DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO


PRIMERA LECTURA

Del libro del profeta Isaías 44, 21—45, 3

Ciro libera a Israel

Acuérdate de esto, Jacob; de que eres mi siervo, Israel. Te formé, y eres mi siervo, Israel, no te olvidaré.

He disipado como niebla tus rebeliones; como nube, tus pecados: vuelve a mí, que soy tu redentor.

Aclamad, cielos, porque el Señor ha actuado;
vitoread, simas de la tierra;
romped en aclamaciones, montañas,
y tú, bosque, con todos tus árboles;
porque el Señor ha redimido a Jacob y se gloría de Israel.

Así dice el Señor, tu redentor, que te formó en el vientre:
Yo soy el Señor, creador de todo;
yo solo desplegué el cielo, yo afiancé la tierra.
Y ¿quién me ayudaba?

Yo soy el que frustra los presagios de los magos
y muestra la necedad de los agoreros;
el que echa atrás a los sabios
y muestra que su saber es ignorancia;
pero realiza la palabra de sus siervos,
cumple el proyecto de sus mensajeros;
el que dice de Jerusalén: «Será habitada»,
y de las ciudades de Judá: «Serán reconstruidas»,
y levantaré sus ruinas;
el que dice al océano: «aridece»,
«secará tus corrientes»;
el que dice a Ciro: «Tú eres mi pastor
y cumplirás toda mi voluntad».

El que dice de Jerusalén: «Serás reconstruida»,
y del templo: «Será cimentado».

Así dice el Señor a su ungido, a Ciro,
a quien lleva de la mano:

Doblegaré ante él las naciones,
desceñiré las cinturas de los reyes,
abriré ante él las puertas,
los batientes no se le cerrarán.

Yo iré delante de ti, allanándote los cerros;
haré trizas las puertas de bronce,
arrancaré los cerrojos de hierro,
te daré los tesoros ocultos, los caudales escondidos.

Así sabrás que yo soy el Señor,
que te llamo por tu nombre, el Dios de Israel.


SEGUNDA LECTURA

San Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios (Caps 10, 1—15: Funk 1, 199-203)

Tenéis a Cristo en vosotros

No permita Dios que permanezcamos insensibles ante la bondad de Cristo. Si él imitara nuestro modo ordinario de actuar, ya podríamos darnos por perdidos. Así pues, ya que nos hemos hecho discípulos suyos, aprendamos a vivir conforme al cristianismo. Pues el que se acoge a otro nombre distinto del suyo no es de Dios. Arrojad, pues, de vosotros la mala levadura, vieja ya y agriada, y transformaos en la nueva, que es Jesucristo. Impregnaos de la sal de Cristo, a fin de que nadie se corrompa entre vosotros, pues por vuestro olor seréis calificados.

Todo esto, queridos hermanos, no os lo escribo porque haya sabido que hay entre vosotros quienes se comporten mal, sino que, como el menor de entre vosotros, quiero montar guardia en favor vuestro, no sea que piquéis en el anzuelo de la vana especulación, sino que tengáis plena certidumbre del nacimiento, pasión y resurrección del Señor, acontecida bajo el gobierno de Poncio Pilato, cosas todas cumplidas verdadera e indudablemente por Jesucristo, esperanza nuestra, de la que no permita Dios que ninguno de vosotros se aparte.

¡Ojalá se me concediera gozar de vosotros en todo, si yo fuera digno de ello! Porque, si es cierto que estoy encadenado, sin embargo, no puedo compararme con uno solo de vosotros, que estáis sueltos. Sé que no os hincháis con mi alabanza, pues tenéis dentro de vosotros a Jesucristo. Y más bien sé que, cuando os alabo, os avergonzáis, como está escrito: El justo se acusa a sí mismo.

Poned, pues, todo vuestro empeño en afianzaros en la doctrina del Señor y de los apóstoles, a fin de que todo cuanto emprendáis tenga buen fin, así en la carne como en el espíritu, en la fe y en la caridad, en el Hijo, en el Padre y en el Espíritu Santo, en el principio y en el fin, unidos a vuestro dignísimo obispo, a la espiritual corona tan dignamente formada por vuestro colegio de presbíteros, y a vuestros diáconos, tan gratos a Dios. Someteos a vuestro obispo, y también mutuamente unos a otros, así como Jesucristo está sometido, según la carne, a su Padre, y los apóstoles a Cristo y al Padre y al Espíritu, a fin de que entre vosotros haya unidad tanto corporal como espiritual.

Como sé que estáis llenos de Dios, sólo brevemente os he exhortado. Acordaos de mí en vuestras oraciones, para que logre alcanzar a Dios, y acordaos también de la Iglesia de Siria, de la que no soy digno de llamarme miembro. Necesito de vuestras plegarias a Dios y de vuestra caridad, para que la Iglesia de Siria sea refrigerada con el rocío divino, por medio de vuestra Iglesia.

Os saludan los efesios desde Esmirna, de donde os escribo, los cuales están aquí presentes para gloria de Dios y que, juntamente con Policarpo, obispo de Esmirna, han procurado atenderme y darme gusto en todo. Igualmente os saludan todas las demás Iglesias en honor de Jesucristo. Os envío mi despedida, a vosotros que vivís unidos a Dios y que estáis en posesión de un espíritu inseparable, que es Jesucristo.

