Impostores
EnciCato
Bajo este título recogemos cierto número de personajes indeseables que, aunque
no tienen entidad suficiente para exigir un tratamiento independiente, han
tenido tal notoriedad en diferentes épocas o causado perturbación en la Iglesia
por sus engaños o su infamia moral, que no pueden ser ignorados en una obra como
la presente. Que habría hipócritas que se aprovecharían del ejercicio de la
piedad para enmascarar sus propios planes diabólicos, había sido claramente
predicho por Cristo en los Evangelios. “Guardaos de los falsos profetas”, había
dicho, “que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos
rapaces” (Mt 7, 15), y de nuevo “Pues surgirán falsos cristos y falsos profetas
y realizarán señales y prodigios con el propósito de engañar, si fuera posible,
a los elegidos” (Mc 12, 22), Lo mismo escuchamos en otros libros del Nuevo
Testamento; por ejemplo: “...muchos falsos profetas han venido al mundo” (I Jn
4, 1); “Hubo también en el pueblo falsos profetas, como habrá entre vosotros
falsos maestros que introducirán herejías perniciosas...” (II Pe 2, 1). El
temprano cumplimiento de estas predicciones se atestigua por el lenguaje de la "Didajé"
(caps. 11 y 16), y por Justino mártir (sobre el 150 A.C.) quién observa:
“Nuestro Señor dijo que muchos falsos profetas y falsos cristos aparecerían en
su nombre y engañarían muchos; y así ha ocurrido”. Muchos han enseñado doctrinas
ateas, blasfemas e impías forjadas en Su nombre" (Dial., c. LXXXII).
Dejando de lado mentiras que no son de nuestra competencia, como la sucesiva
aparición de pseudo-mesías entre los judíos, hombres como Juan de Giscala y
Simón Bar-Giora, quién jugó un terrible papel en la historia del sitio de
Jerusalén, reconocemos en Simón el Mago, sobre el que leemos en los Hechos 8,
5-24, el primer notorio impostor de la historia de la iglesia cristiana. Ofreció
a San Pedro dinero para obtener el poder de dar a otros los dones del Espíritu
Santo, y los Hechos no añaden sobre él más que antes había practicado la
hechicería y embrujado a la gente de Samaria. Pero Justino Mártir y otros
escritores tempranos nos informan que después fue a Roma, realizó allí milagros
por el poder del demonio y recibió honores divinos tanto en Roma como en su
propio país. Aunque se recogieron muchas leyendas extravagantes alrededor del
nombre de este Simón, y en particular la historia de una supuesta disputa en
Roma entre él y San Pedro, cuando Simón, que intentaba volar, fue bajado a
tierra por la palabra del Apóstol, rompiéndose su pierna en la caída, parece
probable, no obstante, que deba haber algún fundamento para lo relatado por
Justino y aceptado por Eusebio. El Simón el Mago histórico, sin ninguna duda,
fundó alguna clase de religión como falsificación del Cristianismo en la que
exigió tener un papel análogo al de Cristo.
Un gran número de impostores están asociados con las herejías de los siglos
segundo y tercero y con otras posteriores. El gnóstico Marco es conocido por
haber enseñado la combinación de las más extravagantes formulas, por las cuales
los iniciados, tras la muerte, dejan su cuerpo en este mundo, sus almas con el
Demiurgo, y “ascienden en espíritu al pleroma", con los más bajos trucos,
pretendiendo, por ejemplo, mostrar el contenido de un cáliz de vidrio que
cambiaba de color milagrosamente después de la consagración (Ireneo, "Contra
Hæreses", I, XIII - XXI). Semejantemente es, o al menos muy dudoso, el
profetismo frenético de dos mujeres, Priscila y Maximila, que dejaron a sus
maridos para recorrer el país de Frígia con el hereje Montano, no son
consideradas como impostoras conscientes. Sus antagonistas ortodoxos mantuvieron
vigorosamente que todos los líderes de la secta estaban poseídos por el diablo y
debían ser obligados a someterse a un exorcismo. No todas las extravagancias
eran exclusivas de oriente, aunque la mayoría abundó allí. San Gregorio de Tours
nos habla de un fanático medio loco que, al final del siglo sexto, declaró ser
Cristo y que viajó por los alrededores de Arles en compañía de una mujer llamada
María. Era conocido por obrar milagros de curación y masas de gente creyeron en
él y le dieron honores divinos. Al final se desplazaba con más de tres mil
seguidores hasta que fue muerto al enfrentarse con violencia a un enviado del
obispo Aurelio. La mujer llamada María, bajo tortura, descubrió todos sus
fraudes, pero muchos del populacho todavía creyeron en ellos, y varios
aventureros acompañados por profetisas histéricas parecen haber florecido en la
Galia en esa misma época (Greg. Turon., "Hist"., X, 25). Todavía más famosos
fueron los impostores Adalberto y Clemente que se opusieron a la autoridad de
San Bonifacio en Alemania sobre el año 744. Adalberto, que era galo, reclamó
haber sido honrado con favores sobrenaturales desde su nacimiento. Sacaba a la
gente de las iglesias, les daba pedazos de sus uñas y pelo como reliquias, y les
decía que era innecesario que le confesaran sus pecados porque él ya leía sus
corazones.
