El escritor danés Henrik Stangerup presenta en su novela "El hombre que quería
ser culpable" una interesante reflexión sobre el sentido de culpa. Su
protagonista, Torben, ha cometido un crimen, y pretende en vano que los
responsables de la justicia de la sociedad en que vive lo reconozcan como tal.
Sin embargo, le dicen que su acto no ha sido un asesinato, sino un lamentable
accidente provocado por las circunstancias. Le aseguran que ha venido forzado
por la sociedad, que es la única verdaderamente culpable. Le tratan como a un
desequilibrado, víctima de un absurdo complejo de culpabilidad. Enseguida le
dejan en libertad e intentan hacerle olvidar todo recuerdo de su mujer.
Pero él sabe que ha matado a su mujer en un acceso de cólera y embriaguez, se
siente culpable y quiere pagar por ello. A lo largo de la novela, el
protagonista irá enloqueciendo de verdad, abrumado por la expropiación que han
hecho de los fundamentos de su responsabilidad personal, mientras intenta sin
éxito probar que es culpable de esa muerte.
El mensaje del libro es claro: si en cualquier colectivo humano se pierde el
sentido de culpa, o la noción de mal, se acaba por no poder hablar ya del
bien. No puede haber verdadero bien si no se comprende la existencia del mal.
Y ahogando la culpabilidad de la persona se llega a ahogar a la persona misma.
Para Torben, el único modo de resolver su problema es logrando ser perdonado,
y como la fallecida ya no puede hacerlo, busca algo que repare su culpa:
mientras no lo consiga, se siente anulado como persona.
En nuestra vida familiar, profesional o social puede sucedernos, salvando las
distancias, algo parecido. Cualquier persona comete errores que producen un
daño en quienes le rodean –y en uno mismo–, y todo eso suele llevar aparejado
un sentido de culpa. Si pretendemos desentendernos de la realidad de ese daño
que hemos producido, o intentáramos proyectar sin razón nuestra culpa sobre
los demás, entonces nos haríamos un nuevo daño, y más grave, a nosotros
mismos, porque no ponemos remedio a ese mal sino que lo ignoramos o lo
escondemos.
El sentimiento de culpa por algo que hemos hecho mal es como un aviso, igual
que lo es, por ejemplo, el dolor físico, que nos avisa de que algo en nuestro
cuerpo no anda bien. Es natural y positivo sentir culpabilidad por lo que
hacemos mal. Si hemos obrado erróneamente, lo lógico es que a causa de ello
nos sintamos mal, o incluso muy mal. No debemos entonces permitir que la
memoria y la imaginación lo revivan de continuo, pero tampoco está la solución
en ignorarlo y amontonar tierra encima. Es preciso reconocer y comprender el
error, y utilizar la voluntad para emerger con mayor fuerza de la experiencia
pasada.
Si se experimenta debidamente la culpa, la primera reacción es la búsqueda del
perdón y el intento de reparar en lo posible el daño causado. Después, cuando
ya se ha sido perdonado y se ha hecho lo razonablemente posible para compensar
ese mal, es cuando se siente un verdadero alivio y es más fácil olvidar.
La ofensa es como una herida, y el perdón es el primer paso en el camino de su
curación, que puede ser larga. El perdón no es un atajo para alcanzar la
felicidad, sino una larga senda que hay que recorrer. Por eso, cuando algunas
personas dicen que no se arrepienten de nada, y que si volvieran a nacer lo
harían todo igual, demuestran ser poco conscientes de los errores que han
acumulado a lo largo de su vida. Si no los advierten, si no se sienten
culpables de todos esos atropellos y buscan el modo de reparar el daño que han
hecho, están inmersos en un grave proceso de autoengaño que tendrá algún día
un amargo despertar.