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El
tiempo y la eternidad
Por Hervé Pasqua
De la experiencia del tiempo -experiencia dolorosa
de un tránsito fugaz que se lleva la vida poco a poco nace la aspiración por
la eternidad. Pero este deseo, ¿no será algo ilusorio, una compensación? No,
porque como escribe Hervé Pasqua, «el tiempo no puede ser concebido sin la
eternidad». Existe un presente necesario que, aun no siendo el tiempo, está en
el corazón del tiempo; un presente eterno al que hemos de unir continuamente
nuestro presente temporal y que «confiere a la banalidad de lo cotidiano la
densidad de lo sagrado».
«El libro de la vida es el libro supremo / que no se puede cerrar o volver a
abrir a elección / el pasaje interesante no se puede leer dos veces / pero la
hoja fatídica se pasa sola: / se quisiera volver a la página en que se ama / y
la página de la muerte está ya bajo nuestros dedos».
La huida del tiempo ha sido cantada por todos los poetas. Cuando el filósofo
detiene en ella su atención, se asombra ante el paso incesante de todas las
cosas. Todo pasa..., y por ello la pregunta se dirige a su existencia, aquí y
ahora, ante la inquietud y angustia de la nada, de donde todo viene y a donde
todo parece ir. El paso del tiempo engendra la tristeza, porque, con él, la
vida se acaba poco a poco; el tiempo nos aparece como una prisión que desemboca
en la muerte. Preguntarse por el tiempo es preguntarse por la existencia: ¿por
qué hay seres que existen? La palabra «existente» expresa bien esta síntesis
de tiempo y ser de la que estamos hechos. Esta palabra, que expresa lo que es,
no es -anotémoslo- sino el participio presente sustantivado del verbo ser.
¿Pero, el ser se reduce al tiempo? Si esto fuera así, el ser mismo estaría
desprovisto de valor al estar destinado a la desaparición. El ser-tiempo es, ya
no y todavía no, un no ser. Realidad corriente y misteriosa a la vez. ¿Qué es
el tiempo? «Si nadie me lo pregunta, lo sé; si deseo explicarlo a quien me lo
pregunta, ya no lo sé», aseguraba San Agustín.
La aceptación del tiempo es una conquista difícil. Estamos naturalmente
aterrorizados por la irreversibilidad de nuestro propia duración, por la
perspectiva de nuestra personal corrupción futura: por eso nos gustaría
detener el curso del tiempo. En otras palabras: no podemos experimentar el
tiempo sin aspirar inmediatamente a lo eterno. Pero, ¿en qué se funda esta
aspiración? ¿Basta el tiempo para afirmar la eternidad? ¿No sería ésta,
entonces, el fruto ilusorio de nuestro rechazo del tiempo? Cuestión grave,
porque si no existiera la eternidad, ¿en qué se fundaría nuestra aspiración?
¿Puede exigir la adhesión y justificar el martirio un ideal destinado a
desaparecer?
Para evitar la ilusión, es necesario partir de datos, es decir, de la
experiencia común que todos tenemos del tiempo. Vivimos en el tiempo, y a
partir de él nos interrogamos sobre lo eterno. Pero si ambos se reparten la
totalidad de lo real, ¿dónde encontrar la eternidad?, ¿al final del tiempo o
en el tiempo? ¿La eternidad, no debe estar fuera del tiempo? Si se quiere
solucionar el problema de la existencia temporal, se presentan todas estas
cuestiones.
I. La realidad del tiempo
«El presente y el pasado están por los suelos. ¡He aquí, mis queridos
amigos, lo más insoportable para mí! ». ¿Quién no sentiría esta amargura
de Zaratustra, abrumado por la evidencia del paso incesante de las cosas y
concluyendo de ahí que el tiempo es toda la realidad, la única realidad que
nos devora? El tiempo es lo que divide y disipa la existencia; lo que consiste
en su propia fuga; un río que conduce hacia un mar de nada.