Clemente, un escocés, rechazaba los cánones de la Iglesia sobre el matrimonio y
otras cuestiones disciplinarias y mantenía que Jesucristo, en su descenso a los
infiernos, había liberado todas las almas confinadas allí, incluso los
condenados y no bautizados. El problema de estos obispos heréticos fue llevado a
Roma y discutido por el Papa Zacarías en un concilio celebrado en el 745, en el
que se leyó en voz alta una carta milagrosa de Jesucristo que Adalberto
pretendió que había bajado del cielo y le había sido entregada por el Arcángel
Miguel. Al final, el concilio pronunció sentencia de deposición y excomunión
contra los dos acusados (cf. Hefele, "Conciliengeschichte", §§ 363-367; Hauck, "Kirchengeschichte
Deutschlands", I, 554 seq.)..
A lo largo de la Edad Media nos encontramos con muchos ejemplos de estos
fanáticos medio locos, y nuestra imperfecta información no nos permite
generalmente afiemar en qué medida la locura o el fraude consciente eran
responsables de sus pretensiones. Estos casos se multiplicaron más habitualmente
en momentos de calamidad nacional o de excitación religiosa.
La época del año 1000, debido a la vaga expectativa (una expectativa que fue sin
embargo muy exagerada), de la venida del día del juicio (cf. Ap 20, 7) marcó una
crisis, y Raoul Glaber (Migne, P., L., CXLII, 643-644) nos habla en particular
de dos agitadores eclesiásticos, uno llamado Leotardo, en Châlons, y el otro
Wilgardo, en Rávena que causaron graves perturbaciones en ese momento. Leotardo
pretendió haber tenido revelaciones extraordinarias y predicó una clase de
doctrina socialista previniendo a la gente sobre el pago de los diezmos. Cuando
sus seguidores lo abandonaron se ahogó en un pozo. Wilgardo parece haber sido un
fanático literario que se creía, por una visión, enviado por Virgilio, Horacio y
Juvenal para corregir la enseñanza dogmática de la Iglesia. Tuvo muchos
seguidores y creó, por algún tiempo, una clase de cisma hasta que fue condenado
por la autoridad papal. De todos los ilusos, de cuya cordura sin embargo podemos
dudar, el más notable fue el anabaptista Juan de Leyden (John Bokelzoon), quién
más tarde (1533) se convertiría en el tirano de Münster. Se creía dotado de
dones y poderes de sobrenaturales, y le encantaba actuar como ejecutor público
de sus propias sentencias, despedazando a sus víctimas con sus propias manos. El
período del gran Cisma de Oriente también fue una época en la que muchas
personas fanáticas o arteras recogieron una rica cosecha de la credulidad del
populacho. Un griego, conocido como Paulus Tigrinus, que pretendía ser Patriarca
de Constantinopla, tras una exitosa carrera de fraudes en Chipre y otros
lugares, llegó a Roma dónde fue descubierto y encarcelado por Urbano VI. Tras la
elección de Bonifacio IX fue liberado y se refugió junto al Duque de Saboya a
quien planteó la misma pretensión de ser el verdadero Patriarca de
Constantinopla. Por este príncipe fue enviado con un docena de caballos a Aviñón
y recibido como patriarca por el antipapa, Clemente VII. De allí escapó,
llevando con él muchos ricos regalos que había recibido del engañado Clemente.
Otro impostor famoso de este período fue un fraile franciscano, un tal James de
Jülich que desempeño todas las funciones de obispo sin haber recibido nunca la
consagración episcopal. Primero fue admitido como obispo auxiliar por Florencio,
obispo de Utrecht. Se provocó un gran escándalo y disturbios cuando la verdad
fue descubierta, a causa del gran número de personas a quienes había
(inválidamente, claro) ordenado sacerdotes. Fue degradado solemnemente en 1392
por una comisión de siete obispos y, entregado al brazo secular, fue sentenciado
a ser hervido vivo, pero esta sentencia fue mitigada en la ejecución.
Nada sin embargo podría ilustrar más claramente hasta que punto un período de
guerra civil anima a los visionarios e impostores religiosos que la historia de
la santa heroína de Francia, Juana de Arco. De hecho, el principal obstáculo al
reconocimiento de su propia inspiración se encontraba en la circunstancia que
varias otras visionarias, de las que Catalina de La Rochelle es la más conocida,
reclamaban, en este mismo periodo, misiones divinas similares. Los hechos se han
exagerado, para sus propios propósitos, por escritores tales como Vallet de
Viriville (Charles VII, II, 129) y Anatole France (Jeanne el d'Arc, II, 96);
pero había ciertamente un gran numero de estos impostores, hombres y mujeres, y
en particular, cinco años después de que la Doncella fuera quemada en la
hoguera, otra mujer la personificó y fue recibida en Orléans como la verdadera
Juana de Arco, y encontró influyentes partidarios durante más de tres años.
