Comprender el sentido del dolor y del sufrimiento humano es uno de los
desafíos más complejos de la fe cristiana. En efecto, cabe preguntarse: Si
Dios es amor y omnipotencia, ¿por qué permite el dolor en el mundo?, ¿por
qué no elimina el sufrimiento, haciendo que todas sus criaturas sean felices?
Con razón ha dicho André Frossard que el origen del dolor y del mal “son
la piedra en la que tropiezan todas las sabidurías y todas las religiones”[1].
Así el cristiano -como cualquier otro hombre-, al experimentar el dolor
desgarrador, se pregunta, al menos en el primer momento: “Por qué, Señor,
por qué” y, en su amargura, experimenta la radical soledad y se formula la
espantosa interrogante de Cristo en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?”.
Desde otra perspectiva, también muchas personas religiosas se cuestionan: si
Dios es justo, ¿por qué tantos hombres virtuosos viven en la pobreza o la
desgracia y tantos pecadores, en cambio, en la dicha y en la prosperidad?
Desde luego, estas preguntas -que son racionalmente válidas- implican un
concepto de Dios demasiado antropomórfico. Así, parecería que todos podríamos
hacerlo mejor que Dios. No existirían las guerras ni los crímenes, o el
hambre, la pobreza y la enfermedad. Lo que ocurre, en realidad, es que la
mente reflexiva no puede penetrar los misterios de la creación y de la vida,
que sólo se entregan a la percepción numinosa de la mística y a la
certeza intuitiva de la fe. La teología cristiana nos enseña que Dios no
desea el sufrimiento del hombre y que sólo lo permite porque es necesario
para su crecimiento ético y espiritual y poder regresar así al goce paradisíaco
original. Al respecto, Juan Pablo II nos recuerda en su encíclica Evangelium
Vitae, que el hombre “está llamado a la plenitud de la vida, que va más
allá de su existencia terrenal, ya que consiste en la participación de la
vida misma de Dios”. La experiencia del hombre en el mundo, entonces, no es
su “realidad última” sino sólo la “condición penúltima” de su
destino sobrenatural.
Siempre en el marco de la religión judeo-cristiana, el simbolismo del génesis
nos muestra que fue sólo la rebeldía del hombre la causa tanto del dolor
como de la muerte. En efecto, es el Pecado Original el que introdujo la
vulnerabilidad en la existencia humana y -desde entonces- tanto el dolor como
el sufrimiento se han hecho connaturales a la conciencia del hombre y se han
mantenido a través de la historia, constituyendo algo así como la cara
siniestra de la herencia adámica.
Pero ¿cuál fue el pecado original? Es en definitiva un misterio que desborda
la comprensión intelectual, porque su enigma es interno y constituye la
esencia misma del misterio. El relato bíblico nos dice que el hombre -tal vez
más por curiosidad que por soberbia-, al comer el fruto del árbol
prohibido, usurpó el conocimiento del bien y del mal que sólo le
pertenecía a Dios. Fue este acto de rebeldía el que lo separó, al menos
parcialmente, de su esencia divina, sometiéndolo ahora -después de su
felicidad paradisíaca- al dolor, al sufrimiento y a la muerte, propios del
orden natural del universo. Más allá del relato bíblico, el curso de la
historia nos demuestra trágicamente cómo el hombre era y es incapaz, por sí
solo, de discernir el bien y el mal. De ahí el absurdo de reprochar a Dios
por nuestros errores y nuestros crímenes, que El sólo permite por respetar
nuestra libertad y -tal vez- para el cumplimiento pleno de su designio
providencial. El único responsable, entonces, de la mayoría de los dolores y
sufrimientos, es el hombre mismo, que creyó, y aún con frecuencia cree,
poder dirigir –autónomamente su vida y su propio destino.
No obstante, Dios -en su infinita misericordia- le dio a la desobediencia de
Adán un valor y un sentido positivos, otorgándole al mal y al sufrimiento un
carácter purificador que culminará -en la historia- con la pasión redentora
de Jesús que, sin conocer el pecado, con su martirio inocente asumió para
siempre todos los dolores y sufrimientos de la humanidad. En efecto, el
martirio de Jesús no fue producto de un azar, sino que estaba previsto en el
designio divino para la salvación del hombre y es por eso que ya fue
anunciado por los profetas del Antiguo Testamento como una promesa divina de
redención universal.