¿Y si todo fuera apariencia? Si el tiempo fuera un mal sueño donde la
identidad se disipa; una distracción del alma, como pensaba Plotino, por la que
la unidad se dispersa... En cualquier caso tendríamos que explicar esta
apariencia, porque lo temporal cambiante acaba aflorando como algo irreductible:
no se puede negar el tiempo.
Nuestra idea del tiempo nace de la observación del movimiento. La realidad no
es simultánea, no es un conjunto estático que podamos explicar como una
combinación de leyes que tuviera su sede en un pensamiento intemporal, porque
para aplicar las leyes hay que apelar a la experiencia, que es temporal; la
intemporalidad del pensamiento, suponiendo que exista, no podría negar la
sucesión de lo cambiante. Así, la sucesión no es una realidad dada, sino una
realidad que se hace, una sucesión de acontecimientos que no podría
desarrollarse sin la conexión entre unos y otros, puesto que no es posible el
salto de un instante a otro como si se tratase de dos realidades separadas.
Todos tenemos la experiencia de este vínculo necesario que asegura nuestra
continuidad. «Los días se van, yo me quedo», dice el poeta. La experiencia
del tiempo es ambigua; sin la continuidad, el tiempo sería un perpetuo
desvanecimiento de la vida que transcurre en él, y sin el transcurso no tendríamos
sentido alguno de nuestra duración.
El tiempo existe porque existe el cambio. Aristóteles lo definía como la
medida de lo que cambia. ¿Pero el tiempo reside en lo que transcurre -en el
movimiento de la cosa que cambia- o en el sujeto que lo mide? En cuanto a su
forma de existencia, el tiempo no es una realidad independiente; está ligado
por una parte a la inteligencia, dotada de una memoria que numera las etapas de
la sucesión, y por otra es inseparable de la existencia del cambio. Kant quiso
resolver esta paradoja haciendo del tiempo una forma a priori de la
sensibilidad. A sus ojos, el tiempo depende por completo del espíritu, que
capta las cosas, necesariamente, según el tiempo. «Se puede concebir un tiempo
sin objeto, declara, pero no un objeto sin tiempo». Hegel perseguirá esta
integración del tiempo en el espíritu, por medio de la dialéctica. Los tres
momentos -tesis, antítesis, síntesis constituyen toda la realidad según un
proceso que es la historia del Espíritu aprehendiéndose a través de sus
obras. «Todo lo real es racional y todo lo racional es real». Esta fórmula
significa que el tiempo no se induce de lo real, sino que es lo que permite
deducir, a priori, todo lo que es. El tiempo se confunde con la vida del Espíritu,
que es la historia.
Esta espiritualización del tiempo se halla en el origen de todos los excesos
idealistas; explica la unidad de la multiplicidad móvil que constituye la
sucesión de instantes, suprimiendo la multiplicidad. Y esto no es una explicación.
Si se renuncia a encontrar el fundamento de la unidad temporal fuera del objeto,
habrá que investigar el movimiento mismo. Los antiguos lo buscaron en el Agua,
la Tierra, el Aire y el Fuego. Más cercano a nosotros, Bergson lo encuentra en
la duración: la duración es la esencia misma de lo que es; lo que dura es lo
que persiste en el ser; es el ser mismo del cambio, la sustancia de la realidad,
la realidad originaria. Pero, para Bergson, la duración es creadora; al
identificarla con la existencia encuentra en el tiempo el principio explicativo
y único que engendra toda realidad.
El principio del cambio es igualmente cambiante. No se puede negar la sutileza
de esta solución, pero por muy seductora que sea, no logra evitar la
contradicción: para ligar la sucesión de instantes como un todo continuo, sería
necesario un instante único -sin principio ni fin- que durase, que coexistiese
con toda la sucesión temporal en un sujeto intemporal exterior a la
multiplicidad. Lo que precisamente está excluido de la hipótesis desde el
momento en que se afirma que todo lo que existe es cambiante, es decir,
temporal.