EVANGELIOS PARA LOS TRES CICLOS



LUNES


PRIMERA LECTURA

Comienza el libro de Esdras 1, 1-8; 2, 68—3, 8

La vuelta del destierro. Restauración del culto

El año primero de Ciro, rey de Persia, el Señor, para cumplir lo que había anunciado por boca de Jeremías, movió a Ciro, rey de Persia, a proclamar de palabra y por escrito en todo su reino: «Así dice Ciro rey de Persia: Todos los reinos de la tierra los ha puesto en mis manos el Señor Dios del cielo, y me ha encargado edificarle un templo en Jerusalén de Judá. Los que pertenezcan a ese pueblo, que su Dios los acompañe, y que suban a Jerusalén de Judá para reedificar el templo del Señor, Dios de Israel, el Dios que habita en Jerusalén. Y a todos los judíos supervivientes, dondequiera que residan, la gente del lugar les proporcionará plata, oro, hacienda y ganado, además de las ofrendas que quieran hacer voluntariamente para el templo del Dios de Jerusalén».

Entonces se pusieron en marcha los cabezas de familia de Judá y Benjamín, los sacerdotes y los levitas, es decir, todos los que se sintieron impulsados por Dios a ir a reedificar el templo del Señor de Jerusalén. Sus vecinos les proporcionaron de todo: plata, oro, hacienda, ganado y otros muchos regalos, además de las ofrendas voluntarias.

El rey Ciro mandó sacar el ajuar del templo que Nabucodonosor se había llevado de Jerusalén para colocarlo en el templo de su dios. Ciro de Persia lo consignó al tesorero Mitrídates, que lo contó delante de Sesbasar, príncipe de Judá.

Cuando llegaron al templo de Jerusalén, algunos cabezas de familia hicieron donativos para que se reconstruyese en el mismo sitio. De acuerdo con sus posibilidades, entregaron al fondo del culto sesenta y un mil dracmas de oro, cinco mil minas de plata y cien túnicas sacerdotales.

Los sacerdotes, los levitas y parte del pueblo se establecieron en Jerusalén; los cantores, los porteros y los donados, en sus pueblos, y el resto de Israel, en los suyos.

Los israelitas se encontraban ya en sus poblaciones cuando al llegar el mes de octubre se reunieron todos a una en Jerusalén. Entonces Josué, hijo de Yosadac, con sus parientes los sacerdotes, y Zorobabel, hijo de Sealtiel, con sus parientes, se pusieron a construir el altar del Dios de Israel para ofrecer en él holocaustos, como manda la ley de Moisés, hombre de Dios. Levantaron el altar en su antiguo sitio —aunque intimidados por los colonos extranjeros— y ofrecieron en él al Señor los holocaustos matutinos y vespertinos.

Celebraron la fiesta de las Chozas, como está mandado, ofreciendo holocaustos según el número y el ritual de cada día; y siguieron ofreciendo el holocausto diario, el de principios de mes, el de las solemnidades dedicadas al Señor, y los ofrecieron voluntariamente al Señor.

El día primero de octubre comenzaron a ofrecer holocaustos al Señor. Pero aún no se habían echado los cimientos del templo. Entonces, de acuerdo con lo autorizado por Ciro de Persia, contrataron canteros y carpinteros, y dieron a los sidonios y tirios alimentos, bebidas y aceite para que enviasen a Jafa, por vía marítima, madera de cedro del Líbano.

A los dos años de haber llegado al templo de Jerusalén, el mes de abril, Zorobabel, hijo de Sealtiel; Josué, hijo de Yosadac, sus demás parientes sacerdotes y levitas, y todos los que habían vuelto a Jerusalén del cautiverio comenzaron la obra del templo, poniendo al frente de ella a los levitas mayores de veinte años.


SEGUNDA LECTURA

San Gregorio Magno, Homilías sobre el profeta Ezequiel (Lib 2, Hom 1, 5: CCL 142, 210-212)

La Jerusalén celestial está fundada como ciudad

Jerusalén está fundada como ciudad. Se expresa de este modo para demostrar que todo lo dicho se refiere no a un edificio corporal, sino a la construcción de la ciudad espiritual. Y como aquella interna visión de paz está formada de la reunión de los ciudadanos santos, la Jerusalén celestial está fundada como ciudad. La cual, sin embargo, mientras en esta tierra de peregrinación es flagelada y tundida con las tribulaciones, sus piedras van cada día siendo talladas a escuadra.

Y esa misma ciudad, es decir, la santa Iglesia destinada a reinar en el cielo, de momento se fatiga en la tierra. A sus ciudadanos les dice Pedro: También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción. Y Pablo añade: Sois campo de Dios, sois edificio de Dios. Pero conviene tener en cuenta que esta ciudad posee ya aquí en la tierra su propio edificio: el comportamiento de los santos. Ahora bien, en un edificio una piedra sostiene a la otra, pues van colocadas una sobre otra, y la que sostiene a una es a su vez sostenida por otra. Exactamente ocurre en la santa Iglesia: cada cual es sostén del otro y sustentado por el otro. Pues los que están cercanos se sostienen recíprocamente, para que gracias a ellos se vaya levantando el edificio de la caridad. A este propósito nos advierte san Pablo: Arrimad todos el hombro a las cargas de los otros, que con eso cumpliréis la ley de Cristo. Y subrayando la eficacia de esta ley, añade: Amar es cumplir la ley entera.

