S.S. Juan XXIII
Radiomensaje
por Navidad
22
de diciembre de 1960
Vidimus
gloriam Eius: gloriam quasi Unigeniti a Patre plenum gratiae et veritatis[i].
Venerables
Hermanos y amados hijos, esparcidos por todo el mundo: Paz y Bendición Apostólica.
Aceptad la felicitación de Navidad, con la misma alegría con que os la
ofrecemos.
Nuestra felicitación se inspira en la primera página del Evangelio de San
Juan, en aquel prólogo que da el tono al sublime poema que canta el misterio y
la realidad de la unión más íntima y sagrada entre el Verbo de Dios y los
hijos del hombre, entre el cielo y la tierra, entre el orden de la naturaleza y
el de la gracia, cual resplandece y se transforma en triunfo espiritual desde el
comienzo de los siglos hasta su consumación.
"En el principio era el Verbo y el Verbo era junto a Dios y el Verbo era
Dios. Todas las cosas fueron hechas por El. En El estaba la vida, y la vida era
la luz de los hombres y la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la
recibieron"[ii]. El hombre, Juan, fue
llamado para dar testimonio de la luz: él no era la luz, sino sólo un testigo
que invitaba a recibir la luz. El Verbo de Dios, en un inefable rasgo de bondad
divina, asumió la naturaleza humana para habitar en la tierra, entre los
hombres, y conversar familiarmente con ellos.
Cuantos lo reconocieron y recibieron en El al Verbo de Dios hecho hombre
-pronunciemos su nombre sagrado y bendito: Iesus Christus Filius Dei, Filius
Mariae- fueron elevados a su misma filiación divina, siendo por ello
considerados como hermanos suyos, destinados a la herencia de los siglos
eternos.
Con
esta simple y elemental evocación de doctrina y de historia, nos llega el
anuncio de la Navidad y de Belén. Sacras palabras éstas, que en bella sinfonía
resuenan intermitentes doquier, difundiendo de repente suavidad y belleza, para
prorrumpir luego, al mismo tiempo, en un conjunto grandioso de amplia sinfonía,
que compone el triple poema de la creación, de la redención por el precio de
la Sangre de Cristo, y de la Iglesia: una, santa, católica y apostólica. Todo
esto, formulado como enseñanza divina y perfección de la vida, aun en este
mundo, así para las almas como para los pueblos que saben aprovecharse de
ellas.
Ante todo, pues, está el esplendor del Padre celestial glorificado en su Hijo,
que nos arrastra a admirar las inefables relaciones de las personas de la Santísima
Trinidad. Después, el segundo Juan, el evangelista, se da prisa en hablarnos de
los reflejos de la misma Trinidad en beneficio del hombre, en beneficio de la
Iglesia, cuerpo místico de Cristo, y en beneficio de cada una de las almas: Vidimus
gloriam eius.
Gratia et veritas
2.
Con estas palabras termina el prólogo; e inmediatamente toma el tono de una
gloriosa aclamación:
Vidimus
gloriam eius.
¿Qué gloria? La más preclara, la del Verbo que existía in
principio et ante saecula, y que, al hacerse hombre, como hijo unigénito
del Padre, apareció lleno de gracia y de verdad. Notad bien estos dos
acordes: gracia y verdad.
3.
Gratia.
Es
la primera palabra que aflora a los labios del ángel, cuando anuncia a María
el divino misterio; y es plenitud de gracia: Ave gratia plena. Se repite
después en el libro santo en tonos diferentes, siendo siempre expresión de
benignidad y de bondad.
Grande es, Señor, tu misericordia -canta el Salmista con acentos de
ternura que llenan de emoción el corazón-; a la sombra de tus alas se
amparan los hijos de los hombres; se embriagan con la abundancia de tu casa y se
sacian en el torrente de tus delicias. Porque en ti está la fuente de la vida,
y por tu luz veremos la luz. Guarda, Señor, tu gracia a los que te conocen, y
tu justicia a los rectos de corazón[iii].
Hablaros largamente de esta gracia o benignidad o bondad, ¡muy delicioso Nos
sería!
4. Veritas.
Pero
os debemos confiar, queridos hijos, que es sobre todo hacia la verdad adonde
Nuestro espíritu siente elevarse, a medida que la experiencia de la vida
pastoral Nos suministra ejemplos cada vez más luminosos de lo que es de primera
importancia y en lo que convendría profundizar.
San Agustín, cuando designa al Verbo Divino aparecido en Belén, le llama
inmediatamente, y sin más, la Verdad, como Hijo único del Padre,
resplandeciente por los tesoros de su naturaleza para iluminar a toda la creación
visible e invisible, material y espiritual, humana y sobrehumana[iv].
Los dos Testamentos contienen el anuncio de una doctrina que se origina en la
eternidad, y que es la esencia y el esplendor de la verdad que se irradia por
todos los siglos y aparece al hombre -obra maestra y sacerdote del universo
visible- como una sustancia de viva enseñanza que se expande sobre todos los
desarrollos del orden natural y sobrenatural.
Las primeras palabras del Antiguo Testamento describen, en efecto, los orígenes
del mundo; las últimas del Nuevo Testamento Veni, Domine Iesu, son la
recapitulación de la historia, de la ley, de la gracia.
Para las almas creadas por Dios y guardadas para eternal destino, es natural la
búsqueda y el descubrimiento de la verdad, que es el objeto primero de la
actividad interior del espíritu humano.
¿Por qué se dice la verdad? Porque es comunicación de Dios, y entre el hombre
y la verdad no hay, simplemente, relación accidental, sino relación necesaria
y esencial.
Verdad
en el hombre y en el cristiano
5. Esta verdad, que brota del Verbo Divino, enciende e ilumina lo
pasado y vivifica con sus rayos lo presente, es como esperanza que da seguridad
de vida futura, más allá de la postrer aparición de Dios para el juicio final
del mundo, que decidirá la suerte de cada hombre para la eternidad.
Esta irradiación, esta vibración, esta vivificación considerada en el mundo físico,
pero aún más en el mundo espiritual, conocida e infundida en la vida del
hombre, cuya fisonomía refleja los rasgos divinos: signatum est super nos
lumen vultus tui, Domine[v],
es fuente de alegría para toda alma: dedisti laetitiam in corde meo[vi].
Pero lo que más importa entender y retener es que, por parte del hombre, la
aptitud para conocer la verdad, implica una responsabilidad sagrada y muy grave
de cooperar con el plan del Creador, del Redentor, del Glorificador. Y ello ha
de proclamarse más aún del cristiano que, por la gracia sacramental, lleva muy
claro el signo de su pertenencia a la familia de Dios. Ahí está y se alza la
dignidad y la responsabilidad más grande, impuesta al hombre -y en forma aún más
excelsa a cada cristiano-, de honrar a este Hijo de Dios Verbum caro factum,
y que vivifica todo el conjunto del hombre y del orden social.
Jesús ofreció a la imitación de los hombres treinta años de silencio, para
que en El aprendieran a contemplar la verdad; y tres años de incesante y
persuasivo magisterio, del que sacarán ejemplo y norma de vida.
El Libro divino es suficiente para llenarnos de esta doctrina y para exaltarnos
de con ella.
Y así, la unión con Cristo, Dominus et Magister -como El mismo se
proclamó-, es el triunfo de la verdad, la ciencia de las ciencias, la doctrina
de las doctrinas. Juan, el evangelista, dijo de El, como Verbo de Dios exaltado
por la luz de los dos Testamentos: "La ley fue dada por Moisés; la gracia
y la verdad fue hecha por Jesucristo[vii].
En otra ocasión, el Maestro Divino repitió: "Yo soy la luz del mundo,
quien me sigue no camina en tinieblas"[viii].
Queridos hijos: Esta luz, ¿qué es sino la verdad?
En los libros del Antiguo Testamento es frecuente al referirse a la verdad.
El Salmista repite muchas veces esta invocación de la verdad: "Tu amor y
tu verdad siempre me han sostenido, Señor"[ix].
"La verdad y el juicio permanecen siempre cerca de Ti"[x].
"Tu verdad me rodea como un escudo"[xi].
"Tu justicia, tu justicia eterna"[xii].
"¡Oh Señor, la verdad permanece siempre!"[xiii].
"La verdad se volverá en provecho de todos aquellos que saben
emplearla"[xiv]. "Todos los caminos
del Señor son verdad"[xv].
"El Señor ama la verdad, la gracia y la gloria"[xvi].
El octavo mandamiento
6. ¡Muy bella es, bajo esta luz, la invitación hecha al hombre de
decir siempre la verdad a su prójimo, como es muy fuerte y terrible el
mandamiento de no decir jamás nada falso contra su prójimo!: "No levantarás
falso testimonio contra tu prójimo"[xvii],
y de juzgar en verdad y con intención de paz en el umbral de las puertas:
"Hablad cada cual verdad a su prójimo, juzgad en vuestras puertas juicios
según la verdad y la paz"[xviii].
San
Pedro Canisio, doctor de la Iglesia, en su célebre Summa Doctrinae
Christianae[xix], que fue el catecismo
de enteras generaciones, formulaba la parte negativa y la positiva de este
precepto con palabras penetrantes y convincentes.
En
el aspecto negativo: se prohíbe todo testimonio falso y engañador que pueda dañar
judicial y aun extrajudicialmente a la buena reputación del prójimo en
cualquier modo, como puede ser a susurronibus, detractoribus, maledicis,
seminatoribus et adulatoribus. Se prohibe toda mentira y todo abuso de
lenguaje contra el prójimo: y ello en la misma medida y en el mismo tono de los
tres mandamientos que a éste preceden, a saber: No matar, no fornicar, no
robar.
En el aspecto positivo, por lo contrario, se alaba el hecho de hablar bien y
cortésmente del prójimo, en defensa y utilidad suya, sine fuco, simulatione
insidiisve; sin engaño, sin ficción, sin insidias.
Doctrina toda sacada del Antiguo Testamento, que es muy rico en pensamientos
referentes a esta materia de la verdad en servicio de la inocencia, de la
justicia, de la caridad.
Y, en el Nuevo Testamento -Evangelios y escritos apostólicos- ¡cuán magnífica
la enseñanza sobre la belleza, el contenido y la muy profunda sabiduría de la
verdad aprendida y vivida, y del precepto del Señor!
Volviéndonos al evangelista San Juan, nos parece interesante el discurso de Jesús
aun frente a aquellos, que había logrado convertir: "Si permanecéis en la
verdad, seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad, y la
verdad os hará libres: cognoscetis veritatem, et veritas liberabit vos"[xx].
Pero aquella conversación, de interesante se convierte en terrible, cuando Jesús
conduce a sus interlocutores a conclusiones desoladoras para todo el que niega
la verdad, una vez conocida.
"Os llamáis vosotros hijos de Abraham. Haced, pues, las obras de Abraham.
Mas sé que tratáis de darme muerte, porque os he dicho la verdad, la verdad
que conozco de Dios mismo. Si Dios fuese vuestro padre, me amaríais a Mí también,
porque yo vengo de Dios que me ha enviado. Vosotros, por lo contrario, sois
hijos del diablo y queréis cumplir los deseos de quien es vuestro padre".
Oyendo estas palabras, dice San Juan, aquellos desgraciados tomaron piedras para
lanzarlas contra Jesús. Pero El se ocultó y salió del templo[xxi].
Cumplíase lo escrito en el Salmo: "Amad al Señor cuantos le sois fieles,
porque el Señor busca la fidelidad, pero castiga en extremo a cuantos obran con
orgullo"[xxii]. Igualmente dse ice en
los Proverbios: "Comprad la verdad y no vendáis la prudencia"[xxiii]. Y más abajo: "La
lengua mentirosa no ama la verdad"[xxiv].
Y, finalmente: "Aquel que en materia de justicia hace acepción de
personas..., hará traición a la verdad aun sólo por un bocado de pan"[xxv].
Pensar, honrar, decir y practicar la verdad
7. Ved al hombre, ved al creyente de cara a la verdad que se impone, suaviter
et fortiter, con dulzura y firmeza.
Las palabras de Cristo sitúan, en efecto, a todo hombre frente a su
responsabilidad, que es aceptar o rechazar la verdad; invitando a cada uno, con
fuerza persuasiva, a permanecer en la verdad, a alimentar sus propios
pensamientos con la verdad, a obrar según la verdad.
Este mensaje de felicitación, que Nos place dirigiros, es, por lo tanto, una
invitación solemne a vivir en ella, según el cuádruple deber de pensar,
honrar, decir y practicar la verdad. Tal deber se deriva, de manera clara e
indiscutible, de las palabras del Libro Santo que os hemos recordado, de la
armonía, plena de resonancias, dulces mas también severas, del Antiguo y del
Nuevo Testamento.
Ante todo, pues, pensar la verdad. Tener ideas claras sobre las grandes
realidades divinas y humanas, de la Redención y de la Iglesia, de la moral y
del derecho, de la filosofía y del arte. Tener ideas justas o procurar formárselas
con plena conciencia y con recta intención.
Mas casi a diario se ve cómo se plantean o discuten las cuestiones con una
ligereza desconcertante, fruto -lo menos que se puede decir- de la falta de
preparación en quienes a ellas se dedican. Por ello en un reciente discurso
Nuestro sobre la familia, hemos invitado "a todos aquellos que tienen
deseos y medios de actuar sobre la opinión pública para que no intervengan
nunca si no es para aclarar las ideas y no para confundirlas, observando la
corrección y el respeto"[xxvi].
Honrar la verdad.
Es
invitación a ser un ejemplo luminoso en todos los sectores de la vida,
individual, familiar, profesional y social. La verdad nos hace libres[xxvii];
ennoblece a quien la profesa abiertamente y sin respetos humanos. ¿Por qué,
pues, tener miedo de honrarla y de hacerla respetar? ¿Por qué rebajarse a
"arreglos" con la propia conciencia, aceptando compromisos contrarios
a la vida y a la práctica cristianas, cuando, por lo contrario, sólo aquel que
tiene la verdad debería estar convencido de tener consigo la luz que disipa
toda oscuridad y la fuerza atractiva que puede transformar al mundo? No sólo es
culpable quien desfigura deliberadamente la verdad; lo es también aquel que,
por temor de no aparecer completo y moderno, la traiciona con su ambiguo
comportamiento.
Honrar,
pues, la verdad con la firmeza, el valor y la conciencia de quien posee fuertes
convicciones.
Decir luego la verdad. ¿No es la amonestación maternal, la que pone en
guardia a su hijo contra las mentiras, la primera escuela de la verdad que crea
hábito, costumbre adquirida desde los primeros años, que se convierte
en una segunda naturaleza y prepara al hombre de honor, al cristiano perfecto,
de palabra pronta y franca y, si es necesario, con valor de mártir y de
confesor de la fe? Ved el testimonio que el Dios de la verdad exige a cada uno
de sus hijos.
Por último, practicar la verdad. Ella es la luz en la que debe
sumergirse la persona toda, y la que da el valor a cada una de las acciones de
la vida. Ella es la caridad que arrastra hacia el apostolado de la verdad para
propagar su conocimiento, para defender sus derechos, para formar las almas
-especialmente las tan sinceras y generosas de la juventud-, hasta dejarse
impregnar de ella aun en las fibras más íntimas del alma.
El anti-decálogo
8. Pensar, honrar, decir y practicar la verdad. Al proclamar estas
exigencias básicas de la vida humana y cristiana, del corazón aflora una
pregunta a los labios. ¿Dónde está en la tierra el respeto a la verdad? ¿No
estamos, a veces, e incluso muy frecuentemente, ante un antidecálogo
desvergonzado e insolente que ha abolido el no, ese "no" que
precede a la formulación neta y precisa de los cinco mandamientos de Dios que
vienen después del Honra a tu padre y a tu madre? La vida a que
asistimos, ¿no es prácticamente un intencionado ejercicio de contradicción al
quinto, sexto, séptimo y octavo mandamientos -"No matarás, no serás
impuro, no robarás, no levantarás falso testimonio"-, todo ello como por
una diabólica conjuración contra la verdad?
Y, sin embargo, permanece siempre claro y firme el mandamiento de la ley divina,
escuchado por Moisés en la montaña: No levantarás falso testimonio contra
tu prójimo[xxviii]. Este mandamiento
-como los demás- mantiene su vigor, con todas sus consecuencias positivas y
negativas: el deber de la veracidad, de la sinceridad, de la claridad, que es
tanto como la adecuación del espíritu humano con la realidad, adaequatio
rei et intellectus[xxix];
y, enfrente, la triste posibilidad y el más triste hecho de la mentira, de la
hipocresía, de la calumnia, con que se llega hasta oscurecer la verdad.
Estamos viviendo entre dos concepciones de la convivencia humana: de un lado, la
realidad del mundo, rebuscada, estudiada y cumplida como es en el designio de
Dios; por otro -no tememos repetirlo-, la falsificación de esa misma realidad,
facilitada por la técnica y el artificio humano, moderno y modernísimo.
Ante el cuádruple ideal de pensar, honrar, decir y cumplir la verdad, y ante el
espectáculo cotidiano de la traición clara o encubierta de este ideal, el
corazón no logra dominar su angustia: y Nuestra voz tiembla.