Por otra parte, el que Dios haya permitido, y permita, la actividad diabólica
-intrínsecamente unida al dolor y al sufrimiento del hombre-, es otro
misterio; pero -como nos enseña el Catecismo de la Iglesia católica- sabemos
que más allá del dolor y del pecado, en todos los casos, interviene Dios
para transformarlos en un bien de los que ama[2].
Así el Padre, por su amor al hombre, si bien no suprimió el dolor, le dio un
sentido moral, tanto para el crecimiento y la madurez espiritual de cada
individuo, como para la actualización -en la especie humana- del supremo
sentimiento de la compasión. De este modo, Dios transformó nuestra propia
imperfección del amor que, paradojalmente, no habría podido existir en un
mundo armonioso y perfecto.
Definitivamente, la vida humana está destinada a un fin que trasciende al
pecado, y Dios permite el mal para sacar de él un bien mayor. Como dice San
Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,
20). Es por lo mismo que el Pecado Original no es un mal definitivo, sino
susceptible de restauración, precisamente a través -como hemos dicho- de la
misión redentora de Cristo y su calvario. En cierto modo, puede equipararse
el pecado original a la mítica caja de Pandora, que según los
griegos- fue abierta por la curiosidad de “la primera mujer” desatando
todos los males y sufrimientos sobre la tierra. Pero en el fondo del ambiguo
cofre -según la leyenda helénica quedó algo: ... la esperanza. Del mismo
modo se puede decir que después de la caída del hombre, persiste la
posibilidad de redención y es por eso que la fe y la esperanza permiten al género
humano sobrevivir con entusiasmo y aun con alegría, en un mundo hostil y en
una vida efímera, precaria e incierta.
En la antigüedad se pensó que el dolor del hombre era un castigo por sus
pecados. Pero -para el cristianismo- las congojas y desgracias no son el
castigo de una culpa, sino una oportunidad de purificación. Parecería que
Dios, en la “economía” de su misericordia, jamás condena y sólo nos
hace vivir lo que nuestra alma necesita para su crecimiento interior. Ya lo señaló
Juan Pablo II, al referirse a los “dolores inocentes”, como lo demuestra
la tribulación de los santos, las pruebas de Job, o el sufrimiento de María
ante el martirio de su hijo y el propio dolor y la angustia de Jesús en el
Getsemaní y en el Gólgota.
En realidad, no podemos equiparar nuestro concepto del bien y del mal con el
de la sabiduría divina. Así, lo que nos parece favorable, puede no serlo a
los ojos de Dios. Lo que estimamos infausto, puede ser útil y conveniente
para el designio divino de nuestra personal existencia. Aquí nos enfrentamos
a un hecho esencial y éste es que la existencia de Dios trastoca -en su raíz-
el sentido de la vida humana. Si Dios no existiera -al margen de que todo se
transformaría en un absurdo- lo único importante sería ser feliz y
no tener congojas, enfermedades o desdichas. Pero si Dios existe, la vida se
transforma de inmediato en experiencia y ahora lo que importa es que cada alma
encarnada viva lo que ha venido a vivir y asuma con valor el superior designio
de su propia existencia. Cuando el cristianismo dice que Dios ama
infinitamente al hombre, señala C.S. Lewis, no se refiere a una
“benevolencia senil y soñolienta”, sino a que lo ama a través de las
condiciones concretas y necesarias de su existencia humana. En efecto, si este
mundo tiene un sentido de “perfección de almas”, sin duda que el dolor y
el sufrimiento deben tener un significado importante para el hombre; algo así
como un motivo de perfeccionamiento que, de algún modo, enriquece tanto la
evolución individual como la experiencia general del hombre a través del
curso de la historia. La vida, en el fondo, es un permanente desafío hacia el
autocrecimiento y, vista de este modo, sin la existencia de la desdicha o del
dolor, se desvanecería la experiencia terrenal del hombre como un acontecer
carente de sentido. Así, un mundo sin pecado ni sufrimiento sería un mundo
estático, donde la existencia del hombre se convertiría en un hecho inútil
y en una vida estéril. Ya lo decía Heráclito: el bien y el mal tienen un
lugar necesario en la experiencia vital y aun en el universo, ya que si no
hubiera un constante juego entre los contrastes, el mundo dejaría de existir.
