San
Ignacio de Antioquía
EnciCato
También llamado Teóforo (ho Theophoros); nacido en Siria, hacia el año 50;
muerto en Roma entre el año 98 y el 117.
Más de uno de los autores eclesiásticos más antiguos han dado crédito,
aparentemente sin buenas razones, a la leyenda de que Ignacio fue el niño a
quien el Salvador tomó en sus brazos, como se describe en Marcos, 9, 35. También
se creyó, y con gran probabilidad, que, con su amigo Policarpo, estuvo entre los
oyentes del Apóstol San Juan. Si incluimos a San Pedro, Ignacio fue el tercer
obispo de Antioquía e inmediato sucesor de Evodio (Eusebio, “Hist. Eccl.”, II,
iii, 22). Teodoreto (“Dial. Inmutab.”, I, iv, 33a, París, 1642) es la autoridad
para la afirmación de que San Pedro nombró a Ignacio para la sede de Antioquía.
San Juan Crisóstomo atribuye especial énfasis al honor conferido al mártir al
recibir su consagración episcopal de manos de los mismos Apóstoles (“Hom. in S.
Ign.”, IV, 587). Natalis Alexander cita a Teodoreto al mismo efecto (III, xii,
art. xvi, p. 53).
Todas las excelentes cualidades de pastor ideal y verdadero soldado de Cristo
fueron poseídas por el obispo de Antioquía en grado eminente. De acuerdo con
ello, cuando la tormenta de la persecución de Domiciano estalló en su pleno
furor sobre los cristianos de Siria, encontró a su fiel dirigente preparado y
vigilante. Fue infatigable en su vigilancia e incansable en sus esfuerzos para
inspirar esperanza y reforzar a los débiles de su grey contra el terror de la
persecución. La restauración de la paz, aunque fue de corta duración, le
confortó en gran manera. Pero no se regocijó por sí mismo, pues el gran deseo
omnipresente de su alma caballerosa era poder recibir la plenitud del
discipulado de Cristo por medio del martirio. Su deseo no iba a permanecer largo
tiempo insatisfecho. Asociado con los escritos de San Ignacio hay una obra
titulada “Martyrium Ignatii”, que pretende ser el relato de un testigo
presencial del martirio de San Ignacio y los hechos conducentes al mismo. En
esta obra, que críticos protestantes tan competentes como Pearson y Ussher
consideran como genuina, se registra fielmente para edificación de la Iglesia de
Antioquía la historia completa de ese accidentado viaje de Siria a Roma. Es
ciertamente muy antigua y se reputa de haber sido escrita por Filón, diácono de
Tarso y Rheus Agathopus, un sirio, que acompañó a Ignacio a Roma. Generalmente
se admite, incluso por los que la consideran auténtica, que esta obra ha sido
muy interpolada. Su versión más fiable es la que se encuentra en el “Martirium
Colbertinum” que cierra la recensión mixta y se llama así porque su testimonio
más antiguo es el Codex Colbertinus (París) del Siglo X.
Según estas Actas, en el año noveno de su reinado, Trajano, emocionado con la
victoria sobre los escitas y los dacios, pretendió perfeccionar la universalidad
de su dominio por una especie de conquista religiosa. Decretó, por tanto, que
los cristianos se unieran a sus vecinos paganos en el culto a los dioses. Se
amenazó con una persecución general, y la muerte fue mencionada como pena para
todos los que rehusaran ofrecer el sacrificio prescrito. Advertido
inmediatamente del peligro que amenazaba, Ignacio se proveyó de todos los medios
a su alcance para frustrar los propósitos del emperador. El éxito de sus celosos
esfuerzos no permaneció oculto mucho tiempo a los perseguidores de la Iglesia.
Pronto fue detenido y conducido ante Trajano, que estaba entonces residiendo en
Antioquía. Acusado por el propio emperador de violar el edicto imperial, y de
incitar a otros a similares transgresiones, Ignacio dio valientemente testimonio
de la fe de Cristo. Si creemos el relato que se da en el “Martyrium”, su
declaración ante Trajano se caracterizó por la inspirada elocuencia, el sublime
valor, e incluso un espíritu de exultación. Incapaz de apreciar los motivos que
lo animaban, el emperador ordenó que lo encadenaran y llevaran a Roma, para
convertirse allí en pasto de las fieras y espectáculo para el pueblo.
