EL CIELO COMO BIENAVENTURANZA
SCHMAUS
1. La alegría terrena como precursora de la bienaventuranza celestial y la bienaventuranza
celestial como plenitud de la alegría terrena.
De la plenitud del ser humano y de la satisfacción de todos los anhelos de la vida le fluye al
bienaventurado una altísima dicha. Mientras que la vida de peregrinación está caracterizada por
la dualidad de lucha ético-religiosa y sentimiento de dicha, en el estado del cielo la plenitud
ético-religiosa y la suprema bienaventuranza, la verdad y el poder, el amor y el éxito están
unidos entre sí definitivamente y desde lo más íntimo. El estado del cielo significa unión definitiva
con la verdad y el amor. Hacia esa unión está el corazón humano continuamente de camino. La
unión con la verdad y el amor significa la llegada a la meta esencial, continuamente anhelada,
pero jamás alcanzada en esta vida. Como la felicidad no es más que el activo sosiego en la meta
esencial a que tiende el corazón humano, el cielo es la suprema felicidad.
Allí se cumple el anhelo humano de alegría. Durante la vida terrena no puede ser saturado. Lo
más que puede dar la vida terrena es una prenda de la alegría del cielo. Esta
prenda y anticipo le es concedida al hombre, sin duda. Basta para que, a pesar de la
melancolía que continuamente surge en su corazón y a pesar de la tristeza que le asalta
continuamente desde el frágil mundo, no necesite desesperarse. En la prenda de la alegría
perfecta que Dios le regala posee la seguridad de que lo último será la alegría y no la
tristeza, la bienaventuranza y no la desesperación.
Tal certeza tiene su razón más profunda en el hecho de que Dios mismo es la
bienaventuranza. Es la bienaventuranza porque es el amor. En el diálogo de amor que
continuamente tienen el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo son bienaventurados. Como
Dios es el amor personal, es a la vez la bienaventuranza personal. Por eso en las criaturas
que proceden de Dios, es decir, del amor y de la bienaventuranza, habita un anhelo de
alegría y felicidad. El anhelo de felicidad no puede borrarse del ser humano. Jamás puede
ser devorado del todo por las aguas de la melancolía, porque está dado con el ser mismo
del hombre que procede de Dios, bienaventuranza personificada. Para que el hombre no
desesperara de conseguir, a pesar de todos los tormentos de la vida terrena, lo que desde
su misma vida pide plenitud, Dios, amor y felicidad, le ha dado en el amor y alegría de la
vida terrena un presentimiento de la alegría celestial. Toda alegría terrena es precursora de
la celestial. En cada dicha terrena está actuando de antemano la futura. Y viceversa, la
alegría del cielo es la plenitud y cumplimiento de la alegría terrena. La alegría terrena es
cumplida por la celestial de un modo que trasciende todas las esperanzas del hombre. El
modo celestial de vida consiste precisamente en que el hombre se encuentra
manifiestamente con la bienaventuranza, que es Dios, en que puede vivir con la
bienaventuranza personificada, en que puede tener parte íntima en el diálogo de la
bienaventuranza misma. El bienaventurado es inundado por la inmedible bienaventuranza,
que es Dios. Se apodera de tal forma de él que no le queda espacio alguno para la tristeza
o la melancolía. Está plenamente dominado por la dicha. El reinado perfecto de Dios en el
hombre es el imperio perfecto del amor y de la bienaventuranza.
Por esta descripción se ve claramente que la bienaventuranza prometida al hombre es
incomprensible e inimaginable en el estado de peregrinación. Como consiste en la
comunidad con la bienaventuranza personificada, su esencia es para nosotros tan
incomprensible e inefable como el ser de Dios. Sólo Dios puede medir el abismo de
bienaventuranza que regala a sus fieles, porque sólo El se comprende a sí mismo. Nosotros
sólo podemos intentar sugerirla en imágenes y comparaciones que proceden de la alegría
terrena. Pero todas las imágenes y comparaciones no pueden pasar de confesar: "Ni el ojo
vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le
aman" (/1Co/02/09).
