Indulgencias
EnciCato
La palabra indulgencia (del latín indulgentia, de indulgeo, "ser amable" o
"compasivo") significa, originalmente, bondad o favor; en el latín post-clásico
llegó a significar la remisión de un impuesto o deuda. En la Ley Romana y en la
Vulgata del Antiguo Testamento (Is. LXI, 1) se usaba el término para expresar la
liberación de una cautividad o castigo. En el lenguaje teológico también se
suele usar en su sentido original para significar la bondad o el favor de Dios.
Pero en el sentido estricto del término -sentido en el que se lo considera en
este artículo- "indulgencia" es la remisión del castigo temporal debido al
pecado cuya culpabilidad ha sido ya perdonada. Entre los términos equivalentes
usados en la antigüedad se encuentran: pax, remissio, donatio, condonatio.
I. Qué cosa no es una Indulgencia
II. Qué es una Indulgencia
III. Varios tipos de Indulgencias
IV. Quien puede conceder Indulgencias
V. Disposiciones necesarias para ganar una Indulgencia
VI. Enseñanza Autoritativa de la Iglesia
VII. Bases de la Doctrina
VIII. El Poder de Conceder Indulgencias
IX. Abusos
X. Efectos Saludables de las Indulgencias
Qué cosa no es una Indulgencia
A fin de facilitar la explicación, puede ser provechoso comenzar por afirma lo
que NO es una indulgencia. No es un permiso para pecar, ni un perdón para
pecados futuros: ninguna de estas dos cosas pueden ser concedidas por poder
alguno. No es tampoco el perdón de la culpa del pecado, y supone que el pecado
ha sido ya perdonado con anterioridad. No es una excepción que exima de alguna
ley o precepto, ni mucho menos de una obligación contraída por algún pecado,
como por ejemplo, la restitución de la cosa robada; al contrario, significa una
satisfacción más completa de la deuda que el pecador tiene ante Dios. No
confiere ninguna inmunidad con respecto a posibles tentaciones ni elimina la
posibilidad de subsecuentes caídas en el pecado. Y de ninguna manera la
indulgencia puede entenderse como la compra del perdón de los pecados que
aseguraría la salvación al comprador o la salida de algún alma del Purgatorio.
Lo absurdo de todas estas nociones será evidente para cualquiera que tenga una
idea correcta sobre lo que la Iglesia Católica verdaderamente enseña sobre el
tema.
Qué es una Indulgencia
Una indulgencia es una remisión extra-sacramental de la pena temporal debida
-según la justicia de Dios- por el pecado que ha sido ya perdonado, remisión que
es otorgada por la Iglesia en consecuencia del poder de las llaves, mediante la
aplicación de los méritos sobreabundantes de Cristo y de los santos, y por
justos motivos. Para entender esta definición, hay que tener en cuenta los
siguientes puntos:
· En el Sacramento del Bautismo se perdona no solamente la culpa del pecado,
sino también toda la pena adjunta al pecado. En el Sacramento de la Penitencia
se remueve la culpa del pecado y, conjuntamente con ella, también la pena eterna
merecida por el mismo; pero el castigo temporal requerido por la justicia divina
permanece, y este requerimiento debe ser satisfecho sea en esta vida o en la
vida futura, es decir, en el Purgatorio. La indulgencia ofrece al pecador
arrepentido la posibilidad de saldar o aligerar esta deuda durante su vida en la
tierra.
· Algunos escritos indulgenciales -ninguno de ellos, sin embargo, emitido por
algún papa o concilio (Pesch, Tr. Dogm., VII, 196, no. 464)- contienen la
expresión "indulgentia a culpa et a poena", es decir, liberación de la culpa y
del castigo; esto ha producido considerable confusión (cf. Lea, "History" etc.,
III, 54ss). El verdadero significado de la fórmula es que las indulgencias,
presuponiendo el Sacramento de la Penitencia, hace que el penitente, después de
recibir el perdón sacramental de la culpa de su pecado, se libera también, por
la indulgencia, del castigo temporal (Bellarmine, "De Indulg.", I, 7). En otras
palabras, el pecado es totalmente perdonado, es decir, sus efectos totalmente
borrados, sólo cuando se ha realizado la completa reparación, lo que significa
perdón de la culpa y remisión de la pena. De aquí que el papa Clemente V
(1305-1314) condenara la práctica de aquellos proveedores de indulgencias que
pretendían absolver "a culpa et a poena" (Clement, l. v, tit. 9, c. ii); el
Concilio de Constanza (1418) revocó (sesión XLII, n. 14) todas las indulgencias
que contenían esa fórmula; Benedicto XIV (1740-1758) las trataba como
indulgencias espurias concedidas con esta fórmula, que él atribuye a las
prácticas ilícitas de los "quaestores" o proveedores (De Syn. dioeces., VIII,
viii.7)
· La satisfacción, comúnmente llamada "pena", impuesta por el confesor cuando
éste administra la absolución es parte integral del Sacramento de la Penitencia;
una indulgencia, por el contrario, es extra-sacramental: presupone los efectos
obtenidos por la confesión, la contrición y la satisfacción sacramental. También
se distingue de las obras penitenciales que se puedan realizar por iniciativa
del penitente -como son la oración, el ayuno y la limosna-, dado que estas son
obras personales del penitente, y su valor depende del mérito de éste, mientras
que la indulgencia brinda al penitente los méritos de Cristo y de los santos,
que son el "Tesoro" de la Iglesia.
