La
grandeza de la misericordia de Dios se pone particularmente de relieve ante
la consideración de la negatividad insondable del pecado. En efecto, la
malicia que supone el quebranto de la Voluntad divina por parte de la
criatura, ofende a la Majestad de Dios y alcanza por ello gravedad infinita.
Sin embargo, es Dios mismo quien ofrece su perdón, porque no desea la muerte
del hombre sino que se convierta de su camino y viva (Ez. 33, 11). Su
inagotable misericordia obra pacientemente con vosotros, no queriendo que
algunos perezcan sino que todos vengan a penitencia (I Pe. 3, 9).
Al ofrecer su perdón, Dios pide a cambio una conversión en el interior del
hombre, un cambio de vida un retornar de nuevo hacia El: y es precisamente
este requerimiento divino lo que engloba el concepto de penitencia.
5.1 NOCION DE PENITENCIA
Etimológicamente, penitencia viene del verbo latino poenitere = tener pena,
dolerse, arrepentirse. En teología se usa indistintamente el término para
designar tanto una virtud como un sacramento.
a) La penitencia, virtud moral (cfr. Catecismo, nn. 1430-2).
Como virtud, la penitencia lleva al pecador:
a) a arrepentirse de los pecados cometidos,
b) a tener el propósito de no volver a cometerlos,
c) a imponerse por ellos el debido castigo o satisfacción.
En el lenguaje común, al decir que alguien hace penitencia suele entenderse
tan sólo la fase final de la virtud, es decir, el cumplimiento de las obras
costosas impuestas como castigo. Esos sacrificios, sin embargo, no se
entenderían al margen del motivo que los ocasiona: el arrepentimiento de
acciones pecaminosas, que incluyen implícitamente la enmienda. Así, pues, la
virtud de la penitencia en teología engloba causas y efectos, y no sólo las
obras penitenciales.
Lo propio de esta virtud es el dolor del alma que se entristece por sus
pecados, y que tiene como motivo saber que son ofensas a Dios, y no, p. ej.,
los males que el pecado suele acarrear (cfr. S. Th. III, q. 85, ad. 2, ad.
3). Por tanto, no sería virtud la del ladrón que se arrepiente del hurto
porque lo encarcelaron, o porque fue golpeado, etc.
b) La penitencia como sacramento
Como sacramento, la penitencia o reconciliación es uno de los siete
sacramentos de la Nueva Ley instituidos por Nuestro Señor Jesucristo.
Es ésta una verdad de fe definida por el Concilio de Trento (cfr. Dz. 911).
De acuerdo a esta segunda acepción, el perdón de los pecados cometidos
después del Bautismo es concedido por un sacramento propio llamado
sacramento de la conversión, de la confesión, de la penitencia o de la
reconciliación (Catecismo, n. 1486).
El sacramento de la penitencia se une íntimamente a la virtud de la
penitencia, por dos razones:
lo. Porque el sacramento de la penitencia requiere, como condición necesaria
para que sea válido, la virtud de la penitencia: no se daría el perdón de
los pecados en la confesión, si el pecador no estuviera arrepentido de
haberlos cometido.
2o. Porque el verdadero arrepentimiento de los pecados conlleva el deseo de
confesarlos: se dudaría del dolor de haber ofendido a Dios si no se pusieran
en práctica los medios fijados por Dios mismo para perdonar pecados.
5.2 LA PENITENCIA, SACRAMENTO DE LA NUEVA LEY
La penitencia es un verdadero sacramento, pues en ella se dan los elementos
esenciales de todo sacramento:
a) el signo sensible, que está constituido por los actos del penitente:
contrición, confesión y satisfacción (cfr. Catecismo Romano, II, cap. V, n.
13; Concilio de Trento, sess. XIV, caps. 3-4), y las palabras de la
absolución;
b) la institución por Cristo, de la que se habla con toda claridad en la
Sagrada Escritura: Recibid al Espíritu Santo dijo Jesús a los Apóstoles; a
quienes perdonareis los pecados les serán perdonados; a quienes se los
retuviereis, les serán retenidos (Jn. 20, 22);
c) la producción de la gracia, tanto la santificante que se infunde al ser
remitidos los pecados, como la sacramental específica, que da la fuerza para
no volver a cometer los pecados acusados.
5.2.1 Herejías opuestas
Para contrastar la riqueza de la doctrina católica sobre este sacramento,
resulta útil detenerse en las interpretaciones equivocadas que se han
suscitado en la historia de la Iglesia:
a) La herejía llamada de los montanistas (siglo II), limitaba el poder de la
Iglesia para perdonar los pecados, diciendo que había algunos -la idolatría,
el adulterio y el homicidio- que no podrían ser perdonados.
b) Los novacianos (siglo III) afirmaban que la Iglesia debía estar formada
sólo por hombres puros, y negaban la reconciliación a todos aquellos que
hubieran cometido pecado mortal. Lo mismo afirmaron los donatistas (siglo IV).
c) Abelardo (siglo XII) afirmó que Cristo confirió a sus Apóstoles la
potestad de atar y de desatar, pero esa potestad no la concedió a los
sucesores de ellos (cfr. Dz. 379).
d) Las sectas espiritualistas (valdenses y cátaros) así como los seguidores
de Wicleff y de Hus, rechazaron la jerarquía eclesiástica y, en
consecuencia, defendían la tesis de que todos los cristianos buenos y
piadosos tienen sin distinción el poder de absolver los pecados.
e) Los reformadores protestantes negaron totalmente el poder de la Iglesia
para perdonar los pecados. Aunque al principio admitieron la penitencia como
sacramento (junto al bautismo y a la ‘cena’; cfr. Lutero), Apol. Conf. Aug.,
art. 13), su concepto de justificación les llevó necesariamente a negar todo
poder real de perdonar los pecados.
En efecto, si la justificación no es, según ellos, verdadera y real
extinción del pecado, sino una mera no imputación externa o cubrimiento de
los pecados por la fe fiducial. entonces la absolución no es verdadera
remisión del pecado, pues los pecados permanecen a pesar de todo.
Contra los protestantes, el Concilio de Trento declaró que Cristo comunica a
los Apóstoles y a sus legítimos sucesores, la potestad de perdonar realmente
los pecados (cfr. Dz. 894 y 913).
f) En la ‚poca actual, el error consiste en la desacralización del
sacramento, al grado de ser equiparado a técnicas puramente humanas o
psicológicas, como si se tratara de relaciones interpersonales, perdiéndose
de vista que la confesión es el medio para obtener la realidad sobrenatural
de la gracia santificante.
5.2.2 Doctrina del Magisterio
Sobre los puntos atacados por los herejes, la Iglesia se ha visto obligada a
predicar la doctrina católica.
A. Institución del sacramento por Jesucristo
La primera y radical conversión del hombre tiene lugar en el sacramento del
bautismo: por él se nos perdona el pecado original, nos convertirnos en
hijos de Dios, y entramos a formar parte de la Iglesia. Sin embargo, como el
hombre a lo largo de su vida puede descaminarse no una, sino innumerables
veces, quiso Dios darnos un camino por el que pudiéramos llegar a El.
Como era tan sorprendente la divina misericordia dispuesta a perdonar, el
Señor fue preparando a sus Apóstoles y a sus discípulos, perdonando El mismo
los pecados al paralítico de Cafarnaúm (cfr. Lc. 5, 18-26), a la mujer
pecadora (cfr. Lc. 7, 37-50), etc., y prometiendo, además, a los Apóstoles,
la potestad de perdonar o de retener los pecados: "En verdad os digo: todo
cuanto atareis en la tierra ser atado en el cielo, y cuanto desatareis en la
tierra, será desatado en los cielos" (cfr. Mt. 18, 18).
Para que no hubiera duda de que los poderes que había prometido a San Pedro
personalmente (cfr. Mt. 16, 19) y a los demás Apóstoles con él (cfr. Mt. 18,
18), incluían el de perdonar los pecados, en la tarde del primer día de la
resurrección, apareciéndose Jesús a sus Apóstoles, los saluda y les muestra
sus manos y su costado diciendo: recibid el Espíritu Santo. A quienes les
perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quiénes se los retuviereis,
les serán retenidos (Jn. 20, 21 ss.). De otra manera, si la Iglesia no
tuviera esa potestad, no podría explicarse la voluntad salvífica de Dios.
B. Universalidad del poder de perdonar los pecados
La potestad de perdonar se extiende absolutamente a todos los pecados.
Consta por la amplitud ilimitada de las palabras de Cristo a los Apóstoles:
Todo lo que desatareis... (Mt. 18, 18), y por la práctica universal de la
Iglesia que, aun en las épocas de máximo rigor disciplinar, absolvía los
pecados más aborrecibles -llamados ad mortem- una vez en la vida, y siempre
en el momento de la muerte; señal evidente de que la Iglesia tenía plena
conciencia de su ilimitada potestad sobre toda clase de pecados (cfr. Dz.
43, 52a, 57 III, 430, 894, 903).
