Sapientiae Christianae
Encíclica
de LEÓN XIII
Acerca
de las obligaciones de los cristianos
Del
10 de enero de 1890
1.
Dios es el fin del individuo
Cada día se deja sentir más y más la necesidad de recordar los preceptos de
cristiana sabiduría, para en todo conformar a ellos la vida, costumbres e
instituciones de los pueblos. Porque, postergados estos preceptos, se ha seguido
tal diluvio de males, que ningún hombre cuerdo puede, sin angustiosa
preocupación, sobrellevar los actuales ni contemplar sin pavor los que están
por venir.
Y a la verdad, en lo tocante a los bienes del cuerpo y exteriores al hombre, se
ha progresado bastante; pero cuanto cae bajo la acción de los sentidos, la
robustez de fuerzas, la abundancia grande de riquezas, si bien proporcionan
comodidades, aumentando las delicias de la vida, de ningún modo satisfacen al
alma, creada para cosas más altas y nobles. Tener la mirada puesta en Dios y
dirigirse a Él, es la ley suprema de la vida del hombre, el cual, creado a
imagen y semejanza de su Hacedor, por su propia naturaleza es poderosamente
estimulado a poseerlo. Pero a Dios no se acerca el hombre por movimiento
corporal, sino por la inteligencia y la voluntad, que son movimientos del alma.
Porque Dios es la primera y suma verdad; es asimismo la santidad perfecta y el
bien sumo, al cual la voluntad sólo puede aspirar y acercarse guiada por la
virtud.
Dios,
fin de la sociedad doméstica y civil
Y lo que se dice de los individuos se ha de entender también de la sociedad, ya
sea doméstica o civil. Porque la sociedad no ha sido instituida por la
naturaleza para que la busque el hombre como fin, sino para que en ella y por
ella posea medios eficaces para su propia perfección. Si, pues, alguna
sociedad, fuera de las ventajas materiales y progreso social, con exquisita
profusión y gusto procurados, ningún otro fin se propusiera; si en el gobierno
de los pueblos menosprecia a Dios y para nada se cuida de las leyes morales, se
desvía lastimosamente del fin que su naturaleza misma le prescribe, mereciendo,
no ya el concepto de comunidad o reunión de hombres, sino más bien el de
engañosa imitación y simulacro de sociedad.
2.
La Religión despreciada
Ahora bien: el esplendor de aquellos bienes del alma, antes mencionados, los
cuales principalmente se encuentran en la práctica de la verdadera religión y
en la observancia fiel de los preceptos cristianos, vemos que cada día se
eclipsa más en los ánimos por el olvido o menosprecio de los hombres, de tal
manera que, cuanto mayor sea el aumento en lo que a los bienes del cuerpo se
refiere, tanto más caminan hacia el ocaso los que pertenecen al alma. De cómo
se ha disminuido o debilitado la fe cristiana, son prueba eficaz los insultos
con que a vista de todos se injuria con desusada frecuencia a la religión
católica: injurias que en otra época, cuando la religión estaba en auge, de
ningún modo se hubieran tolerado.
3.
La paz confiada a la sola fuerza
Por esta causa es increíble la asombrosa multitud de hombres que ponen en
peligro su eterna salvación; los pueblos mismos y los reinos no pueden por
mucho tiempo conservarse incólumes, porque con la ruina de las instituciones y
costumbres cristianas, menester es que se destruyan los fundamentos que sirven
de base a la sociedad humana. Se fía la paz pública y la conservación del
orden a la sola fuerza material, pero la fuerza, sin la salvaguardia de la
religión, es por extremo débil: a propósito para engendrar la esclavitud más
bien que la obediencia, lleva en sí misma los gérmenes de grandes
perturbaciones. Ejemplo de lamentables desgracias nos ofrece lo que llevamos de
siglo, sin que se vea claro si acaso no han de temerse otras semejantes.
4.
Remedios de los males. Materia de la Encíclica.
La norma
cristiana
Y así, la misma condición de los tiempos aconseja buscar el remedio donde
conviene, que no es otro sino restituir a su vigor, así en la vida privada como
en todos los sectores de la vida social, la norma de sentir y obrar
cristianamente, única y excelente manera de extirpar los males presentes, y
precaver los peligros que amenazan. A este fin, Venerables Hermanos, debemos
dirigir Nuestros esfuerzos, y procurarlo con todo ahínco y por cuantos medios
estén a Nuestro alcance; por lo cual, aunque en diferentes ocasiones, según
ofrecía la oportunidad, ya enseñamos lo mismo, juzgamos, sin embargo, en esta
Encíclica, señalar más distintamente los deberes de los cristianos, porque,
si se observan con diligencia, contribuyen por maravillosa manera al bienestar
social. Asistimos a una contienda ardorosa y casi diaria en torno a intereses de
la mayor monta; y en esta lucha, muy difícil es no ser alguna vez engañados,
ni engañarse, ni que muchos no se desalienten y caigan de ánimo. Nos
corresponde, Venerables Hermanos, advertir a cada uno, enseñar y exhortar
conforme a las circunstancias, para que nadie se aparte del camino de la
verdad.