· La indulgencia es válida tanto en el tribunal eclesiástico cuanto en el
tribunal de Dios. Esto significa que no sólo libra al penitente de sus deudas
ante la Iglesia o de la obligación de cumplir con una pena canónica, sino que
también lo libra del castigo temporal del que sea ha hecho merecedor ante Dios,
castigo que, sin la indulgencia, el pecador debería recibir a fin de satisfacer
la justicia divina. Esto no significa, sin embargo, que la Iglesia pretenda
dejar de lado los reclamos de la justicia divina, o que ella permita al pecador
despreciar su la deuda contraída con su pecado. Como dice Sto. Tomás (Suppl.,
xxv. a. 1 ad 2um): "El que gana indulgencias no se libra absolutamente de la
pena que merece, sino que se le conceden los medios para saldarla". La Iglesia,
entonces, no deja al penitente irremediablemente en su deuda, ni lo libra de
tener que responsabilizarse por sus obras; al contrario, la Iglesia le permite
cumplir con las obligaciones que contrajo.
· Al conceder una indulgencia, el que la otorga (papa u obispo) no ofrece sus
méritos personales en lugar de lo que Dios pide al pecador, sino que obra según
su autoridad oficial como quien tiene jurisdicción en la Iglesia, de cuyo tesoro
espiritual se conceden los medios con los cuales se salda la deuda adquirida. La
Iglesia en sí misma no es la dueña sino la administradora de los meritos
sobreabundantes que contiene ese tesoro. Aplicándolos, la Iglesia no pierde de
vista tanto los designios de la misericordia de Dios como los requerimientos de
la justicia de Dios. Así, ella determina la cantidad de cada concesión, como
también las condiciones que el penitente debe cumplir si desea ganar la
indulgencia.
Varios tipos de Indulgencias
Una indulgencia que puede ganarse en cualquier parte del mundo es una
indulgencia universal, mientras que la que se puede ganar en un sitio
determinado (Roma, Jerusalén, etc.) es indulgencia local. Otra distinción es
entre indulgencias perpetuas, que pueden ganarse en cualquier momento, e
indulgencias temporales, que se ganan solamente en determinados días o en un
determinado período de tiempo. Las indulgencias reales se conceden en relación
con el uso de ciertos objetos (crucifijo, rosario, medalla); las personales son
las que no requieren del uso de ningún objeto, o bien que se conceden a una
determinada clase de personas, como por ejemplo a los miembros de una orden o
confraternidad. Sin embargo, la distinción más importante es la que distingue
entre indulgencia plenaria e indulgencia parcial. Por indulgencia plenaria se
entiende la remisión de toda la pena temporal merecida por el pecado, de tal
modo que no es necesaria ninguna otra expiación en el Purgatorio. Indulgencia
parcial condona sólo una parte de la pena; la porción que se condona se
determina según la disciplina penitencial de la Iglesia primitiva. Decir que se
concede una indulgencia de una cantidad determinada de días o de años significa
que se cancela una cantidad de pena de Purgatorio equivalente con lo que hubiese
sido cancelado, en la presencia de Dios, por la práctica de tantos días o años
según la antigua disciplina penitencial. En este caso, evidentemente, la
computación no pretende ser exacta, sino más bien posee un valor relativo.
Sólo Dios sabe la cantidad de pena que debe ser saldada y cuál es su preciso
valor en severidad y duración. Finalmente, algunas indulgencias se conceden a
favor de los vivos solamente, mientras que otras pueden aplicarse a favor de los
que ya murieron. Debe notarse, sin embargo, que la aplicación no tiene la misma
significación en ambos casos. La Iglesia, al conceder una indulgencia a los
vivos, ejerce su jurisdicción; sobre los difuntos ella no tiene ninguna
jurisdicción, y por lo tanto hace disponible la indulgencia para ellos a modo de
sufragio (per modum suffragii), es decir, la Iglesia pide a Dios que acepte las
obras satisfactorias y, en consideración de estas, que mitigue o acorte los
sufrimientos de las almas en el Purgatorio.
Quien puede conceder Indulgencias
La distribución de los méritos contenidos en el tesoro de la Iglesia es un
ejercicio de autoridad (potestas iurisdictionis), no del poder concedido por el
Sacramento del Orden Sagrado (potestas ordinis). De este modo el Papa, como
cabeza suprema de la Iglesia en la tierra, puede otorgar todo tipo de
indulgencias a todos y cada uno de los fieles, y sólo él puede otorgar
indulgencias plenarias. El poder de los obispos, previamente irrestringido, fue
limitado por Inocencio III (1215) al poder de otorgar una año de indulgencia por
la dedicación de una iglesia, y de cuarenta días en otras ocasiones. León XIII
(Rescripto del 4 de Julio de 1899) autorizó a los arzobispos de Sudamérica el
poder de otorgar ocho días (Acta S. Sedis, XXXI, 758). Pío X (28 de Agosto de
1903) permitió a los cardenales en sus iglesias titulares y diócesis otorgar 200
días, a los arzobispos 100 y a los obispos 50. Estas indulgencias no son
aplicables a los fieles difuntos. Pueden ser ganadas por personas que no
pertenecen a esa diócesis, pero temporalmente y dentro de sus límites; también
por los súbditos del obispo que las concede, sea que se encuentre en la diócesis
o fuera de ella, excepto si la indulgencia es local. Los sacerdotes, vicarios
generales, abades y generales de órdenes religiosas no pueden conceder
indulgencias, a menos que se les autorice a hacerlo específicamente. Por otro
lado, el Papa puede permitir a un clérigo no sacerdote conceder alguna
indulgencia (St. Tomás, "Quodlib.", II, q. viii, a. 16).