Que las pruebas de este viaje a Roma fueron grandes lo colegimos de su carta a
los Romanos (par. 5): “Incluso desde Siria a Roma luché con bestias salvajes,
por tierra y mar, de noche y de día, estando atado entre diez leopardos, hasta
una compañía de soldados, que sólo se volvían peores cuando eran tratados
amablemente”. Pese a todo esto, su viaje fue una especie de triunfo. Noticias de
su suerte, de su lugar de destino, y de su probable itinerario le habían
precedido velozmente. En varios lugares a lo largo de su itinerario sus
correligionarios cristianos le saludaron con palabras de consuelo y de homenaje
reverente. Es probable que en su camino a Roma embarcara en Seleucia, en Siria,
el puerto más próximo a Antioquía, bien hasta Tarso, en Cilicia, o Attalia en
Pamfilia, y de allí, como colegimos por sus cartas, viajó por tierra a través
del Asia Menor. En Laodicea, en el río Lycos, donde se presentaba una
encrucijada, sus guardias eligieron la ruta más septentrional, que llevó al
futuro mártir a través de Filadelfia y Sardes, y finalmente a Esmirna, donde
Policarpo, su condiscípulo en la escuela de San Juan, era obispo. La estancia en
Esmirna, que fue prolongada, dio a los representantes de las diversas
comunidades cristianas de Asia Menor una oportunidad de saludar al ilustre
prisionero, y ofrecerle el homenaje de las iglesias que representaban. Vinieron
delegaciones de las congregaciones de Éfeso, Magnesia, y Tralles para
consolarlo. A cada una de estas comunidades cristianas dirigió cartas desde
Esmirna, exhortándolas a la obediencia a sus respectivos obispos, y
advirtiéndoles que evitaran la contaminación de la herejía. Estas cartas
respiran el espíritu de caridad cristiana, celo apostólico, y solicitud
pastoral. Mientras que aún estaba allí también escribió a los cristianos de
Roma, pidiéndoles que no hicieran nada para privarle de la oportunidad del
martirio.
Desde Esmirna sus captores le llevaron a Troya, desde la cual envió cartas a los
cristianos de Filadelfia y Esmirna y a Policarpo. Aparte de estas cartas,
Ignacio había previsto dirigir otras a las comunidades cristiana del Asia Menor,
invitándolas a hacer expresión pública de su simpatía con los hermanos de
Antioquía, pero el cambio de planes de sus guardias, que exigía una apresurada
partida de Troya, frustró su propósito, y se vio obligado a contentarse con
delegar esta función en su amigo Policarpo. En Troya tomaron un barco para
Neápolis. Desde este lugar el viaje les llevó por tierra a través de Macedonia e
Iliria. El siguiente puerto de embarque fue probablemente Dyrrhachium (Durazzo).
Es imposible de determinar si al haber llegado a las costas del Adriático
completó su viaje por tierra o por mar. No mucho después de su llegada a Roma
obtuvo su muy codiciada corona de martirio en el anfiteatro de Flavio. Las
reliquias del santo mártir fueron llevadas de vuelta a Antioquía por el diácono
Filón de Cilicia, y Rheus Agathopus, un sirio, y fueron enterradas fuera de las
puertas no lejos del hermoso suburbio de Dafne. Más tarde fueron trasladadas por
el emperador Teodosio II al Tychaeum, o Templo de la Fortuna que se convirtió
entonces en una iglesia cristiana bajo el patrocinio del mártir cuyas reliquias
albergaba. En el año 637 fueron trasladadas a San Clemente de Roma, donde
descansan ahora. La Iglesia celebra la fiesta de San Ignacio el 1 de Febrero.
