DEL ATEISMO AL CATOLICISMO
Svetlana Stalin
Svetlana Stalin, hija del famoso dictador ruso, se hizo católica en
1982, pero sólo en 1993 narra su conversión tras una vida que la ha
llevdo a través del sufrimiento al bautismo ortodoxo y luego a la Iglesia
Católica. La fe es un don del amor. Su testimonio ha sido publicado en
“Lettera del Foyer Orientale”, “Nostra Signora dei Tempi Nuovi”,
“Popoli” (lugl-sett., 1995, pp. 54-55).
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Los primeros 36 años que he vivido en el estado ateo de Rusia no
han sido del todo una vida sin Dios. Sin embargo, habíamos sido
educados por padres ateos, por una escuela secularizada, por toda
nuestra sociedad profundamente materialista. De Dios no se hablaba.
Mi abuela paterna, Ekaterina Djugashvili, era una campesina casi
iletrada, precozmente viuda, pero que nutría confianza en Dios y en la
Iglesia. Muy piadosa y trabajadora, soñaba con hacer de su hijo
sobreviviente -mi padre- un sacerdote.
El sueño de mi abuela no se realizó jamás. A los 21 años mi padre
abandonó el seminario para siempre.
Mi abuela materna, Olga Allilouieva, nos hablaba gustosamente de
Dios: de ella hemos escuchado por vez primera palabras como alma y
Dios. Para ella, Dios y el alma eran los fundamentos mismos de la
vida.
Agradezco a Dios que ha pemitido a mis queridas abuelas que nos
transmitiesen las semillas de la fe; si bien eran exteriormente
obsequiosas con el nuevo orden de cosas, conservaron
profundamente en el corazón su fe en Dios y en Cristo.
Cuando mi hermano murió, mi hijo de 18 años estaba muy enfermo.
No quería ir al hospital, a pesar de la insistencia del doctor. Por primera
vez en mi vida, a los 36 años, pedí a Dios que lo curara. No conocía
ninguna oración, ni siquiera el Padre Nuestro. Pero Dios, que es
bueno, no podía dejar de escucharme.
Me escuchó, lo sabía. Después de la curación, un sentimiento
intenso de la presencia de Dios me invadió.
Con sorpresa de mi parte, pedí a algunos amigos bautizados que me
acompañaran a la iglesia. Dios no sólo me ayudó a encontrarlo, sino
deseaba darme mayores gracias. Me hizo conocer al sacerdote más
maravilloso que podía encontrar, el P. Nicolás Goloubtzov (1890-1963).
Él bautizaba en secreto a los adultos que habían vivido sin fe. Fue
también el padre espiritual del P. Alexander Men, que se convirtió en
célebre predicador, asesinado en 1990 luego de muchas amenazas de
muerte, por las numerosas conversiones que suscitaba entre la
juventud en torno suyo.
Yo tenía necesidad de ser instruida sobre los dogmas fundamentales
del Cristianismo. Bautizada el 20 de mayo de 1962, tuve el gozo de
conocer a Cristo, aunque ignorase casi toda la doctrina cristiana.
Desgraciadamente el P. Goloubtzov murió en marzo de 1963.
Encontré por vez primera en mi vida católicos romanos, en Suiza,
cinco años después de mi bautismo en la Iglesia ortodoxa rusa.
Los quince años que transcurrí en América han sido para mí causa
de tormentos y de desorientación. Tras el nacimiento de mi hija, fruto
de mi matrimonio en EE.UU., pareció que llegaba para mí la posibilidad
de una vida normal. Pero pronto sobrevino de nuevo la turbación y la
amargura; todo terminó con la separación conyugal.
Durante estos años mi vida religiosa era confusa, como todo el resto.
Me encontraba de frente a un cristianismo americano múltiple. Cada
denominación me invitaba. Todos me testimoniaban una gran simpatía.
Yo tenía necesidad de descubrir lo que era justo en la multiplicidad de
confesiones y perdía la noción de lo que yo misma era personalmente
y en qué creía. Busqué también en la Ortodoxia la solución de mi
búsqueda personal. Las respuestas a mis interrogantes me parecían
demasiado abstractas. A pesar de la amistad que había entablado con
intelectuales de la Ortodoxia, como la familia Florovsky, mi sed
espiritual permanecía insatisfecha.
Un día recibí una carta de un sacerdote católico italiano de
Pennsilvania, el P. Garbolino que me invitó a hacer una peregrinación
a la Virgen de Fátima, en Portugal, con ocasión del 70º aniversario de
las apariciones. En momento no fue posible, pero nuestra
correspondencia de amistad duró más de 20 años y me enseñó
muchas cosas.