Disposiciones necesarias para ganar una Indulgencia
El sólo hecho que la Iglesia conceda una indulgencia no significa que la misma
pueda ganarse sin esfuerzo por parte del fiel. De lo que se dijo más arriba es
claro que el que recibe le indulgencia debe estar libre de la culpa del pecado
mortal. Además, para la indulgencia plenaria habitualmente se requiere confesión
y comunión, mientras que para las indulgencias parciales la confesión no es
obligatoria, aunque es prescripción habitual que el que las quiera ganar tenga
"al menos un corazón contrito" (corde saltem contrito). Con respecto al tema,
debatido entre los teólogos, si una persona en pecado mortal puede ganar una
indulgencia aplicable a los difuntos, véase el vocablo PURGATORIO. También es
necesario tener la intención, aunque sea de modo habitual, de ganar las
indulgencias. Finalmente, por la misma naturaleza del caso, es obvio que se
deben realizar las buenas obras, oraciones, limosnas, visita de una iglesia,
etc., que han sido prescritas para la adquisición de una indulgencia. Para más
detalles véase RACCOLTA.
Enseñanza Autoritativa de la Iglesia
El Concilio de Constanza condenó entre los errores de Wyclif la siguiente
proposición: "Es necio creer en las indulgencias concedidas por el papa o los
obispos" (Sess. VIII, 4 de Mayo de 1415; ver Denzinger-Bannwart, "Enchiridion",
622). En la bula "Exsurge Domine", del 15 de Junio de 1520, León X condenó la
afirmación de Lutero según la cual "las indulgencias son píos fraudes de los
fieles", y que "las indulgencias no aprovechan a aquellos que las ganan para la
remisión de la pena debida al pecado actual ante la justicia de Dios" (Enchiridion,
75S, 759). El Concilio de Trento (Sess. XXV, 3-4 de Diciembre de 1563) declaró:
"Dado que el poder de conceder indulgencias fue dado por Cristo a la Iglesia, y
dado que la Iglesia desde los primeros tiempos ha hecho uso de este poder dado
por Dios, el santo sínodo enseña y manda que el uso de las indulgencias, muy
provechoso para los cristianos según ha sido aprobado por la autoridad de los
concilios, deberá ser mantenido en la Iglesia; además [este sínodo] pronuncia el
anatema contra los que declaran que las indulgencias son inútiles, o bien niegan
que la Iglesia tenga el poder para concederlas (Enchiridion, 989). Por lo tanto
es de fe (de fide)
· que la Iglesia ha recibido de Cristo el poder de conceder indulgencias y
· que el uso de las indulgencias es de provecho para los fieles.
Bases de la Doctrina
Un elemento esencial en las indulgencias es la aplicación a una persona de la
satisfacción hecha por otras. Este traspaso se basa en tres cosas: la Comunión
de los Santos, el principio de la Satisfacción Vicaria y el Tesoro de la
Iglesia.
1. La Comunión de los Santos
"Nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros unos de
otros" (Rom., xii, 5). Como cada órgano participa de la vida de todo el cuerpo,
así cada uno de los fieles aprovecha de las oraciones y buenas obras de todos
los demás, un beneficio que enriquece, en primer lugar, a los que están en
gracia de Dios, pero también, aunque con menos plenitud, a los miembros en
pecado.
2. El principio de la Satisfacción Vicaria.
Cada obra buen que realiza el hombre tiene un doble valor: uno de mérito, otro
de satisfacción o expiación. El mérito es personal, y por lo tanto no puede
transferirse; pero la satisfacción puede aplicarse a otros, como escribe S.
Pablo a los Colosenses (i, 24) hablando de sus mismas obras: "Me alegro ahora en
mis sufrimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los
sufrimientos de Cristo, por su Cuerpo, que es la Iglesia" (ver SATISFACCIÓN).
3. El Tesoro de la Iglesia.
Cristo, como lo declara San Juan en su Primera Epístola (ii,2) "es la
propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino por los
pecados de todo el mundo". Dado que la satisfacción de Cristo es infinita,
constituye un recurso inextinguible, que es más que suficiente para pagar la
deuda ocasionada por el pecado. Además, están las obras satisfactorias
realizadas por la Santísima Virgen María, que no han sufrido ninguna mengua
debida a la pena del pecado, y las virtudes, penitencias y sufrimientos de los
santos que exceden abundantemente todo castigo temporal que estos siervos de
Dios han podido merecer. Estos se añaden al Tesoro de la Iglesia de modo
secundario, no independiente del mérito de Cristo, sino más bien adquirido en
base a éste. La explicitación de esta doctrina se debe al trabajo de grandes
escolásticos, particularmente Alejandro de Hales (Summa, IV, Q. xxiii, m. 3, n.
6), Alberto Magno (In IV Sent., dist. xx, art. 16), y Santo Tomás (In IV Sent.,
dist. xx, q. i, art. 3, sol. 1). Como lo declara el Aquinate (Quodlib., II, q.
vii, art. 16): "Todos los santos pretendieron que todo lo que ellos hacían o
sufrían sería provechoso no sólo para ellos, sino también para toda la Iglesia".
