«Lo que Gibson buscaba con “La Pasión” lo ha conseguido: golpea»
Vittorio Messori comparte su impresión sobre la película
ROMA, miércoles, 18 febrero 2004 (ZENIT.org).-
Vittorio Messori ha sido uno de los pocos periodistas europeos en visionar la
última producción cinematográfica de Mel Gibson. En este artículo –publicado
este miércoles por el diario español «La Razón»--, relata el impacto que le
produjo la película de «La Pasión». Messori se cuenta entre los escritores
católicos más vendidos y traducidos del mundo.
* * *
En
la salita insonorizada, la luz se vuelve a encender después de dos horas y
seis minutos. Somos apenas una docena, de muchos países, conscientes de
nuestro privilegio: por invitación de Mel Gibson y del productor Steve Mc
Eveety, somos los primeros en Europa en ver la cinta recién llegada de Los
Ángeles. La misma que el próximo miércoles se estrenará en dos mil salas
americanas, en quinientas inglesas, en otras tantas australianas, la misma que
ha llevado al colapso a todos los sitios de Internet y que en la primera
semana recuperará los 30 millones de dólares de coste de la producción. Ni
siquiera el Papa ha visto más que una versión provisional, a la que le
faltaba, entre otras cosas, parte de la banda sonora. Pero sí, esta tarde
somos los primeros (los españoles la verán el 2 de abril y los italianos
tendrán que esperar hasta el día 7, Viernes de Dolores).
Llorando en silencio
Cuando terminan de pasar los títulos de crédito, donde los nombres americanos
se alternan con los italianos, donde los agradecimientos al ayuntamiento de
Matera se alienan junto al nombre de teólogos y especialistas en lenguas
antiguas; cuando el técnico le da al interruptor que enciende las luces, la
salita sigue en silencio. Dos mujeres lloran, silenciosamente; el monseñor en
clergyman que tengo a mi lado está palidísimo, con los ojos cerrados; el joven
secretario atormenta nervioso un rosario; un tímido, solitario comienzo de
aplauso se apaga enseguida, avergonzado. Durante larguísimos minutos nadie se
levanta, nadie se mueve, nadie habla. Así que lo que nos anunciaban era
cierto: «The Passion of The Christ» nos ha golpeado; el efecto que Gibson
pretendía se ha realizado en nosotros, primeros cobayas. Yo sigo desconcertado
y mudo: durante años he pasado por la criba, una por una, las palabras del
griego con las que los evangelistas narran aquellos hechos; ninguna minucia
histórica de aquellas horas en Jerusalén me es desconocida, he estudiado un
libro de cuatrocientas páginas que tampoco Gibson ha ignorado. Lo sé todo. O
mejor, ahora descubro que creía que sabía: todo cambia si aquellas palabras se
traducen en imágenes que logran transformarlas en carne y sangre, en arañazos
de amor y de odio.
Mel lo ha dicho con orgullo y humildad a la vez, con un pragmatismo mezclado
con misticismo que hace de él una mixtura singular: «Si esta obra falla,
durante cincuenta años no habrá futuro para el cine religioso. En esta
película hemos echado el resto: todo el dinero que hacía falta, prestigio,
tiempo, rigor, el carisma de grandes actores, la ciencia de los eruditos, la
inspiración de los místicos, experiencia, técnica de vanguardia y, sobre todo,
nuestra certeza de que valía la pena, de que lo que ocurrió en aquellas horas
incumbe a cada hombre. Con este Hebreo tendremos que vérnoslas todos después
de la muerte. Si no lo logramos nosotros, ¿quién podrá hacerlo? Pero lo
conseguiremos, estoy seguro: nuestro trabajo ha estado acompañado de
demasiados signos que me lo confirman».
En efecto, en el set ha ocurrido más de lo que se sabe, y muchas cosas
quedarán en el secreto de las conciencias: conversiones, liberaciones de las
drogas, reconciliaciones entre enemigos, abandono de lazos adúlteros,
apariciones de personajes misteriosos, explosiones de energía extraordinarias,
extras que se arrodillaban al paso del extraordinario Caviezel-Jesús, hasta
dos relámpagos, uno de los cuales alcanzó la cruz, y que no han herido a
nadie. Y después, casualidades leídas como signos: la Virgen con el rostro de
la actriz judía de nombre Morgenstern, que --se dieron cuenta después-- es, en
alemán, la «Estrella de la mañana» de la letanía del Rosario.
Comprender con el corazón
Gibson se ha acordado de la advertencia del Beato Angélico: «Para pintar a
Cristo, hace falta vivir con Cristo». El ambiente en la ciudad de Matera y en
los estudios de Cinecittà parece haber sido aquel de las sagradas
representaciones medievales, de las procesiones de flagelantes en
peregrinación. Un carro de Tespis del siglo XIV, para el que, cada tarde, un
sacerdote con sotana negra de larga fila de botones celebraba una misa en
latín, según el ritual de San Pío V. Aquí está la razón verdadera de la
decisión de hacer hablar a los judíos en su propia lengua popular, el arameo,
y a los romanos en un latín vulgar, de militares, que nos hiere el oído a los
viejos alumnos del Liceo, acostumbrados a los refinamientos ciceronianos.