5.
Los deberes de los cristianos para con la Iglesia
No puede dudarse de que en la vida práctica son mayores en número y gravedad
los deberes de los cristianos que los de quienes, o tienen de la religión
católica ideas falsas, o la desconocen por completo. Cuando, redimido el linaje
humano, Jesucristo mandó a los Apóstoles predicar el Evangelio a toda
criatura, impuso también a todos los hombres la obligación de aprender y creer
lo que les enseñaren; y al cumplimiento de este deber va estrechamente unida la
salvación eterna. El que creyere y fuere bautizado será salvo; pero el que
no creyere se condenará[i].
Pero al abrazar el hombre, como es deber suyo, la fe cristiana, por el mismo
acto se constituye en súbdito de la Iglesia, como engendrado por ella, y se
hace miembro de aquélla amplísima y santísima sociedad, cuyo régimen, bajo
su cabeza visible, Jesucristo, pertenece, por deber de oficio y con potestad
suprema, al Romano Pontífice.
8.
Disposición de los cristianos para con la Iglesia
Ahora bien: si por ley natural estamos obligados a amar especialmente y defender
la sociedad en que nacimos, de tal manera que todo buen ciudadano esté pronto a
arrostrar aun la misma muerte por su patria, deber es, y mucho más apremiante
en los cristianos, hallarse en igual disposición de ánimo para con la Iglesia.
Porque la Iglesia es la ciudad santa del Dios vivo, fundada por Dios, y por Él
mismo establecida, la cual, aunque peregrina sobre la tierra, llama a todos los
hombres, y los instruye y los guía a la felicidad eterna allá en el cielo. Por
consiguiente, se ha de amar la patria donde recibimos esta vida mortal, pero
más entrañable amor debemos a la Iglesia, de la cual recibimos la vida del
alma, que ha de durar eternamente; por lo tanto, es muy justo anteponer a los
bienes del cuerpo los del espíritu, y frente a nuestros deberes para con los
hombres son incomparablemente más sagrados los que tenemos para con Dios.
7.
Son compatibles los dos amores: a la Iglesia y a la Patria
Por lo demás, si queremos sentir rectamente, el amor sobrenatural de la Iglesia
y el que naturalmente se debe a la patria, son dos amores que proceden de un
mismo principio eterno, puesto que de entrambos es causa y autor el mismo Dios;
de donde se sigue que no puede haber oposición entre los dos. Ciertamente, una
y otra cosa podemos y debemos: amarnos a nosotros mismos y desear el bien de
nuestros prójimos, tener amor a la patria y a la autoridad que la gobierna;
pero al mismo tiempo debemos honrar a la Iglesia como a madre, y con todo el
afecto de nuestro corazón amar a Dios.
8.
El recto orden de los dos amores se trastorna
Y, sin embargo, o por lo desdichado de los tiempos o por la voluntad menos recta
de los hombres, alguna vez el orden de estos deberes se trastorna. Porque se
ofrecen circunstancias en las cuales parece que una manera de obrar exige de los
ciudadanos el Estado, y otra contraria la religión cristiana; lo cual
ciertamente proviene de que los que gobiernan a los pueblos, o no tienen en
cuenta para nada la autoridad sagrada de la Iglesia, o pretenden que ésta les
sea subordinada. De aquí nace la lucha, y el poner a la virtud a prueba en el
combate. Manda una y otra autoridad, y como quiera que mandan cosas contrarias,
obedecer a las dos es imposible: Nadie puede servir al mismo tiempo a dos
señores[ii];
y así es menester faltar a la una, si se ha de cumplir lo que la otra ordena.
Cuál deba llevar la preferencia, nadie puede ni dudarlo.
En
caso de conflicto, primero Dios
Impiedad es por agradar a los hombres dejar el servicio de Dios; ilícito
quebrantar las leyes de Jesucristo por obedecer a los magistrados, o bajo color
de conservar un derecho civil, infringir los derechos de la Iglesia...: Conviene
obedecer a Dios antes que a los hombres[iii];
y lo que en otro tiempo San Pedro y los demás Apóstoles respondían a los
magistrados cuando les mandaban cosas ilícitas, eso mismo en igualdad de
circunstancias se ha de responder sin vacilar. No hay, así en la paz como en la
guerra, quien aventaje al cristiano consciente de sus deberes; pero debe
arrostrar y preferir todo, aun la misma muerte, antes que abandonar, como un
desertor, la causa de Dios y la Iglesia.
9.
