Veneración de Imágenes
EnciCato
I. LAS IMÁGENES EN EL VIEJO TESTAMENTO
II. LAS IMÁGENES CRISTIANAS ANTES DEL SIGLO OCTAVO
III. LA VENERACIÓN DE IMÁGENES
IV. ENEMIGOS DE LA VENERACIÓN DE IMÁGENES ANTES DE LA ICONOCLASIA
V. LAS IMÁGENES DESPUES DE LA ICONOCLASIA
VI. LAS IMÁGENES DESPUES DE LA ICONOCLASIA
El Primer Mandamiento parecería prohibir absolutamente hacer cualquier tipo de
representaciones de hombres, animales, o aún plantas:
No tendrás dioses extraños delante de mí. No te harás imagen, ni ninguna
semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las
aguas debajo de la tierra. No las adorarás, ni las servirás (Ex., xx, 3-5).
Es por supuesto obvio que el énfasis de esta ley está en la primera y última
cláusula “no dioses extraños”, “no los adorarás”. Sin embargo cualquiera que las
lea puede apreciar también en las otras palabras una orden absoluta. A la gente
no solamente se le dice que no adore ni sirva a las imágenes; sino que no deben
ni siquiera tallar imágenes o inscripciones, que pudieran parecer, cualquier
cosa en absoluto. Uno puede entender ya el alcance de tal orden en aquel tiempo.
Si hacían estatuas o pinturas, probablemente terminarían adorándolas. Se muestra
cuan propensos eran a erigir como un dios extraño a una talla en el relato del
becerro de oro en el mismo momento que las diez palabras eran promulgadas. A
diferencia de las naciones vecinas, Israel habría de adorar a un Dios invisible,
así no habría peligro de que los Israelitas cayeran en la clase de religión de
Egipto o Babilonia. Esta ley prevalecía ciertamente en lo tocante a las imágenes
de Dios. Cualquier intento de representar el Dios de Israel gráficamente (parece
que la becerro de oro tenía este significado – Éxodo xxxii, 5) es siempre
desaprobada como una idolatría abominable. Pero, excepto por un período
reciente, notamos que el mandamiento nunca fue entendido como una prohibición
absoluta y universal para cualquier tipo de imagen. A través del Viejo
Testamento hay ejemplos de representaciones de cosas vivientes, de ningún modo
adoradas, pero usadas legalmente, aún ordenadas por la ley como ornamentos del
tabernáculo y del templo. Los muchos casos de idolatría y variadas defecciones
de la Ley que denuncian los profetas no son, por supuesto, los casos
mencionados. Son las estatuas hechas y usadas con la completa aprobación de las
autoridades las que muestran que las palabras, “No te harás ninguna imagen
tallada” no eran entendidas en un sentido absoluto y literal. Podría ser que la
expresión Hebrea traducida como “imagen tallada”tuviera un sentido técnico que
significara más que una estatua, e incluyera la idea de “ídolo”; aunque esto no
explica la dificultad de la siguiente frase. De cualquier modo es cierto que
había “similitudes de lo que está arriba en el cielo o abajo en la tierra y en
la aguas” en el culto Judío ortodoxo. Sea lo que sea lo que se piense hayan sido
los misteriosos efod y terafines, estuvo la serpiente de bronce (Num., xxi, 9),
que no fue destruida hasta que lo hizo Ezequías (IV Reyes, xviii, 4), estuvieron
las guirnaldas de frutos y flores talladas y moldeadas (Num., viii, 4; III
Reyes, vi, 18; vii, 36); el trono del rey que descansaba sobre leones tallados (III
Reyes, x, 19-20), leones y toros soportaban los cimientos del templo (III Reyes,
vii, 25, 29). Especialmente están los querubines, grandes figuras talladas de
bestias (Ezeq., i, 5; x, 20, donde los mismos son llamados bestias), parados
sobre el arca de la alianza (Ex., xxv, 18-22; III Reyes, vi, 23-8; viii, 6-7,
etc.). Pero excepto por las cabezas humanas de los querubines (Ezeq., xli, 19,
Ex., xxv, 20, cuando se combinan las referencias a ellos parecen apuntar
irresistiblemente a algunas figuras tales como los toros alados con cabezas
humanas Asirios) no leemos nada sobre estatuas de hombres en el culto legítimo
del Viejo Testamento. En este punto, por lo menos, los Judíos parecen haber
comprendido que el mandamiento prohibía hacer tales estatuas, aunque ni aún esto
está claro en los períodos más tempranos. El efod alguna vez fue ciertamente una
estatua de forma humana (Jueces, viii, 27; xvii, 5; I Reyes, xix, 13, etc.), y
¿qué eran los terafines?(Jueces, xvii,5) Ambos eran usado en el culto ortodoxo.
Sin embargo, durante el período Macabeo, hubo un fuerte sentimiento contra
cualquier tipo de representación de cosas viviente. Josefo cuenta la anécdota de
Herodes el Grande: “Fueron hechas ciertas cosas contra la ley por parte de
Herodes por las cuales fue acusado por Judas y Matías. Ya que el rey hizo, y
levantó sobre el gran portal del templo una inmensa águila dorada sagrada y muy
preciosa. Pero está prohibido por la ley a quienes desean vivir de acuerdo con
estos preceptos erigir imágenes, o asistir a cualquiera a consagrar figuras de
cosas vivientes. Por lo tanto aquellos sabios hombres ordenaron destruir al
águila” ("Antiq. Jud.", 1. XVII, c. vi, 2). Lo mismo en "De bello Jud.", 1. l,
c. xxxiii (xxi), 2, dice: “Está fuera de la ley tener imágenes o pinturas en el
templo, o cualquier representación de cosas vivientes”, y en su “Vida”: “que
pudiera persuadirlos de destruir absolutamente la casa construida por Herodes el
tetrarca, porque tiene imágenes de cosas vivientes (pronto morphas) ya que
nuestra ley prohíbe hacer tales cosas” (Jos. Vita, 12). A riesgo de sus vidas,
los Judíos persuadieron a Pilatos de quitar las estatuas de César erigidas entre
los estandartes del ejército en Jerusalén ["Ant. Jud.", 1. XVIII, c. iii (iv),
1, De bell. Jud., ix (xiv), 2-3]; imploraron a Vitelio ni siquiera conducir
tales estatuas a través de sus tierras [Ibíd., c. v (vii), 3]. Es bien conocido
cuán fieramente resistieron diversos intentos de erigir ídolos de falsos dioses
en el templo (ver JERUSALEN, II) aún cuando esto causara que los abominaran aún
mas allá de su horror general por las imágenes de cualquier clase. De este modo
se hizo general la convicción de que los Judíos aborrecían cualquier tipo de
estatua o imagen. Tácito dice: “Los Judíos adoran un Dios que está en sus mentes
solamente. Consideran profanos a los que hacen imágenes de dioses con materiales
corruptibles a semejanza del hombre, ya que el es supremo y eterno, nunca
cambiante ni mortal. Por lo tanto no permiten imágenes (simulacra) en sus
ciudades o templos” (Hist., V, iv).
Son esta actitud intransigente en la historia Judía tardía, junto con el
aparentemente obvio significado del Primer Mandamiento, los responsables de la
idea generalizada de que los Judíos no tienen imágenes. Hemos visto que esta
idea debe ser modificada en función de épocas anteriores. Tampoco prevalece en
modo alguno como un principio universal en tiempos posteriores. A pesar de las
ideas iconoclastas de los Judíos de Palestina descriptas por Josefo, a pesar de
su horror a cualquier cosa de la naturaleza de un ídolo en su templo, los
Judíos, especialmente en la Diáspora, no encontraban dificultad en embellecer
sus monumentos con pinturas, aún con forma humana.