Para los hombres que viven en el mundo de melancolía y tristeza es totalmente increíble
que Dios les prepare tal cosa. Ante la promesa de la eterna bienaventuranza tiene, por
tanto, la misma experiencia que los Apóstoles tuvieron ante el Señor resucitado. Cuando se
les apareció no pudieron ordenar su figura en las experiencias diarias. De repente estaba
en medio de ellos sin tener que abrir las puertas ni avanzar hacia ellos, como los demás
hombres. Tuvieron miedo de El, como de un fantasma. Tan extraña e increíble les parecía
esta figura del Señor, que contradecía todas sus experiencias diarias. El les ayudó a creer
dándoles una prueba de su realidad. Hizo que le dieran comida y comió. Mediante este acto
que pertenece a las formas primitivas de la vida humana les demostró la realidad de su
existencia corporal transformada. La experiencia de la realidad de lo que aparecía a sus
ojos llenó de pronto a los discípulos de tal alegría, que de pura alegría no pudieron creerlo.
Lo que el Señor les mostró como realidad les parecía demasiado grande y magnífico como
para poder creer en ello. Una existencia libre de la vida diaria y del peso y estrechez de la
existencia estaba tan por encima de sus esperanzas que no pudieron creer en ella cuando
se les manifestó. Fue la alegría lo que les hizo creer. Pero precisamente al alegrarse de la
existencia perfecta del Señor que se les había aparecido, realizaron, aunque
imperfectamente, la fe (/Lc/24/36-47). Como en este valle de lágrimas al hombre le puede
parecer increíble que haya una vida de perfecta bienaventuranza y alegría, necesita una
gran garantía. Cristo la dio al comprometer su propia palabra como prenda de la
bienaventurada existencia del futuro. A la hora de despedirse dijo a sus discípulos que ya
durante su vida de peregrinación podrían participar de su propia felicidad, que es una
felicidad de amor (lo. 15, 10 y sig.), pero que la alegría perfecta sólo tendría lugar en el
futuro. Esta palabra de promesa acompañó a los discípulos en todas las tribulaciones y
persecuciones. Por mucho que su experiencia diaria pareciera desmentir la esperanza en
una vida de alegría y de felicidad, pudieron apoyarse en la palabra perdurable de la
promesa que les dejó el Señor. La comunidad de los cristianos recogió esta palabra de la
futura alegría y la profesa a través de los siglos, a pesar de los lamentos y dolores.
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 19617.Pág. 598-600
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2.
¿HAY PROGRESO EN LA BIENAVENTURANZA CELESTIAL?
CIELO/ABURRIDO: Estas ideas muestran que no hay que temer que la vida eterna del
cielo hastíe o aburra alguna vez. El hastío y el aburrimiento sólo pueden nacer cuando el
hombre quiere encerrarse en su propia soledad, o cuando no puede hacer nada, o cuando
no es capaz de decir una palabra. El aburrimiento puede llevarle entonces al activismo o
incluso precipitarle en el crimen para librarse del vacío de la existencia. Por eso pudo decir
·Pascal-B: "Toda desdicha humana viene de una sola cosa: de no poder estar
tranquilamente en el propio cuarto. Piensa que lo peor que se le puede hacer a uno es
encerrarlo solo en un espacio sin puertas ni ventanas. El privilegio de los reyes es que todo
el mundo se esfuerza por distraerlos" (Guardini, Christliches Bewusstsein, 86).
No hay que temer tal cosa del cielo. Dios no puede aburrir al hombre, porque es
inagotable. Todo lo que puede vincular al hombre y atraerlo en las cosas durante la vida
terrena es como un lejano eco de lo que el bienaventurado vive continuamente en Dios. El
hombre tampoco se cansará jamás de aceptar la riqueza de Dios, porque su fuerza de amor
y de capacidad de visión son de inmarchitable frescura y juventud. Su capacidad de
aceptación no es más que la participación en el conocimiento y amor, eternamente jóvenes,
de Dios mismo.
CIELO/PROGRESO:Tales conocimientos se nos hacen más claros si pensamos que la
participación en la vida de Dios es un continuo acontecer. El hombre no posee la gloria de
Dios como puede poseer durante la vida terrena una parte de mundo, sino que tiende hacia
ella en un continuo recibir. Está unido con Dios porque la luz y el amor de Dios fluyen hasta
él continuamente. Posee, por tanto, recibiendo continuamente. Está continuamente
saturado porque continuamente recibe el refrigerio de Dios. La vida celestial permanece,
por tanto, siempre fresca y joven, floreciente y madura a la vez. El hombre puede hacer
continuamente lo que anhela en su intimidad. Puede conocer y amar siempre. Estar en el
cielo significa poder amar siempre.