Por tanto, no se puede encontrar, por el lado del objeto, el fundamento de la
unidad temporal; y tampoco por el del sujeto. ¿Qué es entonces aquello que une
y hace un todo de lo que el tiempo divide? El que introduce la sucesión en el
tiempo no es el sujeto, porque, según esta hipótesis, ¿cómo explicar este
antes y este después que constituyen la vida y la muerte? Hay que admitir la
realidad extramental de la sucesión y de un principio de unión entre los
instantes que no radique ni en el sujeto ni en el objeto. Porque, por una parte,
la sucesión existe independientemente del alma y, por otra, depende de la
inteligencia, que le numera según el antes o el después. Inmanente y
trascendente a la vez, el tiempo no es ni un concepto ni una intuición. Sería
más exacto definirlo como un «existente» que comporta una exigencia de
trascendencia. Hay que ir más allá del sujeto y del objeto para elevarse desde
el plano en el que todo cambia sin ser nunca, al plano de lo que es siempre y no
cambia nunca. Reflexionar sobre el tiempo exige considerar la eternidad.
II. La eternidad, necesaria
El tiempo no puede concebirse sin la eternidad. ¿Es esto una necesidad del
pensamiento sin fundamento en la realidad o una necesidad del ser? Si sólo
percibimos el ser en movimiento, ¿cómo concebirlo inmóvil?, ¿cómo hacer de
la eternidad algo real y evitar la ilusión?
«En un mundo en devenir, en el que todo está condicionado, la hipótesis del
incondicionamiento de la sustancia, del ser, de la cosa, etc..., no puede ser más
que un error», escribe Nietzsche en La voluntad de poder. Si todo cambia, el
ser es sólo una apariencia fugitiva, un sueño de la razón; sólamente existe
la vida y su necesidad imperiosa de trascenderse; la eternidad, a sus ojos, es sólo
una compensación.
Los físicos griegos partían de la misma constatación: Panta re¡. Pero esta
constatación era superada por la búsqueda de un principio que pudiera explicar
el cambio. Los primeros filósofos partieron de la aprehensión del ser
proponiendo un problema a la razón: ¿Cómo podríamos saber que cambiamos, se
preguntaban, si no hubiera en nosotros o en la naturaleza alguna cosa que no
cambia? ¿Qué hay de inmutable en el devenir? Esta fue la exigencia imperiosa
de un pensamiento que estaba en sus primeros balbuceos. Sin saberlo, planteaban
el problema de la identidad del ser, el de su subsistencia, sometido a la
alteración del cambio.
Nietzsche rechaza este problema como imaginario: «El hombre, dice, busca la
realidad en lo permanente para huir del sufrimiento que nace del cambio, de la
ilusión, de la contradicción». Parte de la necesidad de vivir para plantearse
un problema de voluntad. En Nietzsche, la afirmación de la eternidad nace del
aliento vital que nos lleva a negar el tiempo. La eternidad es ilusoria, es la
necesidad de una compensación. Nietzsche encierra el cielo en nuestras cabezas.
¿Implica la verdadera eternidad el rechazo del tiempo? Desde luego, la
verdadera eternidad excluye todas las características temporales; en ella no
hay sucesión; es íntegra y simultánea; al margen del movimiento, la eternidad
es un vacío de tiempo; indivisible, siempre igual a sí misma, no sufre ninguna
modificación: la eternidad es una. El círculo nos ofrece una ilustración poco
satisfactoria pero capaz de hacernos comprender su naturaleza. Cada punto de la
circunferencia no podría coexistir con otro punto situado fuera de ella; nunca
coincidirá el antes con el después. La continuidad de la circunferencia se
debe a la sucesión. Pero el centro es un punto distinto a todos los demás y
que sin embargo coexiste con cada uno. Lo mismo ocurre con lo eterno, que sin
ser el tiempo coexiste con él gracias a su perpetua presencia. Por tanto, la
eternidad no excluye el tiempo, incluso aunque sea preciso concebirla fuera del
tiempo. Para afirmar la eternidad no hace falta negar el tiempo. La eternidad es
ilusoria, y rechazada como tal, por aquellos que la conciben inmanente al
tiempo. La ilusión nace de esa relación que empuja a buscar la eternidad en el
tiempo. Hegel la sitúa al final del discurso, englobándola en el tiempo
especulativo. Esto le hace concebir el progreso del pensamiento como indefinido.