No se trata, por supuesto, de decir que el dolor no sea doloroso, sino de
encontrarle un sentido. Es obvio que ningún sufrimiento puede ser bueno en si
mismo pero sí, en cambio, por sus repercusiones sobre la personalidad. Así,
puede dar origen a actitudes virtuosas como la paciencia, la fortaleza
interior o el arrepentimiento y, sobre todo, en las personas religiosas, a la
aceptación irrestricta de la vida y el abandono confiado en la voluntad de
Dios. Es por eso que la vida cristiana exige que el hombre transite con valor
su propia existencia, lo que implica, ineludiblemente, asumir la “cuota
personal” de dolor y sufrimiento. Existe, además, una oculta conexión
entre el dolor y la dicha; entre el sufrimiento y la felicidad, y es por eso
que ambas experiencias hacen posible la esperanza. Por otra parte, el dolor
nos enseña a conocernos más profundamente. Goethe sostuvo que sólo los
goces y el sufrimiento instruyen al hombre sobre sí mismo. La dicha y la
desgracia son, en efecto, las grandes vías del autoconocimiento y, al final,
convergen hacia la misma plenitud de vida. Ahora, religiosamente hablando, el
hombre debe atravesar su propio desierto si quiere encontrar la Tierra
Prometida. El camino del infortunio, sin embargo, no es siempre necesario,
pero para algunos parecería ser la única posibilidad madurativa. Es a través
del amor o del dolor que el hombre puede crecer espiritualmente y encontrar la
verdad de sí mismo; dichosos aquellos que crecen por amor y que no necesitan
del dolor para lograrlo.
Pero -como señalamos- el sentido religioso del dolor y del sufrimiento humano
es, en definitiva, un misterio que, al igual que el propósito de la propia
existencia terrenal, escapa a la comprensión reflexiva. La desobediencia adámica,
por su parte, tampoco aclara el enigma, y sólo lo desplaza hacia otro nivel:
¿Por qué permitió Dios que el hombre fuera tentado por el demonio? ¿Por qué
no impidió el Pecado Original? Tiene que existir una razón más profunda
escondida en el misterio. Es por eso que a pesar de ser, en su raíz, algo
inefable, se pueden hacer no obstante algunas reflexiones que al menos nos
permiten aproximarnos al verdadero enigma. Desde luego, el propio Pecado
Original tiene que ser de algún modo un paso evolutivo en el proyecto divino
para la humanidad. En efecto, es imposible pensar que Dios haya permitido algo
intrínsecamente negativo para el hombre. Cabe entonces preguntarse: ¿Cuál
puede ser su sentido evolutivo? ¿Dónde puede estar lo valioso del mal, del
dolor y del sufrimiento?
Hay un pasaje en el Evangelio que parecería ser particularmente revelador del
misterio del mal y del sufrimiento humano. Se trata de la parábola de la cizaña.