Esto no es revolución - El espíritu de la ley
Por lo cual desconocen seguramente la naturaleza y alcance de las leyes los que
reprueban semejante constancia en el cumplimiento del deber, tachándola de
sediciosa. Hablamos de cosas sabidas y Nos mismo las hemos explicado ya otras
veces. La ley no es otra cosa que el dictamen de la recta razón promulgado por
la potestad legítima para el bien común. Pero no hay autoridad alguna
verdadera y legítima si no proviene de Dios, soberano y supremo Señor de
todos, a quien únicamente pertenece el dar poder al hombre sobre el hombre; ni
se ha de juzgar recta la razón cuando se aparta de la verdad y la razón
divina, ni verdadero bien el que repugna al bien sumo e inconmutable, o tuerce
las voluntades humanas y las separa del amor de Dios. Sagrado es, por cierto,
para los cristianos el nombre del poder público, en el cual, aun cuando sea
indigno el que lo ejerce, reconocen cierta imagen y representación de la
majestad divina; justa es y obligatoria la reverencia a las leyes, no por la
fuerza o amenazas, sino por la persuasión de que se cumple con un deber, porque
el Señor no nos ha dado espíritu de temor[iv];
pero si las leyes de los Estados están en abierta oposición al derecho divino,
si con ellas se ofende a la Iglesia o si contradicen a los deberes religiosos, o
violan la autoridad de Jesucristo el Pontífice supremo, entonces la resistencia
es un deber, la obediencia es un crimen, que por otra parte envuelve una ofensa
a la misma sociedad, pues pecar contra la religión es delinquir también contra
el Estado.
Échase también de ver nuevamente cuán injusta sea la acusación de rebelión;
porque no se niega la obediencia debida al príncipe y a los legisladores, sino
que se apartan de su voluntad únicamente en aquellos preceptos para los cuales
no tienen autoridad alguna, porque las leyes hechas con ofensa de Dios son
injustas, y cualquiera otra cosa podrán ser menos leyes.
10.
Amor a la Iglesia y la Patria es doctrina apostólica
Bien sabéis, Venerables Hermanos, ser ésta la mismísima doctrina del apóstol
San Pablo, el cual como escribiese a Tito que se debía aconsejar a los
cristianos que estuviesen sujetos a los príncipes y potestades y obedecer a
sus mandatos, inmediatamente añade que estuviesen dispuestos a toda obra
buena[v],
para que constase ser lícito desobedecer a las leyes humanas cuando decretan
algo contra la ley eterna de Dios. Por modo semejante, el Príncipe de los
Apóstoles, a los que intentaban arrebatarle la libertad en la predicación del
Evangelio, con aliento sublime y esforzado respondía: Si es justo delante de
Dios, juzgadlo vosotros mismos. Pero no podemos no hablar de aquellas cosas que
hemos visto y oído[vi].
Amar, pues, a una y otra patria, la natural y la de la ciudad celestial, pero de
tal manera que el amor de ésta ocupe lugar preferente en nuestro corazón, sin
permitir jamás que a los derechos de Dios se antepongan los derechos del
hombre, es el principal deber de los cristianos, y como fuente de donde se
derivan todos los demás deberes. Y a la verdad que el libertador del linaje
humano: Yo, dice de sí mismo, para esto he nacido y con este fin vine
al mundo, para dar testimonio de la verdad[vii],
y asimismo, he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que se
encienda?[viii].
En el conocimiento de esta verdad, que es la perfección suma del entendimiento,
y en el amor divino, que de igual modo perfecciona la voluntad, consiste toda la
vida y libertad cristiana. Y ambas cosas, la verdad y la caridad, como
patrimonio nobilísimo legado a la Iglesia por Jesucristo, lo conserva y
defiende ésta con incesante esmero y vigilancia.
11.
La guerra del naturalismo a la Iglesia
Pero cuán encarnizada y múltiple es la guerra que ha estallado contra la
Iglesia, ni siquiera es preciso decirlo. Porque como quiera que le ha cabido en
suerte a la razón, ayudada por las investigaciones científicas, descubrir
muchos secretos velados antes por la naturaleza y aplicarlos convenientemente a
los usos de la vida, se han envanecido los hombres de tal modo, que creen poder
ya lanzar de la vida social de los pueblos a Dios y su divino gobierno.
Llevados de semejante error, transfieren a la naturaleza humana el principado
arrancado a Dios; propalan que sólo en la naturaleza ha de buscarse el origen y
norma de toda verdad; que de ella provienen y a ella han de referirse cuantos
deberes impone la religión. Por lo tanto, que ni ha sido revelada por Dios
verdad alguna, ni para nada ha de tenerse en cuenta la institución cristiana en
las costumbres, ni se debe obedecer a la Iglesia; que ésta ni tiene potestad
para dar leyes ni posee derecho alguno; más aún: que no debe hacerse mención
de ella en las constituciones de los pueblos. Ambicionan y por todos los medios
posibles procuran apoderarse de los cargos públicos y tomar las riendas en el
gobierno de los Estados, para poder así más fácilmente, según tales
principios, arreglar las leyes y educar los pueblos. Y así vemos la gran
frecuencia con que o claramente se declara la guerra a la religión católica, o
se la combate con astucia; mientras conceden amplias facultades para propagar
toda clase de errores y se ponen fortísimas trabas a la pública profesión de
las verdades religiosas.
12.
