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La versión
de un optimismo oficial, cuya aceptación es obligatoria, consiste en
dar por obvio y sentado que los canales de expresión pública están
ampliamente abiertos a todos los ciudadanos; y que esta porosidad social
ha alcanzado su punto álgido cuando hemos cruzado felizmente las
puertas de la llamada sociedad de la información. Cuando lo que en
realidad acontece es más bien lo contrario: la proliferación de
mensajes, con la fascinación caótica que generan; la opacidad de la
propiedad y orientación de las fuentes de información; el
deslizamiento de la función propiamente informativa hacia el campo de
lo que hoy se llama entretenimiento; la trivialización de los aspectos
culturales y teóricos; el sensacionalismo y la falta de objetividad que
suele padecer el tratamiento de los temas religiosos; el entreveramiento
doctrinal de los medios, convertidos en plataformas ideológicas de
amplio espectro, mas no por ello libremente pluralistas; todos estos
inquietantes fenómenos nos han alejado todavía más a los ciudadanos
de a pie, y a las iniciativas cívicas autónomas, de los centros
tecnoestructurales vinculados al Estado y al mercado, desde los que se
sigue intentando orientar unilateralmente la opinión pública y la
gestión de los asuntos de interés general.
Y, sin embargo, son muchos los indicios que nos permiten afirmar que
este esquema aún dominante, basado en un dinamismo de descendente
colonización, comienza ya a mostrarse agotado; que de hoy en adelante
dará cada vez menos de sí, porque se basa en una antropología falaz,
en una ética manipulada, y en una filosofía política que está siendo
desbordada en todas las direcciones. El estudio de este cambio de
paradigma, que recoge las aspiraciones de miles de ciudadanos
insatisfechos, sería largo y trabajoso si pretendiéramos abordarlo con
minucioso rigor. Voy a rogar que su amabilidad me permita simplificar su
presentación hasta el punto de remitirla inicialmente a una sola
variante, en la que las sombras a las que alude el título de esta
conferencia responden a una concepción tecnocrática, individualista y
pragmática de la llamada sociedad de la información; mientras que las
luces que se comienzan a vislumbrar anuncian el tránsito a una sociedad
del conocimiento de signo humanista y solidario.
La evidencia circunstancial más cercana de que hemos llegado a un punto
de saturación improseguible, que clama por un giro enérgico, se puede
detectar hoy, a mi juicio, en la mutua conexión de dos fenómenos de
envergadura internacional que nos han mostrado hasta qué punto son frágiles
los pilares de la sociedad como espectáculo que habitamos. Me refiero a
las explosiones de ira –que en modo alguno pretendo justificar–
manifestadas en las protestas contra los fenómenos de globalización,
por una parte, y a algunas reacciones frente a los terribles atentados
del terrorismo internacional, por otra.
Poder, pero no autoridad
Además de otras coincidencias entre ambos eventos, hay una que me
parece muy reveladora: la amplia aceptación internacional de
interpretaciones con muy escaso fundamento que, sin embargo, han llegado
a calar en la opinión pública de un modo asombroso, lo cual es una
manifestación de poder, pero no un signo de autoridad. En el caso de
las protestas anti-globalización contra las cumbres mundiales de los países
ricos, se ha repetido una y otra vez que estas reacciones quedarán en
nada, como sucedió con las protestas estudiantiles de mayo del 68, a
las que se parecerían en la común heterogeneidad y en la falta de
proyectos; cuando lo cierto es que la revolución estudiantil en torno a
1968, con todas sus implicaciones y consecuencias, constituye uno de los
fenómenos ideológicos más importantes del siglo XX. En el caso de los
atentados terroristas de Nueva York y Washington, se ha convertido en
algo relativamente común atribuir su origen al fundamentalismo y a la
religión, como si ambos términos vinieran a designar lo mismo, cuando
más bien habría que pensar que el propio fundamentalismo es antitético
de la auténtica religión: es otro tipo de manifestación del
secularismo que afecta a la mayor parte de las sociedades contemporáneas,
ya que tanto el materialismo práctico occidental como el fanatismo que
fulgura en algunos países de oriente proceden de una común crisis
religiosa y ética muy profunda, que constituye la raíz nunca
mencionada del terrorismo. Alguien tan poco sospechoso como Jürgen
Habermas ha podido decir que, «a pesar de su lenguaje religioso, el
fundamentalismo es exclusivamente un fenómeno moderno. En lo que
respecta a los autores islámicos de los atentados del 11 de septiembre,
destaca de inmediato la falta de contemporaneidad entre los motivos y
los medios. Se refleja en ello una asimetría entre cultura y sociedad,
existente en sus países de origen, que tiene como causa principal una
acelerada modernización, profundamente desarraigadora». Y Habermas añade
que la sociedad actual no ha encontrado un sustitutivo secular para la
religión. Ni lo encontrará –añado por mi cuenta–, porque, como
decía T. S. Eliot, en este mundo nada sustituye a nada. Pero lo menos
sustituible de todo es Dios, el no necesitante del que nosotros tenemos
necesidad. Como ha dicho el periodista alemán Christian Geyer, en los
muros de la Paulskriche, donde Habermas pronunció su discurso en la
recepción del Premio de la Paz concedido por los libreros de Frankfurt,
figuraba con grandes letras invisibles la frase de Horkheimer: «Es vano
intentar salvar un sentido incondicionado sin Dios».
Información y conocimiento
Pasar, como propongo y anuncio, de la sociedad de la información a la
sociedad del saber implica, desde luego, disolver la presunta
identificación entre transmitir información y generar conocimiento. Lo
ue hoy entendemos por información es sólo un aspecto, y no el
decisivo, del saber humano. La información es algo externo y técnicamente
articulado, que se halla a nuestra disposición a través de los medios
de comunicación colectiva. El conocimiento, en cambio, es una actividad
vital, un crecimiento interno, un avance hacia nosotros mismos, un
enriquecimiento de nuestro ser práctico, una potenciación de nuestra
capacidad operativa. La información sólo tiene valor para el que sabe
qué hacer con ella: dónde buscarla, cómo seleccionarla, qué valor
tiene la que se ha obtenido y –por último– cómo procede
utilizarla. Por el contrario, el conocimiento es un fin en sí mismo,
que de suyo no está ordenado a lograr algo útil, sino a colmar el afán
de saber que los seres humanos abrigamos de manera natural.
