DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO


Ciclo A: Mt 14, 22-33

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Sermón 76 (1.4.5.6.8.9: PL 38, 479-483)

¡Señor, sálvame, que me hundo!

El evangelio que se nos ha proclamado y que recoge el episodio de Cristo, el Señor, andando sobre las aguas del mar, y del apóstol Pedro, que al caminar sobre las aguas titubeó bajo la acción del temor, dudando se hundía y confiando nuevamente salió a flote, nos invita a ver en el mar un símbolo del mundo actual y en el apóstol Pedro la figura de la única Iglesia.

En efecto, Pedro en persona —él, el primero en el orden de los apóstoles y generosísimo en el amor a Cristo— con frecuencia responde personalmente en nombre de todos. Cuando el Señor Jesús preguntó quién decía la gente que era él, mientras los demás discípulos le informan sobre las distintas opiniones que circulaban entre los hombres, al insistir el Señor en su pregunta y decir: Y vosotros, ¿quién decís que soy?, Pedro respondió: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. La respuesta la dio uno en nombre de muchos, la unidad en nombre de la pluralidad.

Contemplando a este miembro de la Iglesia, tratemos de discernir en él lo que procede de Dios y lo que procede de nosotros. De este modo no titubearemos, sino que estaremos cimentados sobre la piedra, estaremos firmes y estables contra los vientos, las lluvias y los ríos, esto es, contra las tentaciones del mundo presente. Fijaos, pues, en ese Pedro que entonces era figura nuestra: unas veces confía, otras titubea; unas veces le confiesa inmortal y otras teme que muera. Por eso, porque la Iglesia tiene miembros seguros, los tiene también inseguros, y no puede subsistir sin seguros ni sin inseguros. En lo que dijo Pedro: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, significa a los seguros; en el hecho de temblar y titubear, no que-riendo que Cristo padeciera, temiendo la muerte y no reconociendo la Vida, significa a los inseguros de la Iglesia. Así pues, en aquel único apóstol, es decir, en Pedro, el primero y principal entre los apóstoles, en el que estaba prefigurada la Iglesia, debían estar representados ambos tipos de fieles, es decir, los seguros y los inseguros, ya que sin ellos no existe la Iglesia.

Este es también el significado de lo que se nos acaba de leer: Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua. Y a una orden del Señor, Pedro caminó efectiva-mente sobre las aguas, consciente de no poder hacerlo por sí mismo. Pudo la fe lo que la humana debilidad era incapaz de hacer. Estos son los seguros de la Iglesia. Ordénelo el Dios hombre y el hombre podrá lo imposible. Ven —dijo —. Y Pedro bajó y echó a andar sobre las aguas: pudo hacerlo porque lo había ordenado la Piedra. He aquí de lo que Pedro es capaz en nombre del Señor; ¿qué es lo que puede por sí mismo? Al sentir la fuerza delviento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: ¡Señor, sálvame, ¡que me hundo! Confió en el Señor, pudo en el Señor; titubeó como hombre, retornó al Señor. En seguida extendió la ayuda de su diestra, agarró al que se estaba hundiendo, increpó al desconfiado: ¡Qué poca fe!

Bueno, hermanos, que hemos de terminar el sermón. Considerad al mundo como si fuera el mar: viento huracanado, tempestad violenta. Para cada uno de nosotros, sus pasiones son su tempestad. Amas a Dios: andas sobre el mar, bajo tus pies ruge el oleaje del mundo. Amas al mundo: te engullirá. Sabe devorar, que no soportar, a sus adoradores. Pero cuando al soplo de la concupiscencia fluctúa tu corazón, para vencer tu sensualidad invoca su divinidad. Y si tu pie vacila, si titubeas, si hay algo que no logras superar, si empiezas a hundirte, di: ¡Señor, sálvame, que me hundo! Pues sólo te libra de la muerte de la carne, el que en la carne murió por ti.


Ciclo B: Jn 6, 41-52

HOMILÍA

Ruperto de Deutz, Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 6, 51-52: CCL CM 9, 356-357)

Y el pan que yo daré es mi carne,
para la vida del mundo

Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Puesto que los convidados de mi Padre fueron dispersados por la muerte a causa del manjar prohibido que había comido su progenitor, bajan-do sus almas a los infiernos y siendo sus cuerpos depositados en el sepulcro, también yo, que soy el pan de los ángeles, seré dispersado, descendiendo a los infiernos donde las almas pasan hambre, según aquella sustancia de que se alimentan los ángeles, y, según el cuerpo, seré enterrado en el vientre de la tierra, donde reposan sus cuerpos: allí permaneceré tres días y tres noches, como estuvo Jonás tres días y tres noches en el vientre del pez, de forma que las almas, recreadas con la visión de Dios, revivirán, y los cuerpos, muchos resucitarán ahora, y todos los demás en el futuro. Y más tarde, al resto, es decir, a todos aquellos que todavía viven corporalmente en este mundo, se les dará aquí ese mismo pan adaptado a su módulo vital, esto es, en el verdadero sacrificio del pan y del vino según el rito de Melquisedec.

Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. Este es el mayor consuelo para los pobres, a los que el Espíritu del Señor que vino sobre mí me envió a anunciarles la buena noticia; sea ésta, repito, la mayor, la incomparable congratulación para todas las naciones esparcidas por la tierra, que pediré y recibiré del Padre en herencia o posesión. Pues la participación en este pan de vida de aquellos a quienes el Padre que me ha enviado, selló y dio este pan, no será inferior a la de los antiguos padres. Porque al descender a ellos para saciarlos de mí, cuando el infierno me hubiere mordido y yo me hubiere convertido en su aguijón, en muerte de la muerte para los encerrados en sus entrañas, entregado a los santos y justos hambrientos, para que todos recobren la vida, entonces yo daré el pan a este resto. En este pan no está ausente la realidad de mi misma carne o cuerpo que, sacado del vientre del cetáceo sano y salvo, volverá a sentarse a la derecha del Padre por toda la eternidad. El hombre vivo comerá, de un modo adecuado a él, el mismo pan de los ángeles que yo le daré; este pan se lo da el Padre a los que murieron, para que lo coman y resuciten: ahora las almas, el último día los cuerpos.

Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. Realmente, aquel a quien el Padre nos dio como pan de los ángeles, para que asumiera la carne y muriera a fin de poder dar vida a los muertos, él que es el pan celestial nos da el pan terreno, pan que él transforma en su propia carne para poder dar la vida eterna a los vivientes que son capaces de comerlo. De esta forma, el Verbo, que es el pan de los ángeles, se hizo carne, no convirtiéndose en carne, sino asumiendo la carne; de esta forma el mismo Verbo, ya hecho carne, se hace pan visible, no convertido en pan, sino asumiendo el pan e incorporándolo a la unidad de su persona.

Por consiguiente, como de nuestra carne —asumida en la Virgen María—, confesamos que es verdadero Dios a causa de la unidad de persona, así también de este pan visible —que la divinidad invisible del mismo Verbo asumió y convirtió en su propia carne—, confesamos con plena y católica fe que es el cuerpo de Cristo. Dice, en efecto: Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo, o sea, para que el mundo redimido coma y beba, después de haber previamente lavado, mediante el bautismo, la mancha producida por el antiguo manjar que la serpiente ofreció e indujo a que comiera.
 

Ciclo C: Lc 12, 32-48

HOMILÍA

San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 118 (Sermón 14, 11-13: PL 15, 1394-1395)

Que la Palabra de Dios sea lámpara para mis pasos

Sea la fe precursora de tu camino, sea la Escritura divina tu camino. Bueno es el celestial guía de la palabra. Enciende tu candil en esta lámpara, para que luzca tu ojo interior, que es la lámpara de tu cuerpo. Tienes multitud de lámparas: enciéndelas todas, porque se te ha dicho: Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas.

Donde la oscuridad es muy densa, se necesitan muchas lámparas, para que en medio de tan profundas tinieblas brille la luz de nuestros méritos. Estas son las lámparas que la ley dispuso que ardieran continuamente en la tienda del encuentro. En efecto, la tienda del encuentro es este nuestro cuerpo, en el cual vino Cristo a través de un templo más grande y más perfecto, como está escrito, para entrar en el santuario por su propia sangre y purificar nuestra conciencia de la mancha y de las obras muertas; de este modo, en nuestros cuerpos, que mediante el testimonio y calidad de sus actos manifiestan lo oculto y escondido de nuestros pensamientos, brillará, cual otras tantas lámparas, la clara luz de nuestras virtudes. Éstas son las lámparas encendidas, que día y noche lucen en el templo de Dios. Si conservas en tu cuerpo el templo de Dios, si tus miembros son miembros de Cristo, lucirán tus virtudes, que nadie conseguirá apagar, a menos que las apague tu propio pecado. Resplandezca la solemnidad de nuestras fiestas con esta luz de mente pura y afectos sinceros.

Brille, pues, siempre tu lámpara. Reprende Cristo incluso a los que, sirviéndose de la lámpara, no siempre la utilizan, diciendo: Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. No nos gocemos eventualmente de la luz. Se goza eventualmente el que en la Iglesia escuchó la palabra y se alegra; pero en saliendo de ella se olvida de lo que oyó y no se preocupa más. Este es el que deambula por su casa sin lámpara; y, en consecuencia, camina en tinieblas, el que se ocupa de actividades propias de las tinieblas, vestido de las vestiduras del diablo y no de Cristo. Esto sucede cada vez que no luce la lámpara de la palabra. Por tanto, no descuidemos jamás la palabra de Dios, que es para nosotros origen de toda virtud y una cierta potenciación de todas nuestras obras.

Si los miembros de nuestro cuerpo no pueden actuar correctamente sin luz —pues sin luz los pies vacilan y las manos yerran—, ¿con cuánta mayor razón no habrán de referirse a la luz de la palabra los pasos de nuestra alma y las operaciones de nuestra mente? Pues existen también unas manos del alma, que tocan acertadamente —como tocó Tomás las señales de la resurrección del Señor—, si nos ilumina la luz de la palabra presente. Que esta lámpara permanezca encendida en toda palabra y en toda obra. Que todos nuestros pasos, externos e internos, se muevan a la luz de esta lámpara.