Otros casos de impostura en el siglo decimoquinto fueron indudablemente
fomentados por las herejías Wycliffita y Husita. Si Sir John Oldcastle, el
mártir de los Wycliffitas, realmente creyó, como afirma una fiable autoridad
contemporánea, que resucitaría tres días después de su muerte, fue claramente
víctima de engaños, pero los detalles asociados con la veneración de las cenizas
de Richard Wyche, quemado en 1440 (Gairdner, "Lollardy", I, 171), implican
alguna mezcla de fraude deliberado. En Alemania, las revueltas sociales animadas
principalmente por las doctrinas de los husitas, fueron aprovechadas por más de
un aventurero. Johann Böhm, que en 1476 reunió a su alrededor una muchedumbre de
campesinos, que llegaron a sumar a veces 30.000, en Nikiashausen de Franconia,
parece que fue el instrumento los husitas, más astutos que él. Declaró haber
tenido revelaciones de la Bienaventurada Virgen y declaró la guerra al
reconocimiento de cualquier autoridad eclesial, al pago de los diezmos y de
hecho a toda propiedad. Fue después capturado por el obispo de Wurzburg y
quemado (Janssen, "Gesch. d.deutschen Volkes", II, 401). Algo similar, por sus
objetivos parcialmente sociales, fue la rebelión en tierra inglesa de Jack Cade,
que confesaba ser descendiente de los Condes de Mortimer. Es difícil decidirlo
si estas pretensiones o un cierto carácter charlatán ganaron su influencia sobre
sus seguidores. Después de que Londres estuviera durante un día o dos en manos
de los rebeldes, la revuelta fue apagada y Cade finalmente muerto (1450). Otras
dos imposturas de fecha algo más tardías —la de Lamberto Simnel (1487), quién
pretendió ser el hijo del asesinado Duque de Clarence, y Perkin Warbeck (1497),
quién se presentaba como Ricardo, Duque de York, el más joven de los dos
príncipes que se cree fueron ahogados en la Torre —son famosas en la historia
inglesa, pero ninguna de ellas tuvo carácter religioso.
Por la misma razón no necesitamos tocar aquí otras suplantaciones de personas de
dignidad real, e. g. Alexis Comnenus que apareció en el siglo doce como rival de
Isaac Comnenus II; Balduino que apareció en Flandes en 1225 después de la muerte
del verdadero Balduino en oriente; el aventurero que suplantó a Federico II y
que, cuando fue detenido y torturado por el emperador Rodolfo en 1284, reconoció
el fraude, por no hablar de muchos otros. Sin embargo, dos suplantadores de la
realeza similares tuvieron mayores consecuencias, y la suplantación, si lo fue,
está enterrada en el más profundo misterio. Cuando el rey Sebastián de Portugal
luchó en 1578 su última desesperada batalla contra los moros en tierras
africanas, hubo algún evidente conflicto con respecto a la manera de su muerte y
aunque lo que se pretendió que era su cuerpo muerto se llevó y enterró en
Portugal, circularon rumores persistentemente que había escapado y todavía
estaba vivo. Influenciados por el hecho de que Felipe II de España reclamaba y
ocupaba el trono del reino de su hermana, aparecieron una serie de fingidores,
cada uno afirmaba ser el verdadero Sebastián, el que se creía que había
perecido. Los tres primeros de estos pretendientes eran pícaros comunes, pero el
cuarto hizo su papel con una firmeza extraordinaria y una habilidad consumada.
Obtuvo el reconocimiento de varias personas que habían conocido bien a Sebastián
y, aunque el Virrey español de Nápoles lo detuvo y lo envió a galeras, parece
que fue tratado por las autoridades españolas con un curioso grado de
consideración. Aun hoy no puede afirmarse con la certeza absoluta que su
historia fuera una farsa, aunque casi todos historiadores se pronuncian en su
contra.
Todavía más dudoso es el caso de “el falso Demetrio”. El verdadero Demetrio,
hijo del zar Iván, el Terrible, fue asesinado en 1592. Moscú, tras la muerte de
Iván, cayó en una terrible anarquía y poco tiempo después aparecido en Polonia
un hombre joven que declaró ser Demetrio, que había escapado a la matanza, y que
tenía la intención de reclamar el trono de los zares.
Segismundo, rey de Polonia, le prestó su apoyo. Se autonombró Señor de Moscú y
generalmente fue recibido con entusiasmo, aunque él no guardó en secreto el
hecho de que durante su residencia en Polonia había adoptado la Fe romana.
Probablemente nunca se han juzgado justamente los méritos de la controversia
histórica acerca de su identidad, porque todos han estado de acuerdo en
describirlo como un instrumento de los jesuitas, y, por tanto, la han asumido
para afirmar que todo el asunto fue un golpe político inventado por ellos para
atraer a Rusia a la obediencia romana. Sin embargo, se ha demostrado claramente
lo dudosa que es la presunción de que Demetrio fuera realmente un impostor. (Ver
Pierling, “Rome et Démétrius", París, 1878; y "La Russie et le San-Siège" del
mismo autor.) De otros pretendientes reales, y notablemente de los seis
diferentes aventureros que asumieron la persona del Delfín Luís, el hijo de Luís
XVI, no hay necesidad de hablar.
Tampoco nos vamos a detener en personajes fantásticos como Paracelso (Philip
Bombast von Hohenheim, 1493-1541), quién, a pesar de su muestra de formulas
cabalísticas y su pretensión de inspiración divina, realmente fue para su tiempo
un genio científico, o Nostradamus (1503-1566), el astrólogo y profeta parisino
que también ejerció como médico, o Cagliostro (Giuseppe Balsamo, 1743-1795),
quién murió en los calabozos del Castillo de Sant’Angelo después de una carrera
casi inaudita de fraudes, en la que un modo de francmasonería, llamada
“Masonería Egipcia”, creada por él en Inglaterra, jugó una parte notable.