Por eso señalaba recientemente Juan Pablo II empleando una expresión de San
Pablo (cfr. I Tim. 3, 15ss.) que a ese designio salvífico de Dios se le ha
de llamar mysterium o sacramentum pietatis: es, en efecto, el misterio de la
infinita piedad de Dios hacia nosotros, que penetra hasta las raíces más
profundas de nuestra iniquidad mysterium iniquitatis, llama también San
Pablo al pecado (cfr. II Tes. 2, 7), para provocar en el alma la conversión
y dirigirla a la reconciliación (cfr. Exhort. Apost. Reconciliatio et
paenitentia, nn. 19-20).
C. Potestad conferida a la Iglesia
Esa potestad fue conferida sólo a la Iglesia jerárquica, no a todos los
fieles, ni sólo a los carismáticos. En la persona de los Apóstoles se
contenía la estructura jerárquica de la Iglesia, que se había de continuar
en todas las épocas (cfr. Dz. 902 y 920).
Unida íntimamente a la misión de Cristo está la misión de la Iglesia, pues a
ella sólo otorgó su potestad y prometió su asistencia hasta el fin de los
siglos.
D. La potestad de perdonar los pecados es judicial
La potestad de perdonar los pecados que tiene la Iglesia es judicial; es
decir, el poder conferido por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores
implica un verdadero acto judicativo: hay un juez, un reo y una culpa. Se
realiza un juicio, se pronuncia una sentencia y se impone un castigo.
Esto significa que, cuando el sacerdote imparte el perdón no lo hace como
"si declarara que los pecados están perdonados. sino a modo de acto
Judicial, en el que la sentencia es pronunciada por él mismo como juez"
(Concilio de Trento: cfr. Dz. 902 ). Por esta razón, la forma se dice con
carácter indicativo y en primera persona: "Yo te absuelvo de tus pecados, en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".
El sacerdote, sin embargo, dicta la sentencia en nombre y con la autoridad
de Cristo, y por tanto, es el mismo Jesucristo -representado por el
sacerdote- quien perdona los pecados en un juicio cuya sentencia es siempre
de perdón, si el penitente está bien dispuesto. Sirviéndose del ministro
como instrumento, es el propio Jesucristo quien absuelve.
Como señala Juan Pablo II, la confesión es siempre un encuentro personal con
Cristo: La Iglesia, observando la praxis plurisecular del sacramento de la
penitencia -la práctica de la confesión individual, unida al acto personal
de dolor y al propósito de la enmienda y satisfacción-, defiende el derecho
particular del alma. Es el derecho a un encuentro personal del hombre con
Cristo crucificado que perdona, con Cristo que dice, por medio del ministro
del sacramento de la Reconciliación: `Tus pecados te son perdonados" (Mc. 2,
5) (Enc. Redemptor hominis, n. 20).
Precisamente por estas razones la Iglesia ordena la práctica de este
sacramento como personal y auricular, tolerando sólo por graves motivos
-como señalaremos más adelante-, la práctica de la absolución general, que
no reúne las características de verdadero juicio.
5.3 EL SIGNO SACRAMENTAL DE LA PENITENCIA
De acuerdo a la explicación que da Santo Tomás (cfr. S. Th. III, q. 84, a.
2), reafirmada por el Concilio de Trento (cfr. Dz. 699, 896, 914, ver
también Catecismo, n. 1448), el signo sensible lo componen la absolución del
sacerdote y los actos del penitente:
la actuación del ministro que imparte el perdón en nombre de Cristo se
resume en las palabras de la absolución, que constituyen la forma del
sacramento;
la actuación del penitente se concreta en las disposiciones con que se
prepara para recibir la absolución, y constituyen la materia del sacramento:
esas disposiciones son la contrición o dolor de los pecados, la confesión o
manifestación de los mismos, y la satisfacción para compensarlos de algún
modo.
5.3.1 Los actos del penitente
El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda en el n. 1450 que la penitencia
mueve al pecador a sufrir todo voluntariamente; en su corazón, contrición;
en la boca, confesión; en la obra, toda humildad y fructífera satisfacción.
De los tres actos del penitente el más importante es la contrición es decir,
el rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de
no volver a cometerlo. Esta contrición es el principio de la conversión, de
la metanoia que devuelve al hombre a Dios, y que tiene su signo visible en
el sacramento de la penitencia.
Por voluntad de Dios, forma parte del signo sacramental la acusación de los
pecados, que tiene tal realce que de hecho el nombre usual de este
sacramento es el de confesión. Acusar los propios pecados es una exigencia
de la necesidad de que el pecador sea conocido por quien en el sacramento es
a la vez juez -que debe valorar la gravedad de los pecados y el
arrepentimiento del pecador-, y médico, que debe conocer el estado del
enfermo para ayudarlo y curarlo.
La satisfacción es el acto final del signo sacramental, que en muchos sitios
se llama precisamente penitencia. No es, obviamente, un precio que se paga
por el perdón recibido, porque nada puede pagar lo que es fruto de la Sangre
de Cristo. Es un signo del compromiso que el hombre hace de comenzar una
nueva vida, combatiendo con la propia mortificación física y espiritual las
heridas que el pecado ha dejado en las facultades del alma.
A. Contrición
El primer acto del penitente, la contrición, "es el dolor del alma y
detestación del pecado cometido, juntamente con el propósito de no volver a
pecar" (Concilio de Trento, Dz. 897: ‘animi dolor ac detestatio de peccato
comisso, cum propósito non pecandi de cetero’) (Catecismo, n. 1451).
Constituye la parte más importante del sacramento de la penitencia.
Etimológicamente viene del verbo contere, que significa destrozar, triturar:
con el dolor y la detestación, el alma busca destruir los pecados cometidos.
Lo propiamente específico de la contrición es el dolor del alma por el
pecado cometido, lo cual necesariamente implica el propósito de no volver a
cometer pecados. Este propósito, además de ser propósito de no pecar más,
incluye también el propósito de confesar los pecados cometidos, y de
satisfacer por ellos, de modo que no se puede hablar de verdadera
contrición, si no hay al menos implícitamente este doble propósito.
No es necesario, ni siempre ser posible, que el dolor de contrición se
manifieste con sentimientos sensibles de dolor -lágrimas, angustia, etc.-:
es un acto de la voluntad, que no procede del sentimiento sino de la razón,
iluminada por la gracia.
a) Características
La contrición requerida para el perdón de los pecados ha de ser: interna,
sobrenatural, universal y máxima en cuanto a la valoración.
a.1) La contrición es interna si proviene de la inteligencia y de la
voluntad libre del penitente, y no tan sólo fingida exteriormente. La
Sagrada Escritura lo afirma, por ejemplo cuando dice: "Rasgad vuestros
corazones, no vuestras vestiduras".
Por otra parte, al ser la contrición parte del signo externo del sacramento,
ha de manifestarse también al exterior, acusando los propios pecados.
a.2) La contrición ha de ser sobrenatural, tanto en su principio Dios que
mueve al pecador al arrepentimiento, como por los motivos o razones que la
provocan: la ofensa a Dios, la contemplación de Jesús crucificado, la
pérdida del cielo, etc.
No puede originarse por un motivo meramente natural, como sería el temor a
las consecuencias naturales del pecado: la enfermedad, la cárcel, el
menosprecio, etc.
a.3) Es universal la verdadera contrición, pues se extiende a todos los
pecados graves cometidos. No es posible que se perdone un pecado mortal
desligado de los demás, ya que no sería verdadero el arrepentimiento de uno
pero no de otro, pues la causa formal de la contrición es la ofensa a Dios,
sin que importe la razón de que provenga.
a.4) Es, además, máxima en cuanto a la valoración (la fórmula tradicional se
refiere a esta condición con el término appreciative summa), lo que
significa que el pecador aborrece el pecado como el mayor mal, y está
dispuesto a sufrir cualquier inconveniente antes de ofender de nuevo a Dios
con una culpa grave.
En otras palabras, no apreciaría el pecado como el mayor mal quien no
estuviera dispuesto a sufrir cualquier otra contrariedad -pobreza, pérdida
del empleo, humillación e incluso la misma vida- antes de cometer un pecado
grave.
Sin embargo, no se requiere, como ya señalamos, que el dolor sea sumo en
cuanto a la sensibilidad, sino en la apreciación de la mente y la firmeza de
la voluntad.
b) El propósito
Por último, y como se desprende de la definición de contrición, para que
ésta sea verdadera ha de incluir el propósito de no pecar en adelante.
El propósito puede ser:
explícito y formal, cuando es en sí mismo un acto del penitente distinto de
la contrición o arrepentimiento;
implícito y virtual, cuando se contiene en toda sincera contrición.