Y luego señala (Contra Gent., III, 158) que lo que uno sufre en beneficio de
otros, siendo una obra de caridad, es más aceptable como satisfacción a los ojos
de Dios que lo que uno sufre en beneficio propio, dado que en este último caso
se trata de una obra necesaria. La existencia de una tesoro infinito de méritos
en la Iglesia ha sido declarado dogmáticamente en la bula "Unigenitus",
publicada por Clemente VI el 27 de Enero de 1343, y más tarde insertada en el
"Corpus Iuris" (Extrav. Com., lib. V, tit. ix. c. ii): "Sobre el altar de la
Cruz -dice el Papa- Cristo derramó no solamente una gota de su sangre, aunque
ello hubiese sido suficiente, por razón de su unión con el Logos, para redimir a
todo el género humano, sino que derramó un copioso torrente… fundando así un
tesoro infinito a favor de la humanidad. Este tesoro Cristo no sólo no lo
envolvió en un manto y lo escondió en el campo, sino que lo encomendó a Pedro,
el portador de las llaves, y a sus sucesores, de modo que ellos pudiesen, por
justas y razonables causas, distribuirlo a los fieles en forma de remisión plena
o parcial de la pena temporal debida por el pecado". De aquí brota la
condenación por parte de León X de la afirmación de Lutero que "los tesoros de
la Iglesia del cual el papa concede indulgencias no son los méritos de Cristo y
los santos" (Enchiridion, 757). Por el mismo motivo, Pío VI (1794) catalogó como
falso, temerario e injurioso a los méritos de Cristo y de los santos el error
del sínodo de Pistoya, según el cual el tesoro de la Iglesia era una invención
de sutileza escolástica (Enchiridion, 1541).
Según la doctrina católica, por lo tanto, la fuente de las indulgencias se
constituye por los méritos de Cristo y de los santos. Este tesoro ha sido
entregado en custodia no al fiel en particular, sino a la Iglesia.
Consecuentemente, para hacerlo disponible al fiel, se requiere un ejercicio de
autoridad que determine, sólo él, de qué modo, bajo qué condiciones y hasta qué
punto se conceden las indulgencias.
El Poder de Conceder Indulgencias
Una vez que se admite que Cristo dejó a su Iglesia el poder de perdonar los
pecados (ver PENITENCIA), el poder de conceder indulgencias se infiere
lógicamente. Dado que el perdón sacramental se extiende tanto a la culpa como al
castigo eterno, se sigue sin dificultad que la Iglesia puede también librar al
penitente de la pena menor o temporal. Esto se vuelve más claro aún, sin
embargo, cuando consideramos la amplitud del poder concedido a Pedro (Mat., xvi,19):
"Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que atares sobre la
tierra será atado también en el cielo, y todo lo que desatares sobre la tierra
será también desatado en el cielo." (Cf. Mat., xviii,18, donde un poder
semejante es concedido a todos los Apóstoles). No se pone límite a este poder de
desatar, "el poder de las llaves" como se lo llama; por tanto debe extenderse a
todas y cada uno de las ataduras contraídas por el pecado, tanto de la pena como
de la culpa. Cuando la Iglesia, por lo tanto, mediante una indulgencia, remite
esta pena, su acción -según las palabras de Cristo- es ratificada en los cielos.
Que este poder, como afirma el Concilio de Trento, haya sido ejercido desde el
inicio, se muestra por las palabras de San Pablo (II Cor., ii, 5-10), cuando
trata del caso del hombre incestuoso de Corinto. El pecador había sido excluido,
por orden de San Pablo, de la compañía de los fieles, pero se había arrepentido
sinceramente; por ello el Apóstol juzga que a aquél hombre "este castigo,
impuesto por varios, le es suficiente", y agrega: "a quien habéis perdonado
algo, yo también lo perdono; porque en verdad, lo que yo he perdonado, si algo
he perdonado, lo hice por vosotros en la persona de Cristo". Pablo había
sujetado al culpable con los lazos de la excomunión; ahora libra al penitente
del castigo por un acto de autoridad -"en la persona de Cristo"-. Aquí tenemos
todos los elementos esenciales de una indulgencia.
Estos elementos esenciales permanecen en la práctica subsiguiente de la Iglesia,
aunque los elementos accidentales varían según van surgiendo nuevas condiciones.
Durante las persecuciones, aquellos cristianos que habían caído y que deseaban
ser readmitidos a la comunión con la Iglesia, frecuentemente obtenían de los
mártires una nota (libellus pacis) que presentaban al obispo, de modo que éste,
en consideración de los sufrimientos del mártir, pudiese admitir al penitente a
ser absuelto de su pecado, librándolo consecuentemente del castigo en el que
habían incurrido. Tertuliano se refiere a esto cuando dice (Ad martyres, c. i,
P.L., I, 621): "La cual paz algunos, no teniéndola en la Iglesia, suelen
suplicarla de parte de los mártires en la prisión; por lo tanto tu debes
poseerla, apreciarla y preservarla en ti, de modo que, si es necesario, puedas
concederla a otros." Más luz se echa sobre este asunto si consideramos el
vigoroso ataque que el mismo Tertuliano hizo después de haberse vuelto
Montanista. En la primera parte de su tratado "De pudicitia", ataca al papa por
su supuesta relajación al admitir a los adúlteros a la penitencia y al perdón, y
desdeña el perentorio edicto del "pontifex maximus episcopus episcoporum". Al
final del tratado se queja de que el mismo poder de remisión se concede ahora
también a los mártires, y argumenta que debería ser suficiente que los
sufrimientos de los mártires sirvan para purgar sus propios pecados - "sufficiat
martyri propria delicta purgasse". Y también, "¿Cómo puede el aceite de tu
pequeña lámpara bastar para ti y para mí?" (c. xxii). Es suficiente notar que
muchos de sus argumentos aplicarían con la misma mucha o poca fuerza a las
indulgencias de las edades posteriores.