Por su propia naturaleza, la información es homogénea, transmisible,
encapsulable, standard. En cambio, el conocimiento es originario, crítico,
personalizado, dialógico, emergente. No se trata, como es obvio, de dos
dimensiones contrapuestas, porque la información implica adquisición
de conocimientos y el conocimiento no puede florecer sin una alta dosis
de información. Se trata, más bien, de actitudes antropológicas y
sociales diferentes, en cuyo contexto al conocimiento le corresponde el
enclave humano irreductible y radical, en el que –al mismo tiempo que
el sujeto humano se alimenta de información y la procesa– también la
limita, la enjuicia y la genera. A diferencia de la información, que
está estrechamente relacionada con los aspectos pragmáticos o retóricos
del lenguaje, en el conocimiento predomina el aspecto semántico, que
confronta derechamente al lenguaje con lo que constituye su finalidad y
su perfección, es decir, con la verdad. Y esto último es lo que, sobre
todo, me interesa subrayar.
En la medida en que el ciudadano se mueva en el mundo original del
conocimiento, no será un consumidor dócil, acrítico y pasivo de
información. Y tenderá a comparecer él mismo activamente en un mundo
informativo en el cual y del cual tiene algo –quizá mucho– qué
decir. Y, sin necesidad de revestirse de arrogancia alguna, le importará
más ese aspecto activo y personal de su propio saber que los ídolos
del foro público y anónimo. En otras palabras, relativizará la
información y sus medios dominantes, respecto a los cuales se comportará
con plena libertad, cierta distancia y una moderada indiferencia. Será
un usuario culto de los canales de la opinión pública, respecto a los
que transitará gradualmente de la actitud de consumidor a la de actor o
agente responsable.
Anorexia cultural
Llegados a este punto, me atrevo a decir que es esta actitud culta,
activa, no resignada y relativamente escéptica la que, por regla
general, los católicos españoles no acabamos de acertar a adoptar
respecto a los medios de información y otros aspectos no carentes de
contenido intelectual en la vida pública de nuestro país. Si alguna
debilidad notoria acusa el catolicismo español de las últimas décadas
es precisamente su anorexia cultural, su escasa sensibilidad para las
cuestiones ideológicas, la superficial formación doctrinal de no pocos
de sus miembros y, en consecuencia, su menguada agilidad para participar
en la vida filosófica, científica, artística y literaria de nuestro
país, con la consiguiente automarginación respecto a los debates en
los que se ventila públicamente la orientación ética y política de
nuestra vida común.
Tal retraimiento se inscribe, aparentemente, en el marco más amplio de
la separación entre moral privada y moral pública que caracteriza al
panorama social español, a diferencia de lo que acontece en otros países
política y culturalmente más maduros. Entre nosotros se da por firme y
establecido el modelo político de la llamada república procedimental,
según el cual el Estado –y, en general, las Administraciones públicas–
se habrían de ocupar exclusivamente de lo funcionalmente correcto, de
lo jurídicamente legal, mientras que lo bueno y lo malo serían
cuestiones individualmente discutibles y problemáticas, como les
sucedería a los asuntos
religiosos y de ética personal, que se tendrían que relegar al ámbito
estrictamente privado.
Este paradigma de la república procedimental, según resulta notorio,
es el oficial y el teóricamente reconocido, pero en modo alguno se
respeta en la realidad. Desde luego, las Administraciones públicas
llevan años interviniendo abusivamente en terrenos que afectan de lleno
a cuestiones de moral personal y no se retraen en absoluto de imponer un
permisivismo que choca con la conciencia cristiana de muchos españoles,
cuya actividad religiosa –especialmente por lo que afecta a la escuela
y a la familia– no se ve en modo alguno al reparo de incursiones políticas
marcadas, no pocas veces, por el signo de la arbitrariedad.
¿Y qué decir de los medios de comunicación colectiva? Exceptuando
unos pocos, no hay en los restantes cuestión, por íntima que sea, de
moral personal o de índole religiosa –especialmente si va acompañada
de algún ribete escandaloso, más o menos imaginario– que no
encuentre acogida en los miles de páginas de papel cuché y en los
cientos de minutos de programación televisiva y radiofónica que cada
semana se dedican a airear asuntos pintorescos y escabrosos.
A mi juicio no hay que perder ni un par de segundos en lamentarse de
estos subproductos de la sociedad de la información, aunque ocupen
también más de la mitad de las horas de emisión y de audiencia en la
Red por excelencia, en Internet, convertida mayoritariamente hasta ahora
en un medio mundializado de entretenimiento. Ante este tipo de
cuestiones, incluidas las injerencias de las Administraciones públicas
donde no les corresponde, procede comportarse –según recomienda el
periodista estadounidense Tom Wolfe– como los contrabandistas
tradicionales respecto a los carabineros y a la policía de fronteras:
evitarlos, sin malgastar un instante en enfrentarse con ellos.
Libertad sin permiso ni disculpas
Lo interesante es romper el modelo imaginario de la república
procedimental desde la base social, desde la iniciativa cívica,
asumiendo la responsabilidad política, moral y cultural que a todo
ciudadano corresponde. No esperemos que graciosamente se nos concedan
unas libertades que son inherentes a la ciudadanía democrática. La
libertad de intervenir en la realidad pública –y en este caso de
promover nuevos medios de información y participar activamente en los
existentes– hay que adoptarla, de una vez por todas, sin pedir permiso
ni disculpas a nadie, porque en definitiva no hay más libertades que
las que uno se toma.
Y esta necesidad de traspasar la línea de censura que algunos pretenden
seguir estableciendo, interesadamente, entre el ámbito público y el
privado se ha hecho evidente, justo, con el advenimiento de la sociedad
del conocimiento. La separación oficial entre lo público y lo privado
ha saltado por los aires especialmente en el ámbito del saber. Porque
lo decisivo en la nueva sociedad no es el cúmulo de información de que
se dispone, sino la capacidad de llegar a saber más, que no es
patrimonio ni del Estado ni del mercado, sino que está en manos de
aquellos que se empeñan en pensar con denuedo, en ejercer la manía de
discurrir, considerada todavía como nefasta por los guardianes
–mentalmente rancios– de la burocracia y del mercantilismo.
