DOMINGO VII DE PASCUA

Nota: El siguiente formulario se utiliza en los lugares donde la solemnidad de la Ascensión del Señor se celebra el jueves de la semana VI del tiempo pascual.


EVANGELIO


Ciclo A:
Jn 17,1-11a

HOMILÍA

San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el nuevo Testamento (PG 51, 34-35)

La cruz es voluntad del Padre, gloria del Hijo,
gozo del Espíritu Santo

Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo. Llama gloria a la cruz. Y ¿cómo es que aquí la rehúye y allí la urge? Y que la gloria sea la cruz, escucha cómo lo atestigua el evangelista cuando dice: Todavía no se había dado el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido glorificado. El sentido de estas palabras es el siguiente: Todavía no se había dado la gracia, porque aún no se había extinguido el odio de Dios hacia los hombres, puesto que todavía Cristo no había subido a la cruz. La cruz extinguió el odio de Dios hacia los hombres, reconcilió a Dios con los hombres, hizo de la tierra un cielo, mezcló a los hombres con los ángeles, destruyó la fortísima ciudadela de la muerte, debilitó el poderío del diablo, liberó a la tierra del error, fundó iglesias.

La cruz es voluntad del Padre, gloria del Hijo, gozo del Espíritu Santo, orgullo de Pablo: Dios me libre —dice— gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. La cruz es más brillante que el sol, más espléndida que sus rayos: pues cuando aquél se oscurece, ésta resplandece; y si se oscurece el sol, no es porque se le quite de en medio, sino porque es anulado por el esplendor de la cruz. La cruz rasgó el protocolo que nos condenaba, inutilizó la cárcel de la muerte; la cruz es indicio de la divina caridad. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él.

La cruz abrió el paraíso, introdujo en él al ladrón, y, al género humano que estaba destinado a la perdición y que no era ni siquiera digno de la tierra, lo condujo al reino de los cielos. Siendo tantos los bienes que nos vinieron y nos vienen por el beneficio de la cruz, ¿cómo es que no quiere ser crucificado? Pero, por favor, ¿quién ha dicho semejante cosa? Si es que no quería, ¿quién le obligaba a ello? ¿Quién le forzó a ello? ¿Para qué envió por delante a los profetas anunciando que había de ser crucificado, si realmente no iba a ser crucificado y no quería sufrir esta ignominia? ¿Por qué llama cáliz a la cruz, si en verdad no quería ser crucificado? Porque esto es propio del que manifiesta los grandes deseos que tenía de padecer. Pues así como el cáliz es agradable para los que tienen sed, así lo es para él el ser crucificado. Por eso decía: He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros; y no lo decía porque sí, sino porque el día siguiente había de padecer el suplicio de la cruz.

Ahora bien, ¿por qué el mismo que llama a la cruz gloria y reprende al discípulo porque intenta disuadirlo del camino de la cruz, que se muestra como el buen pastor desde el momento que se deja matar por sus ovejas, que dice desear la cruz y encaminarse libremente a ella, por qué —repito— ruega que esto no suceda?


Ciclo B: Jn
17, 11-19

HOMILÍA

San Gregorio de Nisa, Homilía 15 sobre el Cantar de los cantares (PG 44, 1115-1118)

Les di a ellos la gloria que me diste

Si el amor logra expulsar completamente al temor y éste, transformado, se convierte en amor, entonces veremos que la unidad es una consecuencia de la salvación, al permanecer todos unidos en la comunión con el solo y único bien, santificados en aquella paloma simbólica que es el Espíritu.

Este parece ser el sentido de las palabras que siguen: Una sola es mi paloma, sin defecto. Una sola, predilecta de su madre.

Esto mismo nos lo dice el Señor en el Evangelio aún más claramente: Al pronunciar la oración de bendición y conferir a sus discípulos todo su poder, también les otorgó otros bienes mientras pronunciaba aquellas admirables palabras con las que él se dirigió a su Padre. Entonces les aseguró que ya no se encontrarían divididos por la diversidad de opiniones al enjuiciar el bien, sino que permanecerían en la unidad, vinculados en la comunión con el solo y único bien. De este modo, como dice el Apóstol, unidos en el Espíritu Santo y en el vínculo de la paz, habrían de formar todos un solo cuerpo y un solo espíritu, mediante la única esperanza a la que habían sido llamados. Este es el principio y el culmen de todos los bienes.

Pero será mucho mejor que examinemos una por una las palabras del pasaje evangélico: Para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti; que ellos también lo sean en nosotros.

El vínculo de esta unidad es la gloria. Por otra parte, si se examinan atentamente las palabras del Señor, se descubrirá que el Espíritu Santo es denominado «gloria». Dice así, en efecto: Les di a ellos la gloria que me diste.