Hay una serie de catacumbas y cementerios Judíos decorados con pinturas
representando pájaros, bestias, peces, hombres y mujeres. En Gamart, al Norte de
Cartago, hay uno cuyas tumbas están adornadas con ornamentos tallados de
guirnaldas y figuras humanas; en una de las cuevas hay pinturas de un jinete y
otra persona sosteniendo un látigo bajo un árbol, otro en Roma en la Vigna
Randanini, cerca de la Vía Apia tiene un techo pintado con pájaros, peces, y
pequeñas figuras humanas aladas alrededor de una pieza central representando a
una mujer, evidentemente una Victoria, coronando a una pequeña figura. En
Palmira hay una cámara funeraria Judía toda pintada con figuras femeninas aladas
que sostienen retratos redondos, arriba hay una pintura, con un estilo bastante
del Romano tardía, de Aquiles y las hijas de Lycomedes (515 DC).
Muchos otros ejemplos de figuras talladas en sarcófagos, pinturas en paredes, y
ornamentos, todas al modo de la decoración de Pompeya y de las catacumbas
Cristianas, pero de cementerios Judíos, muestran que, a pesar de su religión
exclusiva, los Judíos en los primeros siglos Cristianos se sometieron a la
influencia artística de sus vecinos Romanos. De modo tal que en esta materia,
cuando los Cristianos comenzaron a decorar sus catacumbas con pinturas sacras no
cortaron con la costumbre de sus antepasados Judíos
II. LAS IMÁGENES CRISTIANAS ANTES DEL SIGLO OCTAVO
Dos cuestiones que deben obviamente mantenerse separadas son el uso de las
imágenes sagradas y la reverencia que se les brinda. Aquellos Cristianos de los
propios comienzos adornaban sus catacumbas con pinturas de Cristo, de los
santos, de escenas de la Biblia y los grupos alegóricos son tan obvios y tan
bien conocidos para que no sea necesario insistir sobre el hecho. Las catacumbas
son la cuna de todo el arte Cristiano. Desde su descubrimiento en el siglo
dieciséis – el 31 de mayo de 1578, un accidente reveló parte de las catacumbas
en la Vía Salaria – y la investigación de sus contenidos que se ha desarrollado
permanentemente desde entonces, nos permite reconstruir una idea exacta de las
pinturas que las adornaban. Es un mito (defendido entre otros por Erasmo), que
los primeros Cristianos tuvieran cualquier clase de prejuicio contra las
imágenes, pinturas o estatuas, y ha sido disipado abundantemente por todos los
estudiantes de arqueología Cristiana. La idea de que debieron haber temido el
peligro de la idolatría entre sus nuevos conversos es refutado en la forma más
simple por las pinturas y aún las estatuas, que permanecen desde los primeros
siglos. Aún los Cristianos Judíos no tenían razón para tener prejuicios contra
las pinturas, como hemos visto; menos aún tenían las comunidades Gentiles ningún
sentimiento tal. Ellos aceptaban el arte de su tiempo y lo usaban, tanto como
una comunidad pobre y perseguida podía hacerlo, para expresar sus ideas
religiosas. Los cementerios paganos Romanos y las catacumbas Judías ya mostraban
el camino; los Cristianos siguieron estos ejemplos con modificaciones naturales.
Desde la segunda mitad del siglo primero hasta los tiempos de Constantino,
enterraron sus muertos y celebraron sus ritos en estas cámara subterráneas. Los
viejos sarcófagos paganos han sido tallados con dioses, guirnaldas y flores, y
ornamentos simbólicos; los cementerios paganos, habitaciones y templos han sido
pintados con escenas de la mitología. Los sarcófagos Cristianos estaban
ornamentados con diseños indiferentes o simbólicos – palmas, pavos, vinos, con
el monograma chi-ro (mucho antes de Constantino), con bajorrelieves de Cristo
como el Buen Pastor, o sentado entre las figuras de los santos, y, a veces, como
en el famoso de Julio Baso, con elaboradas escenas del Nuevo Testamento. Y las
catacumbas estaban cubiertas con pinturas. Hay otras decoraciones tales como
guirnaldas, cintas, paisajes estrellados, y vinos que sin duda en muchos casos
tenían un significado simbólico
Uno ve con alguna sorpresa motivos de la mitología empleados entonces en un
sentido Cristiano (Psique, Eros, Victorias aladas, Orfeo), y evidentemente
usados como una representación de nuestro Señor. Constantemente recurren ciertas
escenas del Viejo Testamento que tienen una evidente aplicación a su Vida e
Iglesia: Daniel en la madriguera del león, Noé y su arca, Sansón empujando el
portal, Jonás, Moisés golpeando la roca. También son muy comunes escenas del
Nuevo Testamento, la Natividad y la llegada de los Reyes Magos, el bautismo de
nuestro Señor, el milagro de los panes y los peces, la fiesta del casamiento en
Canaá, Lázaro, y Cristo enseñando a los Apóstoles. Hay también figuras puramente
típicas: la mujer orando con las manos elevadas representando a la Iglesia,
ciervos bebiendo de una fuente que brota de un monograma chi-ro, y ovejas. Y hay
especialmente figuras de Cristo como el Buen Pastor, como legislador, como el
niño en brazos de Su madre, de Su cabeza solamente en un círculo, de nuestra
Señora sola, de San Pedro y San Pablo, figuras que no son escenas de eventos
históricos, pero, como las estatuas en nuestras iglesias modernas, son solamente
conmemorativas de Cristo y Sus santos. Hay poco que pueda ser descrito como
escultura en las catacumbas; hay unas pocas estatuas por una razón muy simple.
Las estatuas son más difíciles de hacer, y mucho más costosas que los murales.
Pero no había ningún principio en contra de ellas. Eusebio describe estatuas muy
antiguas Cesárea Filipi representando a Cristo y la mujer que El curó allí
("Hist. eccl.", VII, xviii, Mat., ix, 20-2). Los más antiguos sarcófagos tienen
bajo relieves. Tan pronto como la Iglesia salió de las catacumbas, se hizo más
rica, no tuvo más miedo a la persecución, la misma gente que había pintado sus
cuevas comenzó a hacer estatuas de los mismos temas. La famosa estatua del Buen
Pastor en el Museo Laterano fue hecha tan tempranamente como a comienzos del
siglo tercero, las estatuas de Hipólito y de San Pedro datan de fines del mismo
siglo. El principio fue muy simple. Los primeros Cristianos estaba acostumbrados
a ver las estatuas de los emperadores, de dioses paganos y de héroes, lo mismo
que murales paganos. Por tanto hicieron pinturas de su religión, y, tan pronto
las pudieron solventar, estatuas de su Señor y de sus héroes, sin el más remoto
temor o sospecha de idolatría.
La idea de que la Iglesia de los primeros siglos era de algún modo prejuiciosa
contra las pinturas y las estatuas es la más imposible ficción. Después de
Constantino (306-37) hubo, por supuesto, un enorme desarrollo de todo tipo. En
lugar de cavar catacumbas, los Cristianos comenzaron a construir espléndidas
basílicas. Las adornaron con costosos mosaicos, grabados y estatuas. Pero no
hubo nuevos principios. Los mosaicos representaban más artística y ricamente los
motivos que habían sido pintados en las paredes de las viejas cuevas, las
grandes estatuas continuaron la tradición comenzada por los sarcófagos tallados
con pocos ornamentos de plomo y vidrio. Desde ese tiempo hasta la Persecución
Iconoclasta, las imágenes sagradas fueron posesión a través de todo el mundo
Cristiano. San Ambrosio (397 DC) describe en una carta cómo, una noche se le
apareció San Pablo, y que él lo reconoció por su parecido a sus pinturas (Ep. ii,
en P. L., XVII, 821). San Agustín (430 DC) se refiere varias veces a las
pinturas de nuestro Señor y los santos en las iglesias (e. g. "De cons. Evang.",
x en P. L., XXXIV, 1049; "Contra Faust. Man.", xxii 73, en P. L., XLII, 446);
dice que algunas personas hasta las adoran ("De mor. eccl. cath.", xxxiv, P. L.,
XXXII, 1342).