Para la validez de la confesión, se requiere el propósito al menos
implícito. Sus cualidades son tres:
b.1) Firme, porque en el momento de hacerlo el penitente se propone, con
voluntariedad actual, no volver a ofender a Dios. Esta firmeza no ha de
confundirse con la constancia, que hace más bien relación al futuro; en
otras palabras, la sinceridad del propósito es compatible con la duda sobre
el cumplimiento posterior, dada la propia debilidad.
b.2) Eficaz, porque debe llevar a poner los medios necesarios para evitar el
pecado, a evitar las ocasiones de pecado en la medida de las propias
posibilidades, y a reparar el daño que pueda haberse hecho a los demás por
el pecado cometido.
Si el propósito no es eficaz el sujeto carecería de las disposiciones
mínimas para recibir la absolución sacramental. Sería el caso de quien no
evitara la ocasión próxima voluntaria de pecar, por ejemplo, no alejándose
de las amistades que le llevan a ofender a Dios.
b.3) Universal, es decir, se ha de extender a todo pecado mortal porque, al
igual que la contrición, el propósito verdadero rechaza el pecado en cuanto
tal.
c) Contrición perfecta e imperfecta
Enseña la Iglesia (cfr. Catecismo, nn. 1452 y 1453) que hay dos clases de
dolor y detestación de los pecados: contrición perfecta es aquella fruto del
amor -dolor de amor- a Dios ofendido, y tan grata que nos reconcilia con El.
La contrición imperfecta o atrición, no da la gracia si no va acompañada de
la recepción del sacramento, pero basta como disposición para recibirlo.
Se llama imperfecta porque no proviene de un amor puro a Dios, sino de algún
otro motivo sobrenatural como el temor al infierno.
Cuando el dolor de atrición va acompañado por la absolución, el penitente de
atrito se hace contrito, quedando justificado por la virtud del sacramento.
De todos modos, debe excluir la voluntad de pecar, con la esperanza del
perdón, como enseña la Iglesia.
Por tanto, estas dos clases de contrición difieren por razón de su motivo y
de sus efectos:
Por razón de su motivo, porque la perfecta es fruto de una ardiente caridad
hacia Dios ofendido, y la imperfecta viene determinada por un motivo
distinto del amor.
Por razón de sus efectos, porque la perfecta justifica al pecador antes de
la confesión, con tal de que se tenga el deseo de hacer lo que Dios ha
ordenado y, por tanto, también el deseo de confesarse. La imperfecta, en
cambio, basta para obtener el perdón en el sacramento, pero no fuera de él.
Ante esta verdad, alguien podría preguntarse: ‘Si con la contrición perfecta
se perdonan los pecados, ¿cuál es la razón de confesarlos?’. La razón es que
ese tipo de contrición presupone el deseo de confesarlos: sería
contradictorio un dolor perfecto de los pecados unido al rechazo del
precepto divino de confesarlos al sacerdote. Además, su efectiva confesión
también es necesaria porque nadie puede estar completamente seguro de que su
contrición es absolutamente perfecta.
Con todo lo dicho, se entiende que quien muriese en pecado grave, habiendo
hecho un acto de contrición imperfecta pero sin haber recibido la
absolución, no puede salvarse. En cambio, la contrición perfecta, unida al
deseo de confesarse en cuanto sea posible, es suficiente para obtener el
perdón. Quien ama a Dios de modo que detesta profundamente el pecado, no
puede condenarse. Si alguno muriese sin haber podido recibir ningún
sacramento, pero teniendo contrición perfecta, obtendría el cielo.
Es por ello de gran utilidad dolerse con frecuencia de los pecados; la
conciencia se hace más sensible de las ofensas a Dios, y se esforzar por
repararlos, preparando mejor la confesión, viviendo con más confianza en
Dios y luchando por evitarlos.
B. Confesión
La acusación de los propios pecados constituye el segundo acto que debe
realizar el penitente. Este deber viene implícito en las palabras de Cristo:
"...A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se
los retuviereis, les serán retenidos" (Jn. 20, 22-23). Para poder emitir un
juicio acertado -perdonar o retener-, el sacerdote debe conocer el estado
del penitente, lo cual no es posible si éste no declara sus pecados y sus
disposiciones, a través de la confesión.
La confesión de todos los pecados cometidos después del bautismo, con objeto
de obtener de Dios el perdón, a través de la absolución del sacerdote, no se
puede reducir a un intento de autoliberación psicológica, aunque corresponde
a la necesidad legítima y natural de abrirse a alguno, que es connatural al
corazón humano; es un gesto litúrgico, solemne en su dramaticidad, humilde y
sobrio en la grandeza de su significado. Es el gesto del hijo pródigo que
vuelve al padre y es acogido por él con el beso de la paz; gesto de lealtad
y de valentía; gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la
misericordia que perdona (Juan Pablo II, Exhor. Ap. Reconciliatio et
paenitentia, n. 31).
Es, en efecto, un requisito establecido por el mismo Dios la manifestación o
confesión de los pecados por parte del penitente, para que el ministro
conozca la causa y pueda dictar sentencia.
El difundido error de considerar que basta la contrición para obtener el
perdón de los pecados, nos lleva a estudiar más detenidamente la necesidad
de acusar ante el sacerdote todos los pecados mortales.
Es usual oír expresiones como éstas: ‘Si ya estoy arrepentido, ¿para qué me
confieso?’; o bien, ‘yo me confieso sólo ante Dios’, etc., que manifiestan
confusión de ideas y profunda ignorancia.
El Magisterio de la Iglesia declaró solemnemente en el Concilio de Trento:
"Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la
penitencia no es necesario por derecho divino confesar todos y cada uno de
los pecados mortales, sea anatema" (Dz. 917).
La claridad de esta formulación viene dada por la misma institución divina:
Jesucristo confiere explícitamente a sus Apóstoles el poder de perdonar los
pecados (cfr. Jn. 20, 21-23); como esa potestad no pueden ejercitarla sus
ministros de forma arbitraria, es evidente que necesitan conocer las causas
sobre las que debe emitirse el juicio que eso es la confesión, y esto no de
modo general sino con detalle y precisión (cfr. S. Th. III, q. 6).
La acusación de los pecados debe reunir dos características: ha de ser
sincera e íntegra.
a) Sinceridad
La confesión es sincera cuando se manifiestan los pecados como la conciencia
los muestra sin omitirlos, disminuirlos, aumentarlos o variarlos.
Omitir a sabiendas un pecado grave todavía no confesado, hace inválida la
confesión (es decir, no quedan perdonados los pecados ahí confesados), y se
comete, además, un grave sacrilegio. Esto mismo se aplica al hecho de omitir
voluntariamente circunstancias que mudan la especie del pecado.
Los pecados no confesados por olvido o por ignorancia invencible no
invalidan la confesión, y quedan implícitamente perdonados, pero han de ser
acusados en la siguiente confesión si el penitente es consciente de ellos
posteriormente.
Enseña el Magisterio de la Iglesia (cfr. Instrucción de la Sagrada
Penitenciaría del 25-III-1944, nn. 4-5) que no debe admitirse ninguna
inquietud si, después de la confesión y de haber hecho el conveniente examen
de conciencia, se reparase en el olvido de algún pecado grave. Sin embargo,
estos pecados recordados más tarde, deben manifestarse en la siguiente
confesión que se realice.
Para lograr que la confesión sea sincera, ya desde el momento mismo de su
preparación a través del examen, ha de tenerse en cuenta que la acusación de
los pecados debe ser natural, sencilla, clara y completa, como recomienda el
Catecismo Romano (cfr. II, V, 50):
natural: conviene emplear pocas palabras, las justas, a fin de decir con
humildad lo que culpablemente hemos hecho y omitido;
sencilla: no divagar, ni perderse en generalidades y detalles superfluos,
señalando dónde radicó nuestra voluntad de pecar;
clara: sin manifestar circunstancias innecesarias, guardando la oportuna
modestia en el modo de hablar, pero permitiendo que el sacerdote entienda
bien el pecado cometido;
completa: abarcando todos y cada uno de los pecados mortales cometidos desde
la última confesión bien hecha.
b) Integridad
Como ya dijimos, el sacramento de la penitencia tiene la estructura de un
juicio, y el confesor -en su función de juez- necesita conocer todos los
datos pertinentes para emitir la sentencia y determinar la pena. Por eso, la
confesión de los pecados ha de ser integra: esto es, debe abarcar todos los
pecados mortales no confesados desde la última confesión bien hecha, con su
número y con las circunstancias que modifican la especie. Veremos ahora con
más detenimiento cada uno de los elementos necesarios para la integridad de
la confesión.
b.1) Se deben confesar todos los pecados mortales, y el número de veces que
se cometieron. Por tanto, la acusación abarca necesariamente todos y cada
uno de los pecados mortales cometidos después del bautismo que no han sido
perdonados anteriormente; de ahí que se hable de materia necesaria, porque
su omisión culpable haría inválido el sacramento.
Quedan, pues, exceptuados de la obligación de confesarlos, los pecados
veniales, y se exceptúan igualmente los pecados dudosos. En el caso de los
pecados dudosos la actitud más aconsejable, no tratándose de escrupulosos,
es la de confesarlos como dudosos: al someter su conciencia al juicio del
confesor, manifiestan eficazmente su deseo de cumplir con la voluntad de
Cristo al instituir, como imprescindible, la integridad de la confesión.