Por tanto, si yo me negara a aceptaros tal cuales sois y vosotros rehusarais aceptarme tal cual yo soy, ¿cómo puede levantarse entre nosotros el edificio de la caridad? En un edificio —ya lo hemos dicho— la piedra que sostiene es a su vez, sostenida, pues así como yo soporto ahora el carácter de quienes todavía son novatos en la práctica del bien, así también a mí me soportaron los que me precedieron en el temor del Señor, y me sostuvieron para que a mi vez, después de haber sido sustentado, aprendiera a sustentar a los demás. Y ellos mismos fueron a su vez sustentados por sus antepasados.

En cambio, las piedras que se colocan en la cima y en el remate del edificio son ciertamente' sustentadas por las anteriores, pero ellas no sostienen a otras, ya que quienes nazcan en los últimos tiempos de la Iglesia, esto es, hacia el fin del mundo, son efectivamente tolerados por sus mayores a fin de que su conducta sea positivamente meritoria, pero al no ser seguidos de otros que por su medio debieran progresar, no soportan sobre ellos piedra alguna de este edificio de la fe. De momento, pues, ellos son sostenidos por nosotros, mientras nosotros somos sostenidos por otros. Pero todo el peso del edificio recae sobre el cimiento, ya que nuestro Redentor es el único que carga con las limitaciones de todos. De él dice Pablo: Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo. El cimiento sostiene las piedras sin ser sostenido por ellas, porque nuestro Redentor soporta todas nuestras deficiencias, mientras que en él no existe mal alguno que debiera ser soportado. Sólo el que sustenta toda la construcción de la santa Iglesia es capaz de cargar con nuestras deficiencias y pecados. El dice, por boca del profeta, de los que todavía viven perversamente: Se me han vuelto una carga que no soporto más.

Y no es que el Señor se canse de soportar, él, cuyo divino poder ninguna fatiga puede afectar, sino que, utilizando un lenguaje humano, llama trabajo a la paciencia que tiene con nosotros.



MARTES


PRIMERA LECTURA

Del libro de Esdras 4, 1-5. 24-5, 5

Oposición a la construcción del templo

Cuando los rivales de Judá y Benjamín se enteraron de que los desterrados estaban construyendo el templo del Señor, Dios de Israel, se presentaron a Zorobabel, a Josué y a los cabezas de familia, y les dijeron:

—Vamos a ayudaros, porque también nosotros servimos a vuestro Dios, igual que vosotros, y le ofrecemos sacrificios desde que Asaradón de Asiria nos instaló aquí.

Zorobabel, Josué y los demás cabezas de familia les respondieron:

—No edificaremos juntos el templo de nuestro Dios. Lo haremos nosotros solos, como ha mandado Ciro de Persia.

Entonces los colonos extranjeros se dedicaron a desmoralizar a los judíos y a intimidarlos para que dejasen de construir. Desde tiempos de Ciro hasta el reinado de Darío de Persia estuvieron sobornando consejeros que hiciesen fracasar sus planes.

Se suspendieron, pues, las obras del templo de Jerusalén y estuvieron paradas hasta el año segundo del reinado de Darío de Persia.

Entonces, el profeta Ageo y el profeta Zacarías, hijo de Idó, comenzaron a profetizar a los judíos de Judá y Jerusalén como legados en nombre del Dios de Israel. Zorobabel, hijo de Sealtiel, y Josué, hijo de Yosadac, se pusieron a reconstruir el templo de Jerusalén, acompañados y alentados por los profetas de Dios. Pero Tatenay, sátrapa de Transeufratina, Setar Boznay y sus colegas se acercaron, y les dijeron:

—¿Quién os ha ordenado construir este templo y armar ese maderamen? ¿Cómo se llaman los hombres que han mandado construir este edificio?

Pero Dios velaba por las autoridades de Judá y les permitieron seguir las obras mientras no llegase un decreto de Darío y les entregasen el escrito.


SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 126 (2-3: CCL 40, 1857-1859)

Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan
los albañiles

Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. El Señor es, por tanto, quien construye la casa,es el Señor Jesucristo quien construye su propia casa. Muchos son los que trabajan en la construcción, pero, si él no construye, en vano se cansan los albañiles. ¿Quiénes son los que trabajan en esta construcción? Todos los que predican la palabra de Dios en la Iglesia, los dispensadores de los misterios de Dios. Todos nos esforzamos, todos trabajamos, todos construimos ahora; y también antes de nosotros se esforzaron, trabajaron, construyeron otros; pero, si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles.