Así, la imagen que mejor ilustra esta eternidad es la línea sin comienzo ni
fin, y no ya el círculo que recomienza siempre.
Pero semejante concepción es insostenible. Si la eternidad, de hecho, estuviera
en el tiempo, el futuro existiría ya tan determinado como el pasado. La
eternidad lineal es el sepulcro de la libertad, no deja espacio a las futuras
contingencias; la consecuencia trágica de este inmanentismo con pretensiones
religiosas es la predestinación; lo que ocurre es lo que debía ocurrir: el
destino inmutable regula el curso de la historia. «El tiempo, dice Nietzsche,
no tiene valor por sí mismo, sino por lo que prepara». Y puesto que la
eternidad se halla al final del tiempo, el futuro permite las más locas
esperanzas. «Nuestro camino marcha de la especie inferior a la especie superior».
Así, se coloca en la historia el reino de un Dios que deviene y no que es. Se
opta deliberadamente por el reino de la tierra. En este sentido es curioso señalar
las profundas analogías existentes entre el nietzschismo y el evolucionismo
marxista. Uno espera el advenimiento del superhombre, el otro el de la sociedad
futura; ambos desesperan del presente para volverse hacia el futuro de un mundo
mejor.
La necesidad de eternidad es tan imperiosa que Nietzsche, después de haberla
rechazado como imaginaria, la reincorpora en su obra forjando el mito terrorífico
del eterno retorno. «Yo volveré con este sol, con esta tierra, con este águila,
con esta serpiente; no a una vida nueva o a una vida mejor o parecida: volveré
eternamente a esta misma vida, idéntica en lo grande y en lo pequeño, para
mostrar de nuevo el eterno retorno de todas las cosas... He pronunciado una
palabra, y mi palabra me destruye: así lo quiere mi destino eterno. ¡Desaparezco
anunciando...! ». ¡Visión fulgurante de la soberanía invicta del tiempo!
Pero, ¿qué es el eterno retorno sino la eternidad temporalizada y vaciada de sí
misma, el hastío de un devenir sin fin? ¿Qué importa la perennidad de la
especie, una posteridad que me perpetúe, si la eternidad que se me había
prometido se consuma en la muerte que me niega? ¡Una eternidad que se
alimentase de tiempo, falsa eternidad! Verdaderamente, el ciclo nietzschiano no
es más que una huida desatinada de la irreversibilidad del tiempo.
Esta odisea del espíritu muestra trágicamente la necesidad de la eternidad y
de su trascendencia. Nietzsche se empeña en identificar el ser y la voluntad de
poder porque no soporta que sea ya demasiado tarde, que el acto que va a
establecer esté ya establecido y que la libertad, si no quiere ser una
fatalidad, deba ser creadora. Esta exigencia llena de lucidez no fue satisfecha
porque no se deshizo de la inmanencia temporal.
Para encontrar la eternidad en el tiempo, Nietzsche, siguiendo al idealismo alemán,
hizo de la libertad un comienzo sin comienzo, el ser originario de todas las
cosas. La libertad es infinita porque el ser es voluntad de poder. Por ello, la
eternidad se encuentra, para el superhombre, en el acto de decidir; está ligada
al instante de la decisión; lo que se ha decidido es eterno.