San Jerónimo (420 DC) también escribe de las pinturas de los Apóstoles como bien
conocidos ornamentos de iglesias (En Ionam,iv). San Paulino de Nola (431 DC)
pagó por mosaicos que representaban escenas Bíblicas y santos en las iglesias de
su ciudad, y luego escribió un poema describiéndolos (P. L., LXI, 884). Gregorio
de Tours (594 DC) dice que una dama Franca, que construyó la iglesia de San
Esteban, le mostró a los artistas que pintaron sus paredes como debían
representar a los santos sacándolo de un libro (Hist. Franc., II, 17, P. L.,
LXXI, 215). En el Este San Basilio (379 DC), predicando sobre San Barlaam,
reclama a los pintores que haciendo pinturas del santo, le hagan más honor del
que él pudo hacer con sus palabras. ("Or. en S. Barlaam", en P. G., XXXI). San
Nilo, en el siglo quinto, culpa a un amigo porque deseaba decorar una iglesia
con ornamentos profanos, y lo exhorta a reemplazarlos por escenas de las
Escrituras (Epist. IV, 56). San Cirilo de Alejandría (444 DC) fue tan grande
defensor de los íconos que sus oponentes lo acusaron de idolatría (por todo esto
ver Schwarzlose, "Der Bilderstreit" i, 3-15). San Gregorio Magno (604 DC) fue
siempre un gran defensor de las pinturas santas (ver abajo).
(N.del T : El Catecismo de la Iglesia Católica trata el tema en 476 “Como el
Verbo se hizo carne asumiendo una verdadera humanidad, el cuerpo de Cristo es
limitado. Por eso se puede “pintar” la faz humana de Jesús (Ga 3,2). En el
séptimo Concilio Ecuménico, La Iglesia reconoció que es legítima su
representación en imágenes sagradas”. Amplía en los puntos 1159 ss., 2130 ss.,2691,
2705.)
Notamos, sin embargo, en los primeros siglos una cierta reticencia a expresar el
dolor y la humillación de la Pasión de Cristo. Ya fuera para no herir la
susceptibilidad de los nuevos conversos, o como una reacción natural desde su
condición de secta perseguida, Cristo es generalmente representado como
espléndido y triunfante. Hay pinturas de Su Pasión aún en las catacumbas (e.g.,
la coronación de espinas en la Catacumba de Pretextato en la vía Apia) o Cristo
mostrando Su Poder, resucitando a Lázaro, obrando algún otro milagro, parado
entre Sus Apóstoles, sentado en su gloria. No hay pinturas de la Crucifixión
excepto el falso crucifijo rayado por algún soldado pagano en las barracas
Palatinas. En las primeras basílicas también el modelo de Cristo triunfante
continúa siendo la normal. La curva del ápice (concha) sobre el altar está
regularmente cubierta con un mosaico representando el reino de Cristo en algún
grupo simbólico. Nuestro Señor se sienta en un trono, está vestido con la túnica
talaris y pallium, sostiene un libro en Su mano izquierda, y está con la derecha
levantada. Este es el modelo que se encuentras a en incontables basílicas en el
Este y Oeste desde los siglos cuarto a séptimo. El grupo alrededor de Él varía.
A veces son santos apóstoles o ángeles (Santa Prudenciana, Santos Cosmas y
Damián, San Pablo en Roma, Santo Vitalis, San Miguel); a menudo a ambos lados de
Cristo hay figuras puramente simbólicas, corderos, ciervos, palmas, ciudades,
los símbolos de los evangelistas ( San Apolinario en Classe, la capilla de Galla
Placidia en Ravena). Un típico ejemplo de esta tradición era el mosaico del
ápice de la vieja San Pedro en Roma (destruida en el siglo dieciséis). Aquí
Cristo es entronado en el centro de la manera usual, barbado, con un nimbo, en
túnica y palio, sosteniendo un libro en la mano izquierda, bendiciendo con la
derecha. Debajo de sus pies brotan cuatro arroyos (los ríos del Edén, Gen. Ii,
10) de los cuales beben dos ciervos (Sal. xli, 2). A cada lado de Cristo están
San Pedro y San Pablo, y detrás de cada uno de ellos una palmera; el fondo está
salpicado de estrellas mientras que arriba rayos de luz y una mano emergiendo
desde bajo una pequeña cruz sugieren a Dios Padre. Debajo hay un friso en el
cual salen corderos de una pequeña ciudad en cada extremo (marcadas Jerusalén y
Belén) hacia un Agnus Dei sobre una colina, de la que nuevamente fluyen cuatro
arroyos. Detrás del Agnus Dei hay un trono con una cruz, detrás de los corderos,
una fila de árboles. Posteriormente fueron agregadas figuras de un papa
(Inocencio III, 1198-1216) y un emperador precediendo la procesión de corderos,
pero el plan esencial de este mosaico (restaurado a menudo) data del siglo
cuarto.
Aunque las representaciones de la Crucifixión no ocurren hasta después, la cruz,
como el símbolo del Cristianismo, data de su comienzo. Justin Mártir (165 DC) lo
describe de un modo que ya implica su uso como un símbolo (Dial. cum Tryph.,
91). Dice que la cruz es providencialmente representada en cada tipo de objeto
natural: la vela de un barco, un arado, aún el cuerpo humano (Apol. I, 55). De
acuerdo con Tertuliano (alrededor de 240 DC), los Cristianos eran conocidos como
los “adoradores de la cruz” (Apol., xv). Tanto las cruces simples, como el
monograma chi-ro son ornamentos comunes de las catacumbas; combinados con ramas
de palmeras, corderos y otros símbolos, forman un obvio símbolo de Cristo.
Después de Constantino, la cruz, espléndidamente hecha, con oro y gemas, se
erigió triunfalmente como el estandarte de Fe conquistadora. Una pintura en una
catacumba posterior representa una cruz ricamente enjoyada y adornada con
flores. El Labarum de Constantino en la batalla del Puente Milvian (312), y la
anécdota del hallazgo de la Verdadera Cruz por Santa Helena, dieron un fresco
impulso a su veneración. Aparece (sin una figura) sobre la imagen de Cristo en
el mosaico del ápice de Santa Prudenciana en Roma, en Su nimbo constantemente,
en algunos lugares prominentes en un altar o trono (como el símbolo de Cristo),
en prácticamente todos los mosaicos sobre el ápice o en el lugar principal de
las primeras basílicas (San Pablo en Roma, ibid., 183, San Vitalis en Ravena).
En la capilla Galla Placidia en Ravena, Cristo (como el Buen Pastor con Sus
ovejas) sostiene una gran cruz en Su mano izquierda. La cruz tiene un lugar
especial como objeto de veneración. Era el principal signo externo de la Fe, era
tratada con más reverencia que cualquier pintura “veneración de la cruz” (stauralatreia)
era una cosa especial distinta de la veneración de imágenes, de modo tal que
vemos que los más benignos de los Iconoclastas en años posteriores, aún
tratábanla con reverencia, mientras que destruían pinturas. Un argumento común
de los veneradores de imágenes a sus oponentes fue que mientras estos últimos
también veneraban la cruz, eran inconsistentes al rechazar la veneración de
otras imágenes (ver ICONOCLASIA). La cruz además ganó un importante lugar en la
conciencia de los Cristianos por su uso en funciones rituales. Hacer la señal de
la cruz con la mano pronto se convirtió en la forma común de profesar la Fe o
invocar una bendición. Los Cánones de Hipólito dice a los Cristianos: “Señala tu
frente con la señal de la cruz para derrotar a Satán y glorificar en tu Fe” (c.
xxix; cf. Tertuliano, "Adv. Marc.", III, 22). La gente oraba con los brazos
extendidos para representar una cruz (Origen, "Hom. in Exod.", iii, 3,
Tertuliano, "de Orat.", 14). Así también, hacer la señal de la cruz sobre una
persona o cosa se convirtió en un gesto usual de bendición, consagración,
exorcismo (Lactantius, Divine Institutes IV:27), cruces reales de material
adornaban las copas usada en la Liturgia, una cruz era llevada en procesión y se
la situaba en el altar durante la Misa. El Primer Ordo Romano (siglo sexto)
alude a las cruces portantes en la procesión. Tan pronto como la gente comenzó a
representar escenas de la Pasión naturalmente incluyeron el evento principal, y,
por tanto tenemos las primeras pinturas y tallados de la Crucifixión. Las
primeras menciones de crucifijos son del siglo sexto. Un viajero en el reino de
Justiniano nos da noticia de que vio uno en una iglesia en Gaza, en el Oeste,
Venancio Fortunato vio un palio bordado con una figura de la Crucifixión en
Tours, y Gregorio de Tours se refiere a un crucifijo en Narbone. Por un largo
tiempo Cristo en la cruz fue representado siempre vivo. Los crucifijos más
viejos que se conocen son los de las puertas de madera de Santa Sabina en Roma y
un tallado en marfil en el Museo Británico. Ambos son del siglo quinto. Un
manuscrito Siríaco del siglo sexto contiene una miniatura representando la
escena de la crucifixión. Hay otras representaciones parecidas hasta el siglo
séptimo, después del cual se torna usual la costumbre de agregar la figura de
nuestro Señor a las cruces; el crucifijo tomó posesión en todos lados.