El carácter de San Ignacio, como se deduce de sus propios escritos y de los que
se conservan de sus contemporáneos, es el de un verdadero atleta de Cristo. El
triple honor de apóstol, obispo, y mártir fue bien merecido por este enérgico
soldado de la Fe. Una entusiasta devoción a la tarea, una apasionado amor al
sacrificio, y una temeridad absoluta en la defensa de la verdad cristiana,
fueron sus principales características. El celo por el bienestar espiritual de
los que estaban a su cargo alienta desde cada línea de sus escritos. Siempre
vigilante para que no se infectaran por las herejías rampantes de aquellos
primeros tiempos; rezando por ellos, para que su fe y su ánimo no les faltara a
la hora de la persecución; exhortándoles constantemente a una obediencia sin
fallos a sus obispos; enseñándoles a todos la verdad católica; al suspirar con
ansia por la corona del martirio, para que su propia sangre pudiera fructificar
en gracias adicionales en las almas de su grey, demuestra ser en todos sentidos
un verdadero pastor de almas, el buen pastor que da su vida por su oveja.
Colecciones
La colección más antigua de los escritos de San Ignacio que se sabe que ha
existido fue la utilizada por el historiador Eusebio en la primera mitad del
Siglo IV, pero que desafortunadamente ya no existe. Estaba compuesta de las
siete cartas escritas por Ignacio mientras estaba de camino a Roma. Estas cartas
se dirigieron a los cristianos
de Éfeso (Pros Ephesious);
de Magnesia (Magnesieusin) ;
de Tralles (Trallianois) ;
de Roma (Pros Romaious) ;
de Filadelfia (Philadelpheusin) ;
de Esmirna (Smyrnaiois) ; y
a Policarpo (Pros Polykarpon).
Encontramos estas siete mencionadas no sólo por Eusebio (“Hist. eccl.”, III,
xxxvi) sino también por San Jerónimo (De viris illust., c. xvi). De las
colecciones posteriores de las cartas de Ignacio que se han conservado, la más
antigua se conoce como la “recensión larga”. Esta colección cuyo autor es
desconocido, data de la última parte del Siglo IV. Contiene las siete cartas
genuinas y seis espurias, pero incluso las epístolas genuinas están muy
interpoladas para añadir peso a las opiniones personales de su autor. Por esta
razón no son capaces de dar testimonio de la forma original. Las cartas espurias
de esta recensión son las que pretenden ser de Ignacio
a María de Cassobola ( pros Marian Kassoboliten);
a los de Tarso (Pros tous en Tarso);
a los Filipenses (Pros Philippesious);
a los Antioquenos (Pros Antiocheis);
a Herón, diácono de Antioquía (Pros Erina diakonon Antiocheas). Asociada con las
precedentes está
una carta de María de Cassobola a Ignacio.
Es extremadamente probable que la interpolación de las genuinas, la añadidura de
las espurias y la unión de ambas en la recensión larga sea la obra de un
apolinarista de Siria o Egipto, que escribió hacia el comienzo del Siglo V. Funk
lo identifica con el compilador de las Constituciones Apostólicas, que salieron
de Siria en la primera parte del mismo Siglo. Subsiguientemente se añadió a esta
colección un panegírico sobre San Ignacio titulado “Laus Heronis”. Aunque en el
original estaba probablemente escrito en griego, ahora sólo se conserva en los
textos latino y copto. Hay también una tercera recensión, designada por Funk
como la “colección mixta”. La época de su origen puede ser determinada sólo
vagamente como estando entre la de la colección conocida por Eusebio y la
recensión larga. Aparte de las siete cartas genuinas de Ignacio en su forma
original, también contiene las seis espurias, con la excepción de la dirigida a
los Filipenses.
En esta colección se encuentra también el “Martyrium Colbertinum”. El original
griego de esta recensión se contiene en un único códice, el famoso manuscrito
Mediceo-Laurentianus de Florencia. Este códice está incompleto, al faltar la
carta a los Romanos que, sin embargo, se encuentra asociada al “Martyrium
Colbertinum” en el Codex Colbertinus, de París. La colección mixta está
considerada como la más fiable de todas para determinar cuál era el texto
auténtico de las cartas genuinas de Ignacio. Hay también una antigua versión
latina que es una traducción inusualmente exacta de la griega. Los críticos se
inclinan generalmente a considerar esta versión como una traducción de algún
manuscrito griego del mismo tipo que el del Codex Mediceo. Esta versión debe su
descubrimiento al arzobispo Ussher, de Irlanda, que la encontró en dos
manuscritos en bibliotecas inglesas y la publicó en 1644. Fue obra de Robert
Grosseteste, un fraile franciscano y obispo de Lincoln (ca. 1250). La versión
original siríaca nos ha llegado en su integridad sólo en una traducción armenia.