Por esto, los apóstoles, y más en concreto Pablo, al ver que algunos se desmoronaban, dice: Respetáis ciertos días, meses, estaciones y años; me hacéis temer que mis fatigas por vosotros hayan sido inútiles. Como sabía que él mismo era interiormente edificado por el Señor, se lamentaba por aquéllos, temiendo haber trabajado inútilmente. Por tanto, nosotros os hablamos desde el exterior, pero es él quien edifica desde dentro. Nosotros podemos saber cómo escucháis, pero cómo pensáis sólo puede saberlo aquel que ve vuestros pensamientos. Es él quien edifica, quien amonesta, quien amedrenta, quien abre el entendimiento, quien os conduce a la fe; aunque nosotros cooperamos también como operarios; pero, si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles.

Y la casa de Dios es la misma ciudad. Pues la casa de Dios es el pueblo de Dios, ya que la casa de Dios es el templo de Dios. Y ¿qué es lo que dice el Apóstol? El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros. Todos los fieles son la casa de Dios. Y no sólo los fieles presentes, sino también los que nos precedieron y ya han muerto, y todos los que vendrán después y que aún deben nacer a las realidades humanas hasta el fin del mundo: fieles innumerables congregados formando una sola realidad, pero cuyo número es conocido por Dios, según dice el Apóstol: El Señor conoce a los suyos. Aquellos granos que de momento gimen entre la paja, están destinados a formar un único montón, cuando al final de los tiempos la parva haya sido aventada. Así pues, toda la multitud de los santos fieles, que están a la espera de ser transformados de hombres en ángeles de Dios y ser colocados a la par con los ángeles, ángeles que ya no son peregrinos, pero que aguardan a que nosotros regresemos de nuestra peregrinación: todos juntos constituyen la única casa de Dios, una sola ciudad. Esa ciudad es Jerusalén. Posee centinelas: lo mismo que tiene albañiles que se afanan en su construcción, así también posee centinelas. A los centinelas se refiere el Apóstol cuando dice: Me temo que, igual que la serpiente sedujo a Eva con su astucia, se pervierta vuestro modo de pensar y abandone la entrega y fidelidad a Cristo. Vigilaba el Apóstol, era guardián, vigilaba en la medida de sus posibilidades sobre aquellos a cuyo frente estaba. Lo mismo hacen los obispos. Pues si están colocados en un lugar más eminente es para que sobrevelen y en cierto modo protejan al pueblo.

Y de este puesto eminente habrá que dar peligrosa cuenta, a menos que ocupemos dicho puesto con aquel talante que nos sitúa por la humildad a vuestros pies, y oremos por vosotros para que os guarde aquel que conoce vuestros pensamientos. Nosotros podemos veros entrar y salir, pero hasta tal punto desconocemos lo que pensáis en vuestros corazones, que ni siquiera podemos ver lo que hacéis en vuestras casas. ¿Que cómo entonces ejercemos nuestro oficio de centinelas? Como hombres: en la medida de nuestras posibilidades, en la medida en que nos es dado. Nos esforzamos en nuestra misión de guardianes, pero nuestro esfuerzo sería en vano si no os guardara aquel que ve vuestros pensamientos. Os guarda cuando estáis despiertos y os guarda cuando dormís. El, en efecto, durmió una sola vez, en la cruz; pero resucitó y no vuelve a dormir. Sed Israel, porque no duerme ni reposa el guardián de Israel. ¡Animo, hermanos! Si deseamos escondernos a la sombra de las alas de Dios, seamos Israel. Nosotros velamos sobre vosotros como exigencia de nuestro oficio, pero deseamos ser custodiados juntamente con vosotros. Ante vosotros desempeñamos algo así como el oficio de pastores, pero respecto de aquel Pastor somosovejas igual que vosotros. Desde esta cátedra os hablamos como maestros; pero somos condiscípulos vuestros en esta escuela bajo aquel único Maestro.



MIÉRCOLES


PRIMERA LECTURA

Comienza el libro del profeta Ageo 1, 1—2, 10

Exhortación a la reconstrucción del templo.
Gloria del templo futuro

El año segundo del rey Darío, el mes sexto, el día primero, vino la palabra del Señor, por medio del profeta Ageo, a Zorobabel, hijo de Sealtiel, gobernador de Judea, y a Josué, hijo de Yosadac, sumo sacerdote:

«Así dice el Señor: Este pueblo anda diciendo: "Todavía no es tiempo de reconstruir el templo"».

La palabra del Señor vino por medio del profeta Ageo:

«¿De modo que es tiempo de vivir en casas revestidas de madera, mientras el templo está en ruinas? Pues ahora —dice el Señor de los ejércitos— meditad vuestra situación: sembrasteis mucho, y cosechasteis poco, comisteis sin saciaros, bebisteis sin apagar la sed, os vestisteis sin abrigaros, y el que trabaja a sueldo recibe la paga en bolsa rota.

Así dice el Señor: Meditad en vuestra situación: subid al monte, traed maderos, construid el templo, para que pueda complacerme y mostrar mi gloria —dice el Señor—.

Emprendéis mucho, resulta poco; metéis en casa, y yo lo aviento; ¿por qué? —oráculo del Señor de los ejércitos—. Porque mi casa está en ruinas, mientras vosotros disfrutáis cada uno de su casa. Por eso, el cielo os rehúsa el rocío, y la tierra os rehúsa la cosecha; porque he reclutado una sequía contra la tierra y los montes; contra el trigo, el vino, el aceite; contra los productos del campo, contra hombres y ganados; contra todas las labores vuestras».