Por otro lado, astrólogos ingleses, como John Dee (1527-1608) cuya vida fue
escrita por C. F. Smith (1909), William Lily (1602-1681) y John Gadbury
(1627-1704), parecen haber sido sinceros creyentes de su propia extraña ciencia,
y el curioso personaje, Valentine Greatrakes (1629-1683), no fue meramente un
charlatán sino que indudablemente poseyó algún don natural de sanar. Más allá de
nuestros propósitos está un número de fingidores o extáticos mentirosos que a
menudo comerciaron con credulidad popular en países como España que estaba
preparada para recibir bien los milagros. Entre las más famosas está Magdalena
de la Cruz (1487-1560), monja franciscana de Córdoba, que durante muchos años
fue honrada como santa. Se creía que estaba estigmatizada y no tomaba otra
comida que la Santa Eucaristía. Se decía que el Santísimo Sacramento volaba a su
lengua de la mano del sacerdote que estaba dando la Sagrada comunión y parecía
en esos momentos que ella se levantaba de la tierra. La misma levitación
milagrosa tenía lugar durante sus éxtasis en los que estaba irradiada de una la
luz sobrenatural. Tan universal era la veneración popular que las señoras de la
alta sociedad, cuando les llegaba el momento del parto, le enviaban las cunas o
los vestidos preparados para el niño, esperando que ella pudiera bendecirlos.
Así lo hizo la emperatriz Isabel, en 1527, antes del nacimiento de Felipe II.
Por otro lado San Ignacio de Loyola siempre la había considerado sospechosa.
Cayendo gravemente enferma en 1543, Magdalena confesó una larga carrera de
hipocresía, atribuyendo la mayoría de las maravillas a la acción de demonios por
los que fue poseída, pero manteniendo su realidad. Fue condenada por la
Inquisición, en un auto de fe en Córdoba, en 1546, a prisión perpetua en un
convento de su orden, y allí se cree que acabó sus días piadosamente y rodeada
de signos del más sincero arrepentimiento (ver Görres, “Mystik", V, 168-174; Lea
“Capítulos de religión. Hist. de España", 330-335). Un gran número de casos
similares han sido relacionados con considerable detalle por Lea, tanto en su
“Capítulos” citado, como en el cuarto volumen de su “Historia de la Inquisición
Española”, pero Lea, aunque infatigable como recopilador, no es fiable en las
conclusiones e inferencias que traza.
Un impostor italiano en este período que logró una reputación europea fue Joseph
Francis Borro o Borri (1627-1695). A consecuencia de algún crimen cometido en su
disoluta juventud, se refugió en una iglesia en Roma. Allí pretendió haberse
convertido y recibido de Dios una misión como reformador. Tenía revelaciones
sobre la Trinidad, y declaró que Dios le había nombrado generalísimo de un
ejército que, en nombre del Papa, iba a exterminar a todos los herejes. También
mantuvo que la Bienaventurada Virgen fue concebida divina y milagrosamente, que
era por consiguiente de la misma naturaleza que su Hijo y estaba presente con Él
en la Santa Eucaristía. Borro fue arrestado por la Inquisición y sentenciado en
1661, pero se las arregló para escapar y viajó por muchas partes de Europa.
Parece que se dedicó completamente a una carrera de vulgar fraude y, entre otras
víctimas, obtuvo sumas considerables de dinero de la Reina Cristina de Suecia
(antes de su entrada en la Iglesia católica), con en el pretexto de hacer
investigaciones para descubrir la piedra filosofal. Posteriormente fue llevado a
Roma, arrestado y murió en prisión en 1695 (vea Cantù, “Eretici d’Italia”, III,
330).
Es también difícil de poner en duda que, como consecuencia de la manía de la
caza de brujas que prevaleció tanto en los países protestantes como católicos de
Europa, durante la última mitad del siglo decimosexto y la parte mayor del
decimoséptimo, así como de la exagerada creencia del momento en la posesión
demoníaca, las mentes de muchas personas débiles, viciosas, o intrigantes fueron
fascinadas por las supuestas posibilidades de comunicación con el diablo de una
forma más o menos visible. Parece imposible decidir cuánto crédito dar a las
confesiones indudablemente hechas por muchos de esos acusados de hechicería. Ni
es fácil llegar a los hechos reales en tales acusaciones delictivas como la del
sacerdote Louis Gauffridi, quemado por sus prácticas satánicas y sus relaciones
inmorales con las “convulsionarías” en el convento de ursulinas de Sainte-Baume,
cerca de Aquisgrán, en 1611, la de la pretendida extática, Madeleine Bavent que,
con cargos similares, fue condenada a muerte con su confesor en Louviers, en
1647, o la de Urbano Grandier, el sacerdote nigromante, que supuestamente lanzó
un hechizo sobre las monjas poseídas de Loudun, en tiempos del cardinal
Richelieu. Éstas y otras historias similares, que han sido explotadas
continuamente en obras lascivas y antirreligiosas, como la de Michelet “La
Sorcière”, permanecen, desde un punto de vista histórico, todavía amortajadas en
una oscuridad casi impenetrable. Por otro lado alguno aventurará identificarse
con esa aceptación incondicional de todos los tipos de fenómenos satánicos y
demoníacos que se encuentran en el cuarto y quinto volúmen del “Mystik” de
Görres.