El problema de si la vida celestial puede aburrir o hartar alguna vez recibe nueva luz de la
cuestión de si la felicidad de los bienaventurados es capaz de crecimiento. La mayoría de
los teólogos opinan que en el cielo no puede haber progreso alguno. Afirman que el
bienaventurado co-realiza la vida de Dios según su capacidad de aceptación con una
actividad vital siempre igual en lo esencial e incapaz de aumento o disminución. Aducen
como razón que el hombre ve la totalidad de la vida de Dios tan pronto como lo contempla
inmediatamente, porque Dios es simple. Según esta explicación, la simplicidad de Dios no
permite ni aumento ni disminución en la visión beatífica. Otra razón que aducen es que con
la muerte se acaba el tiempo de los méritos y, por tanto, no es de esperar un crecimiento de
la gracia. Expresión de esta opinión es lo que leemos en un místico (probablemente el
maestro Eckart [H. Denifie, Das geistliche Leben, 1936, 459]): "Allí está la patria, allí todo es
descanso, allí es el magnífico júbilo, la vida eterna. Ya que no hay tiempo, ni antes ni
después, sino que todo es presente y está encerrado en un ahora continuamente
reverdecido en el que mil años son tan cortos y rápidos como un abrir y cerrar de ojos;
porque todo lo que ocurrió hace mil años, en la eternidad no está alejado mas que la hora
en la que ahora estoy o el día que llegará después de mil años, en la medida que puedas
contar, en la eternidad no estará más alejado que la hora en que estoy hablando." Sin
embargo, las razones de esta opinión no son plenamente convincentes. La opinión de que
en la vida del cielo hay un continuo progreso no parece ser imposible. Más bien parece ser
sugerido por algunas indicaciones de la Escritura y por ciertas reflexiones. Se puede
suponer que los bienaventurados progresan de vida en vida, de amor en amor, de alegría
en alegría, de admiración en admiración, de claridad en claridad, de forma que puedan
penetrar cada vez más profundamente en el misterio de Dios, porque Dios se les revela
cada vez más. Cada vez les explica más el misterio de sí mismo y el misterio de la creación
por El causada. Este progreso no ocurre en razón de los méritos ni consiste en que el
bienaventurado descubra por sus propias fuerzas cosas que antes no había visto en Dios.
Tampoco ocurre en una fluencia temporal continua. Sino que ocurre más bien porque Dios
manifiesta a los bienaventurados su ser cada vez con más profundidad y por pura bondad.
El bienaventurado es continuamente sorprendido por ello. Tales sorpresas ocurren a
golpes discontinuos, a manera de saltos. (Puede verse una imagen de este proceso en los
saltos de los quanta que hay en el acontecer de la materia. Según esta teoría, hay que
suponer tránsitos discontinuos entre determinados estados de los átomos y moléculas (M.
Planck). El progreso obrado por Dios y en el que el hombre penetra con Dios cada vez más
profundo en Dios, puede continuarse eternamente sin llegar jamás a un límite. Pues el
misterio de Dios no puede ser agotado por el hombre, porque es inagotable. Aunque el
hombre penetre en todas las profundidades de Dios, jamás llegará a su raíz. Crecería, por
tanto, eternamente en amor y en conocimiento y también en felicidad. Podríamos decir que
cada grado de este crecimiento implica una mayor medida de alegría que toda la alegría
que el hombre pudo tener en la tierra. En oposición aI texto antes citado de Eckart, leemos
en la mística medieval (la mayor parte del texto procede también del maestro Eckart, pero
interesa también Tauler y Seuse [H. Denifle, o. c., pág. 455]): "En consecuencia, los santos
reciben de la percepción en que conocen cómo hay un Dios en tres personas y tres
personas son un solo Dios, una maravillosa alegría inefable que satisface todos sus
deseos. Y desean, sin interrupción, aquello de que están llenos, y de lo que desean tienen
en renovadas delicias, llenos de alegría y juventud, y lo gozan, con toda seguridad, de
eternidad a eternidad. En la contemplación de Dios encuentra siempre el alma nuevas
maravillas, nuevas alegrías y nuevas verdades. Si no encontrara siempre algo nuevo en
Dios, la eternidad acabaría y acabaría el reino de los cielos. Por eso dice un maestro: la
vida eterna no es más que contemplación de Dios, pues Dios es un pozo de agua viva sin
fondo".
De cualquier modo que se resuelva la cuestión sobre el crecimiento de la plenitud y
bienaventuranzas celestiales, hay un progreso en la bienaventuranza del espíritu, libre del
cuerpo, por el hecho de que el bienaventurado, al ir avanzando la historia humana, tiene
nuevas ideas sobre el sentido de la vida histórica, y sobre todo porque el último día será
aceptado también el cuerpo en la vida gloriosa del bienaventurado. De ningún modo puede
haber una disminución de la bienaventuranza.