Mediante este intercambio epistolar más de una vez se planteó la
cuestión de mi adhesión a la fe católica. Pero la publicidad y el hecho
de ser devorada por los rnedios de comunicación social, me había
dado una pésima impresión ya al llegar a los Estados Unidos. Explicar a
la luz del día mis sentimientos más personales, mi fe, mis relaciones
con Dios, ni siquiera estaba dispuesta a pensarlo. No podía rnás hablar
en nombre del pueblo ruso.
En 1969 el P. Garbolino que se encontraba en New Jersey vino a
hacerme una visita a Princeton. Yo continué escribiéndole a Pittsburgh.
En aquel momento yo era divorciada e infeliz, pero él, como buen
sacerdote, siempre encontraba las palabras apropiadas y prometía
siempre rezar por mí.
En 1976 encontré en California una pareja de católicos, Rose Y
Michael Ginciracusa. Viví dos años con ellos. Su piedad discreta y su
solicitud hacia mí y mi hija me conmovieron profundamente.
En 1982 partimos para Inglaterra, para permitir que mi hija recibiera
una buena educación europea. Mis contactos con los católicos
continuaban siempre naturales, calmos y alentadores. La lectura de
libros notables como el de Raissa Maritain, contribuyeron a acercarme
cada vez más a la Iglesia católica. Y así en un frío día de diciembre, en
la fiesta de Santa Lucía, en pleno Adviento, un tiempo litúrgico que
siempre he amado, la decisión, esperada por largo tiempo, de entrar
en la Iglesia católica, me brotó naturalísina, mientras vivía en
Cambridge, Inglaterra. Un amigo católico polaco me condujo al P.
Cogglan del Seminario de Allem Halla en Londres. Habían pasado 15
años desde que tomé esta decisión y me confié con el P. Garbolino
que había conocido y aparecido en los días en que los medios de
comunicación social me turbaban.
Hay una cosa que aprendí por vez primera en los conventos
católicos: la bendición de la existencia cotidiana, incluso la más
escondida, de cada pequeña acción y del mismo silencio. En general
soy felicísima en mi soledad; en la tranquilidad de mi departamento
siento en modo vivo la presencia de Cristo.
Han pasado ya 13 años desde 1982, plenos de felicidad. Pero del
mismo modo que jamás fuí instruida convenientemente en la Iglesia
Ortodoxa rusa al ser admitida 30 años atrás, así tampoco he recibido
ninguna enseñanza más en la Iglesia católica. He debido aprender todo
por cuenta mía leyendo libros que me han pasado amigos católicos o
frecuentando asiduamente las librerias.
La diferencia entre la soledad en la Iglesia ortodoxa oriental y aquella
en la Iglesia católica me ha parecido bajo esta forma: en la ortodoxia
oriental, una confesión raramente es escuchada, generalmente una
vez al año por Pascua y sin la discreción que permite el confesionario.
Sólo ahora he entendido la gracia maravillosa que nos producen los
sacramentos como el de la reconciliación y la comunión ofrecidos no
importa qué día del año, e incluso cotidianamente.
Antes me sentía poco dispuesta a perdonar y a arrepentirme, y no fui
jamás capaz de amar a mis enemigos. Pero me siento muy distinta de
antes, desde que asisto a Misa todos los días. La Eucaristía se ha
hecho para mí viva y necesaria. El sacramento de la reconciliación con
Dios a quien ofendemos, abandonamos y traicionamos cada día, el
sentido de culpa y de tristeza que entonces nos invade: todo esto hace
que sea necesario recibirlo con frecuencia.
Por muchos años he creído que la decisión crucial que había tomado
de permanecer en el extranjero en 1967 fue una importante etapa en
mi vida. Yo iniciaba una vida nueva, me liberaba y progresaba en mi
carrera de escritora itinerante. El Padre celestial me ha corregido
dulcemente. Fui nuevamente sumergida en una maternidad tardía que
debía hacerme presente mi puesto en la vida: un humilde puesto de
mujer y de madre. Así, en verdad, fuí llevada en los brazos de la Virgen
María a quien no tenía la costumbre de invocar, reteniendo que esta
devoción fuese cosa de campesinos iletrados como mi abuela
georgiana que no tenia otra persona a quien dirigirse. Me desengañé
cuando me encontré sola y sin sustento. ¿Quién otro podía ser mi
abogado sino la Madre de Jesús? Imprevistamente Ella se me hizo
cercana, Ella a quien todas las generaciones llaman Bienaventurada
entre las mujeres.
Svetlana Stalin