Los peligros de una credulidad excesiva de este tipo han llegado hasta nosotros
por las ultrajantes imposturas de “Léo Taxil”, que se han olvidado rápidamente.
En la actualidad, la tendencia de los historiadores es descubrir el fraude
deliberado, no tanto quizás en los propios hechiceros como en las pretendidas
intuiciones de algunos “caza-brujas”, como Matthew Hopkins que, por los años
1645-1646, torturó a centenares de víctimas inocentes en Anglia Oriental, bajo
el pretexto de buscar signos de brujería, un procedimiento que generalmente
acababa en su condena y muerte. Es lastimoso que los líderes más devotos del
Anticonformismo, hombres como Baxter y Calamy, siguieron a Hopkins como a un
enviado del Cielo en esta tarea.
Hacia final del siglo diecisiete, el descubrimiento de un supuesto complot
papista ocasionó una epidemia de imposturas maliciosas en Inglaterra. La
persecución previa de los católicos durante más de cien años había dado rienda
suelta a una tribu de espías que, pasando de un lado al otros, por miedo o por
interés, usaron sin escrúpulos toda forma de engaño. En un hombre como el
cazador de curas Richard Topcliffe (1532-1604), quién cruelmente torturó al
padre Southwell, mártir en su propia casa, prevaleció la nota de la brutalidad,
pero la alevosía y el fraude no estuvieron ausentes. Con Gilbert Gifford (muerto
en 1590), el agente gubernamental cuya traición llevó a la condena de la reina
María de Escocia, el caso fue a la inversa. No sólo él, también Robert Bruce
(muerto en 1602), el espía escocés y estafador, John Cecil (muerto en 1626), el
agente de Burleigh, finalmente la sociedad de los sacerdotes “Apelantes” y
muchos otros, fueron pícaros lastimosamente preparados para venderse al mejor
postor en todo momento. Poco después tenemos otro ejemplo del mismo tipo en
James Wadsworth (1604-1656), hijo de un ferviente converso del mismo nombre que
en sus últimos años se convirtió en presbítero jesuita. James Wadsworth, el
joven, vivió con el dinero que ganó por su conocimiento adquirido alevosamente
sobre los católicos ingleses y sus secretos. Cualquier cosa puede decirse de
James La Cloche, un supuesto hijo natural de Carlos II y durante algún tiempo
escolar jesuita, cuya historia ha atraído la atención recientemente (ver Barnes,"
El Hombre de la Máscara" y la revisión, por Andrew Lang, en" El Athenæum", 26
Dic., 1908), parece claro ese La Cloche y su doble eran ambos estafadores,
aunque no traidores. Sin embargo, la relativa tregua otorgada a los católicos
por la ascensión de Carlos II también fue acompañada por un gran recrudecimiento
del sentimiento anti-papal. Dos inmorales sinvergüenzas, Israel Tongue (quién,
aunque claramente menos culpable que su socio, no pudo haber actuado de buena
fe) y Tito Oates, un hombre joven cuyo recuerdo es todavía infame, preparó un
plan para aprovecharse del fermento del anti-catolicismo. Oates, para
introducirse en los secretos de los católicos, pretendió su conversión y se
ofreció a los jesuitas. Le enviaron a Valladolid en prueba pero fue rápidamente
expulsado. Profesando arrepentimiento, le permitieron otro intento en San Omer,
pero fue expulsado por segunda vez. Encontrando a Tongue en Londres, los dos, en
agosto de 1678, desarrollaron los detalles de un plan extremamente extravagante
que se suponía que el papa y los jesuitas habían llegado casi a ejecutar. Todos
sus ridículos detalles fueron tragados avariciosamente por el populacho inglés,
y en el pánico se produjeron unas treinta y cinco víctimas, católicos de
posición, jesuitas y otros, perdieron sus vidas por el mas grande perjurio.
Oates, a quien su biógrafo moderno (Seccombe, “Doce hombres malos”, 154)
describe como “el villano más sangriento desde que comenzó el mundo”, encontró
una multitud de cómplices e imitadores, entre ellos Thomas Dangerfield, un
aventurero que también suplantó al Duque de Monmouth y exigió milagrosos dones
de curar, Stephen Dugdale, William Bedloe, Edward Turberville y Robert Bolron,
fueron los más notables. Oates fue desacreditado poco después y en 1685, bajo
Jacobo II, fue declarado culpable de perjurio y castigado con azotes de una
inusual severidad, pero bajo Guillermo y María se revisó su sentencia y, a pesar
de sus recientes negligencias, recibió una gran pensión del gobierno que
disfrutó hasta su muerte en 1705. Con Oates, en sus últimos años, estuvo
asociado William Fuller (1670-1717), el aparente creador de la “historia del
calentador de cama” (acerca del nacimiento de Jacobo, el Antiguo Pretendiente) y
el inventor del ficticio plan de los jacobitas. Publicó cartas de María de
Módena pero fue declarado culpable y ridiculizado.