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3.
Todo lo que hemos dicho del cielo lo resume ·Agustín-san al final de La ciudad de Dios
(De civitate Dei, XXII, 30):AG/CIELO:
"¡Cuánta será la dicha de esa vida, en la que habrá desaparecido todo mal, en la que no
habrá bien oculto alguno y en la que no habrá más obra que alabar a Dios, será vista en
todas las cosas! No sé qué otra cosa va a hacerse en un lugar donde ni se dará ni la
pereza ni la indigencia. A esto me induce el sagrado cántico que dice: 'Bienaventurados los
que moran en tu casa, Señor; por los siglos de los siglos te alabarán.' Todas las partes del
cuerpo incorruptible, destinadas ahora a ciertos usos necesarios a la vida, no tendrán otra
función que la alabanza divina, porque entonces ya no habrá necesidad, sino una felicidad
perfecta, cierta, segura y eterna. Todos los números de la armonía corporal, de que he
hablado y que se nos ocultan, aparecerán entonces a nuestros ojos maravillosamente
ordenados por todos los miembros del cuerpo. Y justamente las demás cosas admirables y
extrañas que veremos inflamarán las mentes racionales con el deleite de la belleza racional
y alabar a tan gran artífice. No me atrevo a determinar cómo serán los movimientos de los
cuerpos espirituales, porque no puedo ni imaginarlo. Pero de seguro que el movimiento, la
actitud y la misma especie, sea cual fuere, serán armónicos, pues allí lo que no sea
armónico no existirá. Es cierto también que el cuerpo se presentará al instante donde el
espíritu quiera y que el espíritu no querrá lo que sea contrario a la belleza del cuerpo o a la
suya. La gloria allí será verdadera, porque no habrá ni error ni adulación en los
panegiristas. Habrá honor verdadero, que no se negará a ninguno digno de él ni se dará a
ninguno indigno, no pudiendo ningún indigno merodear por aquellas mansiones exclusivas
del que es digno. Allí habrá verdadera paz, donde nadie sufrirá contrariedad alguna, ni de sí
mismo ni de otro.
El premio de la virtud será el dador de la misma, que prometió darse a sí mismo, superior
y mayor que el cual no puede haber nada. ¿Qué significa lo que dijo con el profeta: 'Yo seré
su Dios y ellos serán mi pueblo', sino: 'Yo seré el objeto que colmará sus ansias. Yo seré
cuanto los hombres pueden honestamente desear: vida, salud, riqueza, comida, gloria,
honor, paz y todos los bienes'? Este es el sentido recto de aquello del Apóstol a fin de que
Dios sea todo en todas las cosas. El será el fin de nuestros deseos, y será visto sin fin,
amado sin hastío y alabado sin cansancio. Este don, este afecto, esta ocupación será
común a todos, como la vida eterna.
Por lo demás, ¿quién se siente con fuerza para imaginarse, cuanto menos para expresar
los grados que habrá de gloria y de honor en proporción con los méritos? Que habrá
grados no puede ponerse en duda. Y uno de los grandes bienes de la dichosa ciudad será
el ver que nadie envidiará a otro, ni al inferior ni al superior, como ahora los ángeles no
envidian a los arcángeles. Y nadie deseará poseer lo que no ha recibido, aunque esté
perfecta y concordemente unido a Aquel que lo ha recibido, como en el cuerpo el dedo no
quiere ser el ojo, aunque el dedo y el ojo integran la estructura del mismo cuerpo. Cada uno
poseerá su don, uno mayor y otro menor, de tal suerte que tendrá, además, el don de no
desear más de lo que tiene.
Y no se crea que no tendrán libre albedrío porque no podrán deleitarles los pecados.
Serán tanto más libres cuanto más libres se vean del placer de pecar hasta conseguir el
placer indeclinable de no pecar. El primer libre albedrío que se dio al hombre cuando Dios
lo creó recto, consistía en poder no pecar; pero podía también pecar. El último será
superior a aquél y consistirá en no poder pecar. Y éste será también don de Dios, no
posibilidad de su naturaleza. Porque una cosa es ser Dios, y otra, ser participación de Dios.
