Autor:
Card. Angelo Scola
Ritos satánicos
Contra la acción del maligno, que lleva a perder la esperanza de la salvación, el Padre jamás niega su perdón a quien se lo pide con corazón sincero
La herencia de la época
moderna, que ve, si no la derrota, por lo menos una drástica atenuación de la
pretensión racionalista, nos presenta una inesperada explosión de lo sacro. La
secularización se había anunciado como una reducción a términos «mundanos»,
«no religiosos», del discurso cristiano. Hoy, en cambio, pululan las más
variadas formas de una sacralidad que se podría definir naturalista, pues
encuentra respuestas al sentido religioso en una concepción de la naturaleza
(del cosmos y del hombre) que -casi al estilo de la era precristiana- vuelve a
ser considerada divina en sí misma (theiaphysis). Dioses y demonios pueblan el
universo de este nuevo politeísmo irracional, paradójicamente alimentado por
los extraordinarios medios que ofrecen la ciencia y la técnica.
No creer en Dios no significa no creer en nada; por el
contrario, significa creer en todo. Esta conocida intuición de Chesterton
describe bien la condición de mu chos hombres de hoy, los cuales, tras
abandonar la fe cristiana y decepcionados de la pretensión de la razón
ilustrada, se encuentran inermes frente a la realidad. No consiguen liberarse
de la angustia de su soledad radical frente al mundo y al tiempo. Para
dominarla recurren a la magia, la cual ofrecería la protección de poderes
ocultos, y no renuncian a buscar una alianza con las mismas potencias del mal.
Por esto proliferan las prácticas mágicas; incluso
algunos fieles cristianos participan en grupos satánicos que practican un
culto abiertamente contrario a la religión católica. Ante esta situación, la
Iglesia -y de modo especial los pastores- está llamada a dar un juicio claro,
juicio posible gracias al renovado anuncio de la victoria de Cristo sobre
Satanás, sobre el pecado y sobre la muerte.
Para poner de relieve la posición de la Iglesia y la
enseñanza del Magisterio con respecto al problema de los cultos satánicos -sin
dejar de subrayar su peligrosidad e inconciliabilidad con la naturaleza de la
fe y de la moral cristiana- desarrollaré el tema en los siguientes puntos: la
novedad del culto cristiano; la realidad de Satanás y sus insidias contra los
hombres; los ritos satánicos en el juicio de la Iglesia; y las posibles
consecuencias de la participación en los ritos satánicos.
1. La novedad
del culto cristiano
«Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de
Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como víctima viva, santa, agradable a
Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rom 12,1). El culto cristiano, obra
de Cristo sacerdote, al que se asocia el hombre, presenta un carácter del todo
particular, que lo distingue de cualquier otra forma de culto. Jamás puede
reducirse a un puro rito o práctica de piedad. En efecto, la adoración a Dios,
que culmina con la celebración de los sacramentos, sólo se realiza plenamente
con el ofrecimiento de la propia vida como oblación agradable al Padre.
¿ Dónde radica la originalidad del culto cristiano? En
el acontecimiento de Jesucristo: «A este Jesús, Dios lo resucitó; de lo cual
todos nosotros somos testigos. Y, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido
del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado, como vosotros veis y
oís [...] Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha
constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosostros habéis crucificado»
(Hch 2,32-33.36). De modo libre y gratuito, el Padre decidió, antes de todos
los siglos, hacer partícipes de su vida divina a los hombres, conformándolos
con Jesucristo por obra del Espíritu Santo. Para realizar este plan de
salvación dio el ser a todas las cosas, visibles e invisibles, y entre ellas
al hombre, creado a su imagen y semejanza y llamado a la vida sobrenatural.
Con el pecado de Adán no cambió este «orden original», sino que se manifestó
su carácter redentor. El Hijo eterno de Dios se encarnó y, en el misterio
pascual (muerte, resurrección, asce nsión y don del Espíritu Santo), realizó
la obra de justificación. Ésta llega a los hombres de todo tiempo a través de
la Iglesia, mediante los siete sacramentos. La justificación, según la
conocida terminología neotestamentaria, engendra hijos en el Hijo: «En efecto,
todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no
recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien,
recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá,
Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que
somos hijos de Dios. Y si hijos, tambien herederos» (Rom 8,14-17). El
sacramento del bautismo, intrínsecamente orientado a la Eucaristía, obra en el
creyente esta regeneración sobrenatural y lo introduce en la vida nueva en
Cristo, haciéndolo capaz de actos meritorios.