Otro estafador que intentó ganar dinero con la invención de un pretendido plan
jacobita fue Robert Young. Tuvo éxito durante algún tiempo, durante los momentos
en que la intriga y la desconfianza se imponían sobre la credulidad popular,
pero fue al fin descubierto. Fue declarado culpable de la invención y se le
ejecutó (1700). Robert Ware el falsificador, autor de “Zorros y Teas”, que fue
desenmascarado completamente por el padre Bridgett, comerciaba con los mismos
prejuicios. Su carrera más pública empezó contemporáneamente a la de Oates en
1678, y escudándose tras la alta reputación de su padre muerto, Sir James Ware,
entre cuyos manuscritos pretendió descubrir todo tipo papeles comprometidos,
obtuvo dinero para sus falsificaciones, permaneciendo casi sin detectar hasta
los tiempos modernos. Muchas viles calumnias sobre el carácter de algunos papas,
jesuitas y otros católicos, y también sobre algunos puritanos, han encontrado su
lugar en páginas de respetables historiadores, debido a las fabricaciones de
“esta mofeta literaria” como la llama, no sin justificación, fray Bridgett (ver
Bridgett, "Patochadas y Falsificaciones", pp. 209-296). Podemos mencionar
algunos otros sinvergüenzas rencorosos e inmorales, cuyas imposturas tomaron
forma literaria, sin deseo de hacer una lista exhaustiva. Principalmente entre
ellos está el Abbé Zahorowski, un jesuita expulsado de su orden que, como joven
escolar, había sido culpable de algún tipo de actos deshonrosos. En venganza por
su expulsión ideó escribir y publicar el notorio “Monita Secreta" que, como
código de instrucciones secretas emitido por la autoridad, pretendió poner al
desnudo la política desvergonzada y maquiavélica seguida por la Sociedad de
Jesús. Que el “Monita Secreta” es una falsificación se admite ahora
universalmente incluso por los antagonistas y, desde la publicación de las
memorias del padre Wielewicki (Scriptores Rerum Polonicarum, vols. VII, X, XIV)
no queda duda de que Zahorowski fue su autor (ver Duhr," Jesuitenfabeln" No. 5;
Brou," Les Jésuites del la Légende", I, 281).
Apenas menos estimada que el campeón del anti-papismo, que el "Monita Secreta",
es la ficticia “Confesión húngara" o "Fluchformular". Es una supuesta profesión
de fe exigida a los conversos de la Iglesia en Hungría (c. 1676) que entre otras
cosas les exigía declarar que el papa debe recibir honores divinos y que la
Virgen debe ser tenida como superior al propio Cristo. La falsificación parece
remontarse a George Lani, un ministro evangélico, enviado a galeras por sus
intrigas políticas contra el Gobierno en Hungría, que primero lo publicó en un
trabajo llamado "Captivitas Papistica". Si era de su propia invención no se
puede afirmar. Posiblemente pudo haber tomado en serio y en buena fe, alguna
composición satírica en circulación en el momento (ver Duhr," Jesuitenfabeln",
No., 7, y S. F. Smith en “El Mes", julio-agosto, 1896). Se han tomado a menudo
en serio tales composiciones satíricas. Un ejemplo es la "Carta de los tres
Obispos" que, aunque escrito por una apóstata de carácter infame, Peter Paul
Vergerius (1554), y aparentando ser una carta de consejo escrita por tres
obispos al papa para ayudar a fortalecer el poder del papado, es obviamente más
una parodia que una falsificación. Pero su carta ha sido citada posteriormente
como auténtica por centenares de controversialistas protestantes desde Crashaw
en adelante (ver Lewis "La Carta de los Tres Obispos"). Del mismo tipo es una
indulgencia supuestamente concedida por Tetzel para perdonar a un pecador no
arrepentido, un documento realmente derivado de un burlesco drama latino (ver
"El Mes", julio, 1905, pág., 96); pero a menudo han sido usadas flagrantes
falsificaciones de todo tipo como, por ejemplo, por el ex-capuchino Padre
Norbert Parisot , después llamado Platel, quien en tiempos de Benedicto XIV
escribiera un libro de memorias de las misiones jesuíticas, afirmando incorporar
documentos auténticos, la mayor parte inventados por él mismo. Después de
abandonar su orden fue a Holanda y a Portugal y se sospecha que inventó las
efusiones religiosas que fueron el pretexto para quemar al padre Walafrida como
hereje en 1761 (ver Brou, "Les Jésuites de la Légende", II, 82).
Son sospechosos de estimular la multitud de impostores que florecieron a
principios del siglo decimoctavo muchos miembros principales del episcopado
anglicano, notablemente el arzobispo Tenison, los obispos Compton de Londres y
White Kennett de Peterborough. A una tribu entera de hugonotes y “prosélitos"
franceses (i. e. separados del catolicismo) se les dio la bienvenida en
Inglaterra con los brazos abiertos; pero los fraudes e inmoralidades de estos
hombres, muchos de los cuales fueron traídos para alimentar las recriminaciones
en la famosa "Controversia de Bangor" (nombre derivado de Hoadly, obispo de
Bangor, párroco de la Pillonière, un ex-jesuita que tuvo un importante papel en
la disputa), bastarían para llenar un volumen. Parece evidente que estos
conversos al Protestantismo como Malard, Rouire, y Fournier eran, a pesar de la
eminencia de sus patrocinadores eclesiásticos, unos completos sinvergüenzas (ver
Thurston, "Cizaña del Jardín del Papa”, en "El Mes", feb., 1897). Por ejemplo,
el último citado, obteniendo la firma del obispo Hoadly en un trozo de papel,
escribió sobre éste un pagaré por 8000 £ y demandó al obispo por el dinero.