Estudio y oración por la fe
En circunstancias tan lamentables, ante todo es preciso que cada uno entre en
sí mismo, procurando con exquisita vigilancia conservar hondamente arraigada en
su corazón la fe, precaviéndose de los peligros, y señaladamente siempre bien
armado contra varios sofismas engañosos. Para mejor poner a salvo esta virtud,
juzgamos sobremanera útil y por extremo conforme a las circunstancias de los
tiempos el esmerado estudio de la doctrina cristiana, según la posibilidad y
capacidad de cada cual; empapando su inteligencia con el mayor conocimiento
posible de aquellas verdades que atañen a la religión y por la razón pueden
alcanzarse. Y como quiera que no sólo se ha de conservar en todo su vigor pura
e incontaminada la fe cristiana, sino que es preciso robustecerla más cada día
con mayores aumentos, de aquí la necesidad de acudir frecuentemente a Dios con
aquélla humilde y rendida súplica de los Apóstoles: Aumenta en nosotros la
fe[ix].
Obligación
del individuo y de la Iglesia de propagar la fe
Es de advertir que en este orden de cosas que pertenecen a la fe cristiana hay
deberes cuya exacta y fiel observancia, si siempre fue necesaria para la
salvación, lo es incomparablemente más en estos tiempos. Porque en tan grande
y universal extravío de opiniones, deber es de la Iglesia tomar el patrocinio
de la verdad y extirpar de los ánimos el error; deber que está obligada a
cumplir siempre e inviolablemente, porque a su tutela ha sido confiado el honor
de Dios y la salvación de las almas. Pero cuando la necesidad apremia, no sólo
deben guardar incólume la fe los que mandan, sino que cada uno esté
obligado a propagar la fe delante de los otros, ya para instruir y confirmar a
los demás fieles, ya para reprimir la audacia de los infieles[x].
Ceder el puesto al enemigo, o callar cuando de todas partes se levanta incesante
clamoreo para oprimir a la verdad, propio es, o de hombre cobarde, o de quien
duda estar en posesión de las verdades que profesa. Lo uno y lo otro es
vergonzoso e injurioso a Dios; lo uno y lo otro, contrario a la salvación del
individuo y de la sociedad: ello aprovecha únicamente a los enemigos del nombre
cristiano, porque la cobardía de los buenos fomenta la audacia de los malos.
13.
Condenación de la desidia
Y tanto más se ha de vituperar la desidia de los cristianos cuanto que se puede
desvanecer las falsas acusaciones y refutar las opiniones erróneas,
ordinariamente con poco trabajo; y, con alguno mayor, siempre. Finalmente, a
todos es dado oponer y mostrar aquella fortaleza que es propia de los
cristianos, y con la cual no raras veces se quebrantan los bríos de los
adversarios y se desbaratan sus planes. Fuera de que el cristiano ha nacido para
la lucha, y cuanto ésta es más encarnizada, tanto con el auxilio de Dios es
más segura la victoria. Confiad: yo he vencido al mundo[xi]. Y no oponga nadie que
Jesucristo, conservador y defensor de la Iglesia, de ningún modo necesita del
auxilio humano; porque, no por falta de fuerza, sino por la grandeza de su
voluntad, quiere que pongamos alguna cooperación para obtener y alcanzar los
frutos de la salvación que Él nos ha granjeado.
14.
El deber d la profesión y propagación de la doctrina católica
Lo primero que ese deber nos impone es profesar abierta y constantemente la
doctrina católica y propagarla, cada uno según sus fuerzas. Porque, como
repetidas veces se ha dicho, y con muchísima verdad, nada daña tanto a la
doctrina cristiana como el no ser conocida; pues, siendo bien entendida, basta
ella sola para rechazar todos los errores, y si se propone a un entendimiento
sincero y libre de falsos prejuicios, la razón dicta el deber de adherirse a
ella. Ahora bien: la virtud de la fe es un gran don de la gracia y bondad
divina; pero las cosas a que se ha de dar fe no se conocen de otro modo que
oyéndolas. ¿Cómo creerán en Él, si de Él nada han oído hablar? ¿Y
cómo oirán hablar de Él si no se les predica?... Así que la fe proviene de
oír, y el oír depende de la predicación de la palabra de Cristo[xii].
Siendo, pues, la fe necesaria para la salvación, síguese que es enteramente
indispensable que se predique la palabra de Cristo.
Deber
de la jerarquía y de los laicos
El
cargo de predicar, esto es, de enseñar, por derecho divino compete a los
maestros, a los que el Espíritu Santo ha instituido Obispos para gobernar la
Iglesia de Dios[xiii],
y principalmente al Pontífice Romano, Vicario de Jesucristo, puesto al frente
de la Iglesia universal con potestad suma como maestro de lo que se ha de creer
y obrar. Sin embargo, nadie crea que se prohíbe a los particulares poner en uso
algo de su parte, sobre todo a los que Dios concedió una buena inteligencia y
el deseo de hacer bien; los cuales, cuando el caso lo exija, pueden fácilmente,
no ya arrogarse el cargo de doctor, pero sí comunicar a los demás lo que ellos
han recibido, siendo así como el eco de la voz de los maestros. Más aún, a
los Padres del Concilio Vaticano les pareció tan oportuna y fructuosa la
colaboración de los particulares, que hasta juzgaron exigírsela: A todos
los fieles, en especial a los que mandan o tienen cargo de enseñar, suplicamos
encarecidamente por las entrañas de Jesucristo, y aun les mandamos con la
autoridad del mismo Dios y Salvador nuestro, que trabajen con empeño y cuidado
en alejar y desterrar de la Santa Iglesia estos errores, y manifestar la luz
purísima de la fe[xiv].