Así, la potencia y la belleza de la obra de Cristo se
manifiesta, en cierto sentido visiblemente, en la vida nueva del bautizado,
caracterizada, a nte todo, por las tres virtudes teologales: fe, esperanza y
caridad. La adhesión a Jesucristo en la obediencia de la fe, la práctica de
una caridad acompañada de obras, para con Dios y con el prójimo, y la
esperanza en que la misericordia de Dios nos dará la plenitud de la vida
eterna, que ya es objeto, como prenda, de la experiencia presente, son
características de la vida de los santos, ejemplos privilegiados de la novedad
existencial que Cristo trajo al mundo. La existencia del cristiano (en
Cristo), que en sí misma es el nuevo culto, tiene su expresión culminante en
los actos específicos de culto. El Concilio Vaticano II, al hablar de la
celebración litúrgica, hace referencia a la enseñanza de la Escritura y de la
Tradición: «Toda celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y de su
Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia cuya eficacia, con
el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra acción de la
Iglesia [1]. En efecto, el acto de culto , que para el cristiano sólo puede
dirigirse a Dios, tiene fundamentalmente la forma de una "respuesta" a la
iniciativa gratuita del Padre en Jesucristo por obra del Espíritu Santo. En
este acto están implicadas las tres virtudes teologales que, a su vez, abarcan
todas las dimensiones constitutivas de la persona».
2. La realidad de Satanás y sus insidias contra los
hombres
En este marco se puede hablar, con seriedad y sin caer
en exageraciones, de los ritos satánicos: un árbol venenoso que crece en el
terreno contaminado de la magia. Ante todo, no debemos olvidar que la Iglesia,
por una parte, siempre ha rechazado una excesiva credulidad en esta materia,
censurando enérgicamente todas las formas de superstición, al igual que la
obsesión por Satanás y los demonios, y los ritos y modalidades de maléfica
adhesión a tales espíritus. Por otra parte, y sabiamente, también ha puesto en
guardia contra un enfoque puramente racional de estos fenómenos, que termine
por identificarlos siempre y sólo con desequilibrios mentales. Una serena
posición de fe ha sido la característica de la actitud de la Iglesia a lo
largo de los siglos.
Como nos recuerda San Juan Crisóstomo: «Ciertamente,
no es un placer entretenerse con el tema del diablo, pero la doctrina que
aquél me ofrece la ocasión de tratar resultará muy útil para vosotros» [2].
Hace veinte años no era raro encontrarse con
razonamientos teológicos que negaban la existencia del diablo y de su obra
real de insidia contra los hombres. Esto llegó a tal punto, que el papa Pablo
VI sintió la necesidad de recordar la fe de la Iglesia sobre esa materia, en
la audiencia general del 15 de noviembre de 1972: «El mal no es sólo una
deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y
pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Quien rehúsa reconocer
su existencia, se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica; como
se sale también quien hac e de ella un principio autónomo, algo que no tiene
su origen, como toda criatura, en Dios; o quien la explica como una
pseudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas
desconocidas de nuestras desgracias»[3]. Estas palabras recogieron la
enseñanza constante del Magisterio de la Iglesia[4], especialmente la del
concilio IV de Letrán, celebrado el año 1251, cuyo contenido ha sido analizado
minuciosamente en el documento Fe cristiana y demonología, publicado por la
Congregación para la Doctrina de la Fe (26 de junio de 1976) [5]. El
pronunciamiento del IV concilio de Letrán, contra los albigenses y los cátaros,
afirma: «En efecto, el diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con
una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos. El hombre,
después, pecó por sugerencia del demonio»[6]. Juan Pablo II, en el ciclo de
catequesis sobre la creación (9 y 30 de julio, y 13 de agosto de 1986) afirma
la misma doctrina y el Catecismo de la Iglesia C atólica la expresa
claramente: «Tras la elección desobediente de nuestros primeros padres se
halla una voz seductora, opuesta a Dios que, por envidia, los hace caer en la
muerte. La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel
caído, llamado Satán o diablo. La Iglesia enseña que primero fue un ángel
bueno, creado por Dios (...) "El diablo y los otros demonios fueron creados
por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos"»
[7]. Por lo tanto, non se puede negar la existencia real de un ser creado por
Dios. Sin embargo, podemos notar que el Catecismo, siguiendo toda la Tradición
de la Iglesia, habla del diablo de modo subordinado a la historia de la
salvación, en el ámbito de la creación y del pecado original. Esta opción
priva de raíz toda posibilidad de dualismo que pretenda poner a Satanás al
mismo nivel de Dios. La historia de la salvación no es la lucha, en igualdad
de condiciones, entre el Dios de la misericordia y el padre de la men tira.
