El presbítero, pastor y guía de la comunidad
parroquial
(18-X-02)
Instrucción vaticana de la Congregación para el Clero
La presente Instrucción, que a través de los obispos se dirige a los párrocos
presbíteros y a sus hermanos colaboradores en la "cura animarum", se
inserta coherentemente en un amplio contexto de reflexión ya iniciado hace
algunos años. Con los "Directorios para el ministerio y la vida de los
presbíteros" y de los diáconos permanentes, con la Instrucción
interdicasterial "Ecclesiae de mysterio" y con la Carta circular
"El presbítero, maestro de la palabra, guía de la comunidad y ministro de
los sacramentos", se ha seguido la huella de los documentos del Concilio
Vaticano II, especialmente "Lumen Gentium" y "Presbiterorum
Ordinis", del "Catecismo de la Iglesia Católica", del Código de
Derecho Canónico y del ininterrumpido Magisterio de la Iglesia.
En concreto, el documento se sitúa dentro de la gran corriente misionera del
"duc in altum", que marca la obra indispensable de la nueva
evangelización del Tercer Milenio cristiano. Por este motivo, y en consideración
de las numerosas peticiones que resultaron de la consulta hecha a nivel mundial,
se ha aprovechado la ocasión para proponer nuevamente una parte doctrinal que
ofrece elementos de reflexión sobre los valores teológicos fundamentales que
empujan a la misión y que, algunas veces, son oscurecidos. Se ha buscado, además,
poner en evidencia la relación entre la dimensión eclesiológica-pneumatológica,
que toca la esencia del ministerio, y la dimensión eclesiológica, que ayuda a
comprender el significado de su función específica.
Con esta Instrucción también se ha querido reservar una atención afectuosa y
particular a los presbíteros que revisten el invalorable ministerio de párroco,
que, en cuanto tales, se encuentran entre la gente y sufren, a menudo,
innumerables dificultades. Justamente esta delicada e importante posición
ofrece la ocasión para afrontar con mayor claridad la diferencia esencial y
vital entre sacerdocio común y sacerdocio ordenado, para hacer emerger
debidamente la identidad de los presbíteros y la esencial dimensión
sacramental del ministerio ordenado.
Ya que se ha buscado seguir las indicaciones—particularmente ricas, aún sobre
plano práctico—que el Santo Padre ha ofrecido en la alocución a los
participantes de la Asamblea Plenaria de la Congregación, es útil citarla a
continuación:
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA
PLENARIA DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
Viernes 23 de noviembre de 2001
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas:
1. Con gran alegría os acojo, con ocasión de la plenaria de la Congregación
para el clero. Saludo cordialmente al cardenal Darío Castrillón Hoyos,
prefecto del dicasterio, a quien agradezco las amables palabras que me ha
dirigido en nombre de todos los presentes. Saludo a los señores cardenales, a
los venerados hermanos en el episcopado y a los participantes en vuestra
asamblea plenaria, que ha dedicado su atención a un tema muy importante para la
vida de la Iglesia: el presbítero, pastor y guía de la comunidad parroquial.
Al destacar la función del presbítero en la comunidad parroquial, se ilustra
la centralidad de Cristo, que siempre debe resaltar en la misión de la Iglesia.
Cristo está presente en su Iglesia del modo más sublime en el santísimo
Sacramento del altar. El concilio Vaticano II, en la constitución dogmática
Lumen gentium, enseña que el sacerdote in persona Christi celebra el sacrificio
de la misa y administra los sacramentos (cf. n. 10). Además, como observaba
oportunamente mi venerado predecesor Pablo VI en la carta encíclica Mysterium
fidei, inspirándose en el número 7 de la constitución Sacrosanctum Concilium,
Cristo está presente a través de la predicación y la guía de los fieles,
tareas a las que el presbítero está llamado personalmente (cf. AAS 57 [1965]
762 s).
2. La presencia de Cristo, que así se realiza de manera ordinaria y diaria,
hace de la parroquia una auténtica comunidad de fieles. Por tanto, tener un
sacerdote como pastor es de fundamental importancia para la parroquia. El título
de pastor está reservado específicamente al sacerdote. En efecto, el orden
sagrado del presbiterado representa para él la condición indispensable e
imprescindible para ser nombrado válidamente párroco (cf. Código de derecho
canónico, c. 521, 1). Ciertamente, los demás fieles pueden colaborar
activamente con él, incluso a tiempo completo, pero, al no haber recibido el
sacerdocio ministerial, no pueden sustituirlo como pastor.