Por lo demás, acuérdese cada uno de que puede y debe sembrar la fe católica
con la autoridad del ejemplo, y predicarla profesándola con tesón. Por
consiguiente, entre los deberes que nos juntan con Dios y con la Iglesia se ha
de contar, entre los principales, el que cada uno, por todos los medios procure
defender las verdades cristianas y refutar los errores.
15.
La unión del clero y de los laicos
Pero no llenarán este deber como conviene, colmadamente y con provecho, si
bajan a la arena separados unos de otros. Ya anunció Jesucristo que el odio y
la envidia de los hombres de que Él, antes que nadie, fue blanco, se
extendería del mismo modo a la obra por Él fundada, de tal suerte, que a
muchos de hecho se les impediría conseguir la salvación, que Él por singular
beneficio nos ha procurado. Por lo cual quiso no solamente formar alumnos de su
escuela, sino además juntarlos en sociedad y unirlos convenientemente en un
cuerpo, que es la Iglesia[xv],
cuya cabeza es Él mismo. Así que la vida de Jesucristo penetra y recorre la
trabazón de este cuerpo, nutre y sustenta cada uno de los miembros y los tiene
unidos entre sí y encaminados al mismo fin, por más que no es una misma la
acción de cada uno de ellos[xvi].
Por estas causas, no sólo es la Iglesia sociedad perfecta y mucho más
excelente que cualquier otra sociedad, sino que además le ha impuesto su
Fundador la obligación de trabajar por la salvación del linaje humano como
un ejército formado en batalla[xvii].
Esta composición y conformación de la sociedad cristiana de ningún modo se
puede mudar, y tampoco es permitido a cada uno vivir a su antojo o escoger el
modo de pelear que más le agrade, porque desparrama y no recoge el que no
recoge con la Iglesia y con Jesucristo; y en realidad, pelean contra Dios todos
los que no pelean juntos con Él y con la Iglesia[xviii].
16.
La concordia en el pensar
Mas
para esta unión de los ánimos y semejanza en el modo de obrar, no sin causa,
formidable a los enemigos del nombre católico, lo primero de todo es necesaria
la concordia de pareceres, a la cual vemos que el apóstol San Pablo exhortaba a
los Corintios con todo encarecimiento y con palabras de mucho peso: Mas os
ruego encarecidamente, hermanos míos, por el nombre de Nuestro Señor
Jesucristo, que todos tengáis un mismo lenguaje y que no haya entre vosotros
cisma; antes bien, viváis perfectamente unidos en un mismo pensar y en un mismo
sentir[xix].
Fácilmente se entiende la sabiduría de este precepto: porque el entendimiento
es el principio del obrar, y, por consiguiente, ni pueden unirse las voluntades,
ni ser las acciones semejantes, si los entendimientos tienen diverso sentir.
La
razón sola inclina a la desunión
Los
que por única guía tienen a la razón, muy difícil, si no imposible, es que
puedan tener unidad de doctrina, porque el arte de conocer las cosas es por
demás difícil, y nuestro entendimiento, débil por naturaleza, es atraído en
sentidos distintos por las diversas opiniones y a menudo engañado por la
impresión de la presentación externa de las cosas; a lo cual se agregan los
deseos desordenados, que muchas veces o quitan o por lo menos disminuyen la
facultad de ver la verdad. Por esto, en el gobierno de los pueblos se recurre
muchas veces a mantener unidos por la fuerza aquellos cuyos ánimos están
discordantes.
Unión
en la fe
Muy
al contrario los cristianos, los cuales saben qué han de creer por la Iglesia,
con cuya autoridad y guía están ciertos que conseguirán la verdad. Por lo
cual, como es una la Iglesia, porque uno es Cristo, así una es y debe ser la
doctrina de todos los cristianos del mundo entero. Uno el Señor, una la fe[xx].
Pero teniendo todos un mismo espíritu de fe[xxi],
alcanzan el principio saludable que les ha de salvar, del que naturalmente se
engendra en todos la misma voluntad y el mismo modo de obrar.
17.
La unión por la verdad revelada, por la Iglesia y el Romano Pontífice
Pero, como manda el apóstol San Pablo, conviene que esta unanimidad sea
perfecta.