Una filosofía que defina el ser como acto de decidir y no como acto de existir
está necesariamente condenada a concebir la eternidad no como plenitud, sino
como un desvanecimiento infinito en el instante. No ve más que una distinción
formal entre el tiempo y la eternidad, convirtiéndose así en la fuente de
todas las ilusiones, en el comienzo de la mitología. El sello de esta filosofía
incapaz de aceptar la trascendencia en el seno de la inmanencia, es el del
fracaso.
El deseo de eternidad no es ilusorio; no es el fruto apasionado de la huida del
tiempo, sino que se funda en la distinción real entre tiempo y eternidad. El
tiempo, como hemos visto, no tiene en sí mismo el principio de su propia
explicación. El infinito no se obtiene por la adición incesante de elementos
finitos. La eternidad es el infinito de la duración, fuera de toda sucesión;
no es ni una ilusión vital, ni una necesidad de compensación; actúa en
nosotros como una presencia que se actualiza incesantemente.
III. La eternidad, ahora
Hemos dicho que la eternidad es una negación del tiempo, pero no tenemos más
experiencia que la del tiempo. De ahí el escepticismo de los que sólo ven en
la eternidad una quimera. Sin embargo, sabemos también que la eternidad es
necesaria para el tiempo, que no podría ser concebido sin ella. Ni un infinito
hacia atrás, ni un infinito hacia adelante; la eternidad está siempre presente
en el tiempo. Podemos tener la experiencia de la vida eterna en el seno mismo de
la vida temporal, sin tener por qué resignarnos al devenir, que no cesa de
desviarnos hacia un pasado o un futuro que nunca nos serán dados
definitivamente.
El tiempo es un perpetuo paso del pasado, del presente y del futuro, lo cual nos
vuelve impotentes y desgraciados. Pero hay un momento de este tránsito que
existe para nosotros, que siempre nos es dado: el presente. Sólo el presente
es; el pasado ya no es; el futuro todavía no es. Señalemos esto: las
fracciones del tiempo son captadas siempre a partir del presente. Estas, lo
hemos visto, no son ni partes de la subjetividad ni partes del mundo físico.
Podría decirse, con San Agustín, que son modos del presente: el primero sería
la memoria; el segundo, la intuición; el tercero, la expectación. Existe el
presente relativo a los acontecimientos pasados, el relativo a los
acontecimientos presentes y el que se refiere a los acontecimientos futuros. Es
presente lo que es: aquí, ahora. La presencia supone el ser real, el «existente»,
cuya significación es precisamente «lo que está siendo». La experiencia de
la presencia es la experiencia de la existencia, que es siempre anterior a que
yo la haya concebido. La existencia se anticipa a todas las experiencias;
precede incluso a la memoria.
Un pensamiento sin memoria no es pensamiento. Esta facultad hace presente en
nuestro espíritu aquello que está ausente; transforma lo fugaz en algo
permanente. Sin embargo, sería un error concebirla como una simple acumulación
de hechos pasados. Es también una profundización que despoja al acontecimiento
de su individualidad, de todo aquello que le ata al devenir, de lo que había en
él de perecedero, para entregárselo al espíritu en su pureza esencial.
Tenemos experiencia gracias al recuerdo. Cuando recordamos ciertas cosas que
fueron buenas para nosotros en otro tiempo, sufrimos; otras que fueron tristes
nos hacen felices al recordarlas. El recuerdo purifica el acontecimiento para
conservarlo en su esencia, lo que le hace más atractivo y causa de nostalgia o
de remordimiento.
La memoria, pues, es una función del pensamiento; se confunde con él, porque
el ser espera siempre ser pensado, desprendido de las particularidades que le
oscurecen. Pensar es recordar, decía Platón. Profundidad de esta fórmula que
nos muestra que es el inolvidable presente el que hace posible el ejercicio de
la memoria, y no a la inversa. La permanencia del presente proviene del ser y no
de la memoria.