Durante la época de S. Cipriano (m. 258) el herético Novaciano pretendía que
ninguno de los lapsi sea readmitido a la Iglesia; otros, como Felicissimus,
sostenían que tales pecadores debían ser readmitidos sin pena ninguna. Entre
estos extremos, San Cipriano mantiene el punto medio, insistiendo en que esos
pecadores debían ser readmitidos cumpliendo las condiciones propias. Por un
lado, condena los abusos en conexión con el libellus, en particular la costumbre
de los mártires de hacerlos en blanco para ser completados por cualquiera que lo
necesitase. "Con respecto a esto debéis estar particularmente atentos" escribe a
los mártires (Ep. xv), "a fin de designar por el nombre a aquellos a los que
deseáis sea devuelta la paz." Por otro lado reconoce el valor de estos
memoriales: "Aquellos que han recibido un libellus de parte de los mártires y
con su ayuda pueden, en la presencia del Señor, obtener la liberación en sus
pecados, permitidles que, si están enfermos o en peligro, después de la
confesión y la imposición de tus manos, partan hacia el Señor en aquella paz que
le ha sido prometida por los mártires" (Ep. xiii, P.L., IV, 261). San Cipriano,
por lo tanto, creía que los méritos de los mártires podían ser aplicados a los
cristianos menos dignos por medio de una satisfacción vicaria, y que tal
satisfacción era aceptable a los ojos de Dios como de la Iglesia.
Después que las persecuciones cesaron, la disciplina penitencial permaneció en
uso, aunque se vio una más grande condescendencia en aplicarlas. El mismo San
Cipriano fue acusado de mitigar la "severidad evangélica" sobre la cual él había
insistido en un comienzo; a esto respondió (Ep. lii) que semejante severidad era
exigida durante el tiempo de persecución, no sólo para estimular a los fieles en
la práctica de la penitencia, sino también para apresurarlos a que busquen la
gloria del martirio; cuando, por el contrario, la paz para la Iglesia fue
asegurada, la relajación de la disciplina fue necesaria a fin de prevenir a los
pecadores de no caer en desesperación ni de llevar la vida de los paganos. En el
380 San Gregorio de Nyssa (Ep. ad Letojum) declara que la penitencia debe ser
acortada en los casos en los que se muestra sinceridad y celo en su práctica - "ut
spatium canonibus praestitum posset contrahere" (can. xviii; cf. can ix, vi,
viii, xi, xiii, xix). En este mismo espíritu San Basilio (379), después
prescribir un tratamiento más condescendiente en relación a varios crímenes,
establece el principio general que en todos los casos semejantes no es sólo la
duración de la penitencia lo que debe considerarse, sino la manera en la que se
lleva a cabo (Ep. ad Amphilochium, c. lxxxiv). La misma condescendencia se
muestra en varios Concilios: Ancyra (314), Laodicea (320), Nicea (325), Aries
(330). Llegó a ser muy común durantes este período favorecer a aquellos que
estaban enfermos o en peligro de muerte (ver Amort, "Historia", 28ss). Los
antiguos penitenciales de Irlanda e Inglaterra, aunque si exigentes en lo que
toca a disciplina, prevén la relajación en ciertos casos. San Cummian, por
ejemplo, en su Penitencial (del séptimo siglo), tratando del pecado de robo (cap.
v) prescribe que aquel que ha cometido hurtos en varias oportunidades deberá
hacer penitencia por siete años o por tanto tiempo como lo considere oportuno el
sacerdote, debe siempre reconciliarse con aquel al que provocó el daño y debe
hacer restitución proporcionada al daño cometido, en cuyo caso su penitencia
deberá acortarse considerablemente (multum breviabit poenitentiam ejus). Pero si
la persona en cuestión muestra falta de interés o imposibilidad (en cumplir con
estas condiciones), deberá cumplir la penitencia por todo el tiempo que le ha
sido impuesta, y en todos sus detalles. (Cf. Moran, "Essays on the Early Irish
Church", Dublin, 1864, p. 259.)
Otra práctica que muestra claramente la diferencia entre la absolución
sacramental y la concesión de indulgencias era la solemne reconciliación de los
penitentes. Estos, al inicio de la cuaresma, recibían de parte de los sacerdotes
la absolución por sus pecados y la penitencia que imponían los cánones; el
Jueves Santo se presentaban ante el obispo, que les imponía las manos, los
reconciliaba con la Iglesia y los admitía a la comunión. Esta reconciliación
estaba reservada al obispo, como está explícitamente declarado en el Penitencial
de Teodoro, Arzobispo de Canterbury; en casos de necesidad el obispo podía
delegar a un sacerdote para este propósito (lib. I, xiii). Dado que el obispo no
oía sus confesiones, la "absolución" que él impartía debía ser una liberación de
alguna penalidad en la que habían incurrido. En efecto, el resultado de esta
reconciliación era restaurar al penitente a su estado de inocencia bautismal, y
consecuentemente de libertad de todas las penalidades, según aparece en las así
llamadas Constituciones Apostólicas (lib. II, c. xli), donde se dice: "Eritque
in loco baptismi impositio manuum" - es decir, la imposición de manos tiene el
mismo efecto que el bautismo (cf. Palmieri, "De Poenitentia", Roma, 1879, 459s).