Es importante que la integridad de la confesión quede asegurada a través del
examen de conciencia hecho con una diligencia proporcionada al número y
gravedad de las culpas, y al tiempo transcurrido desde la última confesión.
b.2) Se deben confesar los pecados mortales según su especie moral ínfima.
Como se estudió en el ‘Curso de Teología Moral’ (cfr. 5.1.2), los pecados se
distinguen por su especie o naturaleza. Para la integridad de la confesión,
ha de declararse la ‘especie moral ínfima’, es decir, el pecado ha de ser
expresado de forma tal que no admita inferiores subdivisiones en especies
distintas.
No basta, por tanto, acusarse de modo genérico de un pecado contra alguna
virtud, p. ej., contra la justicia o contra la caridad, ya que contra la
justicia puede pecarse por calumnia o por hurto, y contra la caridad por
escándalo, por envidia, por juicio temerario, por odio, etc.
La confesión, pues, debe hacerse con claridad y exactitud, explicando la
especie o clase de pecado, su número y, como veremos enseguida, las
circunstancias que puedan modificar su gravedad, como el lugar, el fin, etc.
b.3) Se deben confesar los pecados mortales y las circunstancias que cambian
la especie del pecado o su gravedad. Este tema quedó ya explicado al
estudiar que la moralidad de los actos humanos viene dada por el objeto, el
fin y las circunstancias (cfr. ‘Curso de Teología Moral’, cap. 2).
Cabe aclarar que los pecados han de ser indicados, no descritos: señalar qué
se hizo, no cómo, a menos de que el modo de hacerlo añada alguna
consideración moral (p. ej., si al robar se empleó la violencia, porque
entonces el hurto se transforma en rapiña, y se añade nueva gravedad).
La confesión numérica y específica de los pecados mortales y de las
circunstancias que pueden haber cambiado su calificación moral, es un medio
prácticamente insustituible, para que la conciencia de un cristiano se forme
cada vez mejor. Se evitan los escrúpulos, pues el alma cuenta con la ayuda
del sacerdote pata distinguir lo que es pecado de lo que no lo es, y se
reciben las orientaciones y los consejos oportunos de acuerdo con la
situación y condiciones personales.
No hay motivo razonable, por tanto, para la vergüenza o el temor: es Dios
mismo quien escucha, aconseja o perdona.
b.4) La integridad de la confesión puede disculparse en caso de
imposibilidad física (p. ej., si el penitente está privado de los sentidos,
en caso de mudez, en peligro de muerte y por falta de tiempo, por
desconocimiento del idioma e imposibilidad de encontrar un confesor que
hable la misma lengua, etc.) o de imposibilidad moral (p. ej., si el
penitente está gravemente enfermo y no puede confesarse íntegramente sin
daño para su salud, en caso de escrúpulos, etc.).
b.5) Es materia suficiente de la confesión la que permite recibir
válidamente la absolución: cualquier pecado ciertamente cometido, mortal o
venial, aunque ya haya sido perdonado: siempre es posible actualizar la
contrición y, ordinariamente, queda parte de la pena temporal, que puede
disminuirse a través del nuevo acto de dolor expresado en la confesión.
b.6) La materia libre de la confesión es decir, no obligatoria la
constituyen todos los pecados mortales ya perdonados anteriormente, y los
pecados veniales, confesados o no. Cuando una persona no encuentra pecados
mortales, hace muy bien en no diferir la confesión: además de los defectos e
imperfecciones que tiene, conviene acusarse de algún pecado mortal de la
vida pasada, ya perdonado, o de faltas cometidas contra una determinada
virtud o precepto del decálogo.
C. Satisfacción
La absolución del sacerdote perdona la culpa y la pena eterna (infierno), y
también parte de la pena temporal debida por los pecados (penas del
purgatorio), según las disposiciones del penitente. No obstante, por ser
difícil que las disposiciones sean tan perfectas que supriman todo el débito
de pena temporal, el confesor impone una penitencia que ayuda a la
atenuación de esa pena.
Por tanto, la confesión oral de los pecados no termina el acto sacramental
en lo que al penitente se refiere. Pertenece a la sustancia de sus
disposiciones el aceptar la satisfacción impuesta por el confesor para
resarcir a la justicia divina; esas obras satisfactorias adquieren valor
sobrenatural porque se insertan en la eficacia del sacramento.
Es éste el tercero de los actos del penitente, y su efectivo cumplimiento
-cuanto antes, mejor- tiene eficacia reparadora en virtud del sacramento
mismo, aunque mayor o menor según las disposiciones personales. Antiguamente
las penitencias sacramentales eran muy severas; en la actualidad son muy
benignas. Podrían ser proporcionadas a la gravedad de los pecados, pero en
la práctica el confesor suele acomodarlas a nuestra flaqueza.
La satisfacción puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de
misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y
sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar (Catecismo,
n. 1460).
c.1) Normalmente, el confesor deberá imponer la penitencia antes de la
absolución. El objeto y la cuantía de la penitencia deberán acomodarse a las
circunstancias del penitente, de modo que repare el daño causado y sea
curado con la medicina adecuada a la enfermedad que padece.
Conviene, por eso, que la penitencia impuesta sea realmente un remedio
oportuno al pecado cometido, y que ayude, de alguna manera, a la renovación
de la vida.
Sobre la cuantía de la pena impuesta no hay reglas fijas. La práctica
pastoral y el derecho de la Iglesia determinan que guarde cierta proporción
en relación con número y el tipo de pecados cometidos. En consecuencia, los
pecados graves requieren una penitencia mayor -oír la Santa Misa, rezar un
Rosario completo, ayunar un día, etc..-
Sin embargo, la enfermedad corporal, la poca formación del penitente, su
habitual alejamiento de la vida cristiana o la intensa contrición de los
pecados, aconseja que se disminuya la satisfacción. En todo caso, el
confesor puede cumplir él mismo la parte de la penitencia que debería
imponer al penitente.
c.2) El penitente ha de aceptar la penitencia que razonablemente le impone
el confesor, y después cumplirla. Si considera que es difícil de cumplir,
debe manifestarlo antes de recibir la absolución, para que el confesor, si
lo juzga prudente, la conmute.
El cumplimiento de la satisfacción impuesta obliga gravemente al penitente:
si se trata de una penitencia por los pecados mortales no perdonados en
anteriores confesiones;
si la materia de la penitencia es grave en sí misma: p. ej., oír Misa un día
de precepto;
si el confesor obliga gravemente al penitente con la satisfacción que le
impuso.
Cuando el sacerdote no determina con exactitud el tiempo del cumplimiento de
la penitencia, se aconseja cumplirla cuanto antes, para evitar que se
olvide.
5.3.2 La forma
La forma del sacramento de la penitencia son las palabras de la absolución
(verdad de fe definida por el Concilio de Trento: cfr. Dz. 896), que el
sacerdote pronuncia luego de la confesión de los pecados y de haber impuesto
la penitencia. Esas palabras son: Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Como los sacramentos producen lo que significan, estas palabras manifiestan
que el penitente queda libre de los pecados.
Estudiaremos a continuación dos incisos relacionados con la forma
sacramental: el rito y las absoluciones colectivas.
A.
El rito sacramental
El rito del sacramento incluye también otras oraciones que, sin formar parte
esencialmente de la forma, muestran el profundo sentido de la penitencia y
facilitan la contrición y el propósito de enmienda; por eso pueden ser
objeto de algunas modificaciones, a diferencia de las palabras esenciales de
la forma, que no las admite.
Hay tres ritos de celebración de este sacramento:
rito para reconciliar a un solo penitente, con confesión y absolución
individual;
rito para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución
individual;
rito pata reconciliar a muchos penitentes con confesión y absolución
colectiva (trataremos con detalle este rito en el inciso B).
En cualquiera de estos tres ritos, debe recordarse que la confesión
individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único modo
ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia
(Catecismo, n. 1484).
B. La absolución colectiva
La Iglesia enseña al respecto que:
"En caso de necesidad grave se puede recurrir a la celebración comunitaria
de la reconciliación con confesión general y absolución general" (Catecismo,
n. 1483).
Aclara a continuación que semejante necesidad grave puede presentarse cuando
hay un peligro inminente de muerte sin que el sacerdote o los sacerdotes
tengan tiempo suficiente para oír la confesión de cada penitente. La
necesidad grave puede existir también cuando, teniendo en cuenta el número
de penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente las
confesiones individuales en un tiempo razonable, de manera que los
penitentes, sin culpa suya, se verían privados durante largo tiempo de la
gracia sacramental o de la sagrada comunión. En este caso, los fieles deben
tener, para la validez de la absolución, el propósito de confesar
individualmente sus pecados en el debido tiempo. Al obispo diocesano
corresponde juzgar si existen las condiciones requeridas para la obsolución
general. Una gran concurrencia de fieles con ocasión de grandes fiestas o de
peregrinaciones no constituyen por su naturaleza ocasión de la referida
necesidad grave (Id.).