También contiene las siete cartas genuinas y las seis espurias. Esta colección
en el original siríaco sería inestimable para determinar el texto exacto de
Ignacio, si existiera, por la razón de que no puede haber sido posterior al
Siglo IV ó V. Las deficiencias de la versión armenia se suplen en parte por una
recensión abreviada en el original siríaco. Este resumen contiene las tres
cartas genuinas a los Efesios, a los Romanos y a Policarpo. El manuscrito fue
descubierto por Cureton en una colección de manuscritos siríacos obtenida en
1843 del monasterio de Santa María Deípara en el Desierto de Nitria. También hay
tres cartas que están sólo en latín. Dos de las tres pretenden ser de Ignacio al
Apóstol San Juan, y una a la Santísima Virgen, con su respuesta a la misma. Son
probablemente de origen occidental, no datando de más allá del Siglo XII.
La Controversia
A intervalos durante los últimos siglos una acalorada controversia se ha
producido entre los patrologistas respecto a la autenticidad de las cartas de
Ignacio. Cada recensión particular ha tenido sus apologistas y sus oponentes.
Cada uno ha sido partidario de la exclusión de todas las demás, y todas, a su
vez, han sido colectivamente rechazadas, especialmente por los correligionarios
de Calvino. El propio reformador, en un lenguaje tan violento como acrítico
(Instituciones, 1-3), repudia globalmente las cartas que tan absolutamente
desacreditan sus peculiares opiniones sobre el gobierno eclesiástico. La
convincente evidencia que las cartas aportan al origen divino de la doctrina
católica no conduce a predisponer a los críticos no católicos en su favor, de
hecho, ha añadido no poco al calor de la controversia. En general, los
estudiosos católicos y anglicanos se ponen a favor de las cartas escritas a los
Efesios, a los de Magnesia, a los de Tralles, a los Romanos, a los de
Filadelfia, a los de Esmirna, y a Policarpo; mientras que los presbiterianos,
como regla general, y quizá a priori, repudian todo lo que pretende la autoría
de Ignacio.
Las dos cartas al Apóstol San Juan y la dirigida a la Santísima Virgen, que
existen sólo en latín, son reconocidas unánimemente como espurias. El gran
conjunto de críticos que reconocen la autenticidad de las cartas de Ignacio
limitan su aprobación a las mencionadas por Eusebio y San Jerónimo. Las otras
seis no son defendidas por ninguno de los primeros Padres. La mayoría de los que
reconocen la autoría de Ignacio de las siete cartas lo hacen condicionalmente,
rechazando lo que consideran interpolaciones evidentes en estas cartas. En 1623,
cuando la controversia estaba en su punto culminante, Vedelius expresó esta
última opinión publicando en Ginebra una edición de las cartas de Ignacio en las
que las siete cartas genuinas se ponían aparte de las cinco espurias. En las
cartas genuinas indicaba lo que consideraba como interpolaciones. El reformador
Callaeus, en Ginebra, en 1666, publicó una obra titulada “De scriptis quae sub
Dionysii Aerop. et Ignatii Antioch. nominibus circumferuntur”, en la que (lib.
II) ponía en cuestión la autenticidad de todas las siete cartas. A esto replicó
enérgicamente el anglicano Pearson en una obra llamada “Vindiciae epistolarum S.
