Una de las convicciones de mayor permanencia en la historia de la
humanidad, ha sido la necesidad de que las leyes civiles, las normas jurídicas
de la sociedad política, reforzaran, exigieran o impusieran, el cumplimiento
de ciertas normas morales consideradas fundamentales para el bien vivir, y aun
para la subsistencia misma de la comunidad política. En efecto, durante épocas
las normas jurídicas de la sociedad política proscribieron o
circunscribieron, al menos en sus manifestaciones públicas, conductas tales
como la sodomía, el incesto, el bestialismo, los juegos de azar por dinero,
el alcoholismo, la pornografía, y otras de un tenor similar([1]).
Además, este tipo de legislación no recibió, durante toda la historia de
Occidente, ningún cuestionamiento serio de principios; sólo se ponían en
tela de juicio algunos preceptos particulares o su aplicación concreta, pero
nunca se descalificó de modo global ese tipo de legislación, considerándola
en bloque como injustificada o despótica.
Muy distinta es la situación en nuestros días, en los que la versión más
contemporánea del liberalismo, representada por autores de enorme difusión,
como John Rawls[2], Ronald Dworkin[3],
David Richards[4], sostiene
decididamente el carácter injustificado de toda esa legislación. Para estos
autores liberales, normas morales pueden ser únicamente las que cada
individuo crea o acepta para sí mismo, basado en sus personales opciones
acerca de cómo ha de vivir y de cuáles son sus bienes propios. Más allá de
las opciones del sujeto, no existen bienes morales ni modos de vida éticamente
mejores que otros. Desde este supuesto, es evidente que cualquier pretensión
de la autoridad política de imponer o prohibir, a través de su legislación,
determinadas conductas en el ámbito de la moralidad, no puede consistir sino
en la imposición de una particular opción moral, creada o aceptada por
ciertos sujetos, a otro grupo de sujetos que no la comparten; esto significaría,
en palabras de Dworkin, tratar el segundo grupo con “desigual consideración
y respeto”[5], violando sus
derechos morales e incurriendo en una coacción injustificada y opresora.
Según estos autores, cuyo exponente paradigmático es John Rawls, sólo
resultan justificadas aquellas normas jurídicas que prohiben conductas que
causan daño a otros, o que al menos crean el marco normativo necesario para
que cada sujeto autónomo realice en la mayor medida posible su “plan de
vida”[6]. Ahora bien, estas pocas
reglas de convivencia, que establecen el mínimo necesario de “lo justo”
en la sociedad, tampoco pueden fundarse o justificarse sobre la base de algún
bien humano, menos aún de un bien humano común, y deben ser el resultado de
un cierto acuerdo entre los sujetos adherentes a la colectividad. Este acuerdo
justificará las reglas generales de la convivencia y las políticas específicas
del Estado, orientadas hacia objetivos meramente agregativos, que nunca deberá
orientar la vida común hacia un modelo de perfección humana; esto significaría
caer en el “perfeccionismo”[7],
y privilegiar indebidamente un modelo humano particular -todos los modelos
humanos son particulares en clave liberal- sobre otros tan valiosos como aquél
y que merecen ser considerados en “igual consideración y respeto”.
Finalmente, cabe consignar que, desde la perspectiva que reseñamos, cada
individuo tiene un derecho moral a realizar autónomamente su propio
“proyecto vital” y, en el caso de que ese derecho colisione con un
objetivo general agregativo, el derecho individual ha de “triunfar”[8]
necesariamente sobre el interés colectivo, ya que la única justificación de
las políticas del Estado radica precisamente en la salvaguarda o promoción
de los derechos individuales.
Esta nueva y extremada versión de la ideología liberal, llamada comúnmente
“liberalismo deontológico”, por la primacía que establece de los
derechos y sus principios fundantes sobre los bienes u objetivos humanos, ha
sido en los últimos años objeto de una severa crítica en su mismo lugar de
origen: los Estados Unidos de Norteamérica. Allí ha surgido una corriente de
pensamiento llamada comúnmente “comunitarismo”, que incluye a pensadores
de diversos orígenes filosóficos: Alasdair Mac Intyre es aristotélico;
Charles Taylor un hegeliano singular; Mary Ann Glendon sigue a Tocqueville;
Robert Bellah, Robert Nisbet, Michael Sandel, Michael Walzer y varios otros se
consideran pertenecientes a la tradición comunitario-republicana
norteamericana[9]. Pero a pesar de
sus diversas raíces filosóficas, todos estos autores centran su crítica al
liberalismo en determinados puntos comunes; ante todo, afirman que el
liberalismo deontológico maneja un concepto inadecuado de sujeto, al
considerarlo aislado de sus condicionamientos sociales y culturales e
independientes de sus bienes propios[10].