En un período posterior (desde el siglo ocho al doce) se volvió costumbre
permitir la substitución de alguna pena menor por aquello que prescribían los
cánones. Así, el Penitencial de Egberto, Arzobispo de York, declara (XIII, 11):
"Para aquel que puede realizar lo que prescribe el penitencial, está muy bien
que lo haga; para aquel que no lo puede realizar, damos consejo según la
misericordia de Dios. En vez de un día a pan y agua, que cante cincuenta salmos
de rodilla o setenta salmos sin arrodillarse... Pero si no sabe los salmos y no
puede ayunar, en lugar de un año a pan y agua que de veintiséis solidi en
limosnas, que ayune hasta la hora de Nona en un día de cada semana, y hasta la
hora de Vísperas en otro día, y en tres cuaresmas que de en limosnas la mitad de
lo que recibe." La práctica de sustituir la recitación de los salmos o la
limosna por una parte del ayuno se establece también en el Sínodo de Irlanda, en
el 807, el cual dice (c. xxiv) que el ayuno del segundo día de la semana puede
"redimirse" cantando un salterio o dando un denarius a un pobre. Aquí tenemos
los comienzos de las así llamadas "redenciones" que prontamente pasarán a ser de
uso común. Entre otras formas de conmutación estaban las peregrinaciones a
santuarios bien conocidos como el de San Albano en Inglaterra o el de Compostela
en España. Pero el lugar más importante de peregrinación era Roma. Según Beda
(674-735) la "visitatio liminum", o visita a la tumba de los Apóstoles, ya era
vista como una buena obra de gran eficacia (Hist. Eccl., IV, 23). En un
principio los peregrinos venían sólo a venerar las reliquias de los Apóstoles y
mártires; pero con el paso del tiempo su objetivo principal fue ganar las
indulgencias concedidas por el papa y colegadas a las Estaciones. Jerusalén,
también, fue por mucho tiempo la destinación de estos viajes de piedad, y los
relatos de los peregrinos sobre el modo en el que eran tratados por los infieles
finalmente provocó las Cruzadas (q.v.). En el Concilio de Clermont (1095) la
Primera Cruzada fue organizada, y se declaró (can. ii): "El que, por pura
devoción y no por motivo de ganancia u honor, vaya a Jerusalén a liberar la
Iglesia de Dios, que ese viaje le sea computado en lugar de todas las
penalidades". Indulgencias semejantes se concedieron a lo largo de las cinco
centurias siguientes (Amort, op. cit., 46s), siendo el objeto de ellas
incentivar estas expediciones que significaban tantas penurias, pero que eran a
la vez tan importantes para la Cristiandad y la civilización. El espíritu con el
cual estas concesiones fueron hechas queda manifiesto en las palabras de San
Bernardo, el predicador de la Segunda Cruzada (1146): "Recibe el signo de la
Cruz, y obtendrás también la indulgencia por todo lo que has confesado con un
corazón contrito" (ep. cccxxii; al., ccclxii).
Concesiones similares eran otorgadas frecuentemente en ciertas ocasiones, como
las dedicaciones de las iglesias, por ejemplo la de la antigua Iglesia del
Temple en Londres, que fue consagrada en honor de la Santísima Virgen María el
10 de Febrero de 1185 por Lord Heraclius, que concedió sesenta días de
indulgencia para las penas que hubiesen tenido a todos aquellos que visitasen el
templo anualmente, como atestigua la inscripción sobre la entrada principal. La
canonización de los santos estaba marcada frecuentemente por la concesión de
indulgencias, como por ejemplo en honor de San Laurencio O'Toole por parte de
Honorio III (1226), en honor de San Edmundo de Canterbury por Inocencio IV
(1248), y en honor de Santo Tomás de Hereford, por Juan XXII (1320). Una famosa
indulgencia es la de la Portiuncula (q.v.), obtenida por San Francisco en 1221
de parte del papa Honorio III. Pero la más importante concesión durante este
período es la indulgencia plenaria otorgada por Bonifacio VIII en 1300 a
aquellos que, arrepentidos sinceramente y habiendo confesado sus pecados,
visitasen las basílicas de los Santos Pedro y Pablo (ver JUBILEO).
Entre las obras de caridad que eran incentivadas por las indulgencias, el
hospital tuvo un lugar prominente. Lea en su "History of Confession and
Indulgences" (III, 189) menciona solamente el hospital de Santo Spirito en Roma,
mientras que otro autor protestante, Uhlhorn (Gesc. d. Christliche
Liebesthatigkeit, Stuttgart, 1884, II, 244) establece que "siempre que se
repasan los archivos de cualquier hospital, se encuentran numerosas cartas de
indulgencias". El hospital de Halberstadt en 1284 tenía no menos de catorce
semejantes concesiones, cada una otorgando una indulgencia de cuarenta días. Los
hospitales en Lucerna, Rothenberg, Rostock y Augsburgo tenían privilegios
similares.
Abusos
Parecería extraño que la doctrina de las indulgencias significase semejante
piedra de escándalo y provocase tantos prejuicios y oposición. Pero la
explicación de este hecho puede encontrarse en los abusos que poco felizmente se
han asociado con lo que en sí mismo es una práctica saludable. En este sentido,
claro está, las indulgencias no son una excepción: no existe institución, por
más santa que sea, que haya escapado a los abusos que provocan la malicia y la
indignidad de las personas. Incluso la misma Eucaristía, como lo declara San
Pablo, implica el comer y beber la propia condenación para aquel que no
discierne el cuerpo del Señor (1 Cor., xi, 27-29). Y, así como la paciencia de
Dios es constantemente abusada por parte de los que recaen en sus pecados, así
también no es de sorprenderse que el ofrecimiento del perdón en la forma de las
indulgencias haya conducido a malas prácticas. Estas han sido especial objeto de
ataque debido, sin duda, a su conexión con la revuelta de Lutero (ver LUTERO).
Por otro lado, no debe olvidarse que la Iglesia, mientras mantiene firmemente el
principio e intrínseco valor de las indulgencias, ha condenado repetidamente sus
abusos: de hecho, frecuentemente nos enteramos de cuán grave esos abusos habían
sido precisamente viendo la severidad de la condena por parte de la Iglesia.