El dueño de una tierra siembra trigo y por la noche el demonio lo mezcla con
cizaña. Cuando ya crecida la hierba, los sirvientes le proponen al amo
arrancarla, éste les dice que no lo hagan, porque podrían también arrancar
el trigo: “Dejadlos crecer juntos hasta la siega y entonces arrojad la cizaña
al fuego y llevad el trigo a los graneros” (Mt 13, 24-30). Sin duda,
el dolor y el mal son la cizaña y de algún modo es útil que crezcan junto a
la virtud para el progreso humano. Es bastante obvio que sin los aspectos
negativos de la vida, sería difícil actualizar los positivos y así -sin lo
demoníaco- no habría espacio para la ética y la superación
personal. Esta es, por otra parte, la paradoja del pecado, que hace posible el
arrepentimiento y destaca -por contraste- el amor y la virtud. Del mismo modo,
es en la experiencia del dolor cuando el hombre puede percibir mejor su
condición de criatura impotente y sin poder ante los sucesos y
acontecimientos penosos de la vida. Pero si bien el sufrimiento puede
acercarnos a Dios, también puede alejarnos y así ante el dolor muy intenso,
aun las personas religiosas se pueden sentir abandonadas del Padre y ser
presas de la confusión. Como dice el salmista: “Escondiste tu rostro y quedé
desconcertado”. No obstante, en ambos casos, comprendemos que los logros del
mundo no pueden “poseer” el corazón del hombre que no tiene morada
permanente aquí en la tierra y que, por así decirlo, es un peregrino siempre
en camino hacia otra parte. Es por eso que sólo la percepción intuitiva de
Dios y la certeza de la fe pueden darnos la paz y la felicidad perdurables. Ya
lo dijo San Agustín: “Nos hiciste para ti y nuestro corazón estará
inquieto hasta reposar en ti”. Es por lo mismo que las tribulaciones del
hombre no podrán cesar -como algunos ingenuamente suponen- en el transcurso
de la historia sino hasta el encuentro definitivo del hombre con su esencia
divina.
Ahora, para la fe cristiana, el dolor y el sufrimiento son a la vez prueba y
motivo de purificación. La primera actitud educativa de un buen padre
es “quebrantar” la caprichosa voluntad del niño. Pero lo hace con amor y
para su bien futuro. Del mismo modo, Dios nos trata como a sus hijos, pero
-como se ha dicho- no es sobreprotector ni paternalista y desea
que el hombre crezca y se desarrolle libremente, escogiendo por sí mismo sus
alternativas. Sin duda, Dios nos corrige, pero no se trata de un castigo sino
de una reparación; de un llamado divino para recapacitar y enmendar el
camino. Es por lo mismo que Dios sólo permite el sufrimiento cuando éste es
necesario y lo convierte en algo positivo. Podría decirse que lo utiliza como
un “instrumento” para que experimentemos aquello que conviene a nuestra
alma y que -por lo mismo- está encaminado a nuestro bien. Pero la actitud
cristiana frente al dolor no es, como algunos suponen, una afición morbosa y
masoquista por el sufrimiento en sí mismo, sino una aceptación cuando éste
es inevitable, con la certeza de que tiene que formar parte del plan divino
para nuestro propio crecimiento individual. Otra cosa es la ascética
cristiana que intenta trascender los instintos biológicos en la búsqueda de
la experiencia mística. Pero esta ascesis no desea dañar el cuerpo
sino trascenderlo. En realidad, en el cristianismo el cuerpo no es esa
“amarra del espíritu” de las religiones hindúes ni tampoco una “cárcel
del alma” como pensaban los griegos, sino una dimensión esencial del hombre
y un “camino” hacia la santidad. Es por lo mismo que se debe cuidar y
proteger al cuerpo como vehículo hacia la vida espiritual. En efecto, la
llamada “mortificación ascética” no anhela el dolor sino la subordinación
del cuerpo a la conciencia y del instinto a la virtud; la “muerte” del hombre
viejo para renacer al hombre nuevo en la imitación de la vida de
Jesús.
Dios sabe que nuestra felicidad sólo está en El y permanentemente nos ofrece
su amor y su amistad. Pero lo que ocurre es que no escuchamos habitualmente su
íntimo llamado por el bullicio de nuestros pensamientos como tampoco
podemos recibirlo cuando estamos “llenos” de vanidad y de deseos
exclusivos de placer mundano. Es entonces cuando Dios -a través del
sufrimiento- nos advierte de nuestros errores y defectos que algún día
tendremos que descubrir si queremos liberarnos de este “falso personaje”
que impide al hombre percibir la belleza y dignidad de su existencia original.
Es, en realidad, nuestra mente la que debe ser crucificada para poder
renacer en Cristo a través del amor y con la gracia del Espíritu Santo.