Efectivamente les dio esta gloria, cuando les dijo: Recibid el Espíritu Santo.

Aunque el Señor había poseído siempre esta gloria, incluso antes de que el mundo existiese, la recibió, sin embargo, en el tiempo, al revestirse de la naturaleza humana; una vez que esta naturaleza fue glorificada por el Espíritu Santo, cuantos tienen alguna participación en esta gloria se convierten en partícipes del Espíritu, empezando por los apóstoles.

Por eso dijo: Les di a ellos la gloria que me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mí, para que sean completamente uno. Por lo cual todo aquel que ha crecido hasta transformarse de niño en hombre perfecto ha llegado a la madurez del conocimiento. Finalmente, liberado de todos los vicios y purificado, se hace capaz de la gloria del Espíritu Santo; éste es aquella paloma perfecta a la que se refiere el Esposo cuando dice: Una sola es mi paloma, sin defecto.


Ciclo C: Jn
17, 20-26

HOMILÍA

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 11, cap 11: PG 74, 551-554)

Jesucristo ruega no sólo por los Doce, sino por todos
aquellos que, en diversas épocas, han de creer
por la palabra de ellos

Cristo ha venido a ser primicia de la nueva humanidad y el primer hombre celeste. Pues, como dice Pablo: El segundo Adán, el Señor, es del cielo. Por eso decía: Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Los más allegados a esta primicia y mucho más cercanos que los demás, fueron los primeros elegidos como discípulos y los que, habiendo conseguido el alto honor de seguir a Cristo, fueron los espectadores y testigos oculares de su gloria, como asiduos que fueron de él, convivieron con él y recibieron las primicias de sus dones. Eran, pues, y son —después del que es cabeza de todos y está sobre todos— miembros preciosos y dignísimos del cuerpo de la Iglesia.

Por esta razón, ruega que el Padre envíe sobre ellos, por medio del Espíritu, la bendición y la santificación, si bien a través de él. No podía ser de otra forma, dado que él es la vida, verdadera y todopoderosa y eficaz sabiduría y virtud del Padre.

Pero a fin de que exegetas menos ponderados de las sagradas Letras pensaran temerariamente que sólo se refiere a los discípulos el ruego del Salvador sobre el envío del Espíritu y no a nosotros que somos posteriores a ellos, ni a nuestros mayores, el Mediador entre Dios y los hombres, el abogado y pontífice de nuestras almas, desmontando de antemano tales insustanciales sospechas, añadió con mucha razón: No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos.

Porque sería en cierto modo absurdo que de aquel primer Adán pasara la condena a todos sus descendientes, y que llevaran en sí la deforme imagen del hombre terreno incluso los que no pecaron, es decir, que no pecaron en el mismo momento en que el primer padre cayó por su desobediencia; y, en cambio, a la venida de Cristo, que se presentó como el hombre celeste, no reflejaran paralelamente su imagen todos cuantos por medio de él, es decir, por medio de la fe, han sido llamados a la justicia.

Y así como decimos discernir la deforme imagen del hombre terreno por ciertas formas y figuras, que llevan el inconfundible sello de las manchas del pecado y la debilidad de la muerte y de la corrupción; inversamente pensamos también que la imagen del hombre celeste, esto es, de Cristo, brilla en la pureza y en la integridad, en la más absoluta incorrupción, en la vida y en la santificación. Ahora bien, era realmente imposible que los que una vez habíamos caído por la prevaricación en Adán, fuéramos reinstalados en el primer estado de otra forma que haciéndonos capaces de aquella inefable participación y unión con Dios. Tal fue, en efecto, el privilegio inicial de la naturaleza humana.

Y esta unión con Dios en nadie puede efectuarse si no es mediante la participación del Espíritu Santo, que nos comunica su propia santificación, que reforma según el modelo de su misma vida la naturaleza sujeta a la corrupción, y que de este modo reconduce a Dios y a su peculiar condición a los hombres privados de esta gloria. Pues bien, la imagen perfecta del Padre es el Hijo, y la semejanza natural del Hijo es su Espíritu. En consecuencia, al configurar de alguna manera consigo mismo las almas de los hombres, imprime en ellas la semejanza divina y esculpe la efigie de la suprema sustancia de todos. Ruega, pues, nuestro Señor Jesucristo no sólo por los doce discípulos, sino más bien por todos los que, en diversas épocas, han de creer por la palabra de ellos, por medio de la cual los oyentes son incitados a recibir aquella santificación mediante la fe, y la purificación que se lleva a cabo mediante la participación del Espíritu.