Cuando la demanda fue rechazada, Fournier, un ex-sacerdote, declaró
atrevidamente que el obispo, estando borracho, había firmado la nota y se lo
había dado a él en pago de una deuda. Pero incluso en esta situación, Fournier,
fortalecido en sus denuncias de catolicismo, encontró partidarios contra el
obispo. Lo mismo ocurrió visiblemente en el caso del ex-jesuita, Archibald Bower
que publicó en 1743 la más grosera "Historia de las Papas" y con mentira
calumnió a sus anteriores correligionarios. Fue tenido en cuenta ardientemente
por eminentes eclesiásticos protestantes y estadistas, pero su insinceridad al
fin se volvió tan patente que fue descubierto y denunciado por el anglicano,
John Douglas, después obispo de Salisbury (ver Pollen en “El Mes", Sept., 1908).
Correspondiendo más al tipo ordinario de impostor está el famoso Psalmanazar
(1679-1763), un francés, educado en la niñez por los dominicos que llegado a
Inglaterra pretendió ser un pagano de Formosa y se manifestó como converso al
anglicanismo, ganando apoyos acusando a los jesuitas. Fue apoyado calurosamente
por el obispo Compton a quien presentó un Catecismo en "Formosano", un idioma
completamente ficticio. Después cayó en la pobreza y el descrédito, reconocido
el fraude, y se dice que tuvo un profundo arrepentimiento, siendo visitado por
el Dr. Johnson en sus últimos días. Su cómplice y mentor Innes, un clérigo
anglicano, fue premiado antes de que el fraude fuera descubierto, siendo
nombrado capellán-general de las fuerzas inglesas en Portugal.
Obviamos un cierto número de entusiastas religiosos que pudieron en diferentes
grados autoconvencerse y que van desde las alucinaciones locas de Joanna
Southcott (muerta en 1814), quién creyó ser la portadora del Mesías, o de
Richard Brothers, el divinamente coronado como descendiente del Rey David y
gobernador del mundo (c. 1792), hasta la milagrera Anna Lee (muerta en 1784), la
fundadora de los Shakers americanos, sólo haremos una pausa para decir una
palabra sobre Joseph Smith (1805-1844), el primer apóstol de los Mormones. Es
indudable que este hombre, quién después de que una disoluta juventud manifestó
tener visiones de un libro dorado, que consistía en placas de metal inscritas
con caracteres extraños, que busco excavando y encontró, era un impostor
deliberado. Smith pretendió haber descifrado y traducido estas escrituras
místicas después de que el "Libro de Mormón" fuera devuelto al cielo por un
ángel. La traducción fue impresa, pero un diluvio de revelaciones le fueron
todavía concedidas al vidente. Se le unieron seguidores que adoptaron el nombre
de "Los Santos del último día” y después de recibir brutales tratos en varias
ocasiones en Missouri, provocados por su poligamia y otras doctrinas, la secta
finalmente se estableció en Nauvoo, Illinois. En este Estado Joseph Smith y su
hermano Hyrum fueron linchados el 27 de junio de 1844, en medio de
circunstancias de gran barbaridad. Ocurrió un cambio de sentimientos y Brigham
Young, el sucesor de Smith, logró un gran éxito cuando transfirió la sede de la
secta a Utah (ver Lynn, "Historia de los mormones"; y Nelson, "Aspectos
Científicos del Mormonismo"). Una analogía inglesa de los mormones la tenemos en
los Agapemonistas a partir de 1848, quienes bajo su fundador, H. S. Príncipe,
combinaron una creencia fantástica en la reencarnación de la deidad en Prínce y
sus sucesores con la laxitud moral más grande.
Pero dejando de lado los tipos de personificaciones delictivas por motivos de
ganancias (como la de Arthur Orton en el conocido caso Tichborne, dónde el
fingidor, debemos señalar, perjudicó seriamente su caso por su ignorancia de la
vida y práctica católica del Colegio Jesuita de Stonyhurst del que Roger
Tichborne fue expulsado), el prejuicio anti-católico es todavía responsable de
una gran proporción de modernas imposturas. Famosa entre éstas, las supuestas
revelaciones de María Monk que afirmó haber sido una monja durante algunos años
en el convento de Hôtel-Dieu, en Montreal, y que publicó en 1835 una salvaje y a
menudo contradictoria historia de supuestos asesinatos e inmoralidades cometidos
allí por sacerdotes y monjas. Aunque esta narración fue refutada totalmente
desde muy temprano por testimonios de protestantes intachables, que demostraron
que, durante el período de la supuesta residencia de María Monk en el convento,
ella estaba llevando vida de prostituta en la ciudad y aunque esta refutación ha
sido confirmada de cien formas por evidencias posteriores, los "Horribles
descubrimientos de María Monk" todavía es un libro vendido y en circulación por
varias sociedades protestantes. María Monk murió (1849) en prisión dónde fue
encerrada como una vulgar ladrona (ver "La verdadera historia de María Monk",
Catholic Truth Soc. folleto, Lond., 1895).