Visto de este modo, el efecto redentor del sufrimiento está abierto a la
libre voluntad del hombre de someter o no su rebeldía y su orgullosa
autosuficiencia” a los superiores designios del propósito divino.
Pero la aceptación cristiana del dolor no significa una “apatía estoica”
ni es tampoco un acatamiento pasivo, impotente o resignado. La aceptación
cristiana es activa y nace de la fe. Así, antes que los hechos ocurran,
debemos hacer todo lo posible por lograr lo deseado y lo que suponemos
favorable, pero ante los acontecimientos dolorosos ya ocurridos debemos
aceptarlos. En otras palabras, cuando la solución ya no está en nuestras
manos, llegó la hora del abandono, que no es fatalismo sino una entrega
confiada a la voluntad de Dios. En realidad, la genuina aceptación cristiana
brota del convencimiento de que el hombre no sabe lo que le conviene a su
experiencia vital. Sólo el Padre sabe lo que necesitamos y en su amor
infinito -que jamás reprocha ni castiga- nos da siempre lo que es bueno para
nuestra alma, aun cuando “en la boca sea amargo como la hiel”. Muchos
suponen, erróneamente, que los cristianos son seres que aceptan fatalmente su
destino e incluso, que buscan el dolor para robustecer su fe. Este
“colorismo” -como hemos dicho- es ajeno al verdadero cristianismo que, en
su esencia, es un apasionado llamado a la plenitud de la existencia y a la
felicidad. El papel del cristiano en el mundo es precisamente combatir el
miedo y el dolor, encarnando en la historia el Evangelio y su alegre
mensaje de amor, de vida y de redención.
Es frecuente que se confunda la Providencia cristiana con el destino
inexorable de los griegos o de los musulmanes. Pero la Providencia no es de
antemano algo irrevocable porque es siempre algo del momento actual. Como se
ha dicho, Dios es un Dios del presente y lo que va a ocurrir mañana está,
por así decirlo, sólo esbozado y es por eso que antes que los hechos
ocurran podemos cambiar con nuestra acción el desenlace final de los
acontecimientos. Aquí radica, por lo demás, el valor de la oración y la
plegaria. Jesús llamó insistentemente a orar y a pedirle al Padre en su
nombre. Pero: ¿qué significa pedir en el nombre de Cristo? A mi juicio, sólo
aquello que -estando en la ética del Evangelio- conviene a nuestra alma. Esto
significa que Dios puede modificar los hechos, pero siempre que sea
beneficioso para el hombre y su experiencia vital; no para satisfacer los
deseos del yo mundano, sino para aquello que conviene al alma
encarnada, que es la dimensión espiritual en crecimiento.
Podemos, entonces, pedirle siempre al Padre lo que anhelamos, pero sometiéndonos
-de antemano- al designio divino, tal como nos enseñó Cristo, en la hora trágica
y sublime del Getsemaní: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz,
pero que se haga tu voluntad y no la mía”.
Desde otra perspectiva, la historia del hombre puede compararse con la biografía
de una existencia enferma, llena de errores, de pecados y de sufrimientos.
Con razón se preguntaba C.S. Lewis “si el mundo es tan malo, ¿cómo
explicarse que los seres humanos lo atribuyan a un creador divino?”. Y
agrega, con sutil ironía: “Todas las religiones fueron predicadas y
practicadas cuando aún no existía el cloroformo”[3].
A nuestro juicio, esto obedece a que la fe religiosa es independiente del
dolor del hombre y sólo le da un sentido, por así decirlo, a posteriori. En
realidad, la fe es una dimensión connatural a la conciencia, una especie de
“instinto de lo sagrado” y es por eso que las creencias religiosas han
existido en todos los pueblos desde los más remotos orígenes de la historia.
La religión, en efecto, no es un producto intelectual y no surge de un
“debate filosófico” sobre la existencia humana, sino de experiencias
sobrenaturales de revelación; de esas hierofanías de las que hablaba
Mircea Eliade: manifestaciones directas del esplendor de la presencia divina.