Por tanto la conclusión es que el principio de adornar las capillas e iglesias
con pinturas data del mismo comienzo de los tiempos cristianos: siglos antes de
los problemas Iconoclastas eran usadas a través de toda la Cristiandad. También
todas las viejas Iglesias Cristianas en el Este y el Oeste usan pinturas
sagradas constantemente. La única diferencia es que aún antes de la Iconoclasia,
en el Este existió un cierto prejuicio contra las estatuas sólidas. Esto se ha
acentuado desde la época de la herejía Iconoclasta (ver abajo, sección 5). Pero
hay pistas de ello antes; es compartido por los viejos cismáticos (las Iglesias
Nestorianas y Monofisitas que se apartaron mucho antes de la Iconoclasia). El
principio en el Este no fue universalmente aceptado. Los emperadores erigieron
sus estatuas en Constantinopla sin que se los culpara; las estatuas con
propósitos religiosos existieron en el Este antes del siglo octavo (ver por
ejemplo el Buen Pastor de mármol Tracia, Atenas y Esparta, la Madonna y el Niño
de Salónica, pero son mucho más raros que en el Oeste. Las imágenes en el este
eran generalmente planas, pinturas, mosaicos, bajo relieves. Los más celosos
defensores Orientales de los santos íconos parecen haber sentido, sin embargo,
que tales representaciones planas eran justificables, mientras que había algo
sobre las estatuas sólidas que las hacía sospechosamente parecidas a un ídolo
III. LA VENERACIÓN DE IMÁGENES
Una cosa distinta de la admisión de las imágenes es la cuestión del modo en que
eran tratadas. ¿Qué signos de reverencia, si había alguno, le daban los primeros
Cristianos en sus catacumbas e iglesias? Para el primer período no tenemos
información. Hay tan pocas referencias a las imágenes en la primera literatura
Cristiana que difícilmente hubiéramos sospechado su presencia ubicua de no
haberse mostrado ellas realmente en las catacumbas como el más convincente
argumento. Pero estas pinturas de las catacumbas no nos dicen nada sobre cómo
eran tratadas las mismas. Podemos dar por seguro, por un lado, que los primeros
Cristianos entendían muy bien que las pinturas no tenían ninguna participación
en la adoración debida solamente a Dios. Su monoteísmo, su insistencia en el
hecho de que ellos servían solamente a un todopoderoso invisible Dios, su horror
a la idolatría de sus vecinos, la tortura y muerte de sus mártires sufrida antes
de depositar un grano de incienso ante la estatua del numen del emperador son
suficientes para convencernos que no estaban erigiendo filas de ídolos propios.
Por otra parte, el lugar de honor que le otorgaban a sus símbolos y pinturas, el
cuidado con el que las decoraban, sugiere que trataban a las representaciones de
sus más sagradas creencias con al menos una reverencia decente. Es desde esta
reverencia que se desarrolla gradual y naturalmente toda la tradición de venerar
las imágenes. Después de la época de Constantino es todavía principalmente por
conjeturas que podemos deducir la manera en que eran tratadas esas imágenes. La
etiqueta de la corte Bizantina evolucionó gradualmente hacia elaboradas formas
de respeto, no solamente hacia la persona del César sino aún hacia sus estatuas
y símbolos. Filostorgio (quien fue un Iconoclasta mucho antes del siglo octavo)
dice que en el siglo cuarto los ciudadanos Cristianos Romanos en el Este
ofrecían presentes, incienso y aún oraciones, a las estatuas del emperador
(Hist. eccl., II, 17). Sería natural que gente que se inclinaba, besaba, prendía
incienso a las águilas imperiales y a las imágenes de Cesar (con ninguna
sospecha de nada parecido a la idolatría), quienes prestaban elaboradas
reverencias a un trono vacío como su símbolo, otorgara las mismas señales a la
cruz, las imágenes de Cristo, y al altar. Por tanto, en los primeros siglos
Bizantinos crecieron tradiciones de respeto que gradualmente se fueron fijando,
como lo hace todo ceremonial, Tales prácticas se derramaron en alguna medida a
Roma y al Oeste, pero su hogar fue la Corte de Constantinopla. Mucho después los
obispos Francos en el siglo octavo todavía no eran capaces de comprender formas
que en el Este eran naturales y obvias, pero para los Germanos parecían
degradantes y serviles (Sínodo de Frankfort, 794; ver ICONOCLASIA IV).También es
significativo que, aunque Roma y Constantinopla acordaron completamente el
principio de honrar a las imágenes santas con signos de reverencia, los
descendientes de los subyugados del emperador Oriental fueron aún mucho más
lejos que nosotros en el uso de tales signos.
El desarrollo fue entonces una cuestión de moda general más que de principio.
Para el Cristiano Bizantino del siglo quino y sexto, la postración, los besos,
el incienso eran el modo natural de mostrar honor a cualquiera; estaba
acostumbrado a tales cosas, era aún apropiado para con sus superiores civiles y
sociales; estaba acostumbrado a tratar los símbolos del mismo modo, brindándole
un honor relativo el que obviamente estaba realmente dirigido a sus prototipos.
Y por tanto llevaba sus hábitos normales a su iglesia. La tradición, el instinto
de conservación en que siempre se insiste en materia eclesiástica o la
costumbre, gradualmente estereotiparon tales prácticas hasta que fueron anotadas
como reglas y se convirtieron en parte del ritual. No hay ninguna sospecha de
que la gente que estaba inconscientemente desarrollando este ritual, confundiera
la imagen con su prototipo u olvidara que estaba dirigido en homenaje supremo
sólo a Dios. Las formas usadas eran tan naturales para ellos como para nosotros
saludar a la bandera.
Al mismo tiempo uno debe admitir que justo antes de la revuelta Iconoclasta las
cosas habían ido demasiado lejos en la dirección de la veneración de imágenes.
Aún así es inconcebible que ninguno, excepto quizás los más groseramente
estúpidos campesinos, puedan haber pensado que una imagen podía escuchar la
plegarias, o hacer algo por nosotros. Y sin embargo el modo en el cual alguna
gente trataba sus íconos sagrados sugiere más que el meramente relativo honor
que se supone que los Católicos deben observar para con ellos. En primer lugar,
las imágenes se habían multiplicado en una enorme medida en todos lados, las
paredes de las iglesias estaban cubiertas por dentro desde el piso hasta el
techo con íconos, escenas de la Biblia, grupos alegóricos, (Un ejemplo de esto
es Santa María Antiqua, construida en el siglo séptimo en el Foro Romano, con su
arreglo sistemático de pinturas cubriendo la iglesia completa. Los íconos,
especialmente en el Este, eran llevados en los viajes como una protección,
marchaban a la cabeza de los ejércitos, y presidían las carreras en el
hipódromo; colgaban en lugar de Honor en cada cuarto, sobre todo negocio;
cubrían copas, prendas, mobiliario, anillos; en cualquier lugar en que se
encontraba un espacio posible, se lo llenaba con una figura de Cristo, nuestra
Señora o un santo. Es difícil entender exactamente que pensaban de ellos esos
Cristianos Bizantinos de los siglos séptimo y octavo. Los íconos parecen haber
sido de algún modo el canal a través del cual el santo era aproximado; tiene una
virtud casi sacramental en despertar sentimientos de fe, amor, etc. en aquellos
que los miraban fijamente; a través y por los íconos Dios obraba milagros, el
ícono hasta parece haber tenido su propia personalidad, en tanto que ciertas
pinturas eran especialmente eficaces para ciertas gracias. Los íconos eran
coronados de guirnaldas, inciensados, besados. Lámparas ardían ante ellos, les
eran cantados himnos en su honor. Eran aplicados por contacto a personas
enfermas, puestos en la ruta de un incendio o torrente para pararlo por una
especie de magia. En muchas oraciones de esta época la inferencia natural de las
palabras sería que son dirigidas a la pintura presente.