Aún en la época de los mártires, como se dijo antes, hubo prácticas ante las
cuales San Cipriano se sintió en la obligación de reprender, aunque no prohibió
a los mártires conceder el libelli. En tiempos posteriores, los abusos eran
enfrentados por medidas represivas por parte de la Iglesia. Así, el Concilio de
Clovesho en Inglaterra (747) condena a aquellos que imaginan que pueden
satisfacer por sus crímenes sustituyendo sus propias austeridades por penitentes
mercenarios. Contra las excesivas indulgencias concedidas por algunos prelados,
el Concilio Laterano IV (1215) decretó que en la dedicación de una iglesia la
indulgencia no deberá sobrepasar el año, y para el aniversario de una dedicación
u otra circunstancia, no deberá sobrepasar los cuarenta días, siendo este el
límite observado también por el mismo papa en semejantes ocasiones. La misma
restricción fue puesta en vigor por el Concilio de Ravenna en 1317. En respuesta
a las quejas de Dominicos y Franciscanos, que ciertos prelados habían usado de
las indulgencias concedidas a sus respectivas órdenes con fines privados,
Clemente IV en 1268 prohibió toda posible interpretación de las concesiones en
ese sentido, declarando qué, cuando fuesen verdaderamente necesarias, serían
concedidas por la Santa Sede. En 1330 los hermanos del hospital de Haut-Pas
afirmaron falsamente que las concesiones hechas en su favor eran más extensas
que lo que permitían los documentos: Juan XXII arrestó y envió a la prisión a
todos estos hermanos en Francia. Bonifacio IX, escribiendo al obispo de Ferrara
en 1392, condena las prácticas de ciertos religiosos que falsamente afirmaban
que habían sido autorizados por el papa a perdonar todo tipo de pecados, y
obtenían dinero por parte de los simples feligreses prometiéndoles felicidad
perpetua en este mundo y gloria eterna en el otro. Cuando Enrique, Arzobispo de
Canterbury, intentó en 1420 conceder una indulgencia plenaria al modo del
Jubileo Romano, fue severamente amonestado por Martín V, que caracterizó la
acción como "de una presunción inaudita y una audacia sacrílega". En 1450 el
Cardenal Nicolás de Cusa, Legado Apostólico en Alemania, encontró algunos
predicadores que proclamaban que las indulgencias libraban de la culpa del
pecado como también de la pena por el mismo. Este error, debido a un mal
entendimiento de las palabras "a culpa et a poena", fue condenado por el mismo
Cardenal durante el Concilio de Magdeburgo. Finalmente, Sixto IV en 1478, para
evitar la idea que la obtención de indulgencias pudiese ser un incentivo al
pecado, reservó a la Santa Sede un extenso número de casos en los que, hasta el
momento, los sacerdotes tenían facultades (Extrav. Com., tit. de poen. et remiss.).
1. El tráfico de las indulgencias
Estas medidas muestran claramente que la Iglesia, mucho antes de la Reforma, no
sólo reconoció la existencia de abusos, sino que usó de su autoridad para
corregirlos.
A pesar de todo esto, los desórdenes continuaron y dieron el pretexto a los
ataques dirigidos contra la doctrina misma de las indulgencias, no menos que
contra su práctica. Aquí, como en tantas otras cuestiones, el amor al dinero fue
la raíz principal de los males: las indulgencias eran usadas por eclesiásticos
mercenarios como fuente de ganancias pecuniarias. Dejando los detalles relativos
a este tráfico para otro artículo (ver REFORMA), será suficiente aquí notar que
la doctrina en sí misma no tiene conexión natural ni necesaria con ganancias
pecuniarias, como consta por el hecho que las muchas indulgencias que se
conceden en nuestros días están libres de asociación alguna con semejantes
ganancias: las únicas condiciones que se requieren son las de recitar ciertas
oraciones o la puesta en práctica de ciertas buenas obras o prácticas de piedad.
Es ciertamente fácil ver cómo los abusos se abrieron camino entre las
indulgencias: entre las buenas obras que pueden incentivarse a modo de condición
para ganarlas, la limosna tendrá un lugar importante, mientras se inducirá a las
personas a contribuir de la misma manera a una buena causa, como son la
construcción de una iglesia, la puesta en marcha de hospitales, o la
organización de una cruzada. Hay que observar que en estas cuestiones no hay
nada que sea intrínsecamente malo. Dar dinero a Dios o a los pobres es un acto
digno de alabanza, y cuando es hecho por los motivos apropiados sin duda no
quedará sin recompensa. Visto bajo esta óptica, puede ser perfectamente lícito
establecer la limosna como condición para ganar los beneficios espirituales de
una indulgencia. Pero, a pesar de la inocencia de la práctica en sí mismo, ésta
se vio gravada por un gran peligro, y pronto se volvió una fructuosa fuente de
mal. Por una parte, estaba el peligro de que el pago fuese visto como el precio
de la indulgencia, y que aquellos que buscaban de ganarla perdiesen de vista las
otras condiciones más sustanciales. Por otro lado, los que concedían
indulgencias podían caer en la tentación de convertir las indulgencias en una
fuente de ingresos: a pesar de que los líderes de la Iglesia estuvieron libres
de culpa en este sentido, hubo espacio para la corrupción entre sus oficiales y
agentes, o entre los predicadores populares de indulgencias, clase felizmente
desaparecida, pero cuyo tipo fue preservado en "Pardoner", de Chauser, con sus
falsas reliquias e indulgencias.