Zorobabel, hijo de Sealtiel, y Josué, hijo de Yosadac, sumo sacerdote, y el resto del pueblo obedecieron al Señor; porque el pueblo, al oír las palabras del profeta

Ageo, tuvo miedo al Señor. Y dijo Ageo, mensajero del Señor, en virtud del mensaje del Señor, al pueblo:

«Yo estoy con vosotros —oráculo del Señor—».

El Señor movió el ánimo de Zorobabel, hijo de Sealtiel, gobernador de Judea, y el ánimo de Josué, hijo de Yosadac, sumo sacerdote, y el del resto del pueblo; vinieron, pues, y emprendieron el trabajo del templo del Señor de los ejércitos, su Dios. El día catorce del sexto mes del año segundo del reinado de Darío.

El día veintisiete del séptimo mes vino la palabra del Señor por medio del profeta Ageo:

«Di a Zorobabel, hijo de Sealtiel, gobernador de Judea, y a Josué, hijo de Yosadac, sumo sacerdote, y al resto del pueblo: "¿Quién entre vosotros vive todavía, de los que vieron este templo en su esplendor primitivo? ¿Y qué veis vosotros ahora? ¿No es como si no existiese ante vuestros ojos? ¡Animo, Zorobabel —oráculo del Señor—! ¡Animo!, Josué, hijo de Yosadac, sumo sacerdote. ¡Animo pueblo entero —oráculo del Señor—, a la obra, que yo estoy con vosotros —oráculo del Señor de los ejércitos—. La palabra pactada con vosotros cuando salíais de Egipto, y mi espíritu habitan con vosotros: no temáis.

Así dice el Señor: Todavía un poco más, y agitaré cielo y tierra, mar y continentes. Pondré en movimiento los pueblos; vendrán las riquezas de todo el mundo, y llenaré de gloria este templo —dice el Señor de los ejércitos—. Mía es la plata y mío es el oro —dice el Señor de los ejércitos—. La gloria de este segundo templo será mayor que la del primero —dice el Señor de los ejércitos—; y en este sitio daré la paz —oráculo del Señor de los ejércitos—"».


SEGUNDA LECTURA

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el libro del profeta Ageo (14: PG 71. 1047 1050)

Es grande mi nombre entre las naciones

La venida de nuestro Salvador en el tiempo fue como la edificación de un templo sobremanera glorioso; este templo, si se compara con el antiguo, es tanto más excelente y preclaro cuanto el culto evangélico, de Cristo aventaja al culto de la ley o cuanto la realidad sobrepasa a sus figuras.

Con referencia a ello, creo que puede también afirmarse lo siguiente: El templo antiguo era uno solo, estaba edificado en un solo lugar, y sólo un pueblo podía ofrecer en él sus sacrificios. En cambio, cuando el Unigénito se hizo semejante a nosotros, como el Señor es Dios: él nos ilumina, según dice la Escritura, la tierra se llenó de templos santos y de adoradores innumerables, que veneran sin cesar al Señor del universo con sus sacrificios espirituales y sus oraciones. Esto es, según mi opinión, lo que anunció Malaquías en nombre de Dios, cuando dijo: Yo soy el Gran Rey —dice el Señor—, y mi nombre es respetado en las naciones; en todo lugar ofrecerán incienso a mi nombre, una ofrenda pura.

En verdad, la gloria del nuevo templo, es decir, de la Iglesia, es mucho mayor que la del antiguo. Quienes se desviven y trabajan solícitamente en su edificación obtendrán, como premio del Salvador y don del cielo, al mismo Cristo, que es la paz de todos, por quien podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu así lo declara el mismo Señor, cuando dice: En este sitio daré la paz a cuantos trabajen en la edificación de mi templo. De manera parecida, dice también Cristo en otro lugar: Mi paz os doy. Y Pablo, por su parte, explica en qué consiste esta paz que se da a los que aman, cuando dice: La paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. También oraba en este mismo sentido el sabio profeta Isaías, cuando decía: Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú. Enriquecidos con la paz de Cristo, fácilmente conservaremos la vida del alma y podremos encaminar nuestra voluntad a la consecución de una vida virtuosa.

Por tanto, podemos decir que se promete la paz a todos los que se consagran a la edificación de este templo, ya sea que su trabajo consista en edificar la Iglesia en el oficio de catequistas de los sagrados misterios, es decir, colocados al frente de la casa de Dios como mistagogos, ya sea que se entreguen a la santificación de sus propias almas, para que resulten piedras vivas y espirituales en la construcción del templo santo, morada de Dios por el Espíritu. Todos estos esfuerzos lograrán, sin duda, su finalidad, y quienes actúen de esta forma alcanzarán sin dificultad la salvación de su alma.