Si tanta reverencia se brindaba a imágenes ordinarias “hechas a mano”, cuán
mucha más se le ofrecía a las milagrosas “no hechas a mano” (eikones
acheiropoietai). De estas había muchas que habían descendido milagrosamente del
cielo, o – como la más famosa de todas en Edessa – habían sido producidas por
nuestro Señor Mismo mediante la impresión de Su rostro sobre una tela (La
anécdota de la pintura de Edessa es la forma Oriental de nuestra leyenda de
Verónica). El Emperador Miguel II (820 – 9), en su carta Luis el Pío describe
los excesos de los veneradores de imágenes:
Han quitado la santa cruz de las iglesias y las han reemplazado por imágenes
ante las cuales queman incienso... Cantan salmos ante estas imágenes, se postran
ante ellas, imploran su ayuda. Muchos visten especialmente las imágenes con
prendas de lino y las eligen como padrinos de sus hijos. Otros, quienes se
convierten en monjes, abandonando la vieja tradición – de acuerdo con la cual el
cabello que se les corta es recibido por alguna persona distinguida – lo dejan
caer en las manos de alguna imagen. Algunos sacerdotes raspan la pintura de las
imágenes, la mezclan con el pan consagrado y el vino y se lo daban a los fieles.
Otros ubican el cuerpo del Señor en las manos de imágenes de las cuales es
tomada por los comulgantes. Otros, asimismo, despreciando las iglesias, celebran
el Servicio Divino en casas privadas, usando una imagen como un altar (Mansi,
XIV, 417-22).
Estas son las palabras de ácido Iconoclasta, y deberían, sin duda, ser recibidas
con cautela. Sin embargo la mayoría de las prácticas descriptas por el emperador
pueden ser establecidas por otras evidencias libres de toda sospecha. Por
ejemplo, Santo Teodoro del Studion escribe para felicitar a un oficial de la
corte por haber escogido un ícono sagrado como padrino para su hijo (P.G., XCIX
962-3). Tales excesos como estos explican, en parte al menos, la reacción
Iconoclasta en el siglo octavo. Y la tormenta Iconoclasta produjo al menos un
buen resultado: el Séptimo Sínodo Ecuménico (Nicea II, 787), que, mientras
defendió las imágenes santas, explicó el tipo de veneración que puede legítima y
razonablemente otorgarse a las mismas y desaprobó todas las extravagancias. Una
anécdota curiosa, que ilustra la dimensión a la cual había llegado la veneración
de las imágenes para el siglo octavo, es contada en el “Nuevo Jardín” (Neon
Paradeision -- Pratum Spirituo ale) de un monje de Jerusalén, Juan Moschus (619
DC). Este trabajo fue por mucho tiempo atribuido a Sophronius de Jerusalén. En
el mismo el autor cuenta la historia de un viejo monje en Jerusalén que estaba
muy atormentado por la tentación de la carne. Al final el demonio le promete paz
a condición de que él deje de honrar su figura de nuestra Señora. Él lo
prometió, y entonces comenzó a sufrir tentaciones contra la fe. Consultó a su
abad quien le dijo que mejor sufriera el anterior mal (aparentemente aún
rindiéndose a la tentación) “mejor que dejar de venerar a nuestro Señor y Dios
Jesucristo con Su madre”.
Por otro lado, en Roma especialmente, encontramos que la importancia de las
santas imágenes es explicada sobria y razonablemente. Son los libros de los
ignorantes. Esta idea es una de las favoritas de San Gregorio Magno (604 DC).
Escribe a un obispo Iconoclasta, Sereno de Marsella, quien ha destruido las
imágenes de su diócesis: “No sin razón ha permitido la antigüedad que las
historias de los santos fueran pintadas en los lugares santos. Y nosotros
ciertamente te elogiamos por no permitir que ellas sean adoradas, pero te
culpamos por romperlas. Porque una cosa es adorar una imagen, y otra muy
distinta aprender de la apariencia de una pintura lo que debemos adorar. Lo que
los libros son para aquellos que pueden leer, lo es una pintura para el
ignorante que la mira; en una pintura aún el ignorante puede ver qué ejemplo
debería seguir; en una pintura aquellos que no conocen una letra pueden sin
embargo leer. Por tanto, especialmente para los bárbaros, una pintura toma el
lugar de un libro” (Ep. ix, 105, in P. L., LXXVII, 1027). Pero también en el
Este había gente que compartía esta más sobria opinión Occidental. Anastasio,
Obispo de Teópolis (609 DC), quien era amigo de San Gregorio y tradujo al Griego
su “Regula Pastoralis”, se expresa en casi el mismo modo y hace la distinción
entre proskynesis y latreia que se hizo tan famosa en los tiempos de la
Iconoclasia : “Veneramos (proskynoumen) a hombres y a los santos ángeles; no los
adoramos (latreoumen). Moises dice: Venerarás a tu Dios y solamente a él
adorarás. Obsérvese que antes de la palabra ‘adorar’ el pone ´solamente`, pero
no antes de la palabra ‘venerar’, porque es legitimo venerar [criaturas], desde
el momento que es solamente darles un honor especial (énfasis de tiempos), pero
no es legítimo adorarlas ni de ningún modo ofrecerles oración o adoración (proseuxasthai)"
(Schwarzlose, ob. cit., 24).
IV. ENEMIGOS DE LA VENERACIÓN DE IMÁGENES ANTES DE LA ICONOCLASIA
Mucho antes de la revuelta en el siglo octavo hubo casos aislados de personas
que temían el continuo crecimiento del culto de las imágenes y veían en ella
peligro de un retorno a la vieja idolatría. No necesitamos resaltar con relación
a esto las invectivas de los Padres Apostólicos contra los ídolos (Athenagoras "Legatio
Pro Christ.", xv-xvii; Theophilus, "Ad Autolycum" II; Minucius Felix, "Octavius",
xxvii; Arnobius, "Disp. adv. Gentes";Teruliano, "De Idololatria", I; Cipriano,
"De idolorum vanitate"), en las cuales ellos denuncian no solo la veneración
sino hasta la manufactura y posesión de tales imágenes. Todos estos textos se
refieren a ídolos, esto es, imágenes hechas para ser adoradas. Pero el canon
xxxvi del Sínodo de Elvira es importante. Este fue un sínodo general de la
Iglesia de España celebrado, aparentemente alrededor de año 300, en una ciudad
cerca de Granada. Este elaboró muchas leyes severas contra los Cristianos que
recaían en la idolatría, herejías, o pecados contra el Sexto Mandamiento. El
canon dice: “Está ordenado (Placuit) que las Pinturas no deben estar en
iglesias, de modo tal que aquello que es venerado y adorado no debe ser pintado
en las paredes”. El significado del canon ha sido muy discutido. Algunos han
pensado que fue solamente una precaución contra la posible profanación por
paganos quienes podrían haber ingresado a una iglesia. Otros ven en él una ley
principista contra las pinturas. En cualquier caso el canon no puede haber
producido más que un ligero efecto aún en España, donde había pinturas santas en
el siglo cuarto como en otros países. Pero es interesante ver que justo al final
del primer período había algunos obispos que desaprobaban el creciente culto a
las imágenes. Eusebio de Cesárea (340 DC), el Padre de la Historia de la
Iglesia, debe ser contado entre los enemigos de los íconos. En muchos lugares de
su historia muestra su desagrado por los mismos. Son “costumbres paganas” (ethnike
synetheia Hist. eccl., VII, 18); escribió muchos argumentos para persuadir a la
hermana de Constantino, Constancia, de no mantener una estatua de nuestro Señor
(ver Mansi XIII, 169). Un obispo contemporáneo, Asterio de Amasia, también trató
de oponerse a la difundida tendencia. En un sermón sobre la parábola del hombre
rico y Lázaro dice: “No pintes pinturas de Cristo ya que él se humilló
suficientemente haciéndose hombre.” (Combefis, "Auctar. nov.", I, "Hom. iv en
Div. et Laz."). Epifanio de Salamis (403 DC) rasgó una cortina en una iglesia de
Palestina porque tenía una pintura de Cristo o un santo. También el Ariano
Filostorgio (siglo quinto) fue un precursor de los Iconoclastas (Hist. Eccl.,
II, 12; VII, 3), como así también el Obispo de Marsella (Sereno), a quien San
Gregorio Magno escribió su defensa de las pinturas (ver arriba). Finalmente
podemos mencionar que en por lo menos una provincia de la Iglesia (Siria
Central), el arte cristiano se desarrolló hacia una gran perfección mientras que
sistemáticamente rechazó toda representación de figuras humanas. Estas
excepciones son pocas comparadas con la sostenidamente creciente influencia de
las imágenes y su veneración en toda la Cristiandad, pero sirven para mostrar
que los íconos sagrados no obtuvieron su lugar enteramente sin oposición, y
representan una delgada corriente de oposición como un antecedente de la
virulenta Iconoclasia del siglo octavo.