La relación fundamental que tiene con Cristo, cabeza y pastor, como su
representación sacramental, determina esta peculiar fisonomía eclesial del
sacerdote. En la exhortación apostólica Pastores dabo vobis afirmé que
"la relación con la Iglesia se inscribe en la única y misma relación del
sacerdote con Cristo, en el sentido de que la "representación
sacramental" de Cristo es la que instaura y anima la relación del
sacerdote con la Iglesia" (n. 16). La dimensión eclesial pertenece a la
naturaleza del sacerdocio ordenado. Está totalmente al servicio de la Iglesia,
de forma que la comunidad eclesial tiene absoluta necesidad del sacerdocio
ministerial para que Cristo, cabeza y pastor, esté presente en ella. Si el
sacerdocio común es consecuencia de que el pueblo cristiano ha sido elegido por
Dios como puente con la humanidad y pertenece a todo creyente en cuanto
injertado en este pueblo, el sacerdocio ministerial, en cambio, es fruto de una
elección, de una vocación específica: "Jesús llamó a sus discípulos,
y eligió doce de entre ellos" (Lc 6, 13). Gracias al sacerdocio
ministerial los fieles son conscientes de su sacerdocio común y lo actualizan (cf.
Ef 4, 11-12), pues el sacerdote les recuerda que son pueblo de Dios y los
capacita para "ofrecer sacrificios espirituales" (cf. 1 P 2, 5),
mediante los cuales Cristo mismo hace de nosotros un don eterno al Padre (cf. 1
P 3, 18). Sin la presencia de Cristo representado por el presbítero, guía
sacramental de la comunidad, esta no sería plenamente una comunidad eclesial.
3. Decía antes que Cristo está presente en la Iglesia de manera eminente en la
Eucaristía, fuente y culmen de la vida eclesial. Está realmente presente en la
celebración del santo sacrificio, así como cuando el pan consagrado se
conserva en el tabernáculo "como centro espiritual de la comunidad
religiosa y de la parroquial" (Pablo VI, carta encíclica Mysterium fidei,
38: AAS 57 [1965] 772).
Por esta razón, el concilio Vaticano II recomienda que "los párrocos han
de procurar que la celebración de la Eucaristía sea el centro y la cumbre de
toda la vida de la comunidad cristiana" (Christus Dominus, 30).
Sin el culto eucarístico, como su corazón palpitante, la parroquia se vuelve
estéril. A este propósito, es útil recordar lo que escribí en la carta apostólica
Dies Domini: "Entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia
ninguna es tan vital o formativa para la comunidad como la celebración
dominical del día del Señor y de su Eucaristía" (n. 35). Nada podrá
suplirla jamás. Incluso la sola liturgia de la Palabra, cuando es efectivamente
imposible asegurar la presencia dominical del sacerdote, es conveniente para
mantener viva la fe, pero debe conservar siempre, como meta a la que hay que
tender, la regular celebración eucarística.
Donde falta el sacerdote se debe suplicar con fe e insistencia a Dios para que
suscite numerosos y santos obreros para su viña. En la citada exhortación
apostólica Pastores dabo vobis reafirmé que "hoy la espera suplicante de
nuevas vocaciones debe ser cada vez más una práctica constante y difundida en
la comunidad cristiana y en toda realidad eclesial" (n. 38). El esplendor
de la identidad sacerdotal y el ejercicio integral del consiguiente ministerio
pastoral, juntamente con el compromiso de toda la comunidad en la oración y en
la penitencia personal, constituyen los elementos imprescindibles para una
urgente e impostergable pastoral vocacional. Sería un error fatal resignarse
ante las dificultades actuales, y comportarse de hecho como si hubiera que
prepararse para una Iglesia del futuro imaginada casi sin presbíteros. De este
modo, las medidas adoptadas para solucionar las carencias actuales resultarían
de hecho seriamente perjudiciales para la comunidad eclesial, a pesar de su
buena voluntad.