Volviendo al sentido religioso del dolor humano, es conveniente diferenciar
dos tipos de sufrimiento: el físico y el moral. El dolor físico -común al
hombre y a los animales- es sólo una respuesta defensiva ante los estímulos
nocivos del ambiente o una percepción interna de trastornos en el
funcionamiento biológico. No tiene, por lo mismo, un mayor sentido
espiritual, sino una mera significación adaptativa y -como se ha dicho sería
muy peligroso carecer de él, ya que “podríamos morirnos sin darnos
cuenta”. El dolor moral, en cambio, es propio y exclusivo del hombre, como
ocurre con la tristeza, la pena, el miedo, la culpa y el remordimiento. Es
este dolor moral el que tendría un significado de crecimiento espiritual. Es
curioso, en este sentido, que en el Evangelio se habla sólo de los dolores
morales de Cristo como su angustia en el Getsemaní, pero nada se dice del
dolor físico de su crucifixión. No obstante, en el dolor físico se debe
diferenciar el dolor agudo y el crónico. El primero carecería de valor
madurativo ya que, cuando pasa, no deja huella en el psiquismo. El segundo, en
cambio, siempre actualiza actitudes éticas de la personalidad y, por lo
mismo, se convierte o al menos se reviste de un sufrimiento moral. Así
los dolores crónicos y prolongados pueden debilitar o fortalecer el espíritu;
llevar a una existencia quejumbroso, amargada y autocompasiva, o vivirse con
serena resignación, vigorizando el carácter y la conciencia de la fe.
Algunos se han cuestionado -siempre en el horizonte de una creación divina-
por el sentido del dolor en los animales. No es fácil responder a esta
interrogante. No obstante, por carecer los animales de autoconciencia, no se
le puede atribuir a sus dolores un significado ético. Incluso es posible que
por no existir en ellos un yo que dé continuidad a la experiencia psíquica,
no exista propiamente dolor, al menos en el sentido humano, sino que se trate
de meros reflejos defensivos carentes de una percepción consciente en la
inmediatez de las respuestas instintivas. Son, entonces, los dolores morales
los que nos interesan desde el punto de vista de su sentido religioso. Desde
luego, son ineludibles en la existencia humana, ya que forman parte
constitutiva de su experiencia vital, y sin ellos es imposible pensar al
hombre: “Las lágrimas son mi pan día y noche”, dice el salmista, recordándonos
la inevitabilidad del sufrimiento (Sal 42, 4).
Las diferencias entre el dolor físico y el moral explican que la actitud
frente a ambos sea diversa. Así, el dolor físico debe siempre tratar de
eliminarse y el dolor moral, en cambio -salvo en los casos patológicos-, debe
asumirse. Es por eso, por ejemplo, que ningún médico le inyectaría morfina
a una madre que ha perdido a su hijo para que viva en estado de euforia la
normal experiencia de su duelo.
Los dolores morales no sólo son útiles para el crecimiento madurativo de la
personalidad, sino que favorecen el autoconocimiento, ya que es frente al
sufrimiento cuando el hombre -entre el absurdo y el misterio- se convierte a sí
mismo en pregunta sobre el sentido de la vida y de su concreta y particular
existencia. Podría hablarse, incluso, de una pedagogía del dolor.
Desde luego, los sufrimientos como la angustia, la pena, la frustración y el
desencanto, enriquecen nuestro conocimiento del mundo y de nosotros mismos,
permitiendo percibir mejor los límites de la capacidad individual y, además,
ennoblecen el diálogo interhumano con las posibilidades empáticas de la
humildad y de la compasión. En general, todas las emociones permiten una
comprensión más profunda y matizada de la realidad y completan, de este
modo, el esquema demasiado geométrico de los conceptos meramente
intelectuales. El sufrimiento, además, es un tiempo de reflexión y aun de
conversión. Algunas veces en el sentido religioso y otras en el sentido ético.
Así, el dolor moral permite que cualquier hombre -más allá de la fe-
jerarquice mejor los valores de su existencia y logre, de este modo, una vida
más auténtica y ordenada hacia propósitos y anhelos superiores. Son
frecuentes los casos de personas que han transformado enriquecedoramente sus
vidas después de una larga enfermedad, de la pérdida de un ser querido o de
experimentar un riesgo inminente de muerte.