V. LAS IMAGENES DESPUES DE LA ICONOCLASIA
Coronación de Imágenes
Después de la tormenta de los siglos octavo y noveno (ver ICONOCLASIA), la
Iglesia en todo el mundo se calmó nuevamente en la segura posesión de sus
imágenes. Desde su triunfante retorno en la Fiesta de la Ortodoxia en 842, su
posición no ha sido nuevamente cuestionada por ninguna de las viejas Iglesias.
Solamente ahora la situación ha sido definida más claramente. El Séptimo
Concilio General (Nicea II, 787) ha sentado los principios, establecido las
bases teológicas y restringido los abusos de la veneración de imágenes. Este
concilio fue aceptado por la gran Iglesia de los cuatro patriarcados como igual
a los otros seis. Sin aceptar sus decretos nadie puede ser un miembro de esa
iglesia, nadie puede hoy ser Católico u Ortodoxo. Las imágenes y sus culto se
han convertido en una parte integral de la Fe. La Iconoclasia fue entonces
definitivamente una herejía condenada por la Iglesia tanto como el Arrianismo o
el Nestorianismo. La situación no fue cambiada por el Gran Cisma de los siglos
noveno y undécimo, Ambos bandos todavía mantienen los mismos principios en esta
materia; ambos reverencian igualmente como un sínodo ecuménico el último en el
cual ellos se encontraron al unísono antes de la calamidad final. Los Ortodoxos
aprobaron todo lo que dijeron los Católicos (ver el siguiente párrafo) sobre el
principio de venerar imágenes. Lo mismo hicieron las viejas Iglesias Orientales
Cismáticas. Aunque ellas se apartaron mucho antes que la Iconoclasia y Nicea II
tomaron como propios los principios que mantenemos – lo que es suficiente
evidencia de que tales principios no eran nuevos en 787. Los Nestorianos,
Armenios, Jacobitas, Coptos y Abisinios llenan sus iglesias con íconos santos,
se inclinan ante ellos, los incensan, los besan, lo mismo que los Ortodoxos.
Pero hay una diferencia, que no es de principio sino de práctica, entre el Este
y el Oeste, a la que ya hemos aludido. Especialmente desde la Iconoclasia, en el
Este no gustan las estatuas sólidas. Quizás porque tiene muchas reminiscencias
de los viejos dioses Griegos. En todo caso el ícono Oriental (ya sea Ortodoxo,
Nestoriano o Monofisita) es siempre plano- una pintura, un mosaico, un bajo
relieve. Algunos de los menos inteligentes Orientales todavía parecen ver una
cuestión de principio en esto y explican la diferencia entre un ícono santo, tal
como un Cristiano debería venerar, y un detestable ídolo, del más simple y crudo
modo: “los íconos son planos, los ídolos son sólidos”.
Sin embargo, esta es una opinión que nunca ha sido sugerida oficialmente por su
Iglesia, ella nunca ha hecho esto terreno de queja contra los Latinos, sino que
admite que es (como por supuesto lo es) simplemente una diferencia de moda o
hábito, y reconoce que estamos justificados por el Segundo Concilio de Nicea en
cuanto al honor que rendimos a nuestras estatuas, del mismo modo que ella lo
hace, con una mucho más elaborada reverencia, para con sus íconos planos.
En Occidente, el uso exhuberante de estatuas y pinturas durante la Edad Media es
bien conocido y puede ser visto en cualquier catedral en la que el celo
Protestante no haya destruido los tallados. En Oriente es suficiente ir a
cualquier Iglesia Ortodoxa para ver la multitud de íconos santos que cubre las
paredes, que brillan a través de la iglesia desde la iconostasis. Y las iglesias
de las sectas Orientales que no tienen iconostasis, muestran la misma cantidad
de pinturas en otros sitios. Como especímenes de extrema belleza e íconos
curiosos pintados después de los problemas Iconoclastas en Constantinopla,
podemos mencionar los mosaicos del Kahrie-Jami (el viejo “Monasterio en el
Campo”, Moue tes choras) cerca del portal de Adrianople. Los Turcos, por algún
accidente han respetado estos mosaicos al convertir la iglesia en una mezquita.
Habían sido puestos por orden de Andrónico II (1282-1328), cubren todo el
interior de la iglesia, representan ciclos completos de los acontecimientos de
la vida de nuestro Señor, imágenes de Él, de Su madre, y varios santos; y
todavía muestran en el profanado edificio un ejemplo de la espléndida pompa con
la cual la tardía Iglesia Bizantina cumplía los principios del Segundo Concilio
de Nicea.
Tanto en Oriente como en Occidente la reverencia que se le presta a las imágenes
ha cristalizado en ritual formal. En el Rito Latino el sacerdote tiene la
obligación de inclinarse ante la cruz en la sacristía antes de abandonarla para
decir la Misa ("Ritus servandus" en el Missal, II, 1); Se inclina profundamente
de nuevo “ante el altar o la imagen del crucifijo ubicado sobre él” cuando
comienza la Misa (ibid., II, 2); comienza por incensar el altar incensando el
crucifijo que está sobre él (IV, 4), y se inclina ante él cada vez que pasa (ibid);
también ofrece incienso a cualquier reliquia o imagen de santo que pueda haber
sobre el altar (ibid). Del mismo modo muchas obligaciones parecidas que existen
como regla muestran que siempre se brinda una reverencia a la cruz o a imágenes
de santos cada vez que nos aproximamos a ellos. El Rito Bizantino muestra, si es
posible, una aún mayor reverencia a los íconos sagrados. Deben estar arreglados
de acuerdo a un esquema sistemático a lo largo de la pantalla que se encuentra
entre el coro y el altar, que por este motivo es llamada iconostasis (eikonostasis,
“stand de pinturas”); delate de estas pinturas, se mantienen siempre lámparas
ardiendo. Entre ellos, de cada lado de la puerta real, se encuentran los de
nuestro Señor y Su Madre. Como parte del ritual, el celebrante y el diácono,
antes de ir a vestirse, se inclinan profundamente ante ellos y dicen ciertas
oraciones fijas: “Veneramos (proskynoumen) Tu inmaculada imagen, Oh Cristo” etc.
("Euchologion", Venecia, 1898, p. 35); también son instruidos constantemente
para que a lo largo del servicio den reverencia a los santos íconos. Las
imágenes por tanto eran propiedad y recibían veneración en toda la Cristiandad
de forma incuestionable hasta que los Reformistas Protestantes, fieles a su
principio de recurrir solamente a la Biblia, y no encontrando nada acerca de
ellas en el Nuevo Testamento, buscaron en la Antigua Ley reglas que nunca habían
tenido significado para la Nueva Iglesia y descubrieron en el Primer Mandamiento
(al que llamaron segundo) una orden de no hacer siquiera ninguna imagen tallada.