Mientras no se puede negar que estos abusos se habían extendido ampliamente,
también hay que notar que, aún durante los tiempos más marcados por la
corrupción, estas concesiones espirituales eran usadas con mucho fruto por los
cristianos sinceros, que las buscaban según su verdadero espíritu, y por
sacerdotes y predicadores que insistían sobre la necesidad de un verdadero
arrepentimiento. Por todo lo cual no es difícil entender porqué la Iglesia, en
vez de abolir la práctica de las indulgencias, se esforzó más bien por
promoverlas eliminando los malos elementos. El Concilio de Trento en su decreto
"Sobre las Indulgencias" (Sesión XXV) declara: "Al conceder indulgencias el
Concilio desea que sea observada moderación en acuerdo con la antigua y
comprobada costumbre de la Iglesia, a fin de que una excesiva facilidad no
relaje la disciplina eclesiástica; y además, buscando de corregir los abusos que
se han infiltrado... establece que toda ganancia criminal conectada con ellas
deberá ser totalmente cancelada como fuente de triste abuso entre el pueblo
cristiano; y como en el caso de otros desórdenes que surgen por la superstición,
ignorancia, irreverencia o por cualquier causa que sea - dado que estos
desórdenes, por la extendida corrupción, no pueden ser removidos por una
prohibición particular - el Concilio pone sobre las espaldas de cada obispo la
obligación de encontrar dichos abusos si existen en su propia diócesis, de
presentarlos ante el próximo sínodo provincial y de reportarlos, en consonancia
con los otros obispos, al Romano Pontífice, por cuya autoridad y prudencia serán
tomadas medidas para el bienestar de la Iglesia en general, de modo que el
beneficio de las indulgencias pueda ser derramado sobre todos los fieles por
medios que sean a la vez piadosos, santos y libres de corrupción". Después de
deplorar el hecho que, a pesar de los remedios prescriptos por concilios
anteriores, los negociantes (quaestores) de indulgencias continuaron su nefasta
práctica para gran escándalo de los fieles, el concilio ordenó que el nombre y
método de estos quaestores sea totalmente abolido, y que las indulgencias y
otros favores espirituales de los cuales los fieles no deben verse privados sean
publicados por los obispos y concedidos gratuitamente, de modo que todos puedan
entender con toda claridad que estos tesoros celestiales fueron dispensados por
causa de la piedad, y no por lucro (Sesión XXI, c. ix). En 1567 San Pío V
canceló todo tipo de indulgencias que implicase algún estipendio u otra
transacción financiera.
2. Indulgencias apócrifas
Uno de los peores abusos fue la invención o falsificación de indulgencias. Antes
de la Reforma, semejantes prácticas abundaron y provocaron severas
manifestaciones por parte de la autoridad eclesiástica, en particular durante el
Cuarto Concilio de Letrán (1215) y el de Viena (1311). Después del Concilio de
Trento la medida más importante que se tomó para prevenir semejantes fraudes fue
la creación de la Congregación para las Indulgencias. Una comisión especial de
cardenales trabajó durante los pontificados de Clemente VIII y Pablo V,
reglamentando todas las cuestiones relativas a las indulgencias. La Congregación
para las Indulgencias fue definitivamente establecida por Clemente IX en 1669, y
reorganizada por Clemente XI en 1710. Ha provisto de un servicio eficiente al
decidir varias cuestiones relativas a las concesión de las indulgencias y su
publicación. La "Raccolta" (q.v.) fue editada por primera vez por uno de sus
consultores, Telesforo Galli, en 1807; las últimas tres ediciones, 1877, 1886 y
1898 fueron publicadas por la Congregación. La otra publicación oficial es la
"Decreta authentica", que contiene las decisiones de la Congregación desde 1668
a 1882. Fue publicada en 1883 por orden de León XIII. Ver también la "Rescripta
authentica", de Joseph Schneider (Ratisbona, 1885). Por un Motu Proprio de Pío
X, fechado el 28 de enero de 1904, la Congregación para las Indulgencias fue
asociada a la Congregación de Ritos, sin ninguna disminución, sin embargo, de
sus prerrogativas.
Efectos Saludables de las Indulgencias
Lea (History, etc., III, 446), un tanto a regañadientes, reconoce que "con el
declive de las posibilidades financieras del sistema, las indulgencias se han
multiplicado grandemente como incentivo para ejercicios espirituales, y dado que
pueden ser obtenidas con mucha facilidad, no hay peligro ya de recaer en los
viejos abusos, incluso considerando el más sutil sentido de conveniencia,
característico de los tiempos modernos, tanto de parte de los prelados como del
pueblo, que no ha obstaculizado el intento". La plena significación de esta
"multiplicación", sin embargo, se encuentra en el hecho que la Iglesia,
desraizando los abusos, ha mostrado el rigor de su vida espiritual. Ella ha
mantenido la práctica de las indulgencias porque las mismas, cuando se usan en
sintonía con lo que la Iglesia prescribe, refuerzan la vida espiritual
induciendo a los creyentes a acercarse a los sacramentos y a purificar sus
conciencias del pecado. Además, incentivan la realización, en un sincero
espíritu religioso, de las obras que redundan no sólo en bien del individuo,
sino también en la mayor gloria de Dios y el servicio del prójimo.
BELLARMINE, De indulgentiis (Cologne, 1600); PASSERINI, De indulgentiis (Rome,
1672); AMORT, De origine......indulgentiarum (Venice, 1738); BOUVIER, Traité
dogmatique et pratique des indulgences (Paris, 1855): SCHOOFS, Die Lehre vom
kirchl. Ablass (Munster, 1857); GRONE, Der Ablass, seine Gesch. u. Bedeutung (Ratisbon,
1863).
W. H. KENT
Transcrito por Charles Sweeney, S.J.
Traducido por P. Juan Carlos Sack