Nada más arriesgado que buscar decididamente la verdad y, cuando
proceda, declararla. Lo que todavía en la sociedad de la información
se sigue estimando como eminentemente subversivo es la capacidad de
pensar por cuenta propia y de atreverse a decir lo que uno piensa. Tal
es el resorte que impulsa la promoción y la participación en los
medios que difunden las noticias y las ideas, así como el límite
eficaz a la manipulación de las mentalidades. Aquí se encuentra la
divisoria entre los dos modelos –el descendente de la colonización y
el ascendente de la emergencia– a los que antes me refería. Y es
justo en este terreno donde la capacidad de iniciativa de los católicos
españoles debería experimentar un impulso de revitalización, que nos
alejara del letargo de la pasividad y del conformismo tan patente hasta
ahora.
El advenimiento de la sociedad del saber facilita poner un punto final a
cierta fascinación del catolicismo español ante la política como
actividad preferencial, explicable tal vez por las vicisitudes históricas
de los dos últimos siglos. Sea cual fuere la explicación que se dé a
tal fenómeno de supravaloración de la política, y el juicio que sobre
él se emita, es preciso percatarse de que el actual sentido de la
responsabilidad social, centrado en lo que hace un par de años llamé
nueva ciudadanía, se ha desplazado de la articulación entre política
y economía, típica de la sociedad industrial, y ha adquirido otros
matices en la nueva galaxia de la sociedad del saber y de la mentalidad
postmoderna.
Nos guste o no, el Estado ha dejado de ser el centro y el vértice de la
vida social. Lo que tenemos en la actual sociedad compleja es una
realidad multicéntrica y relacional, en cuya comprensión no se puede
avanzar si se adopta una perspectiva unilateral o simplista, como es la
que aportan los ejes público/privado, Estado/individuo y
Estado/mercado. El Estado ya no es, por supuesto, el Absoluto objetivado
de los idealistas románticos. Pero es que ni siquiera constituye el
interlocutor único de todos los actores sociales, como entienden aún
las ideologías de cuño liberal o socialista. En términos sistémicos,
tomados de la sociología de Niklas Luhmann, habría que decir que el
Estado es hoy una especie de subsistema organizador y orientador.
Mientras que, en los términos humanistas que yo prefiero emplear, el
Estado tiene una función arquitectónica y de salvaguarda supletoria
respecto a las iniciativas o subjetividades sociales. Más aún: la
propia política ya no es –si es que alguna vez lo fue– la función
social decisiva, ni en sí misma, ni en sus relaciones mutuas con la
economía. Desde luego, las innovaciones más interesantes del llamado
siglo breve (1914-1989) no han surgido precisamente del ámbito político.
Lo que la ciudadanía postmoderna –en su mejor sentido– ha captado
con notable agudeza es que el parámetro clave para la comprensión
actual de la propia ciudadanía es la cultura. Sólo desde esta dimensión
básica –la ética y cultural– se puede entender el papel decisivo
que a la nueva ciudadanía le compete en la sociedad del conocimiento, y
cómo la religión –según puso de relieve Pannenberg– constituye un
aspecto básico de las grandes articulaciones antropológicas.
Iniciativa social
La rigidez del constructo burocrático-mercantil, la interpenetración
tan tupida hoy como ayer entre Estado y mercado, impide plantear de
manera realista las relaciones entre lo privado y lo público,
oscilantes siempre entre el oficialismo y su precario remedio, a saber,
la privatización. No se advierte que la sociedad actual –cuya índole
organizativa es la reticularidad compleja– impide de hecho una
polarización tan esquemática entre mercado y Estado, indeseable también
desde la perspectiva del despliegue de la libertad pública y la
responsabilidad social. La propia concepción democrática de la
ciudadanía demanda que se introduzca, al menos, un tercer término: el
de la iniciativa social. Lo cual tiene la mayor relevancia, porque hoy
sabemos que la clave para la solución de los problemas derivados de la
creciente complejidad actual se encuentra precisamente en el aspecto
relacional y ascendente que discurre desde la base ciudadana –desde lo
que pasa en la calle– hasta las estructuras universales y abstractas
de tipo político y económico. Y éste es precisamente el dinamismo
propio de las iniciativas sociales, que acontecen también –más o
menos espontáneamente– en el terreno mediático cuando las fuentes
antropológicas del saber no se encuentran cegadas o reprimidas.
Las iniciativas sociales son intervenciones de las solidaridades
primarias y secundarias en el ámbito social. Superando el inicial
esquematismo de la alternativa privado/público, cabe resaltar que la índole
de las iniciativas sociales no es estrictamente privada ni propiamente pública.
Se engarzan en las redes relacionales y multidimensionales que componen
el entramado de la sociedad postmoderna. Y nos dan la clave para la
comprensión de lo que significa la nueva ciudadanía.
Lo que, de entrada, distingue a la nueva ciudadanía de la ciudadanía
convencional (en sentido estrictamente moderno) es precisamente su
estrecha conexión con la acción humana. Ser ciudadano no significa hoy
principalmente pagar impuestos, recibir prestaciones sanitarias, tener
la propiedad de un inmueble o vender unos títulos en la Bolsa. Ninguna
de estas situaciones evoca en nosotros el sentido fuerte y sustantivo de
la expresión ciudadanía que, si no quiere ser tautológico, se ha de
referir al libre protagonismo cívico en la configuración de la
sociedad.
Tal es la médula de lo que hoy muchos de nosotros queremos entender por
democracia. Si una sociedad democráticamente configurada no facilita y
fomenta la activa intervención de los ciudadanos en proyectos de
relevancia pública, y especialmente en aquellos más estrechamente
relacionados con la generación y transmisión de ideas, la frustración
que provoca es inmediata y continua, justo porque acualmente las
responsabilidades y afanes que merecen el calificativo de ciudadanos o cívicos
no son tanto de tipo político o económico como de índole
preferentemente cultural, es decir, de creación de sentido y de
autorrealización de la propia identidad.
Nada menos realista –en contra de lo que pudiera suponerse desde el
pragmatismo dominante– que atribuir a estas dimensiones cualitativas y
humanistas un carácter ornamental o adjetivo. Era el error típico de
los grupos más conservadores de nuestra sociedad, músicalmente ciegos
para todo lo que pudiera implicar reflexiones de cierta hondura filosófica.