Sus sucesores han ido gradualmente atemperando la severidad de este, como de
muchos otros de los principios originales de sus fundadores. Los Calvinistas
mantienen la norma de no admitir estatuas, ni aún la cruz, casi exactamente
igual. Los Luteranos tienen estatuas y crucifijos. En las iglesias Anglicanas
uno puede encontrar operante cualquier principio, desde aquel de la cruz desnuda
hasta una perfecta plétora de estatuas y pinturas.
La coronación de imágenes es un ejemplo de un viejo y obvio signo simbólico de
honor que se ha convertido en un rito establecido. Los paganos Griegos ofrecían
coronas doradas a sus ídolos como ofrendas especialmente valiosas. San Irineo
(202 DC) ya observa que ciertos Cristiano heréticos (los Gnósticos
Carpocracianos) coronaban sus imágenes. Él desaprueba esa práctica, aunque
parece que parte de su disgusto en alguna medida se debe a que coronan estatuas
de Cristo junto con las de Pitágoras, Platón y Aristóteles ("Adv. omn. haer.",
I, xxv). La ofrenda de coronas para adornar imágenes devino en una práctica
común en las Iglesias Orientales. No significaría en sí mismo más que agregar
tanto esplendor adicional al ícono como le podría ser dado por un bonito marco
de oro. Por tanto la fijación de la corona generó en sí mismo una cierta
cantidad de ritual, y la corona misma, como todas la cosas dedicadas al uso de
la Iglesia, era bendecida antes de ser colocada.
También en Roma, la ceremonia evolucionó desde esta pía práctica. Un caso famoso
es la coronación de la pintura de nuestra Señora en Santa María Mayor. Clemente
VIII (1592-1605) presentó coronas (una para nuestro Señor y una para Su Madre,
estando ambos representados en la pintura) para adornarla; lo mismo hicieron los
papas que lo sucedieron. Estas coronas fueron perdidas y Gregorio XVI (1831-46)
decidió reemplazarlas. El 15 de Agosto de 1837 rodeado de cardenales y prelados,
trajo las coronas, las bendijo con una oración compuesta para la ocasión, la
roció con agua bendita y le esfumó incienso. Cuando se hubo cantado el “Regina
Coeli”, fijó las coronas a las pinturas, diciendo la fórmula--"Sicuti per manus
nostras coronaris m terris, ita a te gloria et honore coronari mereamur in
coelis" –para nuestro Señor, y una similar (per te a Jesu Christo Filio tuo . .
.) para nuestra Señora. Hubo otra colecta, el Te Deum, una última colecta, y
entonces la Alta Misa coram Pontífice. El mismo día el papa emitió una
instrucción (Coelistis Regina) acerca del rito. Las coronas deben ser
conservadas por los canónigos de Santa María la Mayor. El ceremonial usado en
esa ocasión se convirtió en el estandard para funciones similares.
El Capítulo de San Pedro tiene el derecho a coronar estatuas y pinturas de
nuestra Señora desde el siglo diecisiete. Un cierto Conde Alejandro Sforza-Pallavicini
de Piacenza dispuso una suma de dinero para pagar las coronas que serían usadas
con este propósito. El primer caso fue en 1631, cuando el capítulo, el 27 de
agosto, coronó una famosa pintura, "Santa Maria della febbre", en una de las
sacristías de San Pedro. El conde pagó los gastos. Poco después, a su muerte,
por su voluntad (fechada el 3 de julio de 1636) dejó una considerable propiedad
al capítulo con la condición de que deberían gastar sus rentas coronando famosas
pinturas y estatuas de nuestra Señora. Así lo han hecho desde entonces. El
procedimiento es que un obispo puede solicitar al capítulo que corone una imagen
en su diócesis. Los canónigos consideran su petición, si la aprueban hacen hacer
una corona y envían uno de los suyos para llevar a cabo la ceremonia. A veces el
mismo papa ha coronado imágenes por el capítulo. En 1815 Pío VII lo hizo en
Savona, y nuevamente en 1816 en Galloro cerca de Castel Gandolfo. Una lista de
imágenes así coronadas hasta 1792 fue publicada ese año en Roma ((Raccolta delle
immagini della btma Vergine ornate della corona d'oro). El capítulo tiene un "Ordo
servandus in tradendis coronis aureis quae donantur a Rmo Capitulo S. Petri de
Urbe sacris imaginibus B.M.V." – aparentemente solamente en manuscrito. El rito
es casi exactamente el mismo que el usado por Gregorio XVI en 1837.
VI. LOS PRINCIPIOS DE LA VENERACION DE IMÁGENES.
Finalmente debe decirse algo sobre los principios Católicos concernientes a la
veneración de las imágenes sagradas. El Latino Cultus sacrarum imaginum puede
muy bien ser traducido (como siempre lo ha sido en el pasado) “veneración de
imágenes santas”, y “venerador de imágenes” es un término conveniente para
cultor imaginum – eikonodoulos, como opuesto a eikonoklastes (destructor de
imágenes). Veneración de ningún modo implica la suprema adoración que puede
solamente ser dada a Dios. Es una palabra general que denota un mas o menos alto
grado de reverencia y honor, un reconocimiento de valía, como el Verehrung
Germano (“con mi cuerpo te venero”) en el servicio de casamiento; las compañías
de las ciudades Inglesas son “venerables”, un magistrado es “Su venerable”, y se
puede continuar. No podemos por tanto dudar de hablar de veneración de imágenes;
aunque sin duda seremos a menudo llamados a explicar el término.
Notamos en primer lugar, que el Primer Mandamiento (excepto en la medida en que
prohíbe la adoración y el servicio de imágenes) no nos afecta en absoluto. La
Antigua Ley – incluyendo los diez mandamientos – desde el momento que solamente
promulga la ley natural, es por supuesto eterna. Ninguna posible circunstancia
puede nunca abrogarla, por ejemplo el Quinto, Sexto y Séptimo Mandamiento. Por
otra parte, desde el momento que es ley positiva, fue de una vez por todas
abrogada por la promulgación del Evangelio Rom., viii, 1-2; Gal., iii, 23-5,
etc.; Hech., xv, 28-9). Los Cristianos no están obligados a circuncidarse, a
abstenerse de la de la impura comida levítica etc. El Tercer Mandamiento que
ordenaba a los Judíos a guardar el Sábado santo es un caso típico de una ley
positiva abrogada y reemplazada por otra por la Iglesia Cristiana. De este modo
en el Primer Mandamiento debemos distinguir las cláusulas – “No tendrás dioses
ajenos delante de mí”, “No los adorarás ni los servirás” – que son ley natural
eterna (prohibitum quia malum), de la cláusula: “No te harás ninguna imagen
tallada”, etc. Cualquiera sea el sentido en que el arqueólogo pueda entender
esto, claramente no es ley natural, ni tampoco podrá nadie probar la maldad
inherente de hacer una cosa tallada; por tanto es ley positiva divina (malum
quia prohibitum) de la Vieja Dispensa que nos se aplica más a los Cristianos que
la ley de casarse con la viuda de su hermano.