Frente a todo y a todos, veritas Domini manet in aeternum, eternamente
permanece la verdad del Señor[xxx],
y quiere resplandecer cada vez más ante los ojos y ser escuchada por los
corazones.
En muchos se ha difundido un poco la sensación de que son tremendas las horas
por que ahora atraviesa el mundo.
Mucho
peores, empero, las ha conocido la historia de lo pasado. Y, a pesar de las
voces clamorosas o encubiertas de los más violentos, estamos bien seguros de
que la victoria espiritual será de Jesucristo qui pendet a ligno.
Horas angustiosas
9. La comprobación, cada vez más grave, de la tempestad que arrecia
en algunas regiones del mundo y que amenaza al orden social, pero sobre todo a
muchas almas débiles e inseguras, más que malas y malintencionadas, Nos
impulsa en este recuerdo de la Navidad a dirigir la palabra a los que tienen una
mayor responsabilidad en el orden público y social, y a invitarles, en nombre
de Cristo, a que puesta la mano en el pecho se eleven a la altura que les toca
en los días del peligro universal. En realidad, se trata de la causa de todos:
y toda distinción entre grandes -en la vida- y pequeños se debe fundir en un
unánime esfuerzo común.
Deseamos, pues, alzar Nuestros brazos sacerdotales hacia los más altos
responsables, que presiden las organizaciones del orden civil -jefes de Estado y
de la Administración regional y local-, pero luego también a todos
conjuntamente: a los educadores -padres y maestros-, a todos los trabajadores
del pensamiento, de los brazos, del corazón; a los responsables -especialmente
a éstos- de la opinión pública, que se va formando o deformando por medio de
la prensa, de la radio y televisión, del cine, de concursos y exhibiciones de
todo género, literario o artístico: escritores, artistas, productores,
directores y escenógrafos.
A todos Nuestros hijos, y, especialmente, a los que por su misión particular
están llamados a dar testimonio de la verdad, como a cuantos desean vivir, según
la santa luz de la enseñanza cristiana, su vida individual y familiar, se
dirigen Nuestros pensamientos, que brotan espontáneos de Nuestros corazón, y
que acogerán con gran reflexión -de ello estamos ciertos- las almas más
rectas y sinceras.
Amados hijos: No, no os prestéis jamás a la falsificación de la verdad.
Horrorizaos de ello.
No os sirváis de esos maravillosos dones de Dios, que son la luz, los sonidos,
los colores y sus aplicaciones técnicas y artísticas -tipográficas, periodísticas,
audiovisuales- para aniquilar la inclinación natural del hombre a la verdad,
sobre la cual se alza el edificio de su nobleza y grandeza: no os sirváis de
aquéllas para empujar a la ruina las conciencias todavía no formadas o
vacilantes.
Tened sacro terror a difundir aquellos gérmenes que profanan el amor, disuelven
la familia, ridiculizan la religión, sacuden los fundamentos del orden social
que se funda en el dominio de los impulsos egoístas y en la fraternidad
concorde y respetuosa del derecho individual. Colaborad más bien en hacer que
sea cada vez más puro y menos contaminado el aire que se respira, cuyas
primeras víctimas son los inocentes y los débiles: trabajad por asentar, con
serena perseverancia y con trabajo incansable, las bases para tiempos mejores, más
sanos, más justos, más seguros.
Inalterable confianza
10. Amados hijos: Volvemos de nuevo a la visión de Belén: a la luz
del Verbo encarnado, a su gracia y su verdad, que a todos quiere conquistar para
Sí.
El silencio de la noche santa y la contemplación de aquella escena de paz, son
elocuentísimos. Miremos a Belén con mirada pura, con abierto corazón.
Junto a este Verbo de Dios, hecho hombre por nosotros, junto a esta benignitas
et humanitas Salvatoris nostri Dei[xxxi],
deseamos una vez más dirigirnos con gran respeto y afecto, especialmente a los
más altos representantes de los poderes públicos, que ocupan su puesto en los
diversos y más importantes puntos del mundo, así como a los responsables de la
educación de las jóvenes generaciones, de la pública opinión, animando a
cada uno a formarse una conciencia cada vez más madura de sus propios deberes y
de su responsabilidad, a mantenerse en su puesto con sinceridad y con valor.