Está definida, en cambio, por la omnipotencia del Padre, que ha enviado a su
Hijo «para destruir las obras del demonio» (1 Jn 3,8). No hay más que un
principio del ser y, por lo tanto, no hay más que una posibilidad de victoria:
toda la obra de Satanás está marcada, desde el comienzo, por los signos de la
derrota. «Sin embargo, el poder de Satán no es infinito. No es más que una
criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero sólo criatura: no
puede impedir la edificación del reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo
por odio contra Dios y su reino en Jesucristo, y aunque su acción cause graves
daños -de naturaleza espiritual e indirectamente incluso de naturaleza física-
en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina
Providencia, que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del
mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero
"nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que
le aman" (Rom 8,28)» [8].
Aun siendo un vencido, Satanás no cesa de plantear
dificultades a los hijos de Dios, porque la victoria de Cristo espera a
manifestarse de manera incontrovertible en su parusía. Aquel que es llamado
homicida desde el principio (cf. Jn 8,44) acecha continuamente a los fieles
para que se separen de su Redentor: «Sería un funesto error comportarse como
si, considerando ya resuelta la historia, la redención hubiera obtenido todos
sus efectos, sin que sea ya necesario empeñarse en la lucha de la que hablan
el Nuevo Testamento y los maestros de la vida espiritual» [9]. La vida
cristiana tiene una dimensión intrínseca de lucha, de la que ninguno se puede
ver libre. San Agustín habla de las dos ciudades, contradictorias entre sí; y
San Ignacio de Loyola, gran maestro de vida espiritual, en el libro de sus
Ejercicios nos ha dejado la famosa meditación de las dos banderas, que expresa
con viveza la lucha del cristiano [10]. En efecto, la salvación del hombre no
puede ser automática, porque tiene en cuenta su libertad. Si no fuera así,
consideraríamos la salvación, inevitablemente, como un factor extrínseco, no
«conveniente» a nuestra persona, cuyo emblema es, precisamente, la libertad.
Pero la experiencia de la libertad finita introduce -en el status viatoris- la
posibilidad del error, que puede llegar, a causa del pecado, hasta la rebelión
contra el Bien supremo. El hombre, en el ejercicio de su libertad, puede
elegir un bien finito, considerándolo Bien absoluto. El tema de la acción del
maligno y sus tentaciones y seducciones se sitúa en el contexto de la
naturaleza del hombre, limitada y herida.
3. Los ritos satánicos en el juicio de la Iglesia
La acción ordinaria de Satanás consiste en inducirnos
al pecado, que es un extravío culpable de la libertad. La enseñanza del
Concilio Vaticano II ilumina esta situación: «El hombre, al examinar su
corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en m uchos males que
no pueden proceder de su Creador, que es bueno. Negándose con frecuencia a
reconocer a Dios como su principio, rompió además el orden debido con respecto
a su fin último y, al mismo tiempo, toda su ordenación en relación consigo
mismo, con todos los hombres y con todas las cosas creadas. De ahí que el
hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o
colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el
mal, entre la luz y las tinieblas» [11]
Centrando ahora nuestra atención en el fenómeno de los
ritos satánicos, conviene recordar que son muy variadas las circunstancias que
pueden llevar a un hombre a tales prácticas, así como son diversas las formas
y denominaciones que éstas asumen, según las corrientes y medios a los cuales
están vinculadas. Actualmente, incluso en el ámbito católico, existe
literatura que describe este fenómeno de la forma más completa posible.
Nuestro objetivo se limita, simplemente, a recordar el juicio de la fe y de la
moral de la Iglesia acerca los cultos satánicos.