No apoyándose la fe cristiana en la autoridad de la razón humana, sino de la
divina, porque las cosas que hemos recibido de Dios creemos que son
verdaderas, no porque con la luz natural de la razón veamos la verdad
intrínseca de las cosas, sino por la autoridad del mismo Dios que las revela,
el cual no puede engañarse ni engañar[xxii],
se sigue la absoluta necesidad de abrazar con igual y semejante asentimiento
todas y cada una de las verdades de que nos conste haberlas Dios revelado y que
negar el asentimiento a una sola viene casi a ser lo mismo que rechazarlas
todas. Destruyen, por consiguiente, el fundamento mismo de la fe los que, o
niegan que Dios ha hablado a los hombres, o dudan de su infinita veracidad y
sabiduría.
Determinar cuáles son las verdades divinamente reveladas, es propio de la
Iglesia docente a quien Dios ha encomendado la guarda e interpretación de sus
enseñanzas; y el Maestro supremo en la Iglesia es el Romano Pontífice. De
donde se sigue que la concordia de los ánimos, así como requiere un perfecto
consentimiento en una misma fe, así también pide que las voluntades obedezcan
y estén enteramente sumisas a la Iglesia y al Romano Pontífice, lo mismo que a
Dios.
Obediencia
perfecta
Obediencia
que ha de ser perfecta, porque lo manda la misma fe, y tiene esto de común con
ella que ha de ser indivisible, hasta tal punto que no siendo absoluta y
enteramente perfecta, tendrá las apariencias de obediencia, pero la realidad
no.
Y tan importante se reputa en el cristianismo la perfección de la obediencia,
que siempre se ha tenido y tiene como nota característica y distintiva de los
católicos.
Admirablemente explica esto Santo Tomás de Aquino con estas palabras: El
formal... objeto de la fe es la primera verdad, en cuanto se revela en las
Sagradas Escrituras y en la doctrina de la Iglesia, que procede de la primera
verdad. Luego todo el que no se adhiere como a regla infalible y divina a la
doctrina de la Iglesia, que procede de la primera verdad manifestada en la
Sagrada Escritura, no tiene el hábito de la fe, sino que lo que pertenece a la
fe lo abraza de otro modo que no es por la fe... Y es claro que aquel que se
adhiere a las enseñanzas de la Iglesia como a regla infalible, da asentimiento
a todo lo que enseña la Iglesia, porque de otro modo, si en lo que la Iglesia
enseña abraza lo que quiere y lo que no quiere no lo abraza, ya no se adhiere a
la doctrina de la Iglesia como a regla infalible, sino a su propia voluntad[xxiii].
Debe ser una la fe de la Iglesia, según aquello (1Cor. 1, 10): "Tened
todos un mismo lenguaje, y no haya entre vosotros cismas"; lo cual no se
podría guardar a no ser que, en surgiendo alguna cuestión en materia de fe,
sea resuelta por el que preside a toda la Iglesia, para que su decisión sea
abrazada firmemente por toda la Iglesia. Y por esto sólo a la autoridad del
Sumo Pontífice pertenece el aprobar una nueva edición del símbolo, como todo
lo demás que se refiera a toda la Iglesia[xxiv].
18.
La extensión de la obediencia
Tratándose
de determinar los límites de la obediencia, nadie crea que se ha de obedecer a
la autoridad de los Prelados y principalmente del Romano Pontífice solamente en
lo que toca a los dogmas, cuando no se pueden rechazar con pertinacia sin
cometer crimen de herejía. Ni tampoco basta admitir con sincera firmeza las
enseñanzas que la Iglesia, aunque no estén definidas con solemne declaración,
propone con su ordinario y universal magisterio como reveladas por Dios, las
cuales manda el Concilio Vaticano que se crean con fe católica y divina,
sino además uno de los deberes de los cristianos es dejarse regir y gobernar
por la autoridad y dirección de los Obispos y, ante todo, por la Sede
Apostólica. Muy fácil es, por lo tanto, el ver cuán conveniente sea esto.
Porque lo que se contiene en la divina revelación, parte se refiere a Dios y
parte al mismo hombre y a las cosas necesarias a la salvación del hombre. Ahora
bien: acerca de ambas cosas, a saber, qué se debe creer y qué se ha de obrar,
como dijimos, prescribe la Iglesia por derecho divino, y, en la Iglesia, el Sumo
Pontífice. Por lo cual el Pontífice, por virtud de su autoridad, debe poder
juzgar qué es lo que se contiene en las enseñanzas divinas, qué doctrina
concuerda con ellas y cuál se aparta de ellas, y del mismo modo señalarnos las
cosas buenas y las malas: qué es necesario hacer o evitar para conseguir la
salvación; pues de otro modo no sería para los hombres intérprete fiel de las
enseñanzas de Dios ni guía seguro en el camino de la vida.
19.
La potestad e íntima naturaleza de la Iglesia
Penetremos más íntimamente en la naturaleza de la Iglesia, la cual no es un
conjunto y reunión casual de los cristianos, sino una sociedad constituida con
admirable providencia de Dios, y que tiende directa e inmediatamente a procurar
la paz y la santificación de las almas; y como, por divina disposición, sólo
ella posee lo necesario para esto, tiene leyes ciertas y deberes ciertos, y en
la dirección del pueblo cristiano sigue un modo y camino conveniente a su
naturaleza.