Nos ponemos la confianza en Dios y en la luz que viene de El. Confiamos en los
hombres de buena voluntad, al esperar que Nuestras palabras susciten en todos
los corazones rectos una reacción de viril generosidad.
Ocurre a veces que una voz suave, casi en un tono de profecía, susurra a
Nuestros oídos un aire de exagerado temor, que luego suscita débiles fantasías.
San Mateo, el primero de los evangelistas, nos cuenta que Jesús, en el
atardecer de una jornada fatigosa, se retiró solo al monte para orar. La barca
de los suyos, parada en el lago, era agitada por los vientos y, ya de noche, Jesús
bajó ligero sobre las olas, y dijo en voz alta: -Tened confianza y no temáis,
porque soy yo. -Señor, si eres tú, dijo Pedro, haz que yo pueda llegarme hasta
ti, sobre las aguas. Y Jesús le dijo: -Ven. Y Pedro, bajando de la barca, quiso
acercarse al divino Maestro. Mas por la violencia del viento, tuvo miedo, y,
comenzando a hundirse gritó: -Señor, sálvame. Jesús le extendió al punto la
mano, lo sostuvo y le dijo: -Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?: modicae
fidei, quare dubitasti? Y cuando todos estuvieron reunidos en la barca, el
viento cesó[xxxii].
Amados hijos: también en la noche que pesa sobre el lago, aquel episodio es de
una transparencia encantadora. El humilde sucesor de San Pedro no siente todavía
ninguna tentación de temor. Nos sentimos fuertes en la fe y, junto a Jesús,
podemos atravesar no sólo el pequeño lago de Galilea, sino también los mares
todos del mundo. La palabra de Jesús basta para salvación y victoria.
Esta es una de las más bellas páginas del Nuevo Testamento. Es alentadora y
llena de feliz augurio. A la luz de esta visión deseamos poner término a
Nuestro mensaje navideño, con dos palabras del Antiguo Testamento, para
expresar vivamente la sustancia de esta conversación que hace tan dulce el
abrirse del corazón del Padre y del Pastor hacia sus hijitos espirituales.
Es el último episodio del encuentro del santo rey Ezequías con Isaías, máximo
profeta de Israel. Este lo había atemorizado con las amenazas de una invasión
no lejana y de enormes ruinas, a lo que Ezequías respondió:
"Buen anuncio el que por parte del Señor me has hecho: me basta únicamente
con la paz y la verdad para mis años"[xxxiii].
JUAN
XXIII
[i]Io.
1, 14.
[ii] Io. 1, 3-5.
[iii] Ps. 35, 8-11.
[iv] Cf. De Trin. 15, 11 PL 42, 1071.
[v]
Ps. 4, 7.
[vi]
Ibid.
[vii] Io. 1, 17.
[viii]
Ibid. 8, 12.
[ix]
Ps. 39, 12.
[x]
Cf. Ps. 88, 15.
[xi]
Ibid. 90, 5.
[xii]
Ibid. 118, 142.
[xiii] Ibid. 116, 2.
[xiv] Eccli. 27, 10.
[xv]
Cf. Ps. 118, 151.
[xvi]
Cf. Ps. 83, 12.
[xvii]
Ex. 20, 16.
[xviii]
Zach. 8, 16.
[xix] Authoritatum Sacrae Scripture et Sanctorum Patrum quae in Summa Doctrinae Christianae Doctoris Petri Canisii theologi Societatis Iesu citantur et nunc primum ex ipsis fontibus fideliter collectae ipsis Cathechismi verbis subscriptae sunt. Venetiis. Ex Bibliot. Aldina, 1571, 141.
[xx]Io.
8, 30-32.
[xxi]
Ibid. 39-59.
[xxii]
Ps. 30, 24.
[xxiii] Cf. Prov. 23. 23.
[xxiv] Ibid. 26, 28.
[xxv] Ibid. 28, 21.
[xxvi] Alla S. Romana Rota 25 ott. 1960 A. A. S. 52 (1960) 901.
[xxvii]
Cf. Io. 8, 32.
[xxviii]
Ex. 20, 16: Deut. 5, 20.
[xxix]
S. Th. 1, 16, 1 v. Cf. Avicenna Metaphys. tr. 8, 6.
[xxx]
Ps. 116, 2.
[xxxi]
Cf. Tit. 3, 4.
[xxxii] Mat. 14, 22-32.
[xxxiii] Is. 39, 8.