El abuso sobre esta materia atenta contra el precepto divino de la confesión
individual, y es preciso valorarlo bien en cada caso; p. ej.:
si realmente existen las circunstancias excepcionales de imposibilidad
física o moral de confesarse individualmente, y si hay grave necesidad de
recibir la absolución, pero el sacerdote no cuenta con el permiso del Obispo
del lugar y, pudiendo hacerlo, no lo consulta, el sacerdote absolvería
ilícitamente, pero la absolución sería válida porque los penitentes ignoran
que el sacerdote no tiene autorización;
si no existieran las circunstancias de imposibilidad y de grave necesidad,
el ministro actúa ilícitamente y la absolución sería inválida, pues en los
penitentes falta la materia necesaria para el sacramento (cfr. Normas
pastorales sobre la absolución sacramental general, 16-VI-1972, de la S. C.
de la Fe, n. XIII).
Cuando se dan las condiciones para perdonar los pecados de esta manera, al
desaparecer la imposibilidad física o moral para confesarse de modo
auricular y secreto, los pecados perdonados de este modo han de ser
confesados individualmente. Por eso la Iglesia siempre insiste en que la
acusación o confesión personal, y la absolución individual es, por ley
divina, el único modo ordinario.
Los recordaba recientemente Juan Pablo II, al afirmar que la enseñanza
inalterada que la Iglesia ha recibido de la m s antigua Tradición, y la ley
con la que ella ha codificado la antigua praxis penitencial..., es que la
confesión individual e íntegra de los pecados con la absolución igualmente
individual constituye el único modo ordinario, con el que el fiel,
consciente de pecado grave, es reconciliado con Dios y con la Iglesia (Exhor.
apost. Reconciliatio et Paenitentia, n. 33).
A través de la lícita absolución general, el penitente obtiene el perdón de
los pecados que no ha confesado personalmente al sacerdote, sólo si:
- tiene arrepentimiento y propósito de no pecar,
- de reparar los daños y el escándalo causados,
- y está dispuesto a hacer la confesión individual de los pecados así
absueltos a su debido tiempo; es decir, en la primera confesión que haga.
Además, ha de tener también en cuenta que mientras no se confiese
individualmente, no puede recibir otra absolución colectiva, y que hay
obligación de confesarse privadamente al menos una vez al año.
5.4 EFECTOS DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
"Si el impío hiciese penitencia de todos los pecados que ha cometido, y
observase todos mis preceptos, y obrase según derecho y justicia, tendrá
vida verdadera, y no morir eternamente; de todas las maldades que haya
cometido, yo no me acordar‚ más" (Ez. 18, 21).
Es muy triste la condición del alma después del pecado mortal: poseía la
gracia sobrenatural y la amistad de Dios; se encaminaba al cielo y tenía el
tesoro de los méritos obtenidos por sus obras buenas: todo eso lo ha perdido
por el pecado mortal. Sin embargo, mediante la virtud y el sacramento de la
penitencia, el alma consigue la absolución de sus pecados, y todo lo que
había perdido le es restituido.
La reconciliación trae al alma un maravilloso caudal de bienes:
1. Infunde en el alma la gracia santificante (o la aumenta, si ya se
poseía), devolviendo la amistad con Dios.
2. Perdona los pecados, la pena eterna y la temporal (esta última, en todo o
en parte).
3. Restituye las virtudes y los méritos.
4. Confiere la gracia sacramental específica.
5. Reconcilia con la Iglesia.
Consideremos ahora en particular cada uno de estos efectos.
5.4.1 Infusión de la gracia santificante
La penitencia infunde en el alma la gracia santificante que se había perdido
con el pecado. En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios
produce una verdadera ‘resurrección espiritual’, una restitución de la
dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de
los cuales es la amistad de Dios (Catecismo, n. 1468).
Se trata, por tanto, de una verdadera reconciliación interior con Dios, y no
de una mera imputación externa de los pecados por parte del Señor, como
erróneamente afirmaba Lutero. Este proceso se llama justificación.
A través del sacramento de la penitencia, el hombre deja de ser injusto y
enemigo, y es hecho justo y amigo de Dios. Lutero se apartó de la fe de la
Iglesia, que enseñó en el Concilio de Trento que no es sólo remisión de los
pecados, sino también santificación y renovación del hombre interior, por la
voluntaria recepción de la gracia y de los dones; de donde el hombre se
convierte de injusto en justo y de enemigo en amigo, para ser heredero según
la esperanza de la vida eterna. (Dz. 799).
5.4.2 Perdona los pecados, la pena eterna y la temporal, en todo o en parte
Al infundirse la gracia desaparece el pecado mortal, pues no es posible el
consorcio de ambas realidades: la una excluye necesariamente la otra. Se
perdonan, asimismo, los pecados veniales confesados.
Señala Santo Tomás de Aquino que, "cuando se perdona la culpa a través de la
gracia, desaparece la aversión del alma a Dios y consecuentemente, el reato
de pena eterna; aunque puede quedar algún reato de pena temporal" (S. Th.
III, q. 86, a. 4).
En todo pecado se puede distinguir:
la culpa, que es la mancha que queda en el alma después del pecado;
la pena, que es el castigo que se merece al haber pecado.
A través de la confesión se perdona la culpa, borrándose eficazmente todo
pecado, mortal o venial, pero no sucede lo mismo con la pena:
la pena que es eterna a causa del pecado mortal, se cambia en pena temporal;
la pena que es temporal por ser el castigo del pecado venial, se perdona
sólo en parte, a la medida del dolor del penitente, es decir, de sus
personales disposiciones (actuación ex opere operantis).
Por tanto, al que había cometido pecado mortal, se le abren de nuevo las
puertas del cielo, conmutándose la pena eterna en temporal. Se disminuye
también la pena temporal debida por los pecados veniales y por los pecados
mortales ya perdonados, más o menos según las disposiciones del alma.
5.4.3 Restituye las virtudes y los méritos
Como una consecuencia de la reconciliación del alma con Dios a través de la
gracia, le son restituidas por este sacramento las virtudes infusas perdidas
-teologales y morales-, y los méritos de las buenas obras hechas antes de
cometer el pecado mortal; o bien se le aumentan, si no había cometido pecado
mortal, sino solamente pecados veniales.
5.4.4 Confiere la gracia sacramental específica
La confesión produce la gracia santificante y borra los pecados, como ya
hemos dicho, aunque no borra del todo las huellas que el pecado deja en el
alma: el apegamiento desordenado a las criaturas. Sin embargo, la gracia
fortalece la voluntad, haciéndola más firme y decidida en su lucha contra
las tentaciones.
La gracia sacramental es precisamente esta fortaleza que recibe el cristiano
para la lucha interior, a fin de evitar los pecados en lo sucesivo,
especialmente aquellos de los que se acusa, ya que con la recepción
frecuente de este sacramento se robustece toda la vida espiritual.
La gracia sacramental específica es precisamente una gracia para no recaer
en los pecados acusados. El penitente recibe de Dios como remedios
preventivos, contra las sucesivas recaídas en esas faltas.
Por el contrario, cuando no se acude a este remedio saludable de la
penitencia, resulta más fácil que las dificultades en que se debate el alma
lleguen a apagar o debilitar extraordinariamente incluso la luz de la fe. El
alma que no procura salir del pecado con facilidad acaba por negar los
fundamentos mismos de la ley moral, tratando así de justificar, más o menos
conscientemente, su actuación.
5.4.5 Reconcilia con la Iglesia
El pecado, siendo esencialmente personal, daña también a la Iglesia, por lo
que el pecador tiene una responsabilidad ante ella: El pecado menoscaba o
rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la
restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la
comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la
Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (Catecismo, n.
1469).
En este sentido se puede hablar de pecado social, ya que el pecado de cada
uno repercute en cierta manera en los demás. Es ésta señala Juan Pablo II la
otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el
misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos, merced a la cual
se ha podido decir que ‘toda alma que se eleva, eleva al mundo’. A esta ley
de la elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso, de suerte
que se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se
abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo
entero (Exhort. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, n. 16).
5.5 NECESIDAD DE LA CONFESION
Para los que han caído en pecado mortal después del bautismo, el sacramento
de la penitencia es tan necesaria como lo es el bautismo para los no
regenerados.
¿No bastaría -"se preguntan algunos"- una oración al Señor que le
manifestara nuestro arrepentimiento? Habría que responder que no es
suficiente, porque el Señor entregó a los Apóstoles -y a sus sucesores- el
poder y la responsabilidad de discernir sobre la sinceridad del
arrepentimiento; sin duda que esa disposición interna de dolor que se
manifiesta en la oración es la más importante: pero es a la Iglesia,
comunidad visible, a quien Cristo entregó la potestad de perdonar los
pecados, en la persona de sus Pastores: "Cuanto atareis en la tierra será
atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra será desatado en el
cielo" (Mt. 18, 18).
Es una verdad de fe definida que, para lograr la salvación, tienen necesidad
de este sacramento todos los que hubieren caído en pecado mortal después de
recibido el bautismo (Concilio de Trento, cfr. Dz. 895).
Resulta, pues, condición imprescindible para salvarse, hecha la única
excepción quien muere luego de un acto de contrición perfecta sin haber
podido recibir el sacramento (cfr. 5.3.1, A, c).
Precisamente para facilitar a los fieles el precepto divino de confesar los
pecados en orden a obtener el perdón, la Iglesia establece la ley que obliga
a confesarse al menos una vez al año a partir de la edad en que se comienza
a tener uso de razón (cfr. CIC, c. 989; vid también Dz. 437, 918 y 2137).
Este mandamiento de la Iglesia se refiere sólo a los pecados mortales. El
precepto no se cumple con una confesión sacrílega o voluntariamente mala
(ver ‘Curso de Teología Moral’, cap. 18).
A. Para el perdón de los pecados mortales
Los bautizados que han cometido algún pecado mortal -como hemos dicho ya-
necesitan confesarse para obtener el perdón divino. Es una necesidad de
derecho divino impuesta por Dios mismo, que ha querido vincular el perdón de
esos pecados a este sacramento: A quienes perdonareis los pecados les ser n
perdonados (Jn. 20, 23).
Si no es posible acercarse al sacramento, puede alcanzarse el perdón de los
pecados con un acto de contrición perfecta que incluye el deseo de
confesarse cuanto antes. Sin el deseo de confesarse sería imposible que el
pecador tuviera contrición perfecta, porque éste es el camino expresamente
querido por Jesucristo para conceder el perdón.
Esta confesión debe abarcar todos y cada uno de los pecados mortales no
confesados, que se recuerden después de haber hecho un diligente examen (cfr.
5.3.1, B.b), y es necesaria hacerla antes de acercarse a recibir la
Comunión.
El Concilio de Trento declara que nadie debe acercarse a la Sagrada
Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca
estar, sin preceder la confesión sacramental (Dz. 880).
Juan Pablo II lo decía recientemente: Es necesario recordar que la Iglesia,
guiada por la fe en este augusto Sacramento, enseña que ningún cristiano,
consciente de pecado grave, puede recibir la Eucaristía antes de haber
obtenido el perdón de Dios (Exhort. apost. Reconciliatio et Paenitentia, n.
27).
El Código de Derecho Canónico lo prescribe explícitamente: Quien tenga
conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el
Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental (c. 196).
En este sentido, y sin prejuzgar, la Iglesia aconseja que los niños en edad
de razón reciban el sacramento de la penitencia antes de recibir la primera
comunión (S. C. para la Disciplina de los Sacramentos, Decl. de praemittendo
sacramento Paenitentiae primae puerorum Communionis, 24-V-1973).
Sería un error pensar que, al comienzo del uso de razón no se pueden cometer
pecados mortales y que no hace falta la confesión. Como también lo sería
pensar que, estando en pecado mortal y en circunstancias normales, basta un
acto de contrición para acercarse a comulgar: hacerlo así, es sacrilegio, es
decir, el pecado de hacer mal uso de una cosa sagrada.
B. Perdón de los pecados veniales
Los pecados veniales se pueden perdonar de muchas maneras, y no es necesario
confesarlos, aunque puede hacerse y de hecho es muy útil.
Son tan grandes los efectos saludables de la confesión (ver 5.7.2), que la
Iglesia exhorta vivamente a todos a acudir a ella con frecuencia: la
práctica de acudir al sacramento de la Reconciliación no puede reducirse a
la sola hipótesis de pecado grave: aparte de las consideraciones de orden
dogmático que se podrían hacer a este respecto, recordemos que la confesión
renovada periódicamente, llamada de devoción, siempre ha acompañado en la
Iglesia el camino de la santidad (Juan Pablo II, A las S. P. Ap. y a los
penitenciarios de las Basílicas Patriarcales romanas, 30-I-1981, m, n).
Este tema se trata con m s amplitud en el inciso 5.7.2.
5.6 EL MINISTRO DEL SACRAMENTO
Un día, en Cafarnaúm, se agolpaba la gente en la casa donde estaba Jesús:
Vinieron unos trayéndole un paralítico que llevaban entre cuatro. No
pudiendo presentárselo a causa de la muchedumbre, descubrieron la terraza
por donde El estaba, y hecha una abertura, descolgaron la camilla en que
yacía el paralítico. Viendo Jesús su fe, dijo al paralítico: tus pecados te
son perdonados (Mc. 2, 3-6). Los escribas se asombraron ante esta
afirmación: ¿Cómo habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar los
pecados sino sólo Dios? (Ib. 2, 7-8). Y como dando la razón a aquellos
hombres, Jesús manifestó su divinidad curando inmediatamente a aquel
paralítico.
La Iglesia enseña que la potestad de perdonar los pecados -propia de Dios:
"¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?"- fue entregada por
Cristo a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores en el sacerdocio; de tal
manera que, sin la intervención de los sacerdotes, no es posible obtener el
perdón en el sacramento de la penitencia.
"Sólo el sacerdote es ministro del sacramento de la penitencia" (CIC, c.
965). Es una verdad de fe definida en el Concilio de Trento contra Lutero,
que afirmaba en todo bautizado la capacidad de absolver pecados (cfr. Dz.
920, 670, 753).
Cristo prometió sólo a los Apóstoles el poder de perdonar (cfr. Mt. 18, 18),
y tan sólo a ellos confirió tal potestad (cfr. Jn. 20, 23). De los Apóstoles
pasó este poder a sus sucesores en el sacerdocio, continuándose así la obra
salvadora.
La esencia misma de la institución jerárquica de la Iglesia, exige que no
todos los fieles sin distinción posean el poder judicial de absolver, sino
que únicamente lo tengan los miembros de la jerarquía.
Muy importante es, pues, el papel del sacerdote, aunque él dicta la
sentencia en nombre y con la autoridad de Cristo. De hecho es el mismo
Jesucristo -representado por el sacerdote- quien perdona los pecados en un
juicio cuya sentencia es siempre de perdón, si el penitente está bien
dispuesto.
Sirviéndose del ministro como instrumento, es el propio Jesucristo quien
absuelve, para garantizar que la gracia, cuyo cauce ordinario son los
sacramentos, llegue con seguridad a las almas, con tal de que están bien
dispuestas y exista verdaderamente el sacramento.
5.6.1 Requisitos para administrar el sacramento de la penitencia
El Concilio de Trento calificó de falsas y totalmente ajenas a la verdad del
Evangelio, las doctrinas que afirmaban que los obispos y los sacerdotes no
son los ministros exclusivos del sacramento de la penitencia (cfr. Dz. 1684
y 1710).
Sin embargo, para absolver válidamente los pecados se requiere que el
ministro, además de la potestad de orden es decir, haber sido ordenado
válidamente, tenga facultad de ejercerla sobre los fieles a quienes da la
absolución (CIC, c. 966).
Por tanto, el carácter sacerdotal es necesario pero no suficiente para
administrar este sacramento. Esa facultad de ejercer la potestad recibida en
la Ordenación para la absolución de los pecados que también es necesaria, la
recibe el sacerdote:
ipso iure, es decir, en virtud del oficio: p. ej., el Papa, los Cardenales y
los Obispos, los canónigos penitenciarios y los párrocos;
por concesión de la autoridad competente. Son competentes para otorgar al
sacerdote esa facultad el Ordinario, y los superiores de un instituto
religioso o de una sociedad de vida apostólica (cfr. CIC, c. 969).
La potestad de orden es necesaria porque Cristo, Autor de todos los
sacramentos, quiso que la penitencia sólo pudieran administrarla los
sacerdotes. Se requiere, además, la facultad de ejercerla, porque este
sacramento es a la vez un juicio, también por institución divina; y en todo
juicio se requiere que el juez tenga facultad de juzgar al acusado o, en
otras palabras, que el acusado sea por algún motivo súbdito del juez.
En peligro de muerte todo sacerdote puede absolver válida y lícitamente a
cualquier penitente de cualquier pecado y censura (cfr. CIC, c. 976).
Incluso a un sacerdote excomulgado, al que est prohibido celebrar
sacramentos, se le suspende la prohibición en este caso (cfr. CIC, c. 1335).
5.6.2 Lugar y sede para oír las confesiones
El lugar propio para administrar el sacramento de la penitencia es la
iglesia o el oratorio (cfr. CIC, c. 964 & 1); la razón de este precepto est
en el carácter sacro que tiene la confesión que, al ser también una acción
eclesial, aconseja para su administración un lugar sagrado.
Respecto a la sede confesional, el CIC confiere la facultad de dar las
normas oportunas a las Conferencias Episcopales. Esta facultad, sin embargo,
está unida al precepto según el cual debe haber, en un lugar patente, un
confesionario provisto de rejilla fija (cfr. CIC, c. 964 & 2).