Armonía
con el poder civil
Pero
tal gobierno es difícil, y es frecuente que tropiece con dificultades. Porque
la Iglesia gobierna a gentes diseminadas por todas las partes del mundo, de
diverso origen y costumbres, las cuales viviendo cada una en su estado y
nación, con leyes propias, tienen el deber de estar a un mismo tiempo sujetas a
la potestad civil y a la religiosa. Y este doble deber, aunque unido en la misma
persona, no es el uno opuesto al otro, según hemos dicho, ni se confunden entre
sí, por cuanto el uno se ordena a la prosperidad de la sociedad civil, y el
otro al bien común de la Iglesia, y ambos a conseguir la perfección del
hombre.
Independencia
de la Iglesia
Determinados
de este modo los derechos y deberes, claramente se ve que las autoridades
civiles quedan libres para el desempeño de sus asuntos, y esto no sólo sin
oposición, sino aun con la declarada cooperación de la Iglesia, la cual, por
lo mismo que manda particularmente que se ejercite la piedad, que es la justicia
para con Dios, ordena también la justicia para con los príncipes. Pero con fin
mucho más noble, tiende la autoridad eclesiástica a dirigir los hombres,
buscando el reino de Dios y su justicia[xxv],
y a esto lo endereza todo; y no se puede dudar, sin perder la fe, que este
gobierno de las almas compete únicamente a la Iglesia, de tal modo que nada
tiene que ver en esto el poder civil, pues Jesucristo no entregó las llaves del
reino de los cielos al César, sino a San Pedro.
La
Iglesia por encima de la política
Con
esta doctrina sobre las cosas políticas y religiosas tienen íntima relación
otras de no poca monta, que no queremos pasar aquí en silencio.
Es muy distinta la sociedad cristiana de todas las sociedades políticas; porque
si bien tiene semejanza y estructura de reino, pero en su origen, causa y
naturaleza es muy desemejante de los otros reinos mortales.
Es, pues, justo que viva la Iglesia y se gobierne con leyes e instituciones
conforme a su naturaleza. Y como no sólo es sociedad perfecta, sino también
superior a cualquier sociedad humana, por derecho y deber propio rehuye en gran
manera ser esclava de ningún partido y doblegarse servilmente a las mudables
exigencias de la política. Por la misma razón, guardando sus derechos y
respetando los ajenos, piensa que no debe ocuparse en declarar qué forma de
gobierno le agrade más; con qué leyes se ha de gobernar la parte civil de los
pueblos cristianos, siendo indiferente a las varias formas de gobierno, mientras
queden a salvo la religión y la moral.
20.
Cuestión de opiniones en política
A este ejemplo se han de conformar los pensamientos y conducta de cada uno de
los cristianos. No cabe la menor duda que hay una contienda honesta hasta en
materia de política; y es cuando, quedando incólumes la verdad y la justicia,
se lucha para que prevalezcan las opiniones que se juzgan ser las más
conducentes para conseguir el bien común. Mas arrastrar la Iglesia a algún
partido o querer tenerla como auxiliar para vencer a los adversarios, propio es
de hombres que abusan inmoderadamente de la religión. Por lo contrario, la
religión ha de ser para todos santa e inviolable, y aun en el mismo gobierno de
los pueblos, que no se puede separar de las leyes morales y deberes religiosos,
se ha de tener siempre y ante todo presente qué es lo que más conviene al
nombre cristiano; y si en alguna parte se ve que éste peligra por las
maquinaciones de los adversarios, deben cesar todas las diferencias; y, unidos
los ánimos y proyectos, peleen en defensa de la religión, que es el bien
común por excelencia, al cual todos los demás se han de referir.
21.
La Iglesia y la sociedad
Creemos
necesario exponer esto con algún mayor detenimiento.
Ciertamente, la Iglesia y la sociedad civil tienen su respectiva autoridad, por
lo cual, en el arreglo de sus asuntos propios, ninguna obedece a la otra; se
entiende dentro de los límites señalados por la naturaleza propia de cada una.
De lo cual no se sigue de manera alguna que deban estar desunidas, y mucho menos
en lucha.
Efectivamente, la naturaleza nos ha dado no sólo el ser físico, sino también
el ser moral. Por lo cual, en la tranquilidad del orden público, fin inmediato
que se propone la sociedad civil, busca el hombre el bienestar, y mucho más
tener en ella medios bastantes para perfeccionar sus costumbres; perfección que
en ninguna otra cosa consiste sino en el conocimiento y práctica de la virtud.
Juntamente quiere, como es justo, hallar en la Iglesia los medios convenientes
para su perfección religiosa, la cual consiste en el conocimiento y práctica
de la verdadera religión, que es la principal de las virtudes, porque
llevándonos a Dios las llena y cumple todas.