Dios, por naturaleza, no puede pecar; en cambio, el que participa de Dios sólo recibe de El
la gracia de no poder pecar. Guardar esta gradación es propio del don divino: dar primero
un libre albedrío por el que el hombre pudiera no pecar y, al fin, otro por el que el hombre
no pudiera pecar. El primero permitía la adquisición de méritos, y el último, la recepción de
premios. Mas porque esta naturaleza pecó cuando podía pecar, es librada por una gracia
más liberal para arribar a la libertad en que no pueda pecar. Así como la primera
inmortalidad, que Adán perdió pecando, consistió en poder no morir, y la última consistirá
en no poder morir, así el primer libre albedrío consistió en poder no pecar y el último
consistirá en no poder pecar. Y la voluntad de piedad y de equidad será tan inadmisible
como la felicidad. Es cierto que al pecar no conservamos ni la piedad ni la felicidad;
empero, el querer la felicidad no lo perdimos ni cuando perdimos la felicidad. ¿Hemos de
negar a Dios libre albedrío porque no puede pecar? Todos los miembros de la ciudad santa
tendrán una voluntad libre, exenta de todo mal y llena de todo bien, gozando
indeficientemente de la jocundidad de los goces divinos, olvidada de las culpas y de las
penas, pero sin olvidarse de su liberación para no ser ingrata con el Libertador.
El alma se acordará de los males pasados, pero intelectualmente y sin sentirlos. Un
médico bien instruido, por ejemplo, conoce casi todas las enfermedades del cuerpo por su
arte; pero muchas, las que no ha sufrido, las desconoce experimentalmente. Así, los males
se pueden conocer de dos maneras: por ciencia intelectual o por experiencia corporal. De
una manera conoce los vicios la sabiduría del hombre de bien, y de otra la vida rota del
libertino. Y pueden olvidarse también de dos maneras. De una manera los olvida el sabio y
el estudioso, y de otra el que los ha sufrido: aquél los olvida descuidando el estudio, y éste,
despojado de su miseria. Según este último olvido, los santos no se acordarán de los males
pasados. Estarán exentos de todos los males, sin que les reste el menor sentido, y, no,
obstante, la ciencia que entonces poseerán en mayor grado no sólo les ocultará sus males
pasados, sino ni la miseria eterna de los condenados. En efecto, si no recordaran que
fueron miserables, ¿cómo, según dice el Salmo, cantarán eternamente las misericordias del
Señor? Sabemos que la mayor alegría de esta ciudad será cantar un cántico de gloria a la
gracia de Cristo, que nos libertó con su sangre. Allí se cumplirá esto: 'Descansad y ved que
Yo soy el Señor.' Este será realmente el gran sábado que no tendrá tarde, ese sábado
encarecido por el Señor en las primeras obras de su creación al decir: 'Dios descansó el
día séptimo de todas sus obras y bendijo y lo santificó, porque en él reposó de todas las
obras que había emprendido.' Nosotros mismos seremos allí el día séptimo, cuando seamos
llenos y colmados de la bendición y de la santificación de Dios. Allí, en quietud, veremos
que El es Dios, cualidad que quisimos usurpar cuando lo abandonamos siguiendo el
señuelo de estas palabras: 'Seréis como dioses...'
Este sabatismo aparecerá más claro si se computa el número de edades como otros
tantos días, según las Escrituras, pues que se halla justamente ser el día séptimo. La
primera edad, como el primer día, se cuenta desde Adán hasta el diluvio; la segunda, desde
el diluvio hasta Abraham, aunque no comprende igual duración que la primera, pero sí
igual número de generaciones, que son diez. Desde Abraham hasta Cristo, el evangelista
San Mateo cuenta tres edades, que abarcan cada una catorce generaciones... La sexta
transcurre ahora y no debe ser coartada a un número determinado de generaciones, por
razón de estas palabras: "No os corresponde a vosotros conocer los tiempos que el Padre
tiene reservados a su poder. Tras ésta, Dios descansará como en el día séptimo y hará
descansar en sí mismo al día séptimo, que seremos nosotros."
Sería muy largo tratar ahora al detalle de cada una de estas edades. Baste decir que la
séptima será nuestro sábado, que no tendrá tarde, que concluirá en el día dominical, octavo
día y día eterno, consagrado por la resurrección de Cristo, y que figura el descanso eterno
no sólo del espíritu, sino también del cuerpo. Allí descansaremos y veremos; veremos y
amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí la esencia del fin sin fin. Y ¡qué fin más
nuestro que arribar al reino que no tendrá fin!" [Edic. de la BAC.])
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 19617.Pág. 610-618