Error al que más recientemente se han sumado, con entusiasmo de neófitos,
los sectores autoconsiderados como progresistas, que han creído ver en
este chato utilitarismo un factor de modernidad, precisamente cuando el
rasgo central de la situación presente es la crisis de la modernidad.
Pero es que, además, lo que a duras penas se podía considerar
admisible hace unas décadas, resulta hoy del todo contraproducente y
extemporáneo. Porque, en la sociedad del saber, el recurso clave que
define la riqueza de las naciones ya no es la capacidad para producir y
transformar materias primas, sino la densidad cultural y científica
como caldo de cultivo para la generación de conocimientos nuevos. Y,
por otra parte, los problemas más vivos que tenemos planteados en las
sociedades del capitalismo tardío son precisamente de índole
cualitativa y, por así decirlo, conceptual: la caída demográfica, los
flujos migratorios, la mundialización, la marginación y disidencia
interna, el terrorismo, la quiebra de la familia como institución, el
espectacular descenso del nivel de la enseñanza, la corrupción económica
y la crisis de la ética…
Frente a lo público/privado, lo humano/no humano
Como ha indicado el sociólogo italiano Pierpaolo Donati, la
discriminación básica que delimita el concepto de ciudadanía ya no es
la dicotomía privado/público, sino la de la contraposición humano/no
humano. Por eso considero que la gran tarea que hoy es preciso acometer
estriba en el descubrimiento y realización de un humanismo cívico,
entendido como una nueva configuración de la responsabilidad ciudadana,
que traslada el centro de gravedad colectivo desde las dimensiones tecno-estructurales
a la base cultural y social, a esa fuente originaria de sentido que los
fenomenólogos llaman mundo de la vida.
El eje decisivo es ahora, insisto, el eje humano/no humano. Lo humano
del humanismo cívico es el desarrollo de la persona en toda su
envergadura cultural y social. Y lo no humano que se opone al humanismo
cívico es la masificación alienante del individuo irresponsable que ya
no sabe dónde está la fuente de una identidad en la que el factor
religioso juega un papel clave.
La deshumanización que avanza en forma de consumismo desbocado, de
intolerancia con emigrantes y extranjeros, de malos tratos a niños y
mujeres, o de corrupción económica, parece correr en paralelo con un
inesperado crecimiento de la ética. Pero, como acaba de señalar Robert
Spaemann, el boom de la ética es sospechoso. Un castizo amigo mío lo
había descubierto mucho antes, porque lleva años diciendo que, cuando
oye hablar de ética, echa mano a la cartera (para impedir que se la
roben, claro). Especialmente significativo resulta el astillamiento de
la moral en escuelas contrapuestas y en disciplinas deontológicas
especializadas, generalmente de orientación pragmatista o
consecuencialista. Algunos cultivadores de la bioética, de la ética
empresarial o de la ética informativa, por ejemplo, no parecen muy
interesados en lo que, desde Aristóteles, se llama verdad práctica; se
han convertido más bien en algo así como intermediarios o negociadores
entre quienes pretenden conseguir a toda costa la implantación de
ciertas prácticas, tales como la experimentación con células madre
extraídas de embriones humanos congelados, y quienes consideran que tal
proceder atenta contra la dignidad humana. La clave no declarada de la
mediación consiste en que, de entrada, se sabe que tal práctica se va
a introducir, y la función de tales especialistas en cuestiones éticas
consiste en lograr que tal proceso no sea traumático, gracias –por
ejemplo– a la ficción del concepto relativista de pre-embrión, que
puede tranquilizar a los que mantienen una postura calificada de
tradicionalista. Más en el fondo aún, se encuentra uno de esos
conceptos de matriz marxista, precipitadamente tenidos por superados,
según el cual lo que tiene que suceder, sucederá.
Como recientemente ha demostrado la interesante polémica del Presidente
federal Rau con el Canciller alemán Schröder, socialistas ambos, con
posturas antitéticas respecto al tema que acabo de mencionar, este tipo
de cuestiones tienen una extraordinaria importancia de índole cultural
y ética, pero también económica, política y, sin duda, religiosa.
Nada parecido se ha registrado en España y, lo que es más grave,
resultaría insólito que llegara a desarrollarse una discusión de tal
nivel intelectual, que implique a personas relevantes de la vida pública,
y en la que los medios de comunicación social se abran a las diversas
posturas mantenidas por sociólogos, filósofos, teólogos y científicos.
Y aquí reside, justamente, esa índole ambigua y endeble de la actual
estructura social española, que resulta tan inquietante para cualquier
observador, sobre todo para los que podemos llegar a ser sus potenciales
víctimas, por ejemplo, a través de la legalización de la eutanasia.
Por un Foro independiente
Bien entendido que lo sustancial y relevante para el presente discurso
no es tanto la defensa de la vida humana como la función del
pensamiento moral y religioso en una sociedad que se vacía a ojos vista
de su ethos y no parece conseguir que sus medios de comunicación pública
se abran a una discusión caracterizada por el pluralismo y el rigor
intelectual. De ahí la necesidad patente de que se vayan estableciendo
las condiciones de posibilidad para que empiece a hacer acto de
presencia algo así como una república de las letras, un foro
independiente de fomento del saber humanista y de discusión abierta de
los temas más candentes. De ese foro se podría afirmar, de entrada, lo
que el pensador polaco Leszek Kolakowski dice de la filosofía, a saber:
«La filosofía no siembra ni recoge, sólo remueve la tierra». Si se
lograra remover los espíritus aletargados y airear los ambientes
enrarecidos, aun sin propósitos apologéticos, se habría prestado un
auténtico servicio a la verdad, que siempre acierta a encontrar sus
caminos cuando no se la hace prisionera de la injusticia, según la
expresión paulina.
La constitución de este ámbito de discusión libre y abierta implica,
sin duda, la promoción de medios de información colectiva y la
participación más activa en los ya existentes. Pero su ámbito
decisivo –en la línea que vengo sugiriendo a lo largo de esta
intervención mía– no es la comunicación misma sino justo la educación.