Por otra parte -afirman los comunitaristas- los liberales traicionan su
antiperfeccionismo, toda vez que sus políticas están suponiendo
subrepticiamente una visión o modelo de hombre perfectamente delimitada:
individualista, universalista, hedonista, subjetivista y economicista. Por lo
tanto, el “Estado neutral” que los liberales defienden no es tal, ya que
se inclina decididamente por la promoción de aquel modelo particular de
hombre, tratando con “desigual consideración y respeto” a todos aquellos
que no participan de él. Además, la negativa por parte del liberalismo de
todo bien común participable, hace imposible la solución de la mayoría de
los problemas políticos[11] y
conduce necesariamente a la disgregación social. Y respecto al tema de las
leyes que refuerzan las normas morales, los comunitaristas las defienden como
absolutamente justificadas; estas leyes -afirman- toman su contenido de las
diversas formas culturales de moralidad y deben ser defendidas frente a las
pretensiones universalistas de la ideología liberal[12].
El carácter central que este debate ha adquirido en el pensamiento contemporáneo,
ampliándose desde los Estados Unidos hacia el resto del mundo, hace
conveniente una indagación, aunque sea somera, de las enseñanzas de Tomás
de Aquino de las “leyes morales”, dado que este pensador debe ser
considerado como el principal representante de la tradición central de
Occidente en materia etico-jurídica[13].
La exposición y clarificación de su pensamiento en esa materia, hará
posible terciar en la controversia acerca de la exigibilidad jurídica de
ciertas normas morales e intentar una solución equilibrada y realista del
problema. Por supuesto que esta tarea de elucidación, cotejo y elaboración
crítica supone la superación del perjuicio historicista según el cual cada
pensador se halla completamente encerrado en los límites de su tiempo, y no
puede proveer enseñanza alguna para quienes no hayan sido sus contemporáneos[14].
Por otra parte, toda una serie de autores actuales -John Finnis, Robert P.
George, Germain Grisez- han intervenido en la polémica que nos ocupa tomando
como punto de partida las ideas del Aquinate[15];
esto transforma en especialmente oportuno el estudio de su enseñanza y su
aplicación al debate que aquí analizamos.
Los textos tomistas y su interpretación
Tomás de Aquino ha dedicado varias cuestiones de la Summa Theologiae
al estudio del tema de la exigibilidad jurídica de ciertos preceptos morales;
de entre ellas, la que resulta central es aquélla en la que el Aquinate se
pregunta “si es un efecto de la ley el hacer buenos a los hombres”. Allí
sostiene que la ley positiva tiene como efecto inducir a los hombres a la
virtud, ya que los somete al dictamen de la razón práctica del gobernante, y
como la virtud es algo que tiende a hacer bueno al que la posee, es innegable
que la ley tiene como uno de sus efectos propios el hacer buenos a aquellos a
quienes se aplica[16]. “La ley
-escribe el Aquinate- se da para dirigir los actos humanos, y en la medida en
que los actos humanos conducen a la virtud, en esa medida la ley hace buenos a
los hombres”[17]. Pero también
aclara que, para producir plena y absolutamente ese efecto, la ley debe ser
conforme a la recta razón, toda vez que “la ley tiránica, por lo mismo que
no es conforme a la razón, no es ley propiamente sino más bien una perversión
de la ley”[18]. De aquí se
siguen dos principios generales en cuanto a las funciones de la ley, en
especial de la ley jurídica: que ella se ha de ordenar al logro de la
perfección moral de los hombres induciéndolos a la virtud, aun cuando esta
inducción haya de ser por vía de la imposición coactiva de los actos
propios de la virtud[19]; y que
para que la ley pueda surtir ese efecto, es preciso que se trate de una norma
justa, es decir, conforme a la razón práctica verdadera, adecuada al apetito
rectificado hacia el bien común político.
