 Rm 13,5.
11 Nota doctrinal, n. 1.
12 Cfr. ibid., n. 1.
13 Código de Derecho Canónico, c. 285 § 3.
14 Nota doctrinal, n. 1, nota 1.
15 CONCILIO VATICANO II, Declaración Dignitatis humanae,
sobre la libertad religiosa, 7-XII-1965, n. 6.
16 Nota doctrinal n. 6.
17 Cfr. ibid., n. 5.
18 ibid., n. 5.
19 ibid., n. 3.
20 Fi14, 8.
21 Nota doctrinal n. 6.
22 Ibidem.
23 ibid. n. 3.
24 Sobre el pluralismo político de los católicos y su
significado, remitimos a lo dicho en el capítulo 3.
25 Cfr. Nota doctrinal, 11. 6.
26 ibid. n. 3.
27 Cfr. ibid., n. 2-3.
28 Cfr. ibid., n. 4.
29 CONCILIO VATICANO 11,
Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
contemporáneo, 7-XII-1965, n. 43.