JUEVES


PRIMERA LECTURA

Del libro del profeta Ageo 2, 11-24

Bendiciones futuras. Promesas hechas a Zorobabel

El segundo año de Darío, el veinticuatro del mes noveno, recibió el profeta Ageo esta palabra del Señor:

«Así dice el Señor de los ejércitos: Consulta a los sacerdotes el caso siguiente: "Si uno toca carne consagrada con la orla del vestido y toca con ella pan o caldo o vino o aceite o cualquier alimento, ¿quedan consagrados?"»

Los sacerdotes respondieron que no. Ageo añadió:

«Y si cualquiera de esas cosas toca un cadáver, ¿queda contaminada?»

Los sacerdotes respondieron que sí. Y Ageo replicó:

«Pues lo mismo le pasa a este pueblo y nación respecto a mí: todas las obras que me ofrecen están contaminadas. Ahora bien, fijaos en el tiempo antes de construir el templo: ¿cómo os iba? El montón que calculabais pesar veinte pesaba diez; calculabais sacar cincuenta cubos del lagar, y sacabais veinte. Hería con tizón y neguilla y granizo vuestras labores, y no os volvíais a mí —oráculo del Señor—. Ahora, mirando hacia atrás, fijaos en el día veinticuatro del mes noveno, cuando se echaron los cimientos del templo del Señor: ¿Quedaba grano en el granero? Viñas, higueras, granados y olivos no producían. A partir de ese día, los bendigo».

El veinticuatro del mismo mes recibió Ageo otra palabra del Señor:

«Di a Zorobabel, gobernador de Judea: "Haré temblar cielo y tierra, volcaré los tronos reales, destruiré el poder de los reinos paganos, volcaré carros y aurigas, caballos y jinetes morirán a manos de sus camaradas. Aquel día —oráculo del Señor de los ejércitos—, te tomaré, Zorobabel, hijo de Sealtiel, siervo mío —oráculo del Señor—; te haré mi sello, porque te he elegido —oráculo del Señor de los ejércitos—"».


SEGUNDA LECTURA

San Fulgencio de Ruspe, Tratado contra Fabiano (Cap 28, 16-19: CCL 91A, 813-814)

La participación del cuerpo
y sangre de Cristo nos santifica

Cuando ofrecemos nuestro sacrificio, realizamos aquello mismo que nos mandó el Salvador; así nos lo atestigua el Apóstol, al decir: El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía». Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.

Nuestro sacrificio, por tanto, se ofrece para proclamar la muerte del Señor y para reavivar, con esta conmemoración, la memoria de aquel que por nosotros entregó su propia vida. Ha sido el mismo Señor quien ha dicho: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Y, porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo; así, imitando la muerte de nuestro Señor, como Cristo murió al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios, también nosotros andemos en una vida nueva, y, llenos de caridad, muertos para el pecado, vivamos para Dios.

El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado, y la participación del cuerpo y sangre de Cristo, cuando comemos el pan y bebemos el cáliz, nos lo recuerda, insinuándonos, con ello, que también nosotros debemos morir al mundo y tener nuestra vida escondida con la de Cristo en Dios, crucificando nuestra carne con sus concupiscencias y pecados.

Debemos decir, pues, que todos los fieles que aman a Dios y a su prójimo, aunque no lleguen a beber el cáliz de una muerte corporal, deben beber, sin embargo, el cáliz del amor del Señor, embriagados con el cual, mortificarán sus miembros en la tierra y, revestidos de nuestro Señor Jesucristo, no se entregarán ya a los deseos y placeres de la carne ni vivirán dedicados a los bienes visibles, sino a los invisibles. De este modo, beberán el cáliz del Señor y alimentarán con él la caridad, sin la cual, aunque haya quien entregue su propio cuerpo a las llamas, de nada le aprovechará. En cambio, cuando poseemos el don de esta caridad, llegamos a convertirnos realmente en aquello mismo que sacramentalmente celebramos en nuestro sacrificio.



VIERNES


PRIMERA LECTURA

Comienza el libro del profeta Zacarías 1, 1-2, 4

Visión sobre la reconstrucción de Jerusalén

El mes octavo del año segundo de Darío, recibió el profeta Zacarías, hijo de Baraquías, hijo de Guedí, el siguiente mensaje del Señor:

«El Señor está irritado contra vuestros padres. Les dirás: "Así dice el Señor de los ejércitos: Convertíos a mí —oráculo del Señor de los ejércitos—, y me convertiré a vosotros —dice el Señor de los ejércitos—. No seais como vuestros padres, a quienes predicaban los antiguos profetas: Así dice el Señor: Convertíos de vuestra mala conducta y de vuestras malas obras'; pero no me obedecieron ni me hicieron caso —oráculo del Señor—. Vuestros padres ¿dónde moran ahora? Vuestros profetas ¿viven eternamente? Pero mis palabras y preceptos que mandé a mis siervos, los profetas, ¿no es verdad que alcanzaron a vuestros padres de modo que se convirtieron, diciendo: `Como el Señor de los ejércitos había dispuesto tratarnos por nuestra conducta y obras, así nos ha sucedido"

El veinticuatro del mes undécimo del segundo año del reinado de Darío, el Señor dirigió la palabra a Zacarías, hijo de Baraquías, hijo de Guedí:

En una visión nocturna se me apareció un jinete sobre un caballo alazán, parado en un hondón entre los mirtos; detrás de él había caballos alazanes, overos y blancos. Pregunté:

«¿Quiénes son, señor?»