Ahora bien, y refiriéndonos ya más concretamente a nuestra cuestión, Tomás
de Aquino precisa de qué modo la ley positiva, promulgada por la autoridad
política, puede ordenar la conducta de los ciudadanos hacia la virtud y el
consiguiente bien moral. “La ley humana -escribe a este respecto el Aquinate-
se ordena a regir la comunidad de los hombres entre sí. Pero los hombres se
relacionan unos con otros por los actos exteriores con que se comunican unos
con otros, y esta comunicación pertenece a la razón de justicia, que es
propiamente la directiva de la sociedad humana. Por esto -concluye Santo Tomás-
la ley humana no impone preceptos sino actos de justicia; y si manda algún
acto de las otras virtudes, es sólo considerándola bajo la razón de
justicia, tal como lo evidencia el Filósofo en el libro V de la Ética”[20].
Y en otro lugar aclara aún más la cuestión, cuando dice que “la ley
humana no prescribe lo concerniente a todos los actos de cada una de las
virtudes, sino solamente aquellos que son referibles al bien común, sea
inmediatamente (...), sea mediatamente...”[21].
Pero más relevantes todavía son los textos de Tomás de Aquino referidos al
caso inverso, es decir, a la cuestión de si la ley jurídica debe prohibir o
no la totalidad de los vicios; aquí el Aquinate desarrolla su doctrina, ya
expuesta en cuestiones anteriores, acerca de la necesidad de que los preceptos
de la ley sean adecuados o proporcionados al carácter y condición de los
hombres a los que ha de aplicarse. En el caso especial de la ley jurídica,
afirma Tomás, ella “se impone a una multitud de hombres, una gran mayoría
de los cuales es imperfecto en la virtud. Por ello, la ley humana no prohibe
todos los vicios, de los cuales se abstienen los virtuosos, sino sólo los más
graves, aquéllos que la mayor parte de la multitud puede evitar y, sobre
todo, los que van en perjuicio de los demás, sin cuya prohibición la
sociedad humana no podría sostenerse”[22].
Y concluye afirmando que “la ley humana pretende inducir a los hombres a la
virtud, no repentina, sino gradualmente. Por eso no impone desde un principio
a la multitud de los imperfectos obligaciones propias de los ya perfectos”[23].
Ahora bien, el Aquinate efectúa sobre este tema dos distinciones que merecen
ser tenidas en cuenta para comprender la riqueza de su solución a la problemática
que nos ocupa; la primera de ellas es la que se establece entre los efectos:
1) de la ley justa que induce a los hombres a la virtud pura y simple y 2) de
la ley injusta que, no obstante ser una ley corrupta, puede mover a los
hombres a la virtud en un cierto sentido, es decir, en relación a un régimen
determinado de gobierno; “el efecto propio de la ley -sostiene Tomás de
Aquino- es hacer buenos a aquellos a quienes se da: buenos absolutamente o
buenos relativamente. Porque si la intención del legislador se dirige al
verdadero bien (...), se seguirá que el efecto de la ley será hacer buenos
absolutamente a los hombres. Pero si la intención del legislador se dirige
hacia aquello que no es bueno absolutamente, sino útil y deleitable para él
y repugnante a la justicia divina, entonces la ley no hace buenos
absolutamente a los hombres, sino relativamente, es decir, buenos en orden a
tal régimen”[24].
La segunda de las distinciones es la que corresponde efectuar entre: la
realización de los actos propios de la virtud por el mero temor al castigo y
la realización de esos mismos actos con “voluntad propia”. “Por el
hecho de acostumbrarse una persona a evitar el mal y obrar el bien por el
temor al castigo, viene unas veces a realizar aquellos actos con deleite y con
voluntad propia. De esta manera -concluye el Aquinate- la ley hace buenos a
los hombres aun castigando”[25].
En rigor, la ley humana jurídica cumple su objetivo inmediato con el primer
tipo de cumplimiento, aun cuando su fin mediato sea la perfección humana pura
y simplemente tal, la que se alcanza sólo con el cumplimiento voluntario de
los actos objeto de las virtudes[26].