No menos famoso es el caso de Dr. Achilli, un ex-dominico y conferenciante anti-católico
cuyo larga carrera de libertinaje, primero como católico y después como
pretendido converso al protestantismo, denunció el Dr. (después cardenal) Newman
en 1852. En el juicio por difamación que Achilli provocó se dictó un veredicto
contra Newman en ciertas cuestiones, pero casi toda la prensa protestante del
país describió el veredicto como un grave error de la justicia. En consecuencia,
el crédito de Achilli quedó completamente destruido. En los casos de muchos de
estos horribles “proveedores de revelaciones" en ambos lados del Atlántico, el
relato anterior del conferenciante es del tipo más escandaloso. Los personajes
que se autodenominan "ex-monje Widdows" y "James Ruthven", así como “la monja
escapada”, Edith O'Gorman, también pueden ser especialmente mencionados en este
contexto. Escasamente más acreditada es la historia del Pastor Chiniquy
(1809-1899), quién durante muchos años denunció en libros muy lascivos y
folletos, especialmente el titulado "El Sacerdote, la mujer y el confesionario",
los supuestos abusos de la Iglesia católica. Se admite que fue dos veces
suspendido por dos obispos diferentes antes de que se separara de la Iglesia, y
no hay ningún motivo para dudar que estas suspensiones fueron motivadas por los
graves lapsos morales sobre los que los obispos en cuestión tenían información
plena y convincente, sin embargo, como a menudo pasa en estas cosas, no pudo
persuadirse a las muchachas que él había seducido para exponerse y substanciar
los cargos bajo juramento. Cierto es que, mientras en sus libros tempranos
después de dejar la Iglesia él no hizo acusaciones contra el carácter moral del
clero católico sino al contrario atribuye su cambio de fe a consideraciones
doctrinales, en sus trabajos más tardíos, especialmente en su "Cincuenta años en
la Iglesia de Roma" (1885), se presentó como obligado a abandonar el Catolicismo
por los escándalos espantosos de los que había sido testigo (ver S. F. Smith “El
Pastor Chiniquy" Catholic Truth Soc. folleto, Lond., 1908). Pero por ese tiempo
él hablaba lo que el público protestante exigía, mientras que todos los que
podrían refutar eficazmente sus declaraciones estaban muertos.
Un tipo diferente de impostura es la más notoria de los tiempos modernos, la de
"Léo Taxil" y "Diana Vaughan”. Léo Taxil, cuyo verdadero nombre era G. Jogand-Pagès,
fue conocido durante mucho tiempo como uno de los más blasfemos y obscenos
escritores anti-clericales en Francia. Fue condenado repetidamente a multas y
encarcelamiento por sus sucios trabajos y libelos que publicó. Por ejemplo, a
causa de su atroz libro "Los Amoríos de Pío IX" fue sentenciado a pagar 60.000
francos a petición del sobrino de la papa. También había fundado el "Anti-clerical",
un periódico que fanáticamente atacaba toda la revelación y la religión. En 1885
se anunció que Léo Taxil se había convertido, y pronto procedió publicar una
serie de supuestas exposiciones sobre las prácticas de la francmasonería, y
particularmente del "Satanismo" o culto al diablo con el que declaró estaba
íntimamente ligado. Entre otras atracciones introdujo a una cierta "Diana
Vaughan", la heroína de "Palladism" que estaba destinado a ser el esposa del
demonio Asmodeo pero se aferró a la virtud, y constantemente era visitada por
ángeles y diablos. Otros escritores, Bataille, Margiotta, Hacks, etc., se
aprovechado de las mismas ideas y se convirtieron en alguna medida en cómplices
de Taxil. En 1896-1897 la impostura fue finalmente descubierta y Taxil admitió
cínicamente que esa Diana Vaughan era sólo el nombre de su mecanógrafa. [ver
Portalié "La Fin d'une mystification", Paris, 1897, y H. Gruber (H. Gerber),
"Leo Taxils Palladismus Roman" y otros trabajos, 1897-8.] Sobre el Dr. Dowie que
afirmaba ser una segunda venida a la tierra del profeta Elías y sobre sus
seguidores los "Sionistas", sobre los Cristianos Científicos, de la señora
Blavatsky y A. P. Sinnett, los profetas del Budismo Esotérico, de la señora
Annie Besant y los creyentes en la reencarnación, no hay necesidad de decir aquí
más que la existencia de tales cultos demuestra concluyentemente que la edad de
la credulidad no ha terminado todavía.
Ningún libro o artículo parecen haber sido dedicados especialmente al tema
general tratado aquí. Se han dado varias referencias en el curso del artículo, y
será suficiente agregar aquí que la mayoría de las afirmaciones hechas puede
verificarse en cualquier buen diccionario biográfico, en especial en el
Diccionario de Biografía Nacional, sobre todo en lo relacionado con los
impostores ingleses mencionados.
HERBERT THURSTON.
Trascrito por Douglas J. Potter.
Dedicado al Sagrado Corazón de Jesús.
Traducido por Quique Sancho