Me contestó el ángel que hablaba conmigo:

«Te voy a enseñar quiénes son».

Y el que estaba entre los mirtos me dijo:

«A éstos los ha despachado el Señor para que recorran la tierra».

Ellos informaron al ángel del Señor, que estaba entre los mirtos:

«Hemos recorrido la tierra, y la hemos encontrado en paz y tranquila».

Entonces el ángel del Señor dijo:

«Señor de los ejércitos, ¿cuándo te vas a compadecer de Jerusalén y de los pueblos de Judá? Ya hace setenta años que estás airado contra ellos».

El Señor contestó al ángel que hablaba conmigo palabras buenas, frases de consuelo. Y el ángel que me hablaba me dijo:

«Proclama lo siguiente: "Así dice el Señor de los ejércitos: Siento celos de Jerusalén, celos grandes de Sión, y siento gran cólera contra las naciones confiadas que se aprovechan de mi breve cólera para colaborar al mal. Por eso, así dice el Señor: Me vuelvo a Jerusalén con compasión, y mi templo será reedificado —oráculo del Señor de los ejércitos—, y aplicarán la plomada a Jerusalén". Sigue proclamando: "Así dice el Señor de los ejércitos: Otra vez rebosarán las ciudades de bienes, el Señor consolará otra vez a Sión, Jerusalén será su elegida"».

Alcé la vista y vi cuatro cuernos. Pregunté al ángel que hablaba conmigo:

«¿Qué significan?»

Me contestó:

«Significan los cuernos que dispersaron a Judá, Israel y Jerusalén».

Después el Señor me enseñó cuatro herreros. Pregunté: «¿Qué han venido a hacer?»

Respondió:

«Aquéllos son los cuernos que dispersaron tan bien a Judá que nadie pudo levantar cabeza, y éstos han venido a espantarlos, a expulsar los cuernos de las naciones que embestían con los cuernos a Judá para dispersarla».


SEGUNDA LECTURA

San Columbano, Instrucción 12, sobre la compunción (2-3 Opera, Dublín 1957, pp. 112-114)

Luz perenne en el templo del Pontífice eterno

¡Cuán dichosos son los criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentra en vela! Feliz aquella vigilia en la cual se espera al mismo Dios y Creador del universo, que todo lo llena y todo lo supera.

¡Ojalá se dignara el Señor despertarme del sueño de mi desidia, a mí, que, aun siendo vil, soy su siervo! Ojalá me inflamara en el deseo de su amor inconmesurable y me encendiera con el fuego de su divina caridad!; resplandeciente con ella, brillaría más que los astros, y todo mi interior ardería continuamente con este divino fuego.

¡Ojalá mis méritos fueran tan abundantes que mi lámpara ardiera sin cesar, durante la noche, en el templo de mi Señor e iluminara a cuantos penetran en la casa de mi Dios! Concédeme, Señor, te lo suplico en nombre de Jesucristo, tu Hijo y mi Dios, un amor que nunca mengüe, para que con él brille siempre mi lámpara y no se apague nunca, y sus llamas sean para mí fuego ardiente y para los demás luz brillante.

Señor Jesucristo, dulcísimo Salvador nuestro, dígnate encender tú mismo nuestras lámparas, para que brillen sin cesar en tu templo y de ti, que eres la luz perenne, reciban ellas la luz indeficiente con la cual se ilumine nuestra oscuridad, y se alejen de nosotros las tinieblas del mundo.

Te ruego, Jesús mío, que enciendas tan intensamente mi lámpara con tu resplandor que, a la luz de una claridad tan intensa, pueda contemplar el santo de los santos que está en el interior de aquel gran templo, en el cual tú, Pontífice eterno de los bienes eternos, has penetrado; que allí, Señor, te contemple continuamente y pueda así desearte, amarte y quererte solamente a ti, para que mi lámpara, en tu presencia, esté siempre luciente y ardiente.

Te pido, Salvador amantísimo, que te manifiestes a nosotros, que llamamos a tu puerta, para que, conociéndote, te amemos sólo a ti y únicamente a ti; que seas tú nuestro único deseo, que día y noche meditemos sólo en ti, y en ti únicamente pensemos. Alumbra en nosotros un amor inmenso hacia ti, cual corresponde a la caridad con la que Dios debe ser amado y querido; que esta nuestra dilección hacia ti invada todo nuestro interior y nos penetre totalmente, y hasta tal punto inunde todos nuestros sentimientos, que nada podamos ya amar fuera de ti, el único eterno. Así, por muchas que sean las aguas de la tierra y del firmamento, nunca llegarán a extinguir en nosotros la caridad, según aquello que dice la Escritura: Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor.

Que esto llegue a realizarse, al menos parcialmente, por don tuyo, Señor Jesucristo, a quien pertenece la gloria por los siglos de los siglos. Amén.



SÁBADO


PRIMERA LECTURA

Del libro del profeta Zacarías 2, 5-17

Visiones y exhortaciones a los desterrados

Alcé los ojos y vi a un hombre con un cordel de medir Pregunté:

—¿Adónde vas?