Desde el momento en que no hay ley positiva Divina en el Nuevo Testamento sobre
la materia, los Cristianos están obligados, primeramente, por la ley natural que
nos prohibe dar a cualquier criatura el honor que se le debe solamente a Dios, y
prohíbe el obvio absurdo de dirigir plegarias o cualquier tipo de absoluta
veneración a una imagen manufacturada; en segundo término, por cualquier ley
eclesiástica que pueda haber sido hecha sobre la materia por la autoridad de la
Iglesia. La situación fue definida bien claramente por el Segundo Concilio de
Nicea en 787. En su séptima sesión los Padres escribieron acabadamente la
decisión esencial (horos) del sínodo. En el mismo, después de repetir el Credo
de Nicena y la condena de los primeros heréticos, llegan a la candente cuestión
del tratamiento a las imágenes santas. Ellos hablan de real adoración, suprema
veneración prestada a un ser por su propio bien solamente, reconocimiento de
absoluta dependencia en alguien que puede garantizar favores sin referencia a
nadie más. Esto es lo que ellos significan por latreia y declaran enfáticamente
que esta clase de veneración des ser dada a Dios solamente. Es pura idolatría
brindar latreia a cualquier criatura en absoluto. En Latín, adoratio es
generalmente (aunque no siempre; ver e.g. en la Vulgata, II Reyes, i, 2, etc.)
usada en este sentido. Especialmente desde el concilio hay una tendencia a
restringirla a este sentido únicamente, de modo tal que adorare sanctos suena
hoy escandaloso. Por tanto ahora en Inglés por adoración siempre se interpreta
la latreia de los Padres del Segundo Concilio de Nicea. De esta adoración el
concilio distingue el respeto y la honorable reverencia (aspasmos kai timetike
proskynesis) tal como puede ser brindado a cualquier venerable o gran persona,
al emperador, a un patriarca, etc. A fortiori puede y debe brindar tal
reverencia a los santos que reinan con Dios. Las palabras proskynesis (como
distinta de latreia) y douleia se convirtieron en las palabras técnicas para
este honor inferior. Proskynesis (la que bastante raramente significa
etimológicamente la misma con que adoratio – ad+os, kynein, besar) corresponde
en el uso Cristiano al Latín veneración, reverencia; douleia podría ser
generalmente traducido como cultus. En Inglés se usa para estas ideas
veneración, reverencia, culto.
Esta reverencia se expresará en signos determinados por las costumbres y
etiqueta. Debe notarse que todas las exteriorizaciones de respeto son sólo
signos arbitrarios, como las palabras, y esos signos no tienen necesariamente
una connotación inherente. Ellos significan lo que es acordado y entendido que
deben significar. Es siempre imposible mantener que cualquier signo o palabra
debe necesariamente significar a alguien una idea. Como las banderas, estas
cosas han llegado a significar lo que la gente que las usa se propone que
signifiquen. Arrodillarse en si mismo no significa más que sentarse. Entonces,
con relación a las genuflexiones, besos, incienso y signos similares prestados a
cualquier objeto o persona el único estándar razonable es la inferida intención
de la gente que los usa. Su mayor o menor abundancia es materia de la etiqueta,
la que puede muy bien diferir en distintos países. Especialmente arrodillarse,
de ningún modo tiene siempre la connotación de suprema adoración. La gente por
largo tiempo se arrodillo ante los reyes. Los Padres de Nicea II distinguen
además entre la veneración absoluta y la relativa. La veneración absoluta es
prestada a cualquier persona para su propio realce. La veneración relativa es
brindada a un signo, de ningún modo para su propio realce, sino para realzar lo
que la cosa significa. El signo en sí mismo no es nada, pero comparte el honor
de su prototipo. Un insulto al signo (una bandera o estatua) es un insulto a la
cosa de la cual es signo; del mismo modo honramos al prototipo al honrar al
signo. En este caso todas las exteriorizaciones de reverencia, visiblemente
dirigidas al signo, se vuelve en intención hacia el real objeto de nuestra
reverencia – la cosa significada. El signo es solo puesto como la visible
dirección de nuestra reverencia, porque la cosa real no está físicamente
presente. Todos conocen el uso de tales signos en la vida ordinaria. La gente
saluda banderas, se inclina ante tronos vacíos, se descubre ante estatuas y
cosas así, y nadie piensa que esta reverencia es dirigida a un lienzo pintado, o
a la madera, o a la piedra.
Es esta veneración relativa que debe ser prestada a la cruz, a las imágenes de
Cristo y de los santos, mientras que la intención se dirige realmente en forma
total a las personas que estas cosas representan. Entonces del texto de la
decisión de la séptima sesión de Nicea II es: “Definimos con toda certeza y
cuidado que ambas, la figura de la sagrada y vivificante cruz, como así también
la venerable y santa imagen, ya sea hecha en colores o mosaicos u otros
materiales, han de ser colocados adecuadamente en las santas iglesias de Dios, o
en los copones y vestimentas, en las paredes y pinturas, en casas y por los
caminos; lo que es decir, las imágenes de nuestro Señor Dios y Salvador
Jesucristo, o de nuestra inmaculada Señora la santa Madre de Dios, de los
honorables ángeles y todos los santos y hombres santos. Ya que tan a menudo como
ellos sean vistos en sus representaciones pictóricas, así la gente que los mire
es elevada ardientemente a la memoria y amor a los originales e inducidos a
darles respeto y venerable honor (aspasmon kai timetiken proskynesin) pero no
una real adoración (alethinen latreian) la que de acuerdo con nuestra fe se debe
dar solamente a la Divina Naturaleza. De modo tal que las ofrendas de incienso y
vela se deben dar a ellos como a la figura de la sagrada y vivificante Cruz, a
los santos libros de los Evangelios y otros objetos sagrados a objetos de
hacerles honor; aquel que venera (ho proskynon) a una imagen venera la realidad
de aquel que esta pintado en ella “(Mansi, XIII, pp. 378-9; Harduin, IV, pp.
453-6).
Este es todavía el punto de vista de la Iglesia Católica. La cuestión fue
establecida para nosotros por el Séptimo Concilio Ecuménico; nada ha sido
agregado a esa definición desde entonces. Las costumbres por las cuales
mostramos nuestro “respeto y venerable honor” por las imágenes santas
naturalmente varían en los diferentes países y en tiempos diferentes. Solamente
la autoridad de la Iglesia ha intervenido ocasionalmente, a veces para prevenir
un retorno espasmódico a la Iconoclasia, más a menudo para prohibir los excesos
de tales signos de reverencia que pudieran ser malentendidos y generar
escándalo.
Los Teólogos discutieron toda la cuestión in extenso. Santo Tomás declara lo que
es la idolatría en la “Summa Theologica”, II-II:94, y explica el uso de imágenes
en la Iglesia Católica (II-II:94:2, ad 1Um). Distingue entre latria y dulia
(II-II:103). La vigésimo quinta sesión del Concilio de Trento (Dec., 1543)
repite fielmente los principios de Nicea II.
El santo Sínodo ordena que las imágenes de Cristo, la Virgen Madre de Dios, y
otros santos deben ocupar sus puestos y ser guardados especialmente en las
iglesias, que se les debe brindar honor y reverencia a ellos (debitum honorem et
venerationem), no que se piense que cualquier divinidad o poder reside en ellas
en virtud del cual deban ser venerados, o que pueda pedírseles cualquier cosa a
ellas, o que debe ponerse alguna confianza en las imágenes, como era hecho por
los paganos que depositaban su confianza en sus ídolos [Ps. cxxxiv, 15 sqq.],
sino porque el honor que se muestra hacia ellos esta referido a los prototipos
que ellos representan, de modo tal que besándolas, descubriéndonos,
arrodillándonos ante las imágenes adoramos a Cristo y honramos a los santos cuya
semejanza portan (Denzinger, no. 986)
Como un ejemplo de la enseñanza Católica contemporánea sobre esta materia
difícilmente pueda uno citar nada mejor expresado que el “Catecismo de la
Doctrina Cristiana” usado en Inglaterra por disposición de los obispos
Católicos. En cuatro puntos, este libro resume exactamente la totalidad de la
posición Católica.
“Está prohibido brindar divino honor o veneración a los ángeles y santos ya que
esto le pertenece solamente a Dios”
“Debemos prestar un honor o veneración inferior a los ángeles y santos, ya que
este les es debido como siervos y amigos especiales de Dios”
“Debemos brindar a las reliquias, crucifijos y santas pinturas un honor
relativo, desde que nos refieren a Cristo y sus santos y son conmemorativos de
ellos”
“No les rezamos a las reliquias o imágenes, ya que ellos no pueden ni vernos ni
escucharnos ni ayudarnos.”
ADRIAN FORTESCUE
Transcripto por Tomas Hancil
Traducido por Luis Alberto Alvarez Bianchi