Las advertencias de la Sagrada Escritura sobre el
carácter ilícito de los cultos a Satanás son constantes, tanto en el Antiguo
como en el Nuevo Testamento. El punto central de la condena de la Biblia es la
conciencia de que estos cultos implican un rechazo del único y verdadero Dios.
Efectivamente, lo que está en juego es el señorío de Dios sobre su pueblo:
«Yo, yo soy el Señor, y fuera de mí no hay salvador» (Is 43,11). Al establecer
su alianza con el pueblo de Israel, el Señor le había mandado: «Al Señor tu
Dios temerás, a él servirás, por su nombre jurarás. No vayáis en pos de otros
dioses, de los dioses de los pueblos que os rodean, porque un Dios celoso es
el Señor tu Dios que está en medio de ti. La ira del Señor tu Dios se
encendería contra ti y te haría desaparecer sobre la tierra. No tentaréis al
Señor vuestro Dios como le habéis tentado en Massá» (Dt 6,13-16). La historia
de la salvación sitúa a Israel en una relación totalmente particular con el
Señor: se ha revelado como el verdadero Dios, el único capaz de liberar y de
salvar al hombre.
La condena veterotestamentaria permanece intacta en el
Nuevo Testamento. Más aún, precisamente al comienzo de la misión de Jesús, es
recordada con fuerza: «Dícele entonces Jesús: "¡Apártate, Satanás!, porque
está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto"» (Mt 4,10). La
lucha de Jesús contra Satanás y contra el pecado, sus curaciones y milagros,
su muerte y resurrección libran al hombre de las potencias demoníacas, del mal
y de la muerte. Los escritos apostólicos recogen con fuerza la condena de las
brujerías: «Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza,
libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas,
divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes,
sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales
cosas no herederán el reino de Dios» (Gal 5,20-21).
Es unánime al respecto la doctrina de los Padres de la
Iglesia, sobre todo de los primeros siglos del cristianismo, cuando abundaban
los ritos mágicos y satánicos. Podemos recordar las palabras de Tertuliano:
«De astrólogos, brujos, charlatanes de cualquier clase, ni siquiera se debería
hablar. Y sin embargo, recientemente, un astrólogo que se declara cristiano ha
tenido la desfachatez de hacer la apología de su trabajo (...) La astrología y
la magia son torpes invenciones de los demonios» [12]; así como las de san
Cirilo de Jerusalén: «Algunos han tenido la osadía de despreciar al creador
del paraíso, adorando la serpiente y el dragón, imágenes de aquel que hizo
expulsar al hombre del paraíso» [13].
En ninguna época de la historia del cristianismo ha
cambiado el juicio de la Iglesia sobre los cultos satánicos. Éstos entran en
la categoría de la idolatría, porque atribuyen poderes y características
divinas a un ser que no es Dios y que es el «enemigo del género humano». Por
lo tanto, son actos que apartan radicalmente de la comunión con Dios, ya que
conllevan en el hombre una libre opción por Satanás en lugar de por el único
Señor. Nos encontramos ante un pecado contra el primer mandamiento de la ley
de Dios[14]. El anuncio de la potencia redentora del Resucitado, contenido
esencial del kerigma apostólico, es sustituido por «técnicas» y «ritos» con
los cuales se pretende obtener, para sí o para otros, la protección del
maligno. El Catecismo de la Iglesia Católica dice: «Todas las formas de
adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la
evocación de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone
"desvelan" el porvenir. La consulta de los horóscopos, la astrología, la
quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de
visión, el recurso a "mediums" encierran una voluntad de poder sobre el
tiempo, la historia y, finalmente, los h ombres, a la vez que un deseo de
granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el
honor y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios»
[15]
Hay otro aspecto de los cultos satánicos que no
podemos olvidar. No sería difícil descubrir, en el universo conceptual de las
personas que practican estos ritos, cierta visión maniquea de la realidad, tal
vez inconsciente. Atribuir a Satanás algo que sólo pertence a Dios implica,
por lo menos de hecho, poner dos principios como fundamento del mundo y del
tiempo, luchando entre sí y en busca de adoradores. Nada es más extraño a la
fe católica que este maniqueísmo. Las repetidas declaraciones del Magisterio
de la Iglesia (baste recordar la polémica con el gnosticismo o, en el
medioevo, la sostenida con los cátaros y los albigenses) han reafirmado
siempre el carácter de criatura propio del diablo y el origen del mal en su
voluntad y en la libertad de los hombres.