La
Iglesia y las leyes civiles
De
aquí se sigue que al sancionar las instituciones y leyes se ha de atender a la
índole moral y religiosa del hombre, y se ha de procurar su perfección, pero
ordenada y rectamente; y nada se ha de mandar o prohibir sino teniendo en cuenta
cuál es el fin de la sociedad política y cuál es el de la religiosa. Por esta
misma razón no puede ser indiferente para la Iglesia qué leyes rigen en los
Estados; no en cuanto pertenecen a la sociedad civil, sino porque algunas veces,
pasando los límites prescritos, invaden los derechos de la Iglesia. Más aún:
la Iglesia ha recibido de Dios el encargo de oponerse cuando las leyes civiles
se oponen a la religión, y de procurar diligentemente que el espíritu de la
legislación evangélica vivifique las leyes e instituciones de los pueblos. Y
puesto que de la condición de los que están al frente de los pueblos depende
principalmente la buena o mala suerte de los Estados, por eso la Iglesia no
puede patrocinar y favorecer a aquellos que la hostilizan, desconocen
abiertamente sus derechos y se empeñan en separar dos cosas por su naturaleza
inseparables, que son la Iglesia y el Estado. Por lo contrario, es, como debe
serlo, protectora de aquellos que, sintiendo rectamente de la Iglesia y del
Estado, trabajan para que ambos a una procuren el bien común.
22.
Normas para los católicos en asuntos políticos
En estas reglas se contiene la norma que cada católico debe seguir en su vida
pública, a saber: dondequiera que la Iglesia permite tomar parte en negocios
públicos, se ha de favorecer a las personas de probidad conocida y que se
espera han de ser útiles a la religión; ni puede haber causa alguna que haga
lícito preferir a los más dispuestos contra ella. De donde se ve qué deber
tan importante es mantener la concordia de los ánimos, sobre todo ahora que con
proyectos tan astutos se persigue la religión cristiana. Cuantos procuran
diligentemente adherirse a la Iglesia, que es columna y apoyo de la verdad[xxvi],
fácilmente se guardarán de los maestros mentirosos... que les prometen
libertad cuando ellos mismos son esclavos de la corrupción[xxvii],
más aún, gracias a la fuerza de la Iglesia, que participarán, podrán
destruir las insidias con su prudencia, y las violencias con su fortaleza.
23.
Conducta de los católicos. -Religiosidad
No es ocasión ésta de averiguar si han sido parte y hasta qué punto, para
llegar al nuevo estado de cosas, la cobardía y discordias de los católicos
entre sí; pero de seguro no sería tan grande la osadía de los malos, ni
hubiesen sembrado tantas ruinas, si hubiera estado más firme y arraigada en el
pecho de muchos la fe que obra mediante la caridad[xxviii],
ni tampoco hubiera decaído tan generalmente la observancia de las leyes dadas
al hombre por Dios. ¡Ojalá que de la memoria de lo pasado saquemos el provecho
de ser más avisados en adelante!
24.
Ni excesiva prudencia
Por lo que hace a los que han de tomar parte en la vida pública, deben evitar
cuidadosamente dos extremos viciosos, de los cuales uno se arroga el nombre de
prudencia, y el otro raya en temeridad. Porque algunos dicen que no conviene
hacer frente al descubierto a la impiedad fuerte y pujante, no sea que la lucha
exaspere los ánimos de los enemigos. Cuanto a quienes así hablan, no se sabe
si están en favor de la Iglesia o en contra de ella; pues, aunque dicen que son
católicos, querrían que la Iglesia dejara que se propagasen impunemente
ciertas maneras de opinar, de que ella disiente. Llevan los tales a mal la ruina
de la fe y la corrupción de las costumbres; pero nada hacen para poner remedio,
antes con su excesiva indulgencia y disimulo perjudicial acrecientan no pocas
veces el mal. Esos mismos no quieren que nadie ponga en duda su afecto a la
Santa Sede; pero nunca les faltan pretextos para indignarse contra el Sumo
Pontífice.
La prudencia de esos tales la califica el apóstol San Pablo de sabiduría de
la carne y muerte del alma, porque ni está ni puede estar sujeta a la ley
de Dios[xxix].
Y en verdad que no hay cosa menos conducente para disminuir los males. Porque
los enemigos, según que muchos de ellos confiesan públicamente y aun se
glorían de ello, se han propuesto a todo trance destruir hasta los cimientos,
si fuese posible, de la religión católica, que es la única verdadera. Con tal
intento no hay nada a que no se atrevan, porque conocen bien que cuanto más se
amedrente el valor de los buenos, tanto más desembarazado hallarán el camino
para sus perversos designios.
Por lo cual, los que tan bien hallados están con la prudencia de la carne;
los que fingen no saber que todo cristiano está obligado a ser buen soldado de
Cristo; los que pretenden llegar, por caminos muy llanos y sin exponerse a los
azares del combate, a conseguir el premio debido a los vencedores, tan lejos
están de atajar los pasos a los malos que más bien les dejan expedito el
camino.
Ni
excesiva prudencia
Por
lo contrario, no pocos, movidos por un engañoso celo o, lo que sería peor, por
ocultos fines, se apropian un papel que no les compete.
Quisieran que todo en la Iglesia se hiