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HOMILÍAS PARA EL VIERNES SANTO
11-18
11. -Pilato muestra a Jesús, desfigurado, a la gente
"Aquí lo tenéis", dice Pilato mostrando a Jesús a sus acusadores. Nos podemos imaginar la escena. En el exterior del pretorio, están los sacerdotes y la guardia del templo, y toda la gente que les acompañaba. En el interior, las salas donde Pilato realiza sus funciones de gobernador, y las cárceles donde encierran y torturan a los delincuentes. Jesús está en el interior, y va de un sitio a otro: ahora es interrogado por Pilato, ahora va a parar a manos de los soldados que le desnudan, le azotan y se burlan de él. Y Pilato también va de un lado para otro: es un lío para él, el problema de Jesús, y no sabe cómo sacárselo de encima; pero aunque no tiene las cosas muy claras, no tiene el más mínimo remordimiento de dejar a Jesús hecho una llaga viva: no tiene importancia, para él, el sufrimiento o incluso la muerte de un hombre.
Al final de las idas y venidas, sacan a Jesús del pretorio para que lo vea la gente. Lo sacan "llevando la corona de espinas y el manto de púrpura", desfigurado y ridículo. "Aquí lo tenéis".
-Nosotros miramos a Jesús desfigurado y creemos en él Nosotros, hoy, este Viernes Santo, miramos a ese Jesús que sale del pretorio. En él "no hay aspecto atrayente", no parece tener siquiera "aspecto humano". Es la imagen viva del fracaso. Pero nosotros nos lo miramos, no podemos apartar los ojos de él, de su rostro. Si estamos aquí este Viernes Santo es por esto: porque le queremos mirar, porque queremos fijar nuestra mirada en él.
Y esto no lo hacemos simplemente por curiosidad, ni tan sólo por compasión. Lo hacemos por fe. Nosotros creemos en Jesús. Y eso no quiere decir que sólo sabemos cosas sobre él, o que afirmamos las verdades del credo, o que llenamos una serie de preceptos que hemos aprendido. Decir que tenemos fe en Jesús, decir que creemos en él, quiere decir que estamos convencidos con todo nuestro corazón que su camino es el único camino, que su manera de vivir es la única manera de vivir que vale la pena, que en su persona está presente lo más grande que los hombres podemos desear: Dios.
Y hoy, en su rostro desfigurado y escarnecido que Pilato muestra a la entrada del pretorio, vemos con mayor claridad que nunca cuál es su camino, cuál es su manera de vivir, cómo es esta persona que es Dios hecho presente entre nosotros, Dios con nosotros.
-Mirar a Jesús nos llega al corazón y nos obliga Cada año, la celebración del Viernes Santo remueve nuestras entrañas. Nos las remueve porque, gracias a Dios, seríamos incapaces de quedar tan tranquilos ante una muerte tan injusta como ésta. No puede ser que alguien que ha amado tanto y que tanta ilusión ha inyectado en el corazón de tantas personas acabe destrozado de este modo. Y nosotros, mirando a Jesús, sentimos como nuestro su dolor, y nos duele. Nos remueve las entrañas, también, porque no podemos dejar de pensar en este mundo nuestro, un mundo en el que un hombre como Jesús estorba y es liquidado. El mundo de la época de Jesús, el mundo que crucifica a Jesús, es nuestro mismo mundo, marcado por el mismo mal, por el mismo rechazo de todo lo que rompa la tranquilidad del orden establecido.
Y finalmente, nos las remueve porque mirar el rostro de Jesús nos obliga a mirarnos a nosotros mismos, sinceramente, sin posibilidad de escondernos nuestra propia realidad, nuestros intereses, nuestras perezas, nuestra poca coherencia con la fe en este Jesús que ama hasta dar la vida.
-Es por gracia, que nos sentimos tocados y obligados por Jesús Cada año, la celebración del Viernes Santo nos remueve las entrañas. Y eso es una gracia que Jesús mismo nos hace. Es el fruto de su cruz, de su entrega. Con su muerte, con su amor sin reservas, Jesús ha abierto un camino de luz en la vida de los hombres. Si lo miramos a él, si hoy estamos aquí para mirarle, es porque en él, en su amor, hay una luz que nos atrae irresistiblemente, y nos toca por dentro, y nos llena de deseo de novedad: nos llena de deseo de fidelidad a él. La sangre y el agua que han salido de su costado abierto por la lanza, nos han fecundado el corazón y el alma, nos han cambiado. Celebremos, pues, con fe, con amor, con agradecimiento, la muerte de Jesús. Pidámosle que su luz nos ilumine siempre. Y pidámosle que esta luz llegue a todos los hombres y mujeres del mundo entero.
J.
LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1993, 5
12. J/CORDERO:
La carta a los Hebreos presenta a Cristo en su dignidad de pontífice que entra una sola vez en el santuario con su propia sangre (/Hb/09/11-28). Este pasaje de la carta nos da una visión teológica del cordero inmolado. Cristo entró en el santuario de una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de becerros, sino con su propia sangre, habiéndonos adquirido una redención eterna (Hb 9, 12). Es mediador de una Nueva Alianza (Hb 9, 15). Pero la sangre de Cristo corrió de una vez para siempre; no es preciso que, a semejanza de la sangre de la Alianza antigua, corra de nuevo, sino que Cristo se manifestó de una vez para siempre para abolir el pecado (Hb 9, 26). Y ahora, Cristo ha entrado en el cielo para presentarse ante la faz de Dios en favor nuestro (Hb 9, 24). El pasaje de la carta se cierra con una gran esperanza que es una realidad que poseemos ya: "Así también Cristo, después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de las multitudes, aparecerá por segunda vez, sin relación ya con el pecado, para dar la salvación a los que lo esperan" (Hb 9, 28).
ALIANZA/SANGRE: La composición grandiosa de la carta no disimula que se trata aquí de una inmolación, y que la sangre entra directamente en las exigencias de la Alianza.
Cuando en la liturgia eucarística el celebrante presente a los fieles el pan consagrado diciéndoles: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo", está significando con ello todo el misterio pascual, toda la vida de la Iglesia y nuestra propia vida. Ya en el cuarto evangelio señala Juan Bautista a Jesús de esta manera: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (/Jn/01/29). Sin duda ninguna, al emplear Juan Bautista esta expresión, "Cordero de Dios", se refiere instintivamente a una imagen corriente. En realidad, aquella imagen era doble: estaba relacionada o con el cordero pascual del Éxodo (c. 12), o con el cordero degollado de Isaías (c. 53).
"Lo guardaréis hasta el día 14 del mes y toda la asamblea de Israel lo matará al atardecer. Tomaréis la sangre y rociaréis las dos jambas y el dintel de la casa donde lo hayáis comido" (/Ex/12/06-07).
El cordero del Éxodo es, pues, el cordero inmolado cuya sangre se derrama. Más adelante, en el versículo 23, leeremos: "El Señor va a pasar hiriendo a Egipto, y, cuando vea la sangre en el dintel y las jambas, el Señor pasará de largo y no permitirá al exterminador entrar en vuestras casas para herir".
Así, la sangre interviene en la religión de Israel como en las religiones antiguas. La sangre representa la vida: en el Deuteronomio leemos: "Guárdate solamente de comer la sangre, porque la sangre es la vida.." (Dt 12, 23).
Esa vida, esa alma, depende estrechamente de Dios: "Yo soy el dueño de la muerte y de la vida. Yo hiero y yo curo..." (Dt 32, 39). El uso de la sangre en el culto, se inscribe, pues, en la recta intención de un pueblo que posee el sentido de la vida y el sentido de Dios. Muy claramente se advierte que la sangre, lo mismo que la vida, sólo le pertenece a Dios; ha de ser reservada para los sacrificios (Lev 3, 17).
SANGRE/EXPIACION: V/SANGRE: La sangre sólo puede servir para la expiación (Lv 17, 1-8). De ahí se llega a darle naturalmente un valor de rescate. Debido a la sangre del cordero, el pueblo hebreo fue liberado de Egipto. Ya la sangre de la circuncisión era la sangre de la Alianza (Ex 4, 26), pero la sangre del cordero liberará a los hebreos y les vinculará con el Señor en una Alianza firme. Llegarán a ser un reino de sacerdotes, una nación consagrada (Ex 19, 6). La Alianza será sellada con sacrificios pacíficos en los que la sangre desempeña un papel esencial: Y mandó a algunos jóvenes israelitas ofrecer al Señor holocaustos y vacas, como sacrificio de comunión. Tomó la mitad de la sangre y la puso en vasijas, y la otra mitad la derramó sobre el altar. Después tomó el documento de la Alianza y se lo leyó en alta voz al pueblo, el cual respondió: -Haremos todo lo que manda el Señor y le obedeceremos. Tomó Moisés la sangre y roció al pueblo, diciendo: -Esta es la sangre de la Alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos (/Ex/24/05-08).
Aunque no está claro el papel de los jóvenes, el conjunto del texto proporciona indicaciones muy valiosas: una parte de la sangre es derramada sobre el altar, que representa a Dios, y la otra parte sobre el pueblo. En primer lugar, se rocía el altar, se proclaman las condiciones de la Alianza, el pueblo se compromete y es rociado con el resto de la sangre. Hay que señalar que el gesto comporta un significado raras veces subrayado. En efecto, la sangre se derrama sobre el altar antes de ser leído el documento de la alianza. Esto indica que es el pueblo el que se compromete primero. Yahvéh no está preso en su Alianza, pero él es quien sobre todo toma la iniciativa. La Alianza es un don gratuito por parte del Señor. "Ninguna reciprocidad hay entre derechos y deberes, como ocurre en las alianzas humanas". Si se ha comprendido que la sangre significa la vida sobre la que Yahvéh tiene todos los derechos, y de la que nadie fuera de él y por él puede disponer, se convendrá en que el rito de la sangre en la Alianza significa una verdadera comunidad entre Dios y su pueblo. Yahvéh "comunica al pueblo una parte de su prerrogativa divina". Y esto tiene una importancia capital. Por encima de una alianza jurídica, en esta Alianza por la sangre hay que ver una voluntad de Yahvéh de considerar a Israel como hijo suyo, con el que se ha unido con los vínculos de la sangre. Teniendo esto en cuenta, se comprende la amenaza hecha a Faraón: "Así habla Yavéh: Israel es mi hijo primogénito... Si te niegas a dejarle salir, yo mataré a tu hijo primogénito" (Ex 4, 22-23). Y mucho después, el libro de la Sabiduría afirmará que los egipcios, ante la pérdida de sus primogénitos, tuvieron que "confesar" que aquel pueblo era hijo de Dios (Sb 18, 13). Así pues, el sentido de este rito de aspersión parece haber sido el manifestar que la atadura vital que une a Israel con su Dios no es menos fuerte que los vínculos de la filiación de carne y sangre. La sangre de la Alianza, pues, no es sólo la sangre del rescate, sino que en igual medida y aún más, es la sangre mediante la cual Dios se vincula con su pueblo.
Toda la tradición cristiana ha visto en Cristo al cordero, al único verdadero Cordero, como lo canta el prefacio de la misa de Pascua. San Juan, con la forma de narrarnos los hechos de la Pasión se lo señala al mundo como el verdadero Cordero. Jesús es condenado a muerte la víspera de la fiesta de los ázimos. Lo dice Juan en dos ocasiones (Jn 18, 28; 19,14-31). Muere, por lo tanto, el día de la Pascua, que es cuando se inmolan los corderos en el templo. Muerto Cristo, san Juan es el único que señala puntualmente que no se le rompieron las piernas al crucificado, y el evangelista cita el texto de la disposición relativa al sacrificio del cordero pascual: "No le quebrantaréis ningún hueso" (Ex 12, 46).
Cuando escribe san Pablo a los cristianos de Corinto, les recomienda que vivan como ázimos, "porque ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo" (1 Co 5, 7). Por otra parte, en su enseñanza insiste san Pablo sobre el valor de la sangre en la expiación; la sangre sugiere el sacrificio, a la vez que el rescate y la justificación.
La primera carta de Pedro, considerada como una catequesis sacramental, señala frecuentemente a Jesús como el cordero sin pecado (1 Pe 1, 19) cuya sangre rescata a los hombres (1 Pe 1, 18). Este rescate por la sangre del cordero es una liberación de los ídolos (1 Pe 1, 14-18). Liberados por la sangre del Cordero, los cristianos han de ser "santos" en toda su conducta. Por otro lado, forman parte de un pueblo real, sacerdotal, y son llamados de las tinieblas a la luz (1 Pe 2, 9).
También para san Juan, Cristo es ese cordero (Jn 1, 29) sin pecado (Jn 8, 48 - 1 Jn 3, 5) que quita los pecados de los hombres (Jn 1, 29). A Cristo-Cordero que alcanzó la victoria le exalta sobre todo en el Apocalipsis. Jesús es el Cordero (Apoc 5, 6) que con su sangre rescata a la humanidad (Apoc 5, 9). Los cristianos son rescatados de la tierra (Apoc 14, 3), forman una nación consagrada (Apoc 5, 9). Han vencido a Satanás gracias a la sangre del Cordero (Apoc 12, 1). Ahora pueden entonar el cántico de Moisés y el cántico del Cordero (Apoc 15, 3). En el Apocalipsis de Juan volvemos a encontrar la teología fundamental del misterio de la Pascua. Pues este Cordero inmolado es también "el león de la tribu de Judá, el vástago de David, que puede abrir el rollo y sus siete sellos" (Apoc 5, 5). El Cordero ha tomado posesión de su reino, y han llegado sus bodas con su esposa, que se ha trocado bellísima, esa esposa, la Iglesia, que con el Cordero invita al banquete de bodas (Apoc 19, 6-9).
En esta visión, es el Cordero el que "quita" los pecados del mundo. Pero hay otro posible aspecto: el del Mesías doliente que "lleva" los pecados del mundo. Como se ha señalado con frecuencia, en el evangelio de Juan y en diversos pasajes, se emplean ciertos términos que pueden admitir significados distintos. El verbo griego "airo" lo mismo significa "quitar" que "llevar". Con este último sentido estamos, pues, en la línea del canto del Siervo, de Isaías 53. Ya Jeremías se comparaba a sí mismo con un cordero que es llevado al matadero (Jr 11, 19). Esta imagen será repetida por Isaías; el Siervo, "maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como un cordero llevado al matadero" (Is 53, 7). San Juan repite esta misma expresión, cuando señala el silencio de Jesús ante Pilato (Jn 19, 9), y también san Mateo, al referir el comportamiento de Jesús ante el Sanedrín (Mt 26, 63). Cuando Felipe sube al carro del eunuco, éste iba leyendo Isaías 53: "Como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía...". Felipe tomó entonces la palabra, y, empezando por este texto de la Escritura, le anunció la Buena Nueva de Jesús (Hech 8, 29-34). Creer en este cordero enmudecido es la condición para recibir el bautismo que Felipe va a administrar al eunuco. De esta manera ha unido Felipe dos aspectos del cordero en los que va inserta toda la teología de la Buena Nueva: la del cordero enmudecido que es llevado al matadero y la del cordero inmaculado cuya sangre derramada es la salvación de muchos, arrastrados por él en su triunfo definitivo sobre las potencias del mal.
El Oficio de Lectura, de la Liturgia de las Horas, ha elegido una de las catequesis de san Juan Crisóstomo en la que el santo enaltece el poder de la sangre de Cristo (SAN JUAN CRISOSTOMO. Catequesis 3, 13-19; SC 50 bis, 147-177). "¿Deseas conocer el valor de la sangre de Cristo?". San Juan Crisóstomo ha recurrido aquí a la tipología; recuerda la sangre con que los israelitas habían rociado sus puertas. Si el ángel exterminador no se atrevió a entrar al ver aquella sangre, que no era más que una figura, más espantado quedaría aún al ver la realidad de la sangre de Cristo. Después pasa san Juan Crisóstomo a describir el agua y la sangre que manan del costado de Cristo en la cruz. El agua simboliza el bautismo, la sangre es sacramento. Primero el agua porque primero somos lavados por el bautismo, y luego, consagrados por el misterio. Los judíos sacrificaron un cordero, pero yo he aprendido a conocer el fruto cuya fuente es el sacrificio.
De su costado traspasado ha formado Cristo su Iglesia, como del costado de Adán fue formada Eva. San Crisóstomo cita a san Pablo: "Somos miembros de su cuerpo, formados de sus huesos", aludiendo con estas palabras al costado de Cristo. Cristo, pues, se unió a su Iglesia y nos alimenta. Con este mismo alimento nacemos y somos alimentados. Como una mujer se apresura a nutrir a su hijo con su propia sangre y con su propia leche, así Cristo nos alimenta a nosotros y nos hace renacer con su sangre.
ADRIEN
NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 4
SEMANA SANTA Y TIEMPO PASCUAL
SAL TERRAE SANTANDER 1981.Pág.
87-92
13.
Celebración de la pasión del Señor
La celebración del Viernes santo incluye el único caso en que, dentro de la liturgia romana, se fomenta que el pueblo cristiano suba, de forma masiva, al presbiterio, durante la ceremonia de la adoración de la cruz. En ese momento la liturgia indica que se canten los llamados «improperios».
El diccionario Espasa los define como una «especie de reproches que Cristo paciente dirige a los cristianos y en general a todos, poniéndoles delante los divinos beneficios y el modo como han correspondido a ellos». Y añade que este canto «es lo más dramático e impresionante de toda la liturgia». El texto de los improperios sigue un esquema repetitivo: «Yo te di el agua, el maná... Y tú no has sabido responder a lo que yo te ha dado», para acabar con la triste queja del Señor: «¿Qué te he hecho? Respóndeme».
El texto de los improperios está inspirado en la Biblia, pero, sobre todo en el libro apócrifo de Esdras. Ya existen alusiones a este texto en los siglos IX y X. El ritual que primero cita la adoración de la cruz es el español Liber ordinum. Generaciones y generaciones de creyentes se han acercado durante muchos siglos a la cruz del salvador y han besado con devoción al Crucificado, mientras se repite la amarga y triste queja del Señor: «¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme».
La liturgia del Viernes santo es muy peculiar: es el único día del año en que la Iglesia no celebra la eucaristía, y sólo en la parte final de la celebración se distribuye la comunión. Podemos decir que si habitualmente la parte central de la eucaristía es la consagración, hoy lo va a ser la presentación y la adoración de la cruz.
Las lecturas previas, especialmente la de Juan, nos han presentado la pasión de Cristo y su muerte, y la ceremonia de adoración de la cruz estará precedida por su solemne presentación donde, por tres veces, se canta: «Mirad el árbol de la cruz, en que estuvo clavada la salvación del mundo». Esa mirada al árbol de la cruz, esa humilde y sentida adoración de esa cruz de la que pendió el salvador del mundo, es el centro indiscutible de la celebración. Y la liturgia propone también que se cante un bello himno que, en una especie de requiebro místico y amoroso, exclama: «¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol en donde la Vida empieza con un peso tan dulce!».
«Mirad el árbol de la cruz». En uno de los más bellos y conocidos textos de La imitación de Cristo, Tomás de Kempis dice: «Jesús tiene muchos amantes de su reino celestial, pero pocos que lleven con él la cruz. Tiene muchos que desean la consolación, pero pocos que desean la tribulación. Muchos aman a Jesús cuando no les sobrevienen adversidades, pero si Jesús se esconde o los deja un poco tiempo, caen en la queja o en la depresión del alma». Es verdad: cuando el viento sopla a favor en nuestra vida, cuando sentimos el regusto de la vida interior, cuando los acontecimientos de la vida nos son favorables..., nos es fácil seguir a Jesús, pero, cuando el peso de la vida cae sobre nuestras espaldas, entonces, como decía Kempis, «caen en la queja o en la depresión del alma».
«Mirad el árbol de la cruz». Hoy no deberíamos ser nosotros los que nos quejemos; es él, el más grande de los hijos de los hombres, el que nos lanza su amarga queja a esta humanidad que no le pudo soportar, que no fue capaz de aceptar su vida y su mensaje, su denuncia de nuestros convencionalismos e inautenticidades, de nuestras medianías y mediocridades, de nuestras miserias e injusticias... Mirando al árbol de la cruz, no somos nosotros los que nos debemos quejar de la dureza de la vida: es él quien se queja de lo que hemos hecho con él. Porque no fueron sólo los jefes religiosos o un pueblo fluctuante los que le llevaron a la cruz; tampoco nosotros le aceptamos, ni le habríamos aceptado, si él nos hubiera dicho a nuestros oídos su mensaje y su vida. Por eso ese Cristo, desde el árbol de la cruz, nos puede hoy decir:
«Yo te saqué de Egipto»; yo te he dado un mensaje que trae libertad a tu corazón; yo te he enseñado un camino que te libera de tus cadenas interiores, de las esclavitudes que aherrojan lo mejor de ti mismo... «Y tú me azotaste y me entregaste»: tú descargaste sobre el cuerpo sufriente de mis hermanos, con los que yo me identifico, el látigo de tus juicios duros; tú me traicionaste cuando entendiste mi mensaje de una forma reducida y adulterada, cuando te hiciste un evangelio a tu medida, según tus gustos y deseos.
«Yo abrí el mar delante de ti»: yo te hice ver la grandeza que está escondida en tu corazón, la bella misión que tienes que realizar; yo hice saltar el estrecho círculo en el que tiendes a encerrarte... "Y tú con la lanza abriste mi costado": tú has renegado tantas veces de mí, no has sabido ver el gran amor que tengo dentro de mi corazón, me has herido en lo más hondo de mi ser con el dolor que has infligido a mis hermanos.
"Yo te guiaba con una columna de nubes". Yo he estado siempre cerca de ti, yo te he acompañado con el pan y el vino, con el agua, el perdón, el amor... Yo me he convertido en todas esas cosas sencillas y de cada día, para guiarte por el desierto de tu vida... "Y tú me guiaste al pretorio de Pilato»: me has llevado a tribunales donde tu conducta hacía que los hombres se riesen de mí; te has lavado tantas veces las manos en lugar de defender la verdad; has preferido a tantos Barrabás en lugar de a mí, que soy la única verdad y la única verdadera palabra de Dios...
«Yo te sustenté con maná en el desierto»: yo te he dado tantas veces mi Cuerpo, hecho pan, como viático y alimento para tu vida; yo te he dado tantas veces mi palabra, que debía calentar tu corazón; he puesto a tantas personas en el desierto de tu vida, que eran como si yo mismo os acompañase como caminante desconocido... "Y tú me abofeteaste y me azotaste": tú has sido tan rutinario y tan distraído cuando yo estaba muy cerca de ti en los sacramentos; los has convertido en presencia tranquilizadora, que no te movía a cambiar en nada; has usado mi palabra para lanzarla sin amor contra los otros, para abofetearlos. «Yo te di a beber el agua salvadora, que brotó de la peña»: mi vida y mi mensaje han sido como ese agua cristalina que brota de los arroyos de las cumbres nevadas, un agua de limpieza, de verdad siempre nueva y reconfortante; un agua que puede saciar tu sed, tus deseos más íntimos de felicidad y autenticidad... "Y tú me diste a beber vinagre y hiel": tú has convertido tantas veces ese agua en un líquido ácido, que no ha restañado las heridas de los hombres ni las tuyas propias; tú no has usado esa agua para reconfortar, sino para herir, para procurar desazón, miedos y angustias.
"Yo te di un cetro real": yo te he dado la dignidad maravillosa de hombre e hijo de Dios, te he hecho participar de mi propia vida, te he repetido tantas veces que puedes sentirte hijo y llamar entrañablemente Abba a nuestro Padre Dios... "Y tú me pusiste una corona de espinas": tú te has reído tantas veces de los hijos de Dios, de los pobres, de los débiles, de los que no tienen casi nada, como lo hicieron los soldados del pretorio. Tú has llenado la cabeza y el rostro de mis hermanos con las espinas de tus críticas, tu insensibilidad y tu falta de amor.
"Yo te levanté con gran poder": te he dicho tantas veces que, a pesar de tus miserias y pecados, yo te aceptaba y podías volver a comenzar de nuevo; yo te he esperado tantas veces, como aquel padre bueno, a la vuelta de tus caminos pródigos... «Y tú me colgaste del patíbulo de la cruz»: tú no has confiado en mi misericordia ni en mi perdón generosos; no has sabido perdonar como tú te sentías perdonado; has colgado del madero a tantos hermanos a quienes has dejado de amar, a los que odias, a los que no sabes perdonar... Hoy, aunque sea por un día, no nos quejemos de Dios. Hoy vamos humildemente a escuchar en nuestro corazón la queja del Señor crucificado: «¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme».
JAVIER
GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madris 1994.Pág. 123 ss.
14.
Una
presencia temblorosa, llena de amor
¿Estabas allí cuando crucificaron a mi Señor?
¿Estabas allí cuando le clavaron en el árbol?
¡Oh! A veces me hace temblar, temblar, temblar.
¿Estabas allí cuando crucificaron a mi Señor?».
(Himno popular americano)
Ninguno de nosotros estaba allí cuando crucificaron a nuestro Señor ni cuando fue depositado en el sepulcro. Si hubiéramos estado allí, no lo hubiéramos permitido, como dijo aquel caudillo franco. Por lo menos, nos hubiéramos acercado a él todo lo posible, hubiéramos entrañado todos sus gestos y palabras, hubiéramos asumido todos sus dolores, hubiéramos llorado todas sus lágrimas y calmado su sed infinita, hubiéramos recogido su sangre divina.
Si hubiéramos estado allí, habríamos deseado que nos crucificaran con él, para acercarnos más todavía y compartir todos sus sufrimientos: dolor con Cristo dolorido, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas y pena interna por todo lo que Cristo sufrió por mí.
Si hubiéramos estado allí... Si hubiéramos estado allí, habríamos gritado la injusticia. Pero ¿cómo se puede condenar al Justo? Hacemos constar que es el mayor pecado de la historia. Si hubiéramos estado allí, habríamos temblado de indignación, habríamos temblado de espanto, habríamos temblado de emoción.
Si hubiéramos estado allí... Pero si la verdad es que todos estuvimos allí, cuando lo crucificaron, cuando lo clavaron en el árbol. Todos estábamos allí y con doble presencia. Estábamos allí, en primer lugar, con los jueces, con los sayones, con la gente curiosa, con la muchedumbre pasiva.
Allí estábamos... Allí estábamos todos dando fuerza al cobarde Pilato, para que acabara de firmar la más injusta sentencia que se haya jamás pronunciado; después le ofrecimos una hermosa jofaina, para que se lavara bien las manos. Aún se las está lavando el pobre. Allí estábamos levantando la mano de los verdugos, para descargar sus golpes sobre el cuerpo santo e inocente de Cristo, con fuerza bruta, rutinaria, anónima. Eran máquinas de matar, frías, impersonales, olvidadizas. A todos los verdugos, los que le azotaron, los que le coronaron de espinas, los que le clavaron en la cruz, a todos les dimos una estampa de su victima, para que nunca la olvidaran. Esta víctima era «la Víctima».
Allí estábamos riendo y gritando con las autoridades, los letrados y los notables, saboreando el triunfo de su poder, sugiriéndoles palabras y dichos hirientes para redondear mejor la faena. Ahí está el Mesías que no se defiende, el Mesías que se retuerce de dolor y que grita de espanto. ¿Hay todavía alguno que le pueda tomar en serio? Si ni puede bajar de la cruz ni salvarse a sí mismo, ¿a quién va a poder salvar? Les dimos un INRI, la identidad del crucificado, palabras que quedaron escritas para siempre, a pesar de las protestas.
Allí estábamos todos con la gente pasiva y curiosa, los que se dejaban llevar, los que se limitaban a comentar lo sucedido, los que criticaban, los que se lamentaban, los que compadecían. En el fondo, todos cobardes y faltos de fe. El hecho más importante y dramático de la historia sólo les roza superficialmente, objeto de leves comentarios. A todos les regalamos una tablilla, en la que figuraban las siete palabras del crucificado.
Allí estábamos con el mal ladrón, blasfemando nuestros dolores y desgarros, lanzando contra el Cordero divino nuestros delitos y errores, dando coces contra el aguijón, gritando al cielo nuestra desesperación. A este pobre ladrón le regalamos un vídeo con las actitudes y palabras del ladrón compañero, con las actitudes y palabras del que sufría en medio de los dos, ladrón de corazones.
Allí estábamos con los soldados que se repartieron sus ropas y sortearon su túnica. Cumplían un salmo (22,19). No sabían esos pobres soldados el botín que se ponía en juego. ¿Qué precio no pagaríamos hoy por conseguir una de esas piezas? ¿Quién de esos soldados se vestiría de Cristo? Les regalaríamos las cartas de Pablo para que se fueran enterando.
Y allí estábamos con los soldados que le dieron a beber vinagre. Tampoco sabían éstos que estaban cumpliendo una profecía: «Y en mi sed me dieron a beber vinagre» (Salm. 69, 22). No sabían quién era el que les pedía de beber, el que podía saciarles a todos definitivamente, el que era venero inagotable de agua viva. No sabían qué sed era la que gritaba ese divino crucificado. Le dieron, le dimos, a beber vinagre, que es el fruto que más abunda en nuestras viñas. Estos soldados recibieron como premio, al fin y al cabo se mostraron compasivos, el relato de la samaritana.
Y allí estábamos con el soldado que se atrevió a abrir el costado de Cristo con la lanza. Tampoco éste sabía que estaba realizando una acción profética, para que se cumpliera la Escritura: «Verán al que traspasaron» (Zac. 12,10). No sabía que ese golpe de gracia se convertiría en verdadera fuente de gracia. No sabía, no sabíamos, qué puerta de salvación se estaba abriendo de par en par. Dicen que esta lanza fue encontrada en tiempos de las cruzadas. La lanza no nos importa, sino el efecto que produjo. Un golpe de gracia definitivo. Para él, una imagen del corazón de Cristo.
Allí estábamos todos, porque en ese momento se concentraba toda la historia, para lo malo y para lo bueno. Allí se concentraba todo el pecado del mundo, el pecado de todos los hombres de todos los tiempos; y no sólo las grandes injusticias, los odios terribles, las violencias desatadas, las mentiras inconcebibles, sino también los pequeños miedos, las ridículas equivocaciones, frecuentes engaños, las fáciles seducciones, las inconscientes omisiones, todos los pecados de debilidad e ignorancia.
CZ/INHUMANA/HUMANA: La cruz recoge toda la inhumanidad humana. Es la expresión de toda ceguera, toda debilidad y toda maldad. Es el triunfo de las tinieblas, lo irracional, lo desnaturalizado, lo inmisericorde, lo inhumano en estado puro.
«La cruz no es solamente el madero, es la corporificación del odio, de la violencia y del crimen humano» (L. Boff). Es el pecado. Al cargar con la cruz, Cristo cargó con el pecado: el mío, el tuyo, el de todos. El Cordero de Dios cargó con el pecado del mundo, haciéndose a sí mismo «pecado» (2 Cor. 5, 21).
Estábamos allí condenando al Justo Por lo tanto, cada vez que cometemos una injusticia, estábamos allí condenando al Justo; cada vez que mordemos al hermano con la critica o la calumnia, estábamos allí sentenciando al Inocente; cada vez que despojamos al pobre con nuestro egoísmo y nuestra insolidaridad, estábamos allí repartiéndonos sus ropas; y cada vez que agredimos al indefenso con nuestra violencia o nuestra prepotencia, estábamos allí torturando al Cordero; y cada vez que negamos al prójimo una ayuda, estábamos allí como espectadores fríos e insolidarios; y cada vez que callamos por miedo y no actuamos proféticamente, estábamos allí, sin atrevernos a dar la cara, ni a salir en defensa del condenado ni a expresar siquiera nuestros sentimientos. Cuando traicionamos, estábamos allí; cuando somos cobardes, estábamos allí; cuando somos infieles, estábamos allí; cuando dudamos, estábamos allí; cuando mentimos, estábamos allí; siempre que nos ciega y nos esclaviza la pasión, estábamos allí.
Aunque también podríamos decirlo a la inversa, que es Cristo el que está aquí. Cristo se hace presente en todo hermano que esté oprimido, marginado o injustamente condenado; en todo el que es pobre, débil, explotado o torturado; en todo el que es de un modo u otro víctima de su hermano. Pues si él está aquí, es que estábamos nosotros allí.
-En la mente y en el corazón de Cristo Hay una segunda manera de estar allí presente, esta vez cálida y amorosamente. No me refiero a cuando hacemos el bien a alguien, cuando vivimos en la fe y en el amor. Todos estábamos allí, en la mente y en el corazón de Cristo. El nos conocía a todos, sufría por todos, nos amaba y redimía a todos. Es verdad el pensamiento de Pascal: "Yo derramaba tal y tal gota de sangre pensando en ti"; antes de que llegaras a la existencia, yo te elegí; antes de que te formaras en el vientre materno, yo te redimí; antes de que nacieras, yo te amé.
Estábamos allí todos, siendo objeto de la oración de Cristo, que nos iba presentando al Padre en aquel momento de gracia. Estábamos allí y también a nosotros dirigía sus palabras: por cada uno de nosotros pedía perdón al Padre, «porque no sabemos lo que hacemos»; a cada uno de nosotros prometía el paraíso: «Hoy estarás conmigo», y eso es ya el paraíso; a cada uno de nosotros encomendó la madre, para que la «llevemos a nuestra propia casa».
Estábamos allí todos: nos veía en su madre, un mar de sufrimientos y misericordia. Nos veía en Juan, el amigo, el que mantuvo la fe, el que acogió la madre. Nos veía en Magdalena y demás piadosas mujeres, las valientes y generosas, las que dieron la cara, las que mejor compadecieron, las que tanto amaron.
Nos veía en Nicodemo y José de Arimatea, en el Cireneo y la Verónica, los que le prestaron sus buenos servicios, compartiendo su cruz, enjugando su rostro, quitándole los duros clavos y bajándole del madero, lavándole, ungiéndole, envolviéndole en la sábana, colocándole delicadamente en el se- pulcro.
Estábamos allí siendo objetos de su amor y amándole; siendo redimidos por él y mirándole con fe, como aquellos israelitas que miraban la serpiente de bronce en el madero; siendo lavados en el agua y la sangre que fluían de su costado, nosotros inmersos en ese doble torrente de vida. Estábamos allí, recibiendo el Espíritu que él entregaba al Padre y a nosotros.
Estábamos allí con él, formando parte de su cuerpo dolorido, uno más de sus sagrados miembros ¿No sabéis que somos todos el Cuerpo de Cristo? Todos estuvimos clavados en la cruz con Cristo, todos morimos con él, todos fuimos con él sepultados y todos resucitaríamos con él. El misterio pascual de Cristo es también el nuestro. ¡Cuantas consecuencias para nuestra vida, si realmente lo entendiéramos y lo viviéramos así! «¿Estabas allí cuando le depositaron en el sepulcro?
¿Estabas
allí cuando Dios le resucitó de entre los muertos?
¡Oh! A veces me hace temblar, temblar, temblar.
¿Estabas allí cuando Dios le resucitó de entre los muertos?».
A veces me hace temblar, temblar, temblar:
Temblar por el dolor y el arrepentimiento,
temblar por la indignación y la compasión,
temblar por la emoción y la alegría,
temblar por el éxtasis y el estremecimiento.
Hay razones sobradas para sentir este asombroso temblor. Al constatar tu presencia viva en el misterio, al saberte protagonista de los más importantes acontecimientos de la historia, al verte inmerso en un océano de misericordia, al sentirte traspasado por unos ojos llenos de ternura y amor, al reconocer la victoria del amor y de la gracia, es como estar junto a la zarza ardiendo o dentro de la nube divina, es como sentirte invadido por una fuerza misteriosa que te arrebata y transciende, es entrar en la danza del Espíritu. Reviviendo el misterio pascual, se tiene que apoderar de nosotros un santo y maravilloso temblor.
CARITAS
LA MANO AMIGA DE DIOS
CUARESMA Y PASCUA
1990.Págs. 119-124
15.
Frase evangélica: «lnclinando la cabeza, entregó el Espíritu»
Tema de predicación: LA MUERTE DE JESÚS
1. Los cuatro relatos de la Pasión la describen en cinco secuencias: arresto, proceso judío, proceso romano, ejecución y sepultura. A partir de un breve relato previo sobre la crucifixión, las distintas narraciones evangélicas de la Pasión están redactadas con mucho mayor detalle que todo el resto de los evangelios. Su estilo difiere del de las literaturas que narran la batalla final y la muerte de un héroe. Son, además, final y comienzo de la vida y el destino de Jesús, al que los discípulos llaman «Cristo» y «Señor» después de la resurrección. Según cómo se interprete y se viva la muerte y resurrección de Jesús, así se configurará el modo de ser cristiano.
2. Jesús fue condenado a muerte y crucificado por blasfemo religioso y alterador del orden público. Es lógico pensar que Jesús contó con una muerte violenta, a juzgar por su comportamiento y las acusaciones que recibió de mago, blasfemo, falso profeta, hijo rebelde, quebrantador del sábado y purificador del Templo. Para entender su muerte no basta con relacionarla con el sanedrín judío o el gobernador romano; es preciso conectarla con su Dios y Padre, cuya cercanía y presencia proclamó. El cómo y el porqué de la muerte de Jesús tienen relación con el cómo y el por qué de toda su vida. Pero la interpretación última de la muerte de Jesús es teológica.
3. La comunidad creyente postpascual, a la luz de la resurrección, denominó a Jesús «Cristo» y «Señor». Con una nueva lectura de la muerte de Jesús, proclamó la Iglesia el señorío de Cristo, traducción actualizada del reino de Dios. Esto no equivale a un silenciamiento del profetismo de Jesús, de su opción por los pobres, de la justicia que entraña el reino y de las exigencias que comporta la fe como conversión. El reino de Dios se hizo presente, de un modo nuevo, con la actividad de Jesús, aunque se concentró de una manera definitiva en el cuerpo resucitado del Señor. Quedarse con el Resucitado de un modo piadoso, sin abarcar con la misma fe al Jesús histórico, es reducir la misma fe. Y para entender el comportamiento de Jesús en su ministerio es preciso tener en cuenta las claves del proceso que le llevó hasta la crucifixión. Pero, una vez aceptado que la cruz es consecuencia del proceder de Jesús, la resurrección debe entenderse como toma de postura de Dios en favor de Jesús y, por tanto, como iluminación de la cruz. Jesús no queda en poder de la muerte, sino fuera de la misma. La cruz de Jesús no se entiende si no es desde la totalidad de su vida; pero, a su vez, la cruz y la muerte de Jesús no tienen sentido si no es por la resurrección, clave de lectura de todo lo previo, a saber, el condicionamiento del vivir de Jesús y de todo nuestro vivir.
REFLEXIÓN CRISTIANA:
¿Qué nos dice hoy en concreto Cristo desde la cruz?
CASIANO
FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 191 s.
16.
A ) REFLEXIONES
Siendo el Viernes santo el día sagrado por excelencia y todo él centrado en la Pasión de Jesucristo, haremos solamente algunas breves consideraciones para comprender mejor el relato del evangelista Juan, relato que constituye la verdadera meditación de este día.
1. El juicio de Jesús, Juicio del mundo
Aquel día -el Gran Día, la Hora de cada hombre- aparentemente los hombres juzgaron a Jesús y lo hallaron culpable. Sin embargo, y éste es uno de los sentidos del relato de Juan, por paradoja divina el reo se constituyó en juez del mundo de la iniquidad, cuya culpabilidad fue descubierta.
Uno a uno desfilan ante Jesús los distintos tipos de hombres que componen nuestra sociedad, y cada uno tuvo que enfrentarse con su conciencia -representada por Jesús- La-Verdad-, y en ese enfrentamiento cada uno mostró ser quien realmente era. Primero Pedro y los Apóstoles, aparentemente fieles seguidores de Jesús, y que delatan su cobardía, sus dobles intenciones, su afán de poder.
Judas, la traición al hombre.
Anás y Caifás, los guardianes del orden religioso, que abusan de su situación de hombres sagrados para dominar a los hombres, amparados por su prestigio y por el apoyo del poder político.
Pilato, el poder civil, el juez de los sediciosos, pusilánime, sin convicciones, especulador, asesino legal.
Los guardias, expresión de la brutalidad humana descontrolada, al servicio de una causa que no conocen, pero a la que igualmente sirven.
El pueblo, llevado por sus sentimientos, engañado por sus líderes, usado para fines inconfesables bajo la cortina de humo de patriotismo y la defensa de los valores religiosos. En fin, María, las mujeres y Juan, los que no hablan, los que sufren en silencio, los que unen sus sufrimientos al de Jesús para dar la vida a los hermanos.
Así este Viernes es el día de nuestro juicio: Cristo clavado en la cruz es una llamada para que cada uno mire el fondo de sí mismo y reconozca "su" pecado, tan hábil y sutilmente disimulado.
Todos tenemos nuestra parte en este drama humano amasado por el egoísmo; todos somos cómplices de una sociedad utilitaria, individualista, intransigente, que recurre al insulto, a la calumnia, al chantaje, a la presión moral y psicológica, al silencio, al desprecio, al crimen...
2. El reinado del amor y de la verdad
Aquel día Dios entronizó a su Hijo como Rey de su nuevo pueblo. Allí está sentado en su trono, la cruz, abrazando a la humanidad dividida a la que redime con su sangre; con su corona de espinas y el manto rojo de la realeza.
Rey de la Verdad, porque se apoya no en la obediencia servil ni en el poder de las armas, sino en la nueva actitud que transforma al hombre en un ser libre. Rey que da libertad a los que se someten a un Evangelio de pobreza, sencillez y servicio. Rey que otorga la vida, expresada en la sangre y el agua que brotan de su corazón abierto.
Es la otra gran paradoja de este día: quien muere como un esclavo, es reconocido por la fe como el Hombre Nuevo que hace nuevas todas las cosas. En la cruz se entierra el pasado, fenece el imperio del pecado y de las tinieblas, y comienza la era de la Luz. Este Viernes nos obliga a revisar nuestras estructuras comunitarias para ver si responden al tipo de reinado de Cristo, o al modelo de Pedro, de Caifás o de Pilato.
No basta que Jesús muera con el cartel: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos». Hace falta aceptar una nueva modalidad de vivir, sin odios ni rencores, perdonando a los enemigos, orando por los que nos persiguen, confiando en el Padre en las horas angustiosas. El amor de Dios se nos ha manifestado definitivamente en el «Señor», no el de trueno y relámpagos -el Dios del miedo-, no el Señor de los Ejércitos ,el Dios del poder-, sino el de la cruz, el siervo de Yavé, varón de dolores, cordero sacrificado.
Hoy se cumple lo anunciado por Isaías: «Mirad el triunfo de mi Siervo: El ha sido exaltado y levantado a una altura muy grande.» O como lo dijera el mismo Jesús: "Cuando fuere levantado, lo atraeré todo hacia mí.»
3. Quién es Jesús
Aquel día todos los hombres se preguntaron, como Pilato: «¿De dónde eres tú?» Algunos afirman que eres un sedicioso contra el poder del Estado; otros, un embustero que te haces pasar por Enviado de Dios; hay testigos que afirman que quieres destruir el Templo y la Ley; otros, que estás aliado con el Demonio para realiza prodigios...
¿Quién eres? Así Juan, con la maestría que lo caracteriza, nos refleja la gran preocupación del hombre creyente. A lo largo de los siglos, se ha interpretado de muchas formas la figura y la misión de Jesús -y por tanto la misión de la Iglesia, su Pueblo-, y los cristianos de este siglo y de este país seguimos, quizá, fabricándonos el Cristo que más nos conviene. Todos lo usan como bandera de ideas e iniciativas asaz contradictorias. No hay régimen político ni fracción de la Iglesia que no manipule tal frase o expresión de Jesús para llevar el agua a su molino...
Pero hoy, en este Viernes en que también se juzga nuestra fe, hace falta que tiremos al suelo y destruyamos esa careta hipócrita, para preguntarnos cómo se manifestó Jesús en su Hora suprema, la hora de su Verdad, y optemos por él o contra él; pero que dejemos de usarlo.
Releamos y meditemos con absoluta sinceridad el relato de Juan, el testigo «que vio y da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad para que vosotros creáis...» (Jn 19,35). Que este Viernes nos enfrente con el auténtico rostro de Cristo, enviado por el Padre «para que ninguno se pierda», y vuelto al Padre para enviarnos el «Espíritu» de la Vida Nueva.
SANTOS
BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1977.Págs. 115 ss.
17. CZ/ESCANDALO:
¿QUE HACE DIOS EN UNA CRUZ?
Lo crucificaron...
La ejecución de Jesús no ha sido algo casual, fruto de un malentendido de las autoridades religiosas y políticas de Israel. Tampoco basta considerar la cruz como algo permitido por Dios por motivos enigmáticos, pero que ha quedado resuelto con el triunfo glorioso de la resurrección. La resurrección «no elimina el escándalo de la cruz, sino que lo eleva a misterio» (J. Sobrino). Porque, aún después de la resurrección, nos tenemos que preguntar: ¿por qué y para qué la cruz? ¿qué hace Dios en una cruz?
Un «Dios crucificado» constituye una auténtica revolución y nos obliga a cuestionar todas nuestras imágenes humanas de Dios. La cruz rompe todos nuestros esquemas sobre un Dios al que suponemos conocer ya de antemano. El crucificado no tiene el rostro que nosotros atribuimos a la divinidad. En la cruz no hay belleza, poder, fuerza, sabiduría, majestad.
Dios no aparece como el que tiene poder sobre la muerte, sino como alguien que se ve sumergido dentro de ella. Con la cruz, o se termina toda nuestra fe en Dios o se abre a una comprensión nueva y sorprendente de un Dios que nos ama de manera insospechada. Contra todas nuestras concepciones sobre la divinidad, en la cruz descubrimos sorprendidos que Dios es alguien que sufre con nuestros sufrimientos. Nuestra miseria le afecta. Nuestro sufrimiento le «salpica». Dios no puede amarnos sin sufrir. Como ha dicho D. Bonhoeffer, «sólo un Dios que sufre puede salvarnos».
A este «Dios crucificado» no se le puede «entender» desde categorías filosóficas. Es un escándalo y una necedad. A este «Dios crucificado» sólo se le «entiende» cuando sabemos amar a los que sufren y descubrimos por propia experiencia que el amor verdadero a los crucificados hace sufrir.
Este «Dios crucificado» no permite una fe ingenua y egoísta en cualquier Dios poderoso puesto al servicio de nuestros propios intereses. Este Dios nos pone mirando hacia el sufrimiento, el abandono y los gritos de tantas víctimas de la injusticia. A este Dios nos acercamos, cuando sabemos acercarnos al sufrimiento de cualquier abandonado. Los cristianos seguimos dando muchos rodeos para no encontrarnos con el «Dios crucificado». La Semana Santa nos ha de recordar que la originalidad del cristiano está en «permanecer con Dios en la pasión» de los que sufren (D. Bonhoeffer). Sin esto, no hay fe en el Dios verdadero sino manipulación.
JOSE ANTONIO
PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 163 s.
18.
Las grandes lecturas de la liturgia de hoy giran en torno al misterio central de la cruz, un misterio que ningún concepto humano puede expresar adecuadamente. Pero las tres aproximaciones bíblicas tienen algo en común: que el milagro inagotable e inefable de la cruz se ha realizado «por nosotros». El siervo de Dios de la primera lectura ha sido ultrajado por nosotros, por su pueblo; el sumo sacerdote de la segunda lectura, a gritos y con lágrimas, se ha ofrecido a sí mismo como víctima a Dios para convertirse, por nosotros, en el autor de la salvación; y el rey de los judíos, tal y como lo describe la pasión según san Juan, ha «cumplido» por nosotros todo lo que exigía la Escritura, para finalmente, con la sangre y el agua que brotó de su costado traspasado, fundar su Iglesia para la salvación del mundo.
1. El siervo de Yahvé.
Que amigos de Dios intercedieran por sus hermanos los hombres, sobre todo por el pueblo elegido, era un tema frecuente en la historia de Israel: Abrahán intercedió por Sodoma, la ciudad empecatada; Moisés hizo penitencia durante cuarenta días y cuarenta noches por el pecado de Israel y suplicó a Dios que no abandonara a su pueblo; profetas como Jeremías y Ezequiel tuvieron que soportar las pruebas más terribles por el pueblo. Pero ninguno de ellos llegó a sufrir tanto como el misterioso siervo de Dios de la primera lectura: el «hombre de dolores» despreciado y evitado por todos, «herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes,... que entregó su vida como expiación". Pero este sacrificio produce su efecto: «Sus cicatrices nos curaron». Se trata ciertamente de una visión anticipada del Crucificado, pues es imposible que este siervo sea el pueblo de Israel, que ni siquiera expía su propio pecado. No, es el siervo plenamente sometido a Dios, en el que Dios «se ha complacido», sólo Dios, pues ¿quién sino El se preocupa de su destino? Durante siglos este siervo de Dios permaneció desconocido e ignorado por Israel, hasta que finalmente encontró un nombre en el Siervo Crucificado del Padre.
2. El sumo sacerdote.
En la Antigua Alianza el sumo sacerdote podía entrar una vez al año en el Santuario y rociarlo con la sangre sacrificial de un animal. Pero ahora, en la segunda lectura, el sumo sacerdote por excelencia entra «con su propia sangre» (Hb 9,12), por tanto como sacerdote y como víctima a la vez, en el verdadero y definitivo santuario, en el cielo ante el Padre; por nosotros ha sido sometido a la tentación humana; por nosotros ha orado y suplicado a Dios en la debilidad humana, «a gritos y con lágrimas»; y por nosotros el Hijo, sometido eternamente al Padre, «aprendió», sufriendo, a obedecer sobre la tierra, convirtiéndose así en «autor de salvación eterna» para todos nosotros. Tenía que hacer todo esto como Hijo de Dios para poder realizar eficazmente toda la profundidad de su servicio y sacrificio obedientes.
3. El rey.
En la pasión según san Juan Jesús se comporta como un auténtico rey en su sufrimiento: se deja arrestar voluntariamente; responde soberanamente a Anás que él ha hablado abiertamente al mundo; declara su realeza ante Pilato, una realeza que consiste en ser testigo de la verdad, es decir, en dar testimonio con su sangre de que Dios ha amado al mundo hasta el extremo. Pilato le presenta como un rey inocente ante el pueblo que grita «crucifícalo». «¿A vuestro rey voy a crucificar?», pregunta Pilato, y, tras entregar a Jesús para que lo crucificaran, manda poner sobre la cruz un letrero en el que estaba escrito: «El rey de los judíos». Y esto en las tres lenguas del mundo, irrevocablemente. La cruz es el trono real desde el que Jesús «atrae hacia él» a todos los hombres, desde el que funda su Iglesia, confiando su Madre al discípulo amado, que la introduce en la comunidad de los apóstoles, y culmina la fundación confiándole al morir su Espíritu Santo viviente, que infundirá en Pascua.
Los tres caminos conducen, desde sitios distintos, al «refulgente misterio de la cruz» (fulget crucis mysterium); ante esta suprema manifestación del amor de Dios, el hombre sólo puede prosternarse en actitud de adoración.
HANS URS von
BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales
A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág.
55 ss.