Además, con esas prácticas no solamente se perjudica
la fe. También sufre radicalmente la esperanza cristiana, porque quien lleva a
cabo tales actos, confía su salvación, presente y eterna, a las potencias
demoníacas y no a Dios. Tampoco podemos olvidar que los que rinden culto a
Satanás, al ponerse al servicio de su obra de destrucción, actúan contra la
caridad: baste pensar en las degradaciones morales que normalmente acompañan
los ritos satánicos. Tratándose de culto, está en juego todo el hombre, con su
fisonomía cristiana, que se apoya en las virtudes teologales. En este caso no
nos encontramos ante una simple debilidad humana, sino ante una opción libre y
radical contra Dios, que debe ser considerada, en su aspecto objetivo, como
pecado mortal.
Por otra parte, conviene recordar, dejando el juicio
jurídico a los canonistas, que los ritos satánicos contienen muchas veces,
como parte integrante de su desarrollo, el sacrilegio (particularmente de la
Eucaristía), por lo cual es nece sario advertir que «quien arroja por tierra
las especies sagradas, o las lleva o retiene con una finalidad sacrilega,
incurre en excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica»[16].
También esto puede ayudar a descubrir la gravedad de tales prácticas. Lo cual
no significa que, en condiciones precisas, no se pueda obtener el perdón.
4. Posibles consecuencias de la participación en ritos
satánicos
La participación en sectas y en cultos satánicos deja
al hombre cada vez más inerme frente a Satanás. Aun convencidos por la fe de
que el diablo no tiene poder sobre la salvación eterna del hombre si éste no
se lo permite, no podemos considerar que la libertad (de modo particular, la
libertad en estado de pecado) es omnipotente frente a las insidias del diablo.
Cuanto más participa una persona en las prácticas aludidas, tanto más débil e
indefensa se encuentra.
En este sentido se puede suponer que los afiliados a
sectas satánicas corren el riesgo de convertirse más fácilmente en víctimas de
realidades como el «hechizo», el «mal de ojo», las «vejaciones diabólicas» y
las «posesiones demoníacas». En efecto, tanto en el hechizo como en el mal de
ojo, no podemos excluir cierta participación del gesto maléfico en el mundo de
lo demoníaco, o viceversa[17] .
De diversa naturaleza son las acciones extraordinarias
de Satanás contra el hombre, permitidas por Dios por razones que sólo Él
conoce. Entre éstas podemos citar: trastornos físicos o externos (baste
recordar el testimonio de la vida de los santos); o intervenciones locales
sobre casas, objetos o animales; obsesiones personales, que ponen al sujeto en
estados de desesperación; vejaciones diabólicas, que se manifiestan en
trastornos y enfermedades que llegan a hacer perder el conocimiento, a
realizar acciones o a pronunciar palabras de odio contra Dios, Jesús y su
Evangelio, la Virgen y los santos; finalmente, la posesión diabólica, que es
la situación más gra ve porque, en este caso, el diablo toma posesión del
cuerpo de una persona y lo pone a su servicio sin que la víctima pueda
resistirse[18]. Todas estas formas, por misteriosas que sean, no pueden
considerarse sólo situaciones de tipo patológico, como si fueran todas y
siempre formas de alteración mental o de histerismo. La experiencia de la
Iglesia nos muestra la posibilidad real de estos fenómenos.
Frente a estos casos, la santa Iglesia, siempre que
tiene certeza de la presencia de Satanás, recurre al exorcismo. El Catecismo
nos recuerda esta praxis eclesial: «El exorcismo intenta expulsar a los
demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad espiritual que
Jesús ha confiado a su Iglesia. Muy distinto es el caso de las enfermedades,
sobre todo psíquicas, cuyo cuidado pertenece a la ciencia médica. Por tanto,
es importante asegurarse, antes de celebrar el exorcismo, de que se trata de
una presencia del maligno y no de una enfermedad» [19]. La celebración d e
este sacramental, reservado al obispo o a ministros elegidos por él para ese
fin, consiste en la reafirmación de la victoria del Resucitado sobre Satanás y
sobre su dominio.