Pero no todos los dolores morales llevan necesariamente a un crecimiento de la
personalidad. Podría hablarse, en este sentido, de sufrimientos periféricos
y stifrimientos nucleares. Los primeros son sufrimientos banales,
que brotan de las pérdidas materiales o del daño al prestigio personal
(rencor, envidia, celos, etc.). Los segundos, en cambio, nos hieren en lo más
profundo de nuestro ser (enfermedades invalidantes, soledad, pérdida de seres
queridos, decepción de sí mismo, culpa, fracaso del proyecto existencias,
etc.). Sólo estos últimos son provechosos y enriquecedores de la experiencia
de vida. Ya lo decía San Pablo, al hablar de una Tristeza según Dios, que
era camino de penitencia y de salvación, y una Tristeza según el mundo, que
sólo conducía a la amargura y a la decepción.
Pero existe, además, en la perspectiva religiosa del dolor humano, una extraña
paradoja. Así, parecería que Dios prueba a los que más ama. Es por eso que
Job, el más justo de su tiempo, fue el sujeto de las grandes tribulaciones.
Lo dijo bellamente Meister Eckhart: “El Señor llama a las almas nobles a un
desierto y ahí les habla a sus corazones”[4].
Desde la psicología también se observa que las personas de un psiquismo más
desarrollado son capaces de experimentar el dolor moral con mayor intensidad.
Así, Nietzsche sostuvo con acierto que la calidad del hombre se podía medir
“por su capacidad de sufrir profundamente”. Pero son estos hombres
superiores los que, al mismo tiempo, son capaces de asumir el dolor con mayor
fortaleza de carácter y reciedumbre de la voluntad. Como contrapartida, el
sufrimiento moral no existe en los débiles mentales y en los dementes.
Contrariamente a lo que postuló el psicoanálisis, el hombre es la única
criatura planetario cuya vida no está regida por el principio de placer. Obviamente,
desea el goce y no el dolor, pero es capaz de aceptarlo según los dictados
superiores de su conciencia ética. De ahí su conmovedora vocación de heroísmo
y sacrificio. Nuestra cultura actual -en el marco hedonista de la búsqueda
incesante de placer y de confort- trata de negar la necesidad del sufrimiento
como condición favorecedora de la madurez anímica, precisamente porque -como
ha dicho Juan Pablo II- “no tiene una comprensión religiosa del misterio
del dolor”[5]. No obstante, el
hombre -ese asceta de la vida según la bella expresión de Max Scheller-
tiene un secreto impulso que
lo lleva siempre más allá de sí mismo, desbordando los límites de su
naturaleza y transmutando -en el sentido de la Alquimia Hermética- lo
inferior en superior, lo vil en noble y el plomo en oro. Pensamos, por lo
mismo, que sólo despertando a su conciencia espiritual -este tercer gran
salto evolutivo del que hablaba Teilhard de Chardin- podrá el hombre
contemplar su verdadero rostro. No la imagen deformado que le muestra el
espejo de la historia, sino la belleza conmovedora de su ser original. El
verdadero hombre; ese hijo de Set; hijo de Adán; ... hijo de Dios.
Finalmente, quisiéramos señalar que tal vez lo más insoportable del dolor
es su eventual arbitrariedad y su aparente absurdo. Pero en la fe se desvanece
lo casual y el azar se convierte en providencia. Ahora, hasta el acto más
insignificante y el más ínfimo acontecimiento tienen un lugar en el propósito
divino. De ahí que la fe religiosa -plenitud espiritual del hombre- dé una
nueva y desconocida reciedumbre frente a los inevitables sufrimientos de la
vida.