Ignatii”, publicada en Cambridge, en 1672. Tan convincentes fueron los
argumentos aducidos en esta erudita obra que durante doscientos años la
controversia permaneció cerrada en favor del carácter genuino de las siete
cartas. La discusión fue reabierta por el descubrimiento de Cureton (1843) de la
versión abreviada siríaca, que contenía las cartas de Ignacio a los Efesios, a
los Romanos y a Policarpo. En una obra titulada “Vindiciae Ignatianae” (Londres,
1846), defendió la posición de que sólo las cartas contenidas en su recensión
abreviada siríaca, y en la forma contenida en ella, eran genuinas, y que todas
las demás estaban interpoladas o claramente falsificadas. Esta posición fue
vigorosamente combatida por varios críticos británicos y alemanes, incluyendo
los católicos Denzinger y Hefele, que defendieron con éxito el carácter genuino
de las siete epístolas íntegras. Generalmente se admite ahora que la versión
abreviada siríaca de Cureton es sólo un resumen del original.
Aunque apenas se pueda decir que haya actualmente un acuerdo unánime sobre el
asunto, la mejor crítica moderna apoya la autenticidad de las siete cartas
mencionadas por Eusebio. Incluso críticos no católicos tan eminentes como Zahn,
Lightfoot y Harnack sostienen esta opinión. Tal vez la mejor evidencia de su
autenticidad debe encontrarse en la carta de Policarpo a los Filipenses, que
menciona cada una de ellas por su nombre. Como íntimo amigo de Ignacio,
Policarpo, escribiendo poco después de la muerte del mártir, da testimonio
contemporáneo de la autenticidad de estas cartas, salvo, en realidad, que la
misma de Policarpo sea considerada como interpolada o falsificada. Cuando,
además, tomamos en consideración el pasaje de Ireneo (Adv. Haer., V, xxviii, 4)
que se encuentra en el original griego de Eusebio (Hist. eccl., III, xxxvi), en
el que se refiere a la carta a los Romanos (iv, I) con las siguientes palabras:
“Tal como dijo uno de nuestros hermanos, condenado al martirio de las fieras por
su fe”, la evidencia de autenticidad se hace inevitable. La novela de Luciano de
Samosata, “De morte peregrini”, escrita en 167, da un incontestable testimonio
de que el autor no sólo estaba familiarizado con las cartas de Ignacio, sino que
incluso hizo uso de ellas. Harnack, que no siempre está tan predispuesto,
describe estas pruebas como “un testimonio tan fuerte del carácter genuino de
las epístolas como cualquiera puede concebir” (Expositor, ser. 3, III, p. 11).
Contenido de las cartas
Apenas es posible exagerar la importancia del testimonio que las cartas de
Ignacio ofrecen del carácter dogmático del Cristianismo apostólico. El obispo
mártir de Antioquía constituye un eslabón muy importante entre los Apóstoles y
los Padres de la primitiva Iglesia. Al recibir de los mismos apóstoles, cuyo
oyente fue, no sólo la sustancia de la revelación, sino también su propia
interpretación inspirada de ella; morando, por así decir, en la misma fuente de
la verdad del Evangelio, su testimonio debe aportar consigo el máximo peso y
pide la más seria consideración. El cardenal Newman no exageró la cuestión
cuando dijo(“La Teología de las siete cartas de San Ignacio”, en “Esbozos
históricos”, I, Londres, 1890) que “todo el sistema de la doctrina católica
puede descubrirse, al menos en esbozo, por no decir íntegro en partes, en el
curso de sus siete epístolas”. Entre las muchas doctrinas católicas que se
encuentran en las cartas están las siguientes: la Iglesia fue establecida
divinamente como una sociedad visible, su fin es la salvación de las almas, y
los que se separan de ella se aíslan de Dios (Philad., c. iii); la jerarquía de
la Iglesia fue instituida por Cristo (introd. a Philad.; Ephes., c. vi); el
triple carácter de la jerarquía (Magn., c. vi) el orden del episcopado superior
por autoridad divina al del sacerdocio (Magn., c. vi, c. xiii; Smyrn., c. viii;
Trall., c. iii); la unidad de la Iglesia (Trall., c. vi; Philad., c. iii; Magn.,
c. xiii); la santidad de la Iglesia (Smyrn., Ephes., Magn., Trall., y Rom.); la
catolicidad de la Iglesia (Smyrn., c. viii); la infalibilidad de la Iglesia (Philad.,
c. iii; Ephes., cc. xvi,xvii); la doctrina de la Eucaristía (Smyrn., c. viii),
palabra que encontramos por primera vez aplicada al Santísimo Sacramento, igual
que en Smyrn., viii, encontramos por primera vez la frase “Iglesia Católica”,
usada para designar a todos los cristianos; la Encarnación (Ephes., c. xviii);
la virtud sobrenatural de la virginidad, ya muy estimada y hecha objeto de un
voto (Polyc., c. v); el carácter religioso del matrimonio (Polyc., c. v); el
valor de la oración en común (Ephes., c.xiii); la primacía de la sede de Roma (Rom.,
introd.). Además, denuncia en principio la doctrina protestante del juicio
privado en asuntos de religión (Philad., c. iii). La herejía que principalmente
condena es el Docetismo. Las herejías judaizantes no escapan a su vigorosa
condena.