4. La parroquia es, además, lugar privilegiado del anuncio de la palabra de
Dios. Este anuncio se articula en diversas formas, y cada fiel está llamado a
participar activamente en él, de modo especial con el testimonio de la vida
cristiana y la proclamación explícita del Evangelio, tanto a los no creyentes,
para conducirlos a la fe, como a cuantos ya son creyentes, para instruirlos,
confirmarlos e impulsarlos a una vida más fervorosa. Por lo que respecta al
sacerdote, "anuncia la Palabra en su calidad de "ministro", partícipe
de la autoridad profética de Cristo y de la Iglesia" (ib., 26). Y para
desempeñar fielmente este ministerio, correspondiendo al don recibido,
"debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la palabra
de Dios" (ib.). Aunque otros fieles no ordenados lo superaran en
elocuencia, esto no anularía el hecho de que es representación sacramental de
Cristo, cabeza y pastor, y de esto deriva sobre todo la eficacia de su predicación.
La comunidad parroquial necesita esta eficacia, especialmente en el momento más
característico del anuncio de la Palabra por parte de los ministros ordenados:
precisamente por esto la proclamación litúrgica del Evangelio y la homilía
que la sigue están reservadas ambas al sacerdote.
5. También la función de guiar a la comunidad como pastor, función propia del
párroco, deriva de su relación peculiar con Cristo, cabeza y pastor. Es una
función que reviste carácter sacramental.
No es la comunidad quien la confía al sacerdote, sino que, por medio del
obispo, le viene del Señor. Reafirmar esto con claridad y desempeñar esta
función con humilde autoridad constituye un servicio indispensable a la verdad
y a la comunión eclesial. La colaboración de otros que no han recibido esta
configuración sacramental con Cristo es de desear y, a menudo, resulta
necesaria. Sin embargo, estos de ningún modo pueden realizar la tarea de pastor
propia del párroco. Los casos extremos de escasez de sacerdotes, que aconsejan
una colaboración más intensa y amplia de fieles no revestidos del sacerdocio
ministerial en el cuidado pastoral de una parroquia, no constituyen
absolutamente excepción a este criterio esencial para la cura de las almas,
como lo establece de modo inequívoco la normativa canónica (cf. Código de
derecho canónico, c. 517, 2). En este campo, ofrece un camino seguro para
seguir la exhortación interdicasterial Ecclesiae de mysterio, hoy muy actual,
que aprobé de modo específico.
En el cumplimiento de su deber de guía, con responsabilidad personal, el párroco
cuenta ciertamente con la ayuda de los organismos de consulta previstos por el
Derecho (cf. Código de derecho canónico, cc. 536-537); pero estos deberán
mantenerse fieles a su finalidad consultiva. Por tanto, será necesario
abstenerse de cualquier forma que, de hecho, tienda a desautorizar la guía del
presbítero párroco, porque se desvirtuaría la fisonomía misma de la
comunidad parroquial.
6. Dirijo ahora mi pensamiento, lleno de afecto y gratitud, a los párrocos
esparcidos por el mundo, especialmente a los que trabajan en la vanguardia de la
evangelización. Los animo a proseguir su difícil tarea, pero verdaderamente
valiosa para toda la Iglesia. A cada uno recomiendo recurrir, en el ejercicio
del munus pastoral diario, a la ayuda materna de la bienaventurada Virgen María,
tratando de vivir en profunda comunión con ella. En el sacerdocio ministerial,
como escribí en la Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo de
1979, "se da la dimensión espléndida y penetrante de la cercanía a la
Madre de Cristo" (n. 11: L'Osservatore Romano, edición en lengua española,
15 de abril de 1979, p. 12). Cuando celebramos la santa misa, queridos hermanos
sacerdotes, junto a nosotros está la Madre del Redentor, que nos introduce en
el misterio de la ofrenda redentora de su divino Hijo. "Ad Iesum per Mariam":
que este sea nuestro programa diario de vida espiritual y pastoral.
Con estos sentimientos, a la vez que os aseguro mi oración, os imparto a cada
uno una especial bendición apostólica, que de buen grado extiendo a todos los
sacerdotes del mundo.