Estamos conscientes de que estas reflexiones orientan, pero no terminan de
aclarar el enigma religioso del dolor humano. El propio Jesús, en su vida pública,
hizo dos cosas: enseñó su Evangelio y fue médico; mostró el camino de la
salvación del alma y venció la enfermedad y aun la muerte. Pero no suprimió
el sufrimiento ni aclaró su misterio. Hizo otra cosa: lo asumió y le dio un
valor moral, formulando uno de los pensamientos más hermosos de la historia:
“Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados”. Cristo,
en efecto, en el misterio de su encarnación humana, se ha unido en cierto
modo a todos los hombres y comparte sus dolores y aflicciones. Es por eso que
si bien quedan muchas cosas oscuras frente al sufrimiento humano, lo único
que no podemos decirle a Dios -como señaló Paul Claudel- es “Tú no sabes
lo que es sufrir”. Es por lo mismo que sólo en la pasión de Cristo se
comienza a iluminar el enigma del dolor y de la muerte, -tal como dice el
Vaticano II fuera del Evangelio el sufrimiento “nos aplasta”.
Resumiendo, se puede decir que -desde la perspectiva religiosa- la vida es una
constante prueba y el gran secreto de la paz y de la felicidad consiste,
precisamente, en saber que nuestras tribulaciones e infortunios forman parte
de nuestra experiencia vital y, sobre todo, que su aceptación plena los atenúa,
y en ciertos casos, los hace innecesarios. No es otro, a mi juicio, el
sentido del relato de Abraham, que con razón ha sido considerado como el
padre de la fe. Abraham recibe seguramente la prueba más terrible de la
historia: matar con su propia mano al hijo adorado; al hijo de la vejez
y, de todas las promesas.
Si Abraham hubiera dudado, es posible que hubiera tenido que matar a Isaac.
Pero Abraham acepta la prueba sin ninguna vacilación y -por lo mismo- ésta
no es necesaria. Pienso que, sin darnos cuenta, somos continuamente probados
como Abraham. Si rechazamos los sufrimientos, éstos se acrecientan y nos
acosas obstinadamente; si los aceptamos, en cambio, se atenúan o se
desvanecen. Este es el milagro de la aceptación; del Sí a la Vida de
los grandes místicos, de la paciencia de Job y aun de la obediencia de Jesús
en el Calvario. Es claro que esa aceptación requiere por lo general de un
extremo coraje y valentía moral, pero puede también surgir de un modo
silencioso y natural en quienes se entregan confiados en las manos de Dios.
Ahora, para un cristiano -que ama a Jesús en su corazón- existe otra
perspectiva ante el dolor y ésta es la de compartir y coparticipar -como decía
San Pablo- en el sufrimiento redentor de Cristo. En efecto, su muerte y su
resurrección se proyectan sobre todos los hombres y los cristianos sabemos
que en nuestros dolores estamos completando -en alguna medida- el Misterio
del Gólgota- y colaborando en la redención del mundo. Juan Pablo II ha
hablado, en este sentido, de un Evangelio del Sufrimiento señalando
que, en el dolor humano, “hay una particular fuerza que acerca internamente
al hombre a Cristo” y agrega que “el sufrimiento, más que cualquier otra
cosa, abre el camino a la gracia que transforma a las almas”[6].
Es por eso que quien quiere ser un verdadero discípulo de Cristo debe
levantar su propia cruz y asumir con valor, y aun con alegría, su tristeza y
su dolor. En realidad, cada sufrimiento aceptado por amor a Jesús es una
parte de su cruz que sostenemos; una pequeña porción del dolor humano que
compartimos con El, y si pudiéramos percibir la gratitud de su mirada sentiríamos
que el peso que nos agobia se atenúa y que también nuestra espalda es ancha
y nuestra carga es ligera.
[1] André Frossard: El sufrimiento.
En Dios en Preguntas. Ed. Antártida (Buenos Aires 1991).
[2] Catecismo de la Iglesia Católica
(Sección segunda N° 324).
[3] C.S.Lewis. El problema del
dolor (Editorial Universitaria, Santiago, 1990)
[4] Meister Eckhart. Del Hombre
Noble. En Obras escogidas (Visión Libros, Barcelona, 1980).
[5] Juan Pablo II. Evangelium
Vitae (Cap. Y, 15) (Ed. Paulinas, Santiago, 1995).
[6] Juan Pablo II. Carta Apostólica
Salvici Doloris. (Sección VI. El Evangelio del Sufrimiento. N°27).