Esta rejilla sirve para salvaguardar la necesaria discreción, y para
garantizar el derecho de todos los fieles a confesar sus pecados sin que
tengan que revelar necesariamente su identidad personal.
Si no hay una causa justa, no se deben oír confesiones fuera del
confesionario (cfr. CIC, c. 964 & 3).
Quizá alguna persona pueda manifestar extrañeza ante esta práctica de la
Iglesia; sin embargo, hay profundas razones para actuar de esa manera, como
lo confirma la experiencia multisecular: la principal de ellas es ver el
confesionario como una prolongación del sigilo sacramental que permite la
custodia de la intimidad de los penitentes; pero también hay otras razones
de prudencia. El confesionario es, en efecto, un medio necesario para
mantener el carácter sobrenatural de la confesión: un encuentro personal con
Dios en el que el sacerdote es sólo un instrumento, que debe evitar
convertirse en un obstáculo para las almas.
5.6.3 Obligaciones del confesor
A. Preparación necesaria
a) Ciencia
El confesor debe tener la ciencia suficiente para resolver los casos más
corrientes, y para dudar prudentemente de los casos m s difíciles y
complicados.
Por eso, ha de continuar sus estudios, repasar con frecuencia las
disposiciones de la Iglesia y consultar a salvo siempre el sigilo
sacramental a sacerdotes más doctos y con mayor experiencia, cuando el caso
lo requiera.
b) Prudencia
La prudencia del confesor se manifiesta, sobre todo, en el modo de
interrogar, al emitir juicios sobre algunas situaciones o circunstancias del
penitente, al sugerir remedios, al aconsejar y al imponer la necesaria
satisfacción.
La naturaleza judicial de este sacramento implica la obligación del confesor
de interrogar al penitente -cuando y en la medida en que lo considere
necesario-, para asegurar la integridad de la confesión (cfr. 5.3.1, B.b).
Cuando es necesario interrogar, sobre todo tratándose de determinadas
materias, la Iglesia aconseja al sacerdote especial discreción (cfr. CIC, c.
979).
c) Santidad
Lógicamente para que el sacerdote sea juez y médico, ministro de justicia y
a la vez de misericordia divina, para que provea al honor de Dios y a la
salud de las almas (cfr. CIC, c. 978), debe tener una profunda vida
interior, celo apostólico, paciencia, gran fortaleza y guarda del corazón.
B. Obligación de oír confesiones
"Los sacerdotes deben alentar a los fieles a acceder al sacramento de la
penitencia y deben mostrarse disponibles a celebrar este sacramento cada vez
que los cristianos lo pidan de manera razonable" (cfr. CIC, c. 986;
Catecismo, n. 1464).
El don de la salvación y del perdón ofrecidos en este sacramento es un acto
gratuito de la misericordia divina, y en este sentido no se puede hablar de
un derecho de los fieles a recibirlo. Pero Cristo ha confiado este don
salvífico a la jerarquía, convirtiéndola en su dispensadora, y es aquí donde
surge el derecho del fiel y el correlativo deber de los obispos y sacerdotes
de hacerlo posible.
Por eso, en caso de necesidad todo confesor est obligado a confesar a quien
lo requiera (cfr. CIC, c. 968 & 2).
El Concilio Vaticano II recuerda que los sacerdotes han de estar dispuestos
siempre y absolutamente -sin condiciones- a oír las confesiones de los
fieles (cfr. Decr. Presbyterorum ordinis, n. 13).
C. Actitudes al administrar el sacramento (cfr. Catecismo, no. 1465 y 1466)
En la confesión los sacerdotes han de:
a) Enseñar, no sólo las verdades necesarias para recibir dignamente el
sacramento, sino también todas aquellas que pertenecen a la contrición,
propósito, confesión y satisfacción. Muchas veces deberán también instruir
sobre los deberes del propio estado y aclarar, en los casos en que sea
necesario, los verdaderos preceptos de la ley de Dios.
b) Amonestar, es decir, animar a la rectificación de la vida y, siempre que
sea preciso, a la restitución y a evitar las ocasiones graves de pecado.
c) Como también es médico, debe curar las enfermedades del alma, sugiriendo
los remedios oportunos para cada situación.
d) En algunos casos, podría verse en la necesidad de denegar la absolución a
quienes no tienen las debidas disposiciones (p. ej., por no querer evitar
las ocasiones graves de pecado, o por no querer restituir) o no son capaces
(p. ej., por no estar bautizados o estar ya muertos). O bien de diferirla
por un breve tiempo para fomentar las debidas disposiciones en el penitente.
No hay que olvidar, sin embargo, que no debe negarse ni retrasarse la
absolución si el confesor no duda de la buena disposición del penitente y
éste pide ser absuelto (CIC, c. 980).
D. El sigilo sacramental
"Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a
las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones está
obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes
le han confesado, bajo penas muy severas" (cfr. CIC, c. 1388).
Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la
vida de los penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se llama
sigilo sacramental, porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote
queda sellado por el sacramento (Catecismo, n. 1467).
No hay motivo razonable, por tanto, para la vergüenza o el temor a
confesarse, ya que el sacerdote guarda fidelísimamente esa grave obligación.
Son materia del sigilio sacramental: los pecados confesados y todo cuanto a
ellos se refiere, con las circunstancias que se hayan declarado al
confesarlos.
5.6.4 Modo de actuar en algunos casos concretos
A. Los ocasionarios
Se les llama así a quienes se encuentran habitualmente en ocasión de pecar,
entendiendo la ocasión como algo extrínseco que incita al pecado o lo
facilita. Como regla general, se pueden establecer tres principios en
relación a los ocasionarios:
1. No se les debe negar la absolución si se trata de una ocasión remota, es
decir, de leve peligro de pecar.
2. No se les debe negar la absolución si se encuentran en una ocasión
próxima necesaria, siempre que están realmente arrepentidos y dispuestos a
poner los medios que el confesor les aconseje.
3. Habría que negarles la absolución cuando se resisten a alejar la ocasión
voluntaria, próxima y contra de pecado grave, porque en ese caso no habría
un sincero propósito de enmienda.
B. Los habituados y los reincidentes
Se llama habituados a quienes han contraído un determinado hábito de pecar,
por lo que resulta lógico pensar que ese hábito les llevará a recaer en el
mismo pecado poco después de confesarse. Son reincidentes quienes se han
confesado una o m s veces del mismo pecado, y sin embargo vuelven a caer en
él. La diferencia, en realidad, es que el habituado se acusa por primera vez
de su vicio.
Los habituados, en general, pueden y deben ser absueltos si están
arrepentidos y con sinceros propósitos de poner los medios para desarraigar
el mal hábito contraído.
Los reincidentes pueden ser absueltos cuando dan signos de verdadera
contrición: p. ej., diligencia en huir de las ocasiones, continuo recurso a
los medios sobrenaturales, voluntad firme de evitar los pecados, etc.
5.7 SUJETO DEL SACRAMENTO
El sujeto de este sacramento es todo bautizado que haya cometido algún
pecado, mortal o venial (De fe definida en el Concilio de Trento: cfr. Dz.
911 y 917). Basta, por tanto, cualquier acción que tenga realidad de pecado,
y no bastan, en cambio, otras acciones que no fueran al menos pecado venial,
porque en ese caso propiamente no habría materia en el sacramento (p. ej.,
imperfecciones, descuidos, etc.).
Debe ser una persona bautizada porque el bautismo es la puerta de entrada a
la Iglesia; si no lo hubiera recibido, esa persona no es apta para los otros
sacramentos.
Y como, además, es necesario haber cometido algún pecado, mortal o venial,
un fiel cristiano puede ser sujeto de este sacramento desde el uso de razón,
cuando ya es capaz de responder de sus propios actos libres.
5.7.1 Condiciones para una buena confesión
Son cinco: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de
enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia.
a) Examen de conciencia
Primero, recordar y reconocer los propios pecados: es la tarea del examen de
conciencia en la que, con la misma diligencia que pone un hombre en un
negocio importante, se ha de revisar el comportamiento personal con valentía
y sinceridad, de frente a las grandes exigencias del amor de Dios y del
prójimo.
El examen es, pues, la diligente inquisición que el sujeto realiza acerca de
los pecados que cometió desde la última confesión bien hecha. Su necesidad
se explica por la naturaleza misma del sacramento: han de ser presentadas
ante el tribunal de Dios todas las faltas en que se ha incurrido, pues se
trata de emitir un juicio. Esta necesidad está declarara expresamente en el
Concilio de Trento (cfr. Dz. 900 y 917).
La diligencia en el examen ha de ser proporcionada al tiempo transcurrido
del de la última confesión, y a las circunstancias de vida del sujeto. El
confesor no sólo puede, sino que debe ayudar al penitente, en caso de que el
examen realizado sea defectuoso.
Para que el examen est‚ bien hecho, se ha de inquirir:
sobre el cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia;
sobre las obligaciones del propio estado: de hijo, de padre, de esposo, de
estudiante, de empleado, de profesionista, etc.;
si la ofensa a Dios ha sido de pensamiento, deseo, palabra, obra u omisión.