Ediciones
Las cuatro cartas encontradas sólo en latín fueron impresas en París en 1495. La
versión latina común de once cartas, junto con una carta de Policarpo y algunas
obras reputadas como de Dionisio el Areopagita, fue impresa en París en 1498,
por Lefevre d'Etaples.
Otra edición de las siete cartas genuinas y las seis espurias, incluyendo la de
María de Cassobola, fue editada por Symphorianus Champerius, de Lyon, París,
1516. Valentinus Paceus publicó una edición griega de doce cartas (Dillingen,
1557).Una edición similar fue sacada a la luz en Zurich en 1559, por Andrew
Gesner; una versión latina de la obra de John Brunner la acompañaba. Ambas
ediciones usaron el texto griego de la recensión larga. En 1644 el arzobispo
Ussher editó las cartas de Ignacio y Policarpo. La versión latina común, con
tres de las cuatro cartas latinas, se le adjuntó. También contenía la versión
latina de once cartas tomadas de los manuscritos de Ussher. En 1646 Isaac Voss
publicó en Amsterdam una edición del famoso Codex Mediceo de Florencia. Ussher
sacó a la luz otra edición en 1647, titulada "Appendix Ignatiana", que contenía
el texto griego de las epístolas genuinas y la versión latina del "Martyrium
Ignatii".
En 1672 apareció en París la edición de J.B. Cotelier, conteniendo todas las
cartas, las genuinas y las supuestas, de Ignacio, con las de los demás Padres
Apostólicos. Una nueva edición de esta obra se imprimió por Le Clerc en Amberes
in 1698. Se reimprimió en Venecia, 1765-1767, y en París por Migne en 1857. La
carta a los Romanos se publicó a partir del "Martyrium Colbertinum" en París,
por Ruinart, en 1689. En 1724 Le Clerc sacó a la luz en Amsterdam una segunda
edición de los "Patres Apostolici" de Cotelier, que contiene todas las cartas,
tanto las genuinas como las espurias, en versiones griega y latina. También
incluye las cartas de María de Cassobola y las que pretenden ser de la Santísima
Virgen en el "Martyrium Ignatii", la "Vindiciae Ignatianae" de Pearson, y varias
disertaciones. La primera edición de la versión armenia se publicó en
Constantinopla en 1783. En 1839 Hefele editó las cartas de Ignacio en una obra
titulada "Opera Patrum Apostolicorum", que apareció en Tubingen. Migne sacó su
texto de la tercera edición de esta obra (Tubingen, 1847). Bardenhewer designa
las siguientes como las mejores ediciones: Zahn, "Ignatii et Polycarpi epistulae
martyria, fragmenta" en "Patr. apostol. opp. rec.", ed. por de Gebhardt, Harnack,
Zahn, fasc. II, Leipzig, 1876; Funk, "Opp. Patr. apostol.", I, Tubingen, 1878,
1887, 1901; Lightfoot, "The Apostolic Fathers", parte II, Londres, 1885, 1889;
una versión inglesa de las cartas se encuentra en los "Apostolic Fathers" de
Lightfoot, Londres, 1907, de la que se han tomado todas las menciones de las
cartas en (el original de) este artículo y al que remiten todas las citas.
JOHN B. O'CONNOR
Transcrito por Charles Sweeney, S.J.
Traducido por Francisco Vázquez