Autor:
Thomas Williams
Fuente: masalto
¿Qué
tanto caso le hago a mi conciencia?
Seguirla es la mejor inversión para la vida...
Nuestra postura ante la conciencia refleja muchas veces nuestra postura hacia la
vida. Para algunos, la conciencia es un fastidio, una voz que les fastidia con
sus prohibiciones y recriminaciones: ¿Por qué no me dejará en paz? Tanta gente
lo hace, y mi conciencia no me deja...
Es curioso que despotriquemos contra nuestra conciencia cuando normalmente no
nos quejamos de nuestras demás facultades. Nadie se lamenta de poseer una buena
inteligencia, o buenos sentimientos, o un buen sentido del olfato o de la vista.
¿Por qué enojarse ante una conciencia sana? Tal vez porque no nos deja disfrutar
el mal a gusto. Ciertamente este modo de pensar no es muy sano que digamos. El
hecho de reconocer nuestra culpa después de haber obrado mal no es más que una
consecuencia lógica, como es lógico que caigamos enfermos después de un atracón
de veinticuatro hamburguesas. Si el mal nos inquieta, deberíamos sentirnos
agradecidos; es señal de una c onciencia sana. Querer hacer una maldad sin
sentir remordimiento desentona con el verdadero sentido de nuestra vida.
Otros, en cambio, aceptan la conciencia como lo que es: un regalo. Quien de
verdad quiere obrar correctamente, encuentra en su conciencia una herramienta
sumamente útil, que le permite mantenerse en la senda correcta, aunque sea
estrecha. Todo depende, por tanto, de lo que uno quiera hacer con su vida. Si un
conductor, por ejemplo, en un arrebato adolescente, prefiere salir de la
carretera para dar brincos con el coche por parajes agrestes, verá en la barrera
de protección un estorbo que se opone a ese capricho. Los conductores normales
suelen agradecer que haya carriles señalados y barreras de protección que les
ayudan a mantenerse sobre su carril. Quien decida vivir en conformidad con la
verdad de su propia existencia, agradecerá igualmente el auxilio de una
conciencia que le permita mantenerse dentro del camino que le llevará al
objetivo que persigue.
Más allá del legalismo: el amor
Nuestras actitudes marcan el tono de nuestros actos y reacciones. ¿Has estado
alguna vez con una persona que ama verdaderamente el arte? Se puede pasar una
hora contemplando un Renoir o un Monet, mientras que otro pasaría por delante
sin ni siquiera darse cuenta. Una puesta de sol o un jardín radiante de color le
provoca una necesidad irresistible de correr por una cámara fotográfica o por un
pliego de papel y una caja de acuarelas. Su predisposición positiva le mantiene
en perpetuo estado de observador de arte y todo le habla de arte.
Cada uno podría preguntarse: ¿Cuál es mi predisposición hacia lo bueno y lo
malo? ¿Me entusiasma el deseo de vivir una vida recta? Pienso que hay dos modos
de responder a estas preguntas fundamentales. En primer lugar, tenemos a esas
personas cuya meta en el campo moral es la de no infringir las reglas. Se
sienten satisfechas con mantener limpia su conciencia. Esta actitud se pued e
denominar legalismo moral. Para esta clase de gente, la moralidad es un código
de leyes, un conjunto de reglas que hay que obedecer, límites que hay que
respetar. Puesto que la tendencia normal de la gente es buscar el mínimo
exigido, la moralidad se resuelve en los términos permitido y prohibido.
El primer defecto del legalismo moral es que oculta nuestras omisiones, todo el
bien que podríamos hacer, pero que no hacemos. A veces nos sentimos satisfechos
con no cometer ningún delito, pero olvidamos que nuestro paso por esta tierra
conlleva el deber de realizar obras de bien. También nos ocurre que pasamos por
la vida haciendo muchas cosas que en sí mismas no son malas, pero que se centran
en nuestros propios intereses, sin ofrecer ningún beneficio a los demás.
Esto nos recuerda a la parábola sobre los talentos que un señor dio a tres
siervos para que los administraran. Cuando el señor volvió para ver cómo habían
aprovechado los talentos, alabó a los dos prim eros siervos, pero al tercero lo
condenó porque desperdició el talento que había recibido, escondiéndolo y
perdiendo la oportunidad de lograr algún beneficio.
San Agustín comprendió tan bien esto que llegó a resumir la ley moral en su
célebre frase: ¡Ama y haz lo que quieras! Cuando una madre está afligida porque
su hijo está enfermo, no se conforma con cumplir su deber mínimo de madre; no se
pregunta por el límite inferior de su obligación. ¡No! Movida por el amor,
rebasa con mucho el mínimo exigido por la ley, y se desvive por aliviar a su
niño. Busca el mejor doctor, consulta a otros papás, consigue las mejores
medicinas. ¿Por qué? Porque es el amor el que la impulsa y no la mera
obligación.
Para quien aspira a realizar cabalmente las potencialidades de su ser, la
conciencia es un faro de luz de inestimable valor; es una guía que le permitirá
recorrer el sendero del amor más elevado y de la donación de sí. Ella le
alertará ante cualquier claudicación en la búsqueda de su ideal, y lo impulsará
hacia metas cada vez más elevadas.
En resumen, la conciencia orienta a quien vive en el amor, no en el legalismo, y
le ofrece un camino seguro para emplear correctamente su libertad.