Cuando se ha de hacer una confesión general (cfr. 5.7.3), ayuda mucho tener
a la vista un ‘elenco’ o ‘catálogo’ de pecados que suelen encontrarse en los
devocionarios.
También es necesario averiguar -y después confesar- el número de los pecados
mortales cometidos, y las circunstancias que mudan la especie del pecado (cfr.
CIC, c. 988).
b) Dolor de los pecados y propósito de enmienda
En segundo lugar, hemos de dolernos de nuestras faltas: es el
arrepentimiento o, mejor aún, la contrición. Este dolor del alma por haber
ofendido a Dios es lo más importante para la reconciliación sacramental.
No es necesario que sea sensible, pero sí se ha de procurar que la
contrición tenga como motivo el haber ofendido a Dios, Bondad infinita,
digno de ser amado sobre todas las cosas.
Luego, hay que tomar la decisión de ‘levantarse’, como el hijo pródigo: es
el propósito de enmienda que, de hecho, está ya incluido en el dolor de
contrición, pero conviene hacerlo explícito. Es decir, hace falta la firme
resolución de no volver a cometer nuestras faltas, aunque la debilidad de la
naturaleza humana no nos permita tener la certeza de no reincidir en ellas (cfr.
5.3.1.A).
c) Acusarse de los pecados y cumplir la penitencia
Ya hablamos también de estos actos del penitente (cfr. 5.3.1. B y C), por lo
que no es necesario detenernos nuevamente en ellos.
5.7.2 La confesión frecuente
Respecto a la llamada confesión de devoción, importa recordar que el
sacramento de la penitencia no sólo es instrumento directo para destruir el
pecado -aspecto negativo-, sino ejercicio precioso de virtud, expiación por
el pecado, labor profunda de regeneración de las almas.
Precisamente por esto la práctica de acudir a la confesión no puede
reducirse sólo a los pecados mortales. Si un alma lucha por evitar las
faltas graves y comete sólo pecados leves, no por eso queda privada de los
beneficios del sacramento, que le comunica las gracias específicas para
vencer también los pecados veniales y las malas inclinaciones.
La Iglesia siempre ha recomendado la práctica de la confesión frecuente,
como queda de manifiesto en las siguientes palabras del Papa Pío XII: Cierto
que, como bien sabéis, estos pecados veniales se pueden expiar de muchas y
loables maneras, pero para progresar cada día con más fervor en el camino de
la virtud, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la
confesión frecuente, introducido en la Iglesia no sin una inspiración del
Espíritu Santo, con el que:
- aumenta el justo conocimiento propio,
- crece la humildad cristiana,
- se desarraigan las malas costumbres,
- se hace frente a la tibieza espiritual,
- se purifica la conciencia,
- se robustece la voluntad,
- se consigue una sana dirección de las conciencias,
- se aumenta la gracia sacrificante.
Adviertan, pues, los que disminuyen y rebajan el aprecio a la confesión
frecuente, que cometen una empresa extraña al espíritu de Cristo y
funestísima para el Cuerpo Místico de Nuestro Salvador (Enc. Mystici
Corporis, 29-VI-1943).
En este sentido merece ser destacada la conveniencia de acudir
ordinariamente al mismo confesor, porque aunque los fieles tienen plena
libertad para confesarse con cualquier sacerdote que tenga la debida
facultad (cfr. 5.6.1), redundar en bien del alma acudir a un sacerdote
determinado que pueda proporcionar con solicitud los remedios más oportunos
para un penitente concreto.
Cabe aclarar que los actos penitenciales colectivos, y también el reto del
Yo confieso o Confiteor al inicio de la Misa, sirven sólo para fomentar la
contrición, perdonar los pecados veniales y disponer al alma para asistir
con más fruto al sacrificio eucarístico, pero no tienen ninguna eficacia en
lo que se refiere a la remisión de los pecados mortales.
En relación a la confesión de los niños, San Pío X reprobó cualquier
costumbre de no admitir a la confesión o de no absolver a los niños que
hayan llegado al uso de razón (cfr. Decreto Quam singulari, 8-VIII-1910).
Posteriormente, una declaración de las Sagradas Congregaciones para la
disciplina de los Sacramentos y para el Clero (24-V-1973), volvió a recordar
que hay que someterse a lo preceptuado por San Pío X.
5.7.3 La confesión general
Es aquella que se extiende a todos los pecados de la vida, o al menos a un
periodo grande de tiempo.
En algunos casos es necesaria, porque conste que un penitente ha hecho
anteriormente confesiones sacrílegas, al no haber acusado voluntariamente
algún pecado mortal, o no haber tenido contrición.
Puede también aprovechar a quienes han decidido emprender con nuevos bríos
el camino de la santidad, y desean renovar el dolor por los pecados pasados
que quizá no valoraban suficientemente. Al proceder así pueden evitarse
posibles complicaciones posteriores, o enredos del demonio sobre la
sinceridad de esa decisión.
En general, por tanto, una confesión general será útil sólo si por medio de
ella se busca una mayor contrición y un mejor conocimiento propio; pero si
de ahí pueden originarse escrúpulos o ansiedad para el alma, la confesión
general será nociva y, por tanto, desaconsejable.
5.8 LAS INDULGENCIAS
Leemos en el Evangelio que, en muchas ocasiones, Jesucristo perdonó a
algunas personas las penas temporales, en atención a determinadas buenas
obras (al buen ladrón, p. ej., le perdonó toda la pena: cfr. Lc. 23, 43).
Este poder lo quiso dejar también a la Iglesia (cfr. Mt. 18, 18) que, en
virtud de esa autoridad puede conceder indulgencias a los fieles que se
encuentran bien dispuestos y cumplen determinadas condiciones.
Se trata, por tanto, de algo muy sobrenatural, que nos manifiesta la
misericordia de Dios con los pecadores, y est en consonancia con la fe
católica sobre la importancia de las obras meritorias.
La indulgencia es la remisión de la pena temporal debida por los pecados,
que la Iglesia concede, bajo ciertas condiciones, a quienes están en gracia
(cfr. Paulo VI, Indulgentiarum doctrina, n. 1).
La doctrina de las indulgencias se fundamentan en la existencia del llamado
Tesoro de la Iglesia, que est formado por las satisfacciones sobreabundantes
de Jesucristo, de María Santísima y de los Santos (cfr. Cat. Mayor de S. Pío
X, n. 798). Los m‚ritos sobrenaturales conseguidos por Cristo, junto con los
de la Santísima Virgen y todos los santos, constituyen un tesoro que la
Iglesia administra. Por medio de la indulgencias, la Iglesia distribuye ese
tesoro a los fieles que todavía peregrinan en la tierra para que, en su
propia utilidad o en favor de las ánimas del Purgatorio, se complete la
satisfacción que debe pagarse por los pecados (cfr. Catecismo, nn. 1474 a
77).
Según la disciplina vigente de la Iglesia, hay dos tipos de indulgencia (cfr.
CIC, c. 993):
1. Plenaria, que perdona toda la pena temporal debida por los pecados;
2. Parcial, que sólo perdona una parte.
La indulgencia se concede sólo a los fieles debidamente dispuestos. Estas
disposiciones personales consisten, para la indulgencia plenaria, en:
1. El estado de gracia y exclusión de todo afecto al pecado, aun venial;
2. Realizar la obra prescrita con intención de lucrar la indulgencia;
3. Confesión sacramental, comunión y oración por las intenciones del Papa.
Este último requisito puede cumplirse varios días antes o después de la obra
prescrita; conviene, sin embargo, que la comunión y la oración por el Sumo
Pontífice se hagan el mismo día en que se práctica la obra (Indulgentiarum
doctrina, Norma 8).
Para lucrar la indulgencia parcial se requiere:
1. El estado de gracia y el arrepentimiento.
2. La realización de la obra prescrita.
La indulgencia plenaria se convierte en parcial cuando falta la plena
disposición o no se cumplen las tres condiciones establecidas.
Se indican algunas indulgencias para la Iglesia universal que los fieles
pueden lucrar del modo establecido (cfr. Enchiridium indulgentiarum, Typis
Polyglottis Vaticanis, 1968):
- rezo del Angelus o el Regina coeli: parcial;
- bendición papal Urbi et Orbi aun la recibida por el radio o por
televisión: plenaria;
- una comunión espiritual: parcial;
- al menos tres días completos de retiro espiritual: plenaria;
- retiro mensual: parcial;
- rezo de las Letanías completas: parcial;
- rezo del Acordaos: parcial;
- uso de un objeto piadoso (p. ej., crucifijo, medalla, escapulario,
rosario, etc.) bendecido por un sacerdote: parcial;
- oración mental: parcial;
- rezo del Santo Rosario en una iglesia, u oratorio o en familia: plenaria;
en otro caso: parcial;
- lectura de la Sagrada Escritura; parcial, etc.
Tomado de
www.encuentra.com
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