El me contestó:

—A medir a Jerusalén, para comprobar su anchura y longitud.

Entonces salió el ángel que hablaba conmigo, y otro ángel le vino al encuentro, diciendo:

—Corre y di a aquel joven: Jerusalén será ciudad abierta, por la multitud de hombres y ganados que hay dentro de ella; yo seré para ella —oráculo del Señor— una muralla de fuego en torno, y gloria dentro de ella.

¡Eh, eh!, huid del país del norte —oráculo del Señor—, que yo os dispersé a los cuatro vientos —oráculo del Señor—.

¡Eh, hijos de Sión, que habitáis en Babilonia, escapad! Porque así dice el Señor de los ejércitos a las naciones que os deportaron: El que os toca a vosotros, me toca a mí la niña de los ojos. Yo agitaré mi mano contra ellos, y serán botín de sus vasallos, y sabrán que el Señor de los ejércitos me ha enviado.

¡Alégrate y goza, hija de Sión!, que yo vengo a habitar dentro de ti —oráculo del Señor—.

Aquel día se incorporarán al Señor muchos pueblos, y serán pueblo mío; habitaré en medio de ti, y comprenderás que el Señor de los ejércitos me ha enviado a ti.

El Señor tomará posesión de Judá sobre la tierra santa y elegirá de nuevo a Jerusalén. ¡Calle toda carne ante el Señor, cuando se levanta en su santa morada!


SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 146 (4-5.6: CCL 40, 2124-2125.2126)

El Señor mandó que todo se hiciese
en paz y concordia

El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los deportados de Israel. Ved al Señor reconstruyendo Jerusalén, reuniendo a los deportados de su pueblo. Porque pueblo es Jerusalén y pueblo es Israel. Existe una Jerusalén eterna en los cielos, en la que también los ángeles son ciudadanos. Todos los ciudadanos de aquella ciudad gozan de la visión de Dios en aquella ciudad grande, espaciosa, celeste; para ellos el espectáculo es Dios mismo.

En cuanto a nosotros, vivimos desterrados de aquella ciudad: expulsados por el pecado para que no permaneciéramos en ella, y gimiendo bajo la carga de la mortalidad para que no volviéramos a ella. Fijóse Dios en nuestro destierro, y él, que reconstruye Jerusalén, restauró la parte derrumbada. ¿Que cómo la restauró? Reuniendo a los deportados de Israel. En efecto, cayó una parte y se convirtió en peregrina: Dios la miró con misericordia y salió en busca de quienes no le buscaban. ¿Cómo los buscó? ¿A quién envió a nuestro cautiverio? Envió al Redentor, según lo que dice el Apóstol: La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.

Envió, pues, a nuestro cautiverio a su Hijo como Redentor. Lleva contigo, le dice, la alforja, y mete en ella el precio de los cautivos. Y efectivamente, se revistió de la mortalidad de la carne, en la que estaba la sangre, cuya efusión nos redimió. Con aquella sangre reunió a los deportados de Israel. Y si un día él reunió a los dispersos, ¿qué solicitud no deberemos desplegar ahora para que se congreguen los dispersos? Y si los dispersos fueron reunidos para que, de mano del artífice, entraran a formar parte del edificio, ¿cómo no deberán ser recogidos quienes, por impaciencia, cayeron en mano del artífice? El Señor reconstruye Jerusalén. A éste es a quien alabamos, a éste es a quien debemos alabar durante toda nuestra vida. El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los deportados de Israel.

¿Cómo los reúne? ¿Qué hace para reunirlos? Él sana los corazones destrozados. Fíjate cómo se reúne a los deportados de Israel para sanar a los de corazón destrozado. Sana, pues, a los de corazón humillado, sana a los que confiesan las propias culpas, sana a quienes en sí mismos se castigan juzgándose con severidad, con el fin de hacerse capaces de experimentar su misericordia. A estos tales los sana; pero la total recuperación de la salud sólo se efectúa una vez que se haya superado la mortalidad, cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad; cuando ya ninguna debilidad de la carne nos incitará, no ya al consentimiento, pero es que ni siquiera a la sugestión de la carne. El cuerpo, ciertamente —dice el Apóstol—, está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros. Esta es la garantía que ha recibido nuestro espíritu, a fin de que comencemos a servir a Dios en la fe, y, por la fe, seamos denominados justos, ya que el justo vive de fe.

Y todo lo que de momento lucha contra nosotros y nos opone resistencia es un producto derivado de la mortalidad de la carne. Vivificará —dice— también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros Para esto nos dio las arras, para obligarse a cumplir lo prometido. Porque, ¿qué puede hacer ahora en esta vida, cuando todavía somos confesores y aún no posesores? ¿Qué hará en esta vida? ¿Cómo se realizará la curación? Él sana los corazones destrozados Pero la total recuperación de la salud no se efectuará hasta el momento que dijimos. Y ahora, ¿qué? Venda las heridas. Que es como si dijera: el que sana los corazones destrozados, cuya total recuperación no se efectuará hasta la resurrección de los justos, de momento venda las heridas.