La educación es decisiva en la sociedad del conocimiento, precisamente,
porque en el ser humano no existe el saber innato o automáticamente
transmisible. Como dijo Pero Grullo, «para saber, hay que llegar a
saber». De ahí el fracaso de ese tipo de educación llamada activa que
todo lo fiaba a la espontaneidad del alumno; y el hecho de que una de
las perlas de la globalización sea la decisión de la Cumbre del
Milenio, reunida hace unos meses en Nueva York, donde se decidió
solemnemente instalar una terminal de Internet en cada una de las
escuelas de los países subdesarrollados, sin preguntarse a qué red
–estoy pensando en la eléctrica– se enchufaría el aparato, y qué
comerían los niños entre web y web.
Frente a la mera instrucción o ilustración, que responde al paradigma
de la eficacia, la educación se inserta en el paradigma de la
fecundidad, por caracterizar ahora de este modo los dos modelos a los
que me vengo refiriendo. En rigor, el tema de la educación pone en vilo
los problemas decisivos de la sociedad de la información sobre el
trasfondo de la sociedad del saber. Porque para educar es preciso tener
una idea clara de la naturaleza del conocimiento y del valor
incondicionado de la verdad, así como de la dinámica histórica del
saber, es decir, del papel de la tradición y del progreso en las
comunidades de enseñanza y aprendizaje, cuya decisiva función ha
subrayado Alasdair MacIntyre. La propia naturaleza de la ciencia entra,
por tanto, en cuestión. Y también es patente la conexión entre la
educación, por una parte, y la ética y la política por otra.
Pero más relevante aún es el hecho de que la educación representa la
prueba de fuego de las diversas concepciones acerca de la sociedad y de
la persona humana. Si tales concepciones están equivocadas, si no
responden a la articulación real entre naturaleza humana y cultura, la
educación –por decirlo así– no funciona. No es que se eduque
equivocadamente, según valores deficientes, es que no se educa en modo
alguno; se interrumpe la dinámica del saber, por no haber acertado a
pulsar los adecuados resortes de la realidad misma. La realidad se puede
transformar pero no se puede falsear. Aunque nosotros no lo seamos, la
realidad es siempre fiel a sí misma. Tal es la vieja enseñanza de la
metafísica realista, de la que –pese a la sucesión de idealismos,
escepticismos y positivismos– podría decirse, con Gilson, que
entierra a sus enterradores y renace de sus cenizas como el Ave Fénix,
es decir, que permanece vigente en su incesante interrogar. Llegados a
este punto –queramos o no–, nos las tenemos que ver con la palabra
naturaleza, cuyo núcleo semántico está estrechamente vinculado con la
fecundidad. Como antes adelanté, una cosa es la eficacia y otra la
fecundidad. La eficacia tiene que ver con la disposición objetiva de
los medios. La fecundidad se refiere al logro real de los fines. Es
cierto que, sin un mínimo de eficacia, no hay fecundidad posible, pero
sólo la fecundidad asegura la eficacia a largo plazo, es decir, en términos
históricos y culturales.
La eficacia viene hoy dada, preferentemente, por las nuevas tecnologías
de la información y de la comunicación. Pero tales instrumentos sólo
son humanamente relevantes si se ponen al servicio de la fecundidad, que
estriba en el conocimiento y la sabiduría en conexión con el uso de
tales medios; uso dirigido hacia la paideia, hacia la formación del
hombre y del ciudadano, hacia la promoción del humanismo cívico. La
clave del inmediato futuro residirá en la sabia articulación o sutura
de los medios tecnológicos más avanzados con planteamientos educativos
y culturales rigurosos, que estén atentos a las auténticas exigencias
éticas que el propio avance del saber teórico y práctico lleva
consigo.
Desde esta perspectiva, la correlación entre los dos términos del eje
humano/no humano, antes aludido, deja de ser simple y exclusivamente
bienintencionada. Y es que no se trata de la elemental contraposiión
entre lo positivo y lo negativo, pues en la actualidad la humanización
no es un valor incuestionado, ya que puede equivaler a informalidad,
falta de exactitud o carencia de profesionalidad. Son aspectos que
encontramos, por ejemplo, en la expresión fallo humano, tan utilizada
para explicar el origen de accidentes. En la terminología de Luhmann,
lo no humano son lo sistemas, de lo cuales evidentemente es impensable
prescindir a estas alturas, por ejemplo, en el campo de las nuevas
tecnologías de la información. En cambio, lo humano es el medio
social, llamado por él ambiente. De manera que, sorprendentemente, según
Luhmann el hombre no formaría parte del sistema, sino del ambiente.
Esto resulta razonablemente escandaloso desde una perspectiva humanista,
porque parece trivializar el papel de la persona en la sociedad; pero
–como ha señalado Pedro Morandé– también contribuye a disolver el
mito marxista de que el hombre está esencialmente constituido por las
estructuras socioeconómicas. Se trata, en cualquier caso, de
reivindicar frente a Luhmann la índole central y fundamental de la
persona humana, pero sin desconectarla en modo alguno de los sistemas,
fuera de los cuales pierde hoy toda eficacia y, en consecuencia, queda
problematizada su posible fecundidad.
La calidad humana
Lo más interesante de la nueva situación a la que nos estamos
asomando, lo que nos ofrece una verdadera oportunidad vital, es que
aceleradamente la calidad humana –es decir, la excelencia ética y
cultural– se pondrá de manifiesto cada vez de modo más claro,
gracias precisamente a la inmediatez y transparencia que pueden aportar
las nuevas tecnologías de la información. Éstas son las luces. Por
motivos simétricos, el riesgo es también inminente y obvio: las
maniobras de enmascaramiento y ensoñación pueden producirse con una
contundencia inédita en una sociedad poblada de simulacros, donde las
representaciones tienden a ocupar todo el territorio de la realidad.
Ahora bien, cabe esperar que la propia rapidez de los ciclos
comunicativos contribuirá al desenmascaramiento de la ilusión y a la
vigilia de la inteligencia. Lo que aparecerá una y otra vez –ahora
sin falsos elitismos ni vanguardias concienciadas– es la capacidad
interpretativa de los usuarios, vale decir, su facultad de comprender
panoramas complejos y velozmente mutables. Desde el punto de vista
operativo, lo que tendrá más importancia será la capacidad estratégica
para la comunicación, mientras que el poder para el acaparamiento de
medios de información pasará a segundo término.