La memoria no engendra el tiempo; el presente no surge del pasado, como tampoco
sale de él el futuro; es más exacto decir que son el pasado y el futuro los
que entran en el presente. El tiempo no recibe el ser de las partes que lo
componen; no es su propio ser: nosotros estamos en el tiempo, no somos por el
tiempo. El tiempo es transcurso, y no depende ni de él ni de nosotros que ese
paso sea del ser al no ser o del no ser al ser. El tiempo no existe mas que
porque es paso al presente; si hubiera un sólo momento en el que nada fuera
presente, nunca nada sería; no existiría el tiempo. Hace falta pues un
presente necesario que explique este presente contingente, un presente que no
sea el tiempo y que sin embargo esté en el corazón del tiempo, como el centro,
que se encuentra en toda la circunferencia y en ninguna parte, como dice Pascal.
Hace falta pues vivir en presente. El instante que pasa, dice Boecio, engendra
el tiempo; el instante que permanece, la eternidad. Los dos coinciden en un
mismo presente. «Yo soy», dice el Eterno, y, por él, nosotros podemos decirlo
con él. Desde luego, nunca percibiremos la eternidad sino sucesivamente, pero
lo que está ausente para nosotros, seres temporales, está presente para el ser
eterno. Hay que recordarlo, y sólo el alma fiel se acuerda. Esta vive en
presente, esperando esa presencia total, ausencia de ausencias, donde todo es
siempre lo mismo, sin sufrir carencia alguna, y reconoce el sabor de este
instante sereno y único que dura sin sucesión: es ya eterna.
* * *
La eternidad es el fundamento de la libertad; ilumina la voluntad y permite la
continuidad de nuestras decisiones. Con la mirada en ella, podemos renovarnos
sin cesar, permaneciendo iguales; llegamos a ser inquebrantables. Es necesario,
pues, ponerla al comienzo de nuestras acciones sin temor a despreciar el
devenir, porque la eternidad está siempre en acto como una fuente que se
alimenta del agua que ella misma hace correr. El rechazo de lo eterno conlleva
el vagar errabundo. La voluntad se disipa en la medida del devenir, y descompone
la personalidad como el viento se lleva la arena de una estatua impasible. El
alma voluble encuentra su compensación olvidando el pasado; la sed de novedad,
el cambio por el cambio llegan a parecer las únicas formas de salud temporal.
Para ella no hay verdades eternas. Pero, tarde o temprano, estas verdades
olvidadas resurgen con el atractivo de lo nuevo y le atrapan en su red
invisible. Es la revancha de lo eterno.
El tiempo no es independiente de la eternidad. Una visión puramente temporal de
la vida es incompleta. El ser eterno no pertenece, desde luego, a la esencia del
tiempo; la eternidad difiere radicalmente del tiempo y lo trasciende. Pero, sin
embargo, no vayamos a creer que la eternidad es tan sólo un intemporal
abstracto; por el contrario, es un presente muy concreto, y para gozar de él no
es necesario renunciar al tiempo. La eternidad nos es dada ahora: somos
contemporáneos de lo eterno. Si permanecemos es por participación del eterno
presente, del mismo modo que el ser singular no existe más que por participación
del acto de existir. Nosotros no somos nuestra propia duración porque no somos
nuestro propio ser. Sólo Dios es su eternidad porque El es su ser permanente e
inmutable. Es el Padre único, padre sin padre. El hombre es, en primer lugar,
hijo. Sólo a la paternidad divina corresponde el nombre de padre. Nace del
Eterno. Es necesario pues empeñarse en unir continuamente nuestro presente
temporal al presente eterno. Al conquistar la unidad en cada instante,
llegaremos a ser eternos, porque lo que es uno, es indivisible e indestructible,
y por tanto inmaterial y divino. Señalada con el sello de la eternidad, nuestra
actividad se espiritualiza y confiere a la banalidad de lo cotidiano la densidad
de lo sagrado.
(*) Hervé Pasqua, en la Revista "Nuestro Tiempo", Nº 269, noviembre
1976, pp. 17-28.