Junto con los exorcismo, el nuevo Ritual incluye
también bendiciones que manifiestan el esplendor de la salvación del
Resucitado, ya presente en la historia como un principio nuevo de
transfiguración de la vida del hombre y del cosmos. Estas bendiciones son
apropiadas para confortar y ayudar a los fieles, sobre todo cuando no se tenga
la certeza de una acción satánica sobre ellos. Se incluyen, por lo tanto, en
la práctica normal de oración de la comunidad cristiana.
Pero no olvidemos que el recurso fundamental contra
las asechanzas de Satanás es la vida cristiana en su realidad diaria: la
pertenencia fiel a la comunidad eclesial; la celebración frecuente de los
sacramentos (sobre todo de la penitencia y de la Eucaristía); la oración; la
caridad acompañada de obras y el testimonio gozoso ante los demás. Estos son
los instrumentos principales a través de los cuales el cristiano abre
plenamente su corazón al Resucitado, para asemejarse a Él. Son los signos
tangibles de la misericordia de Dios hacia su pueblo y tienen el poder de
redimir al hombre arrepentido, cualquiera que sea su pecado.
Contra la acción del maligno, que lleva a perder la
esperanza de la salvación, el Padre jamás niega su perdón a quien se lo pide
con corazón sincero. Cuanto más fiel es la comunidad cristiana a su misión
evangelizadora, tanto menos el cristiano deberá temer al maligno. Su libertad
podrá confiar plenamente en Aquel que ha vencido a Satanás. Quien ha
descubierto a Jesucristo no necesita buscar la salvación en otra parte. Él es
el único y auténtico Redentor del hombre y del mundo.
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Notas
[1] Cf. SC 7.
[2] Cf. S. Juan Crisóstomo, Sobre el diablo tentador, homil. II, 1.
[3] Cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española (19 de noviembre de
1972) 3.
[4] Cf. siglos V-VI: DS, 286, 291, 325, 457-463; siglo XIII: DS, 797; siglos
XV-XVI: DS, 1349, 1511; siglo XVII: DS, 2191, 2241, 2243-2245, 2251; siglo XX:
DS, 3514.
[5] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Les múltiples formes de la
superstition, en Enchiridion Vaticanum 5 (26 de junio de 1975), 1347-1393.
[6] Cf. DS 800.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica 391
[8] Ibid., 395.
[9] Congregación para la Doctrina de la Fe, Les firmes..., o.c, 1347.
[10] S. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales 136ss.
[11] GS 13.
[12] Tertuliano, De idololatria IX, 1.
[13] S. Cirilo de Jerusalén, Sexta cateques is bautismal 10
[14] Catecismo de la Iglesia Católica 2110ss
[15] Ibid., 2216.
[16] Código de Derecho Canónico 1367.
[17] Cf. Conferencia Episcopal Toscana, A proposito di magia e demonologia.
Nota pastorale (1 de junio de 1994), n.13.
[18] Cf. ibid., n.14.
[19] Catecismo de la Iglesia Católica 1673.
Notas
[1] Cf. SC 7.
[2] Cf. S. Juan Crisóstomo, Sobre el diablo tentador,
homil. II, 1.
[3] Cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua
española (19 de noviembre de 1972) 3.
[4] Cf. siglos V-VI: DS, 286, 291, 325, 457-463; siglo
XIII: DS, 797; siglos XV-XVI: DS, 1349, 1511; siglo XVII: DS, 2191, 2241,
2243-2245, 2251; siglo XX: DS, 3514.
[5] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Les
múltiples formes de la superstition, en Enchiridion Vaticanum 5 (26 de junio
de 1975), 1347-1393.
[6] Cf. DS 800.
[7] Cat ecismo de la Iglesia Católica 391
[8] Ibid., 395.
[9] Congregación para la Doctrina de la Fe, Les
firmes..., o.c, 1347.
[10] S. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales
136ss.
[11] GS 13.
[12] Tertuliano, De idololatria IX, 1.
[13] S. Cirilo de Jerusalén, Sexta catequesis
bautismal 10
[14] Catecismo de la Iglesia Católica 2110ss
[15] Ibid., 2216.
[16] Código de Derecho Canónico 1367.
[17] Cf. Conferencia Episcopal Toscana, A proposito di
magia e demonologia. Nota pastorale (1 de junio de 1994), n.13.
[18] Cf. ibid., n.14.
[19] Catecismo de la Iglesia
Católica 1673.