Gibson, católico, amante de la tradición, es un acérrimo seguidor de la
doctrina afirmada en el Concilio de Trento: la Misa es sobre todo sacrificio
de Jesús, renovación incruenta de la Pasión. Esto es lo que importa, no el
«comprender las palabras», como quieren los nuevos liturgos, de cuya
superficialidad se lamenta Mel, porque le parece blasfema. El valor redentor
de los actos y de los gestos que tienen su cumbre en el Calvario no necesita
de expresiones que todo el mundo pueda comprender. Esta película, para su
autor, es una Misa: hágase, por tanto, en una lengua oscura, como lo ha sido
durante tantos siglos. Si la mente no comprende, mejor. Lo que importa es que
el corazón entienda que todo lo que sucedió nos redime del pecado y nos abre
las puertas de la salvación, como recuerda la profecía de Isaías que se
presenta como prólogo a toda la película.
El prodigio, por tanto, me parece que se ha realizado: pasado un rato, se
abandona la lectura de los subtítulos para entrar, sin distracciones, en las
escenas --terribles y maravillosas-- que se bastan a sí mismas.
En el plano técnico, el film es de una altísima calidad. Pasolini, Rossellini,
el propio Zeffirelli, quedan reducidos a parientes pobres y arcaicos: en
Gibson hay una luz sabia, una fotografía magistral, un vestuario
extraordinario, escenografías desoladas y, cuando es necesario, suntuosas; un
maquillaje de increíble eficacia, unos grandes profesionales, vigilados por un
director que es también un ilustre colega. Y, sobre todo, unos efectos
especiales tan apabullantes que, como nos decía Enzo Sisti, el productor
ejecutivo, quedarán en secreto, confirmando el enigma de la obra, donde la
técnica quiere estar al servicio de la fe. Una fe en su versión más católica
--con el beneplácito del Papa y de tantos cardenales, incluido Ratzinger-- de
la que «La Pasión» es un manifiesto lleno de símbolos, que sólo un ojo
competente es capaz de discernir del todo. Haría falta un libro (dos, de
hecho, están en preparación) para ayudar al espectador a comprender.
En síntesis, la «catolicidad» radical de la película reside sobre todo en el
rechazo de cualquier desmitificación, en tomar los Evangelios como crónicas
precisas: las cosas, se nos dice, fueron así, como las Escrituras lo
describen. El catolicismo está en el reconocimiento de la divinidad de Jesús
que convive con su plena humanidad. Una divinidad que irrumpe en la
sobrehumana capacidad de aquel cuerpo de sufrir una cantidad de dolor como
nadie ha sufrido antes ni después, en expiación de todo el pecado del mundo.
Una «catolicidad» radical (que, preveo, pondrá en dificultades a algunas
Iglesias protestantes, ya generosamente movilizadas para alentar la
distribución) también en el aspecto «eucarístico», reafirmado en su
materialidad: la sangre de la Pasión está siempre unida al vino de la Misa y
la carne martirizada, al pan consagrado. Y está también en el tono fuertemente
mariano: la Madre y el Diablo (que es mujer, o quizá andrógino) son
omnipresentes, la una con su dolor silencioso; el otro --o la otra-- con su
complacencia maligna. De Anna Caterina Emmerich, la vidente estigmatizada,
Gibson ha tomado intuiciones extraordinarias: Claudia Prócula, la mujer de
Pilatos, que ofrece, llorando, a María los paños para recoger la sangre de su
Hijo, está entre las escenas de mayor delicadeza del filme, que, más que
violento, es brutal. Como brutal fue, recuerdo, la Pasión. Si al martirio se
dedican dos horas, dos minutos bastan para recordar que no fue aquella la
última palabra: del Viernes Santo, a la Resurrección, que Gibson ha resuelto
acogiendo una lectura de las palabras de san Juan, que también yo propuse. Un
«vaciamiento» del sudario, dejando un signo suficiente para «ver y creer» que
el reo ha triunfado sobre la muerte.
¿Antisemitismo?
¿Antisemitismo o antijudaísmo? No bromeemos con palabras demasiado serias.
Vista la película, creo que tienen razón los judíos americanos que amonestan a
sus correligionarios a no condenar la película antes de verla. Queda clarísimo
que lo que pesa sobre Cristo y lo reduce a aquel estado no es la culpa de éste
o de aquél, sino el pecado de todos los hombres, sin excluir a ninguno. A la
obstinación de Caifás en pedir la crucifixión (aquel saduceo colaboracionista
que no representaba al pueblo judío: el Talmud tiene para él y su suegro
palabras terribles) hace abundante contrapeso el sadismo inaudito de los
verdugos romanos; a las vilezas políticas de Pilatos, se opone el coraje del
miembro del Sanedrín --episodio añadido por el director-- que se enfrenta al
Sumo Sacerdote gritándole que aquél proceso es ilegal. ¿Y no es acaso judío el
Juan que sostiene a la Madre, no es judía la piadosa Verónica, no es judío el
impetuoso Simón de Cirene, no son judías las mujeres de Jerusalén que gritan
su desesperación, no es judío Pedro, que, perdonado, morirá por el Maestro? Al
comienzo de la película, antes de que el drama se desencadene, la Magdalena
pregunta, angustiada, a la Virgen: «¿Por qué esta noche es tan diferente a
cualquier otra?». «Porque --responde María-- todos los hombres son esclavos, y
ahora ya no lo serán más». Todos, pero absolutamente todos. Sean «judíos o
gentiles». Esta obra, dice Gibson, amargado por agresiones preventivas, quiere
reproponer el mensaje de un Dios que es Amor. ¿Y qué Amor sería este si
excluyese a alguien?
Vittorio MESSORI
ZS04021805