Al encaminarnos hacia una situación de esta traza, aumenta notablemente
la relevancia de las minorías culturalmente bien preparadas, técnicamente
capaces, intelectualmente activas y espiritualmente maduras. Desde esta
perspectiva, no es improcedente hablar –como se viene haciendo desde
hace unos años– de la minoría cristiana. Lo que no tendría mucho
sentido sería atribuirle a esta expresión un sentido cuantitativo y,
además, positivo; como si resultara deseable que los cristianos fuéramos
pocos y estuviéramos marginados, con la finalidad de evitar los riesgos
del confesionalismo y la prepotencia. Para mal o para bien, tales
riesgos han desaparecido en cualquier caso del mapa y alancear a un
muerto nunca ha sido una actividad muy airosa. No, el interés de la
expresión minoría cristiana se lo proporciona su connotación
cualitativa y el factor sorpresa –por decirlo en terminología táctica–
que puede adquirir en un país en el que sociológicamente la mayoría,
gracias a Dios, sigue siendo católica.
La virtualidad de la actuación de la minoría cristiana puede
multiplicarse exponencialmente en la sociedad del conocimiento, en la
que la capacidad de reproducir los ejemplares, atribuida por Walter
Benjamin a la cultura moderna, ha perdido importancia en el paso del
modelo industrial al modelo postindustrial, al relativizarse la economía
de escala y aparecer técnicas productivas del tipo just in time, según
las cuales el coste medio de un ejemplar no disminuye al aumentar el número
de copias.
De manera curiosa e inesperada, a lo que esto nos conduce es a una
reactualización del valor de los contenidos, porque es la calidad de
una trama, de una historia o de una idea –y no su reproducibilidad–
la que marca las distancias. Nadie se lo esperaba, pero resulta que, en
los medios audiovisuales, el escritor, el guionista, ha pasado a ser la
estrella. Para llenar tantos cientos de horas de tantas decenas de
canales y emisoras hacen falta multitud de excelentes y prolíficos
narradores, pues resulta que –al final– lo que nos sigue interesando
a la gente corriente son las buenas historias. Hay una sorprendente y
positiva recuperación del sentido de lo narrativo que, como ha señalado
MacIntyre, indica una superación del objetivismo ilustrado y una
renovación de la concepción teleológica, finalizada, de la realidad.
Sucede así que la gran tarea presente de la minoría cristiana es
contribuir a la formación de escritores, de mujeres y hombres de
letras, que constituyen paradójicamente la profesión más necesaria en
la era de las nuevas tecnologías, cuando simultáneamente se anuncia la
irrupción de una cultura postliteraria. Resulta curioso que los grandes
avances en las tecnologías multimedia se hayan producido, no tanto
–como se esperaba– en el terreno del cálculo y la medición, sino
en el procesamiento de textos, que ha popularizado el uso de los
ordenadores personales y ha generalizado la navegación por Internet.
Otra de las paradojas de las tecnologías de la información y la
comunicación está siendo la facilidad para la formación de pequeños
grupos de investigadores e intelectuales, que pueden estar establemente
conectados a través del correo electrónico y otros procedimientos
semejantes. Quien prescinda hoy de estos medios se convierte en una
especie de ermitaño científico. Pero quien no tenga algún propósito
de indagación o de acción al usarlos pierde lamentablemente el tiempo,
según se ha demostrado que sucede, abrumadoramente, en algunas empresas
multinacionales, donde al parecer el uso de Internet para cuestiones
profesionales o técnicas supone el catorce por ciento del tiempo de
utilización, mientras que la mayor parte del tiempo restante se dedica
a la pornografía.
Una
multiforme conspiración civil
Como ha mostrado Hannah Arendt, las grandes transformaciones sociales y
políticas siempre se han basado en movimientos estructurados en torno a
grupos pequeños que reúnen simultáneamente propósitos de pensamiento
y acción: son los Räte o consejos. Esta estructura se encuentra tanto
en la revolución americana como en las revoluciones europeas. Pero en
estas últimas se produce el fenómeno de que la revolución devora a
sus propios hijos, o mejor, a sus propios padres, porque las células
revolucionarias iniciales acaban siendo superadas en radicalidad por
oleadas posteriores de vanguardistas que liquidan a sus mentores por
considerarlos demasiado moderados. El caso más típico es el de los
soviets, de quienes Lenin repetía que en ellos se habría de concentrar
todo el poder, cuando lo que hizo fue disolverlos rápidamente por el
procedimiento más expeditivo de todos. La estructura territorial y la
mentalidad religiosa de las colonias norteamericanas permitieron que los
consejos o estructuras similares perduraran durante todo el período bélico
y revolucionario, hasta constituir la urdimbre misma de la democracia en
América, según mostró luminosamente Alexis de Tocqueville. De esta
capacidad básica de asociación y de concierto de las libertades
procede –nos guste o no– la indudable superioridad política de la
democracia americana sobre la europea.
Pero lo que ahora me interesa subrayar es que las nuevas tecnologías de
la información permiten articular una multiforme conspiración civil,
leal a la Constitución y al orden establecido, que empiece a convertir
en realidad el paradigma de la sociedad del conocimiento, que viene a
ser una especie de nueva Ilustración, tras rescatar al viejo Iluminismo
de su interpretación modernizante. Lógicamente, ha sido en Estados
Unidos donde se han ensayado por primera vez los aspectos externos de
este procedimiento, con sorprendente eficacia incluso electoral, pero
con la desgraciada circunstancia de que han sido grupos de
fundamentalistas cristianos y de movimientos ultraconservadores quienes
han utilizado Internet para establecer redes de acción y formación por
toda la República.En cualquier caso, el advenimiento de la sociedad de
la información ha vuelto a pone en primer término la importancia del
cultivo de las Humanidades. Porque el olvido de los saberes humanísticos
conduce a la incomunicación, la incomunicación lleva al aislamiento, y
el aislamiento al autismo social y a la docilidad que, al parecer, es de
lo que se trata. La mejor manera de que nadie piense algo políticamente
incorrecto –por ejemplo, que hay que tratar a los emigrantes magrebíes
como seres humanos y a los ecuatorianos como hermanos de estirpe– es
sencillamente que no piense. Y así tendremos la paz de los cementerios
y de las cárceles.
Como ha advertido Jesús de Garay, las Humanidades facilitan que se
logren cuatro metas educativas de la mayor trascendencia: 1) la
comprensión crítica de la sociedad actual; 2) la revitalización de
los grandes tesoros culturales de la Humanidad; 3) el planteamiento de
las cuestiones fundamentales que afectan a la vida de las mujeres y de
los hombres; y 4) el incremento de la creatividad y la capacidad de
innovación.
A mi juicio, resulta lamentable que una buena parte de las familias españolas
–tan permisivas en casi todo– prohiban de hecho a sus hijos que lo
desean el estudio de carreras humanísticas, porque temen que su futuro
económico sea inferior al de los que siguen profesiones técnicas y
administrativas. Parece que no le faltaba visión de futuro a Edmund
Burke cuando anunció que el dinero se iba a convertir en el sustituto técnico
de Dios.
De hecho, la España actual llama la atención a sus visitantes por su
extremado materialismo y el desbordamiento de su capacidad de consumo.
Continuamos ejerciendo nuestra proverbial tendencia a irnos a los
extremos, y durante esta última temporada no precisamente hacia la
consabida banda de los valores eternos de los que tanto se oyó hablar
durante algunas décadas.
Esto nos sitúa a los católicos españoles ante una tarea en cierto
sentido previa a la nueva evangelización que pide a todos los
cristianos el Papa Juan Pablo II, con especial intensidad al comienzo de
este nuevo milenio. Es el empeño por elaborar y difundir una cultura
humanista, en la que se afirme la primacía del espíritu sobre la
materia, del hombre sobre las cosas, de la ética sobre la técnica.
Porque pretender articular una visión cristiana de la persona sobre una
concepción economicista y pragmática de la sociedad viene a ser
manifestación de un cinismo como el que denuncia actualmente el
pensador esloveno Slavoj Zizek. Yo no tengo nada contra el libre mercado
y la economía de empresa, pero no soy tan ingenuo como para pensar que
la concepción neoliberal dominante esté inefablemente exenta –por
utilizar una expresión de mi maestro Antonio Millán-Puelles– de
connotaciones crudamente insolidarias y utilitaristas.
Uno de los mayores riesgos
La emergencia de las iniciativas sociales no mercantiles –del tipo
fundaciones, organizaciones no gubernamentales, movimientos de
voluntariado, asociacinismo non profit, etc.– debe contribuir a
elaborar un nuevo ethos civil de la producción, distribución y consumo
de noticias y programas de información o entretenimiento, permitiendo
que los usuarios participen activamente en el ejercicio de estas
funciones, o que en todo caso sean capaces de una asimilación crítica
de los mensajes, a través, por ejemplo, de asociaciones de clientes y
consumidores que pongan coto a los distintos tipos de manipulación y
defiendan los derechos humanos de la ciudadanía.
La existencia de una opinión pública libre y madura es el presupuesto
sociológico para la constitución de una sociedad civil activa y autónoma,
sin la cual la democracia es poco más que un remedo. Como todos
sabemos, el sistema de los mass media responde hoy a criterios bien
distintos. Responde a imperativos de beneficio, de audiencia, de
manipulación del consenso para fines políticos, es decir, básicamente
a objetivos que se integran en el mercado y en el Estado. Con
frecuencia, en lugar de informar, se desinforma, y se hace
conscientemente, voluntariamente, con finalidades ocultas. Uno de los
mayores riesgos para la sociedad civil se encuentra en que no consiga
que los medios de información sean gestionados por sujetos civiles y
con modalidades civiles. Supone un gran perjuicio que tales
instituciones clave de la democracia estén sometidas a presiones
procedentes de otros campos y a operaciones en las que se ventilan
intereses heterogéneos. Por eso es tan relevante reconducirlas al
terreno que les es propio: al campo del conocimiento y de la cultura.
Ciertamente, la difusión de nuevos medios electrónicos supondrá a la
larga la ruptura de los monopolios encubiertos que hoy padecemos. Pero
lo cierto es que, hoy por hoy, ni Internet ni otras vías semejantes
suponen una alternativa a la prensa, la radio o la televisión.
Presentan la gran ventaja de facilitar la intervención de grupos y
personas individuales que pueden situar sus mensajes en la Red, pero
carecen todavía de la amplitud de temática y de la universalidad de
audiencia que han alcanzado hace tiempo los mass media.
La
verdad, trivializada
En la sociedad de la información y el conocimiento el valor por
antonomasia debería ser la verdad. Y por eso lo más notorio de una
configuración social en la que el saber constituye su misma médula
estriba en que la cuestión de la verdad se ha trivializado. Lo más
grave no es que se mienta con demasiada frecuencia, sino que en cierto
modo se vive de la mentira. Se da por supuesto que lo que se dice y se
mantiene como cierto no es precisamente lo verdadero, sino lo plausible,
lo conveniente, lo admitido, lo correcto… La pretensión de encaminar
toda la vida hacia la verdad se considera utópica e, incluso,
perjudicial. Porque mantenerla conduciría a posturas arrogantes,
totalitarias e incluso fundamentalistas. La verdad resulta peligrosa: es
preciso sustituirla por variantes más ligeras y menos comprometidas.
Si la entraña de la democracia es el diálogo, entonces –así piensan
no pocos– es preciso ser moderadamente relativistas, porque tal parece
el único modo de mantener una postura sin pretensiones absolutas, que
evite ofender a quien sostiene otra contraria a la mía. Como dice
Claudio Magris, toda opción categórica lleva consigo la conciencia del
agravio a quien ha preferido otra distinta o enfrentada a aquélla. La
relativización de todos los valores se presenta como la única
posibilidad de superar ese mal radical que implican las concepciones
morales absolutas, la única forma de abandonar la conciencia de culpa
que acompaña a toda actuación seria, para alcanzar una nueva
inocencia.
Según mantiene Gianni Vattimo, el más conocido representante del
pensamiento débil, se trata de proceder a la reducción final de todo
valor de uso a valor de cambio. Liberados los valores de su radicación
en una instancia última, todos se hacen equivalentes e intercambiables:
cada valor se convierte en cualquier otro, todo se reduce a valor de
cambio y queda cancelado todo valor de uso, toda peculiaridad
inconfundible o insustituible. Economicismo y relativismo se dan la
mano. Cualquier realidad se puede convertir en cualquier otra, y
adquiere de este modo la naturaleza del dinero que puede ser permutado
indiferentemente por cualquier cosa. La apoteosis del mecanismo del
cambio, extendido a la vida entera, celebra la desposesión de la
persona, a la que se arrebata radicalmente su dignidad.
Todo intento de restablecimiento social del valor absoluto de la persona
humana será considerado, entonces, como una agresión injustificable y
resultará, por lo tanto, ignorado, o, si esto no es posible, duramente
combatido por los medios de información, por el Estado, por el mercado
y por la entera cultura dominante.
Hoy resulta intempestivo –arriesgado incluso– apelar a una
fundamentación metafísica y antropológica para salir al paso de un
relativismo moral que se presenta como esa nueva inocencia, situada más
allá del bien y del mal. Estamos acostumbrados a aceptar la visión
oficial del relativismo como algo ingenuo y hasta divertido, que
contrasta con los ceños fruncidos del fanatismo y la intolerancia,
condensados precisamente en el rótulo fundamentalismo. La levedad del
permisivismo convierte a la ética en estética, o incluso en dietética,
porque los únicos mandamientos incondicionales son actualmente los del
disfrute dionosíaco y los de la higiene puritana. Como dice de nuevo
Magris, los nuevos personajes, «emancipados con respecto a toda
exigencia de valor y significado, son igualmente magnánimos en su
indiferencia soberana, en su condición de objetos consumibles; son
libres e imbéciles, sin exigencias ni malestar, grandiosamente exentos
de resentimientos y prejuicios. La equivalencia y permutabilidad de los
valores determinan una imbecilidad generalizada, el vaciamiento de todos
los gestos y acontecimientos».
Sólo que, al convertir incluso a las personas en objetos consumibles,
el relativismo consumista adquiere una deriva cruel. Porque habría que
caer en la cuenta de que lo que el permisivismo permite es justamente el
dominio de los fuertes sobre los débiles, de los sanos sobre los
enfermos, de los ricos sobre los pobres, de los integrados sobre los
marginales.
El relativismo ético absolutiza los parámetros culturales dominantes.
Lleva, así, a un acomodo a las fuerzas en presencia, que acaba por
anestesiar la capacidad de indignación moral, el coraje ético
necesario para proclamar que la verdad es la perfección de la persona
humana, que sólo puede mantenerse desde una renovación de la comprensión
del ser del hombre. Sin el campo de juego que abre el amor a la verdad,
la libertad humana se ve ahogada por el temor y el sentimentalismo, por
el sofocante encapsulamiento afectivo del subjetivismo, o por la
violencia que se desprende del pragmatismo.
El necesario coraje ético
Esta valentía civil de anteponer el valor de la verdad a cualquier
conveniencia pragmática es la característica fundamental de la minoría
cristiana. Constituye su honor y su carga. Si no fuera para decir la
verdad, poco interés tendría para los católicos su presencia en los
medios de información, ya que no harían más que aumentar la ceremonia
de la confusión. Naturalmente, tal exigencia es perfectamente
compatible con el pluralismo de opciones y de opiniones –es más, lo
exige–, ya que el avance hacia la verdad ofrece muchos caminos y la
mayor parte de las cuestiones en discusión presentan un carácter
opinable. Ahora bien, un pluralismo que condujera al relativismo dejaría
de poseer interés y, en último análisis, se autoeliminaría.
La Wertfreiheit o neutralidad valorativa –ya propugnada por Max Weber
para las ciencias positivas– no es ni siquiera viable. Porque, como ha
dicho Hilary Putnam, sin valores no tenemos ni mundo ni hechos. Una
democracia sin valores, inmersa en la incertidumbre moral y en la
contingencia política, tiende a convertirse en un totalitarismo visible
o latente. Ya Tocqueville –más actual ahora que nunca– advertía
que el fundamento de la sociedad democrática estriba en el estado moral
e intelectual de un pueblo. Desde luego, el fundamento de la democracia
no puede ser el relativismo moral, aunque sólo sea porque el
relativismo –como ha mostrado Millán-Puelles– no fundamenta nada.
La condición de posibilidad de la democracia es el pluralismo, que
viene a reconocer los diversos caminos que la libertad sigue en su búsqueda
de la que podríamos llamar verdad política. En definitiva, la
democracia no puede florecer si se considera que es el régimen de la
incertidumbre, la organización de la sociedad que permite vivir sin
valores. Y si los medios de comunicación social se atuvieran a esta
pobreza ética, si cayeran en el vulgar error de pensar que las
convenciones excluyen las convicciones, serían parte del problema que
plantea la penuria moral de algunas versiones de la democracia, y desde
luego no serían parte de la solución.
Conclusión
Como conclusión final de estas reflexiones más abiertas que categóricas,
pienso en alto que ésta no es la hora de las reivindicaciones o de las
quejas formuladas ante instituciones políticas o económicas anónimas,
altamente entrenadas en el ejercicio de hurtar el cuerpo a cualquier
petición que puedan considerar gravosa en términos electorales o
financieros. Ésta es la hora de la responsabilidad cívica, de la libre
iniciativa de los ciudadanos de a pie, dispuestos a no hacer dejación
de sus derechos y, sobre todo, de sus deberes a la hora de configurar
libremente la sociedad en un sentido que respete la dignidad de la
persona humana, la justicia social y la solidaridad imprescindible en un
mundo globalizado. Las nuevas tecnologías de la información ofrecen
medios de extraordinaria eficacia que han de adquirir la fecundidad de
un conocimiento sapiencial cuyo núcleo presente una índole cultural,
ética y religiosa. Los cristianos, en concreto, no podemos resignarnos
al papel de convidados de piedra en una sociedad pluralista y compleja
que está sedienta de orientaciones y criterios. Mimetizarse con un
ambiente relativista para hacerse perdonar las propias convicciones no
suscita precisamente el respeto, sino más bien la compasión. Y esta
activa responsabilidad adquiere especial urgencia en la sociedad del
conocimiento, donde el hallazgo y la difusión de la verdad ha de ser el
valor primero.
Verdad que no es imposición de intereses contingentes ni defensa de
prejuicios ideológicos. Verdad que es liberar el dinamismo y la
luminosidad del ser de las cosas. Verdad que es encontrarse con nuestros
semejantes en un diálogo rebosante de comprensión y apertura. Todo lo
cual no encuentra expresión más feliz y exacta que la de este lema
paulino: Hacer la verdad en el amor.
III CONGRESO CATOLICOS Y VIDA PÚBLICA
Retos de la nueva sociedad de la información
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