De todos estos pasajes citados, así como de varios otros concordantes con
ellos, surge una solución sistemática a la cuestión de la exigibilidad jurídica
de ciertas normas morales, solución que puede ser sintetizada en algunos
puntos centrales; ellos son los siguientes:
la ley humana ha de establecerse para el bien de los hombres, concretamente para su bien común, bien que se adquiere, en su dimensión ética, a través de la práctica de las virtudes morales; esta es la razón por la cual corresponde que la ley jurídica promueva en los ciudadanos el cumplimiento de los actos propios de esas virtudes;
no obstante lo anterior, como la ley jurídica sólo se ordena al bien común político en materia de justicia, no corresponde que la ley ordene los actos que son objeto de todas las virtudes sino únicamente de la justicia, o aún de las otras virtudes pero sólo en cuanto ordenables o rectificables por la justicia;
conforme lo afirmado en el punto precedente, no es propio de la ley jurídica prohibir y castigar todos los vicios, sino sólo: los más graves; los que perjudican a los demás; aquellos sin cuya prohibición la sociedad humana no podría mantenerse; aquellos cuya prohibición no acarree males mayores; y todo ello ha de hacerse de modo gradual y progresivo, teniendo en cuenta el tenor moral de la sociedad a la que ha de aplicarse la ley;
de lo anterior se sigue que deben quedar excluidas de la regulación de la ley civil las siguientes conductas: las que son impuestas o prohibidas por una ley tiránica, que no contiene preceptos verdaderos y sí normas erróneas de moral[27]; los actos meramente internos, que no pueden ser ordenados por la justicia al bien común político; los vicios menores o sin importancia social;
la ley humana tiene, en lo que respecta a la exigibilidad jurídica de ciertos actos morales, un carácter eminentemente supletorio o subsidiario([28]); no se trata de que por la coacción puedan promoverse directamente actos de valor moral, sino sólo de evitar la propagación de los vicios más graves a través del mal ejemplo o de prevenir la formación de vicios fuertes y seductores, evitando así la reiteración de los actos viciosos, aún cuando sea por mero temor al castigo; en rigor, a quienes corresponde principalmente la promoción directa de la virtud es a los grupos sociales infrapolíticos, en especial a la familia y a las Iglesias; y
finalmente, es necesario destacar que, en esta sistemática, es legítimo que las leyes civiles prohiban los actos de ciertos vicios que no causan daño directo a otros, siempre que se reúnan las restantes condiciones enumeradas en el punto “c)”, en especial que se trate de vicios graves y que sus actos trasciendan la mera interioridad del sujeto.
El iusnaturalismo tomista frente al liberalismo y al comunitarismo
Expuesta en sus rasgos generales la doctrina del Aquinate, corresponde
efectuar ahora un cotejo somero con las ideas difundidas en nuestros días por
el liberalismo y el comunitarismo sobre el espinoso tema de las “leyes
morales”. Si comenzamos nuestro cotejo con las ideas liberales, lo primero
que es necesario destacar es que la solución tomista es mucho más rica y
matizada, ya que toma en consideración no sólo el bien del individuo
considerado abstractamente y en cuanto opuesto al interés social, sino que,
partiendo de la necesaria ordenación de la ley al bien común, pone en
evidencia que ese bien se resuelve en bienes concretos y personales de los
miembros de la sociedad; por eso la ley jurídica, ordenándose al bien común,
tiene como efecto la virtud, es decir el bien perfecto, de quienes participan
de ese bien común en cuanto miembros de la comunidad. La autoridad política
no es por lo tanto, en Tomás de Aquino, un agente neutral respecto a la
perfección de sus ciudadanos, ni tiene tampoco un objetivo distinto de esa
perfección, sino que, por el contrario, esa misma perfección es su fin
propio y lo que justifica su existencia y actividad.
Por otra parte, la doctrina de Tomás de Aquino no sólo supera la oposición
individuo-sociedad propia del pensamiento liberal, sino que da muestras de un
enorme realismo al tratar el tema de la imposición jurídica de la moral. En
efecto, aún reconociendo la necesidad de que las leyes de la comunidad política
prohiban ciertos vicios especialmente graves, el Aquinate defiende que esa
prohibición ha de hacerse teniendo en cuenta el tenor moral de la sociedad a
la que ha de aplicarse y la posibilidad de que esa aplicación produzca males
mayores que aquellos que se pretende remediar, lo que ha de ser apreciado
prudencialmente en cada caso concreto. Además, este mismo realismo le hace
comprender la imposibilidad de prohibir jurídicamente los actos viciosos que
de ningún modo trascienden al exterior del sujeto, pero sin aceptar por ello
el harm principle de Mill[29],
según el cual sólo pueden prohibirse aquellos actos que causan directamente
un daño a otro.
También es posible, a partir de las enseñanzas del Aquinate, rebasar las
aporías del subjetivismo liberal, que termina privando de justificación
racional toda la actividad de la autoridad política, no sólo la que tiene
que ver con el refuerzo de la moralidad social. Efectivamente, si todo bien es
meramente subjetivo, queda claro que la acción del gobierno quedará sin
sentido final, ya que aún la misma garantía de los bienes privados y la
persecución de los crímenes resultan ser bienes comunes a todos los
ciudadanos; si todo bien fuera meramente privado, ni siquiera estas
actividades, reservadas al gobierno aún por los más consecuentes liberales,
resultarían justificadas racionalmente; con mayor razón aún, actividades
como la educación, la promoción de las ciencias y de las artes y la protección
de la salubridad pública quedarán fuera del ámbito de actividad de la
autoridad política. El objetivismo de Tomás de Aquino, centrado en la idea
del bien común político, no sólo justifica la actividad del gobierno
ordenada, entre otras cosas, al resguardo de la “ecología moral”[30]
de la sociedad, sino que precisa también sus límites, que aparecen dados
casualmente por la búsqueda del bien de los ciudadanos, de la perfección
proporcionada a su propia naturaleza racional.
Pero además, la doctrina tomista también supera en este punto a las
propuestas comunitaristas de defensa a ultranza de la moralidad de cada
sociedad particularizada, cualquiera sea su contenido normativo. En efecto,
uno de los caracteres de la postura comunitarista es su decidido
antiuniversalismo, que los lleva a negar la existencia de un derecho natural y
de los consiguientes derechos naturales; esto se pone de manifiesto
especialmente en los escritos de Mac Intyre, quien escribe que “por derechos
no me refiero a los derechos conferidos por la ley positiva o la costumbre a
determinadas clases de personas; quiero decir aquellos derechos que se dicen
pertenecientes al ser humano en cuanto tal (...); la verdad es aquí sencilla
-concluye- no existen tales derechos y creer en ellos es como creer en brujas
y unicornios”[31]. También
Robert Nisbet es terminante en este sentido: “...no existen derechos de los
hombres -afirma- que no procedan de la sociedad en la que los seres humanos
viven”[32]: Y Lord Devlin
sostiene expresamente que las normas de la moralidad propia de un pueblo deben
ser defendidas a ultranza, cualquiera sea su contenido, aún cuando ellas
establezcan v.gr. la poligamia[33].
Desde la perspectiva tomista, por el contrario, las normas de la moralidad común
que merecen ser defendidas son sólo aquellas que resultan ser conformes con
la recta razón y, como consecuencia, con la ley natural[34].
Para Tomás de Aquino, en efecto, la defensa de v.gr la poligamia o el
racismo, no puede alcanzar justificación racional, ya que se trata de
conductas éticamente erróneas, contrarias a la verdad práctico-moral
contenida en la ley natural, que abarca con sus prescripciones a todos los
hombres de modo universal[35]. El
cognitivismo ético del Aquinate, se opone aquí claramente al relativismo
cultural y al no cognitivismo ético de una buena parte de los comunitaristas
anglosajones.
Conclusión: el derecho y las normas morales
Al momento de extraer una conclusión sintética de los desarrollos
realizados, es necesario recalcar que las aporías y dificultades, muchas de
ellas insolubles, que se presentan al pensamiento liberal en el tema de la
exigibilidad jurídica de las normas morales, tienen su raíz principal en su
concepción de la autonomía humana, pensada como absoluta y sin límites intrínsecos
o de principios[36]. Una autonomía
así concebida conduce necesariamente a la noción subjetivista del bien, al
postulado de la autonormación humana y al “triunfo” de las exigencias
individuales sobre los bienes comunes. Y como consecuencia, conduce también a
la pérdida de justificación de la exigibilidad jurídica de aquellas normas
morales cuyos actos resulten ordenables al bien común político y de su propósito
de salvaguardar el ambiente moral en el que los sujetos han de tomar sus
decisiones éticas.
Por el contrario, la concepción tomista del derecho y la política basada,
por una parte, en el carácter participado de su autonomía, que circunscribe
la libertad humana en los límites de una esencia, y por otra, en el
reconocimiento del bien humano como un bien común, no meramente agregativo,
justifica razonablemente la imposición al sujeto, aún jurídicamente, de
normas morales que no son fruto de su autoría, sino que se siguen de una
consideración racional y objetiva de la realidad humana. Esta afirmación del
iusnaturalismo tomista cobra una especial relevancia en las sociedades
pluralistas contemporáneas, ya que en ellas se ha tornado especialmente
importante el descubrimiento y resguardo de una moralidad común a todos los
sectores sociales y grupos culturales, que haga posible su convivencia en una
colectividad armónica presidida por la justicia. Y esta moralidad común no
puede basarse en el mero acuerdo, como lo proponen los liberales, ni en la
pura tradición particularizada, como lo definen los comunitaristas. Es
necesaria una develación y afirmación del modo de ser propio del hombre[37],
dicho brevemente: de su naturaleza, para que la sociedad redescubra sobre sus
bases su necesario ethos común y se haga posible, de ese modo, una
coexistencia ordenada a promover la perfección propiamente humana.
[1] El mismo Kant, tan reacio a
referirse a los contenidos de las normas morales y jurídicas, considera a la
sodomía y al bestialismo como “delitos contra la naturaleza” (unnatürlich),
que deben ser castigados con la exclusión del culpable de la sociedad; Kant,
L., Die Metaphisyc der Sitten, Rechtslehre,, Anhang, 6 (Sttutgart,
Philipp Reclam, 1990, p. 231).
[2] Vide, Rawls, J., A
Theory of Justice, Cambridge-Mass.,m Harvard U.P., 1971 y Political
Liberalismk, New York, Columbia U.P., 1993.
[3] Vide, sobre todo, Dworkin,
R., A Matter of Principle, Cambridge-Mass, Harverd U.P., 1985, así
como “Rights as Trumps”, en AA.VV., Theories of Rights, comp. J.
Waldorn, Oxford U.P., 1984 y el reciente Life's Dominion. An Argument
about Abortion and Euthanasia, London, Harper-Collins, 1993.
[4] Vide. Richards, D., Sex,
Drugs, Death, and tke Law, Totowa-N.J., Rowman & Littlefield, 1982.
[5] Dworkin, R., Taking Rights
Seriously, Cambridge-Mass, Harvard U.P., 1977, pp. 198 y passim.
[6] Vide, Rawls, J., A
Theory of Justice, cit. Pp. 127 y passim.
[7] Sobre la noción liberal de
perfeccionismo y su crítica, vide., Hurka, TH., Perfectionism,
New York, Oxford U.P., 1993.
[8] Vide, Dworkin, R., Rights
as Trumps, cit., pp. 158 ss.
[9] Sobre el movimiento
comunitarista, vide, el meritísimo libro de Concepción Naval, Educar
ciudadanos, La polémica liberal-comunitarista en educación, Pamplona,
EUNSA, 1995, pp. 59 ss.; sobre Mac Intyre en especial, vide. Matteini
M., MacIntyre e la rifondazione del'etica, Roma, Cittá Nuova ed.,
1995.
[10] Vide, Sandel, M., Liberalism
and the Limits of Justice, Cambridge, Cambridge U.P., 1982.
[11] Vide, Bellah, R., et
ALH, The Good Society, New York, Vintage Books, 1992, pp. 124 ss. Para
una crítica aguda y rigurosa del lenguaje individualista de los derechos, vide.
Glendon, M.A., Rights Talk. The Impoverishement of Political Discourse,
New York, The Free Press, 1991.
[12] Un precursor de los
comunitaristas en este punto ha sido, indudablemente, Lord P. Devlin, quien
mantuvo una agria polémica con Herbert Hart sobre el tema de la exigibilidad
jurídica de ciertas normas morales; vide. Hart, H.L.A., Law,
Libertad and Morality, Oxford, Oxford U.P., 1991. Un buen análisis de
este debate se encuentra en el libro de Simon Lee, Law and Morals,
Oxford, Oxford U.P., 1992.
[13] Esta es la opinión de Robert
P: George en Making Men Moral. Civil Liberties and Public Morality,
Oxford, Claendon Press, 1995, pp. 28 ss.
[14] Sobre el historicismo en
materia ético-política, vide. Theron, S., The Recovery of Purpose.
Western Ethical Crisis: Diagnosis and Proposed Remedies, Frankfurt am Main,
Peter Lang Verlag, 1993, pp.131 ss., así como Elders, L., Les theóries de
l?historicité de la pensée et S. Thomas D'Aquin, en AA.VV., San
Tommaso D'Aquino Doctor Humanitatis, Cittá del Vaticano, Librería
Editrice Vaticana, 1991, pp. 237-248.
[15] Acerca de estos pensadores, vide,
Gajil R., Practical Reason in the Foundation of Natural Law according to
Grisez, Finnis, and Boyle, Romae, Athenaeum Romanum Sanctae Crucis, 1994.
[16] Tomás de Aquino, Summa
Theologiae, I-II, q. 92, a. I: vide, Tomás de Aquino, In
Ethicorum, II,I, Nº 157, sobre la posición de Aristóteles en este
punto, vide. Vergnieres, S., Ethique et politique chez Aristote,
París, P.U.F., 1995, pp. 183 ss.
[17] Tomás de Aquino, ST,
I-II, q. 92, a.1., ad. I.
[18] ST, I-II.q.a.1., ad.2
[19] ST, I-II, q.92, a.2.,
ad.4
[20] ST, I-II, q.100, a.2
[21] ST, I-II, q.96, a.3
[22] ST, I-II, q. 96, a.2
[23] ST, I-II, q.96, a.2,
ad.2
[24] Vide. McInerny, R., The
Basis and Purpose of Positive Law, en AA.VV., Lex et Libertas. Freedom
and Law According to St. Thomas Aquinas, ed. L. Elders y K. Hedwig. Cittá
del Vaticano, Librería Editrice Vaticana, 1987, pp. 137-146.
[25] ST, I/II, q. 92, a.2,
ad.4
[26] Cfr. Abbá, G., Lex et
virtus. Studi sull'evoluzione della dottrina morale di san Tommaso D'Aquino,
Roma, LAS, 1983, pp. 240 ss.
[27] Acerca de la verdad o
falsedad de las normas morales y, en general, del cognitivismo ético, vide.
Kalinowski G., La justificatiom de la morale naturelle, en AA.VV.,
La morale. Sagesse et salut, comp. J. Ladrière, París, Fayard, 1981, pp.
209-220.
[28] Conf. Lafont G., Estructuras
y método en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, trad. N. López
Martínez. Madrid, Rialp, 1964, p.253.
[29] Sobre el principio de J.S.
Mill, vide. George, R.P., Making Men Moral, cit., pp. y passim.
[30] Vide. George, R.P.,
o.c., p. I y passim.
[31] Mac Intyre, A., Tras la
virtud, trad. A. Valcárcel, Barcelona, Crítica, 1987, p.95.
[32] Nisbet, R.A., The Quest
for Community, New York, Oxford U.P., 1981, p. 256.
[33] Vide. Devlin, P., The
Enforcement of Morals, London, Oxford U.P., 1965, pp. 102-123.
[34] Vide. Supra, nota 25.
[35] Vide. Sobre el
“universalismo” de la ley natural en Tomás de Aquino, May, W., La ley
natural y la modalidad objetiva: perspectiva tomista, en AA.VV., Principios
de la vida moral, ed. William E. May, trad. A. Sarmiento. Barcelona, EUNSA,
1990, pp. 119 ss., Vide. También, el notable trabajo de Joseph Boyle, Natural
Law and the Ethics of Traditions, en AA.VV., Natural Law Theory.
Contemporary Essays, ed. R.P. George, Oxford, Clarendon Press, 1994, pp.
3-30, en el que se pone en evidencia claramente la necesidad de un cierto
universalismo de los principios jurídicos para que pueda hablarse de
“derecho natural”.
[36] Sobre la noción de
“autonomía”, vide. Millán Puelles, A., El valor de la libertad,
Madrid, Rialp, 1995.
[37] Cfr. Millán Puelles, A., La
libre afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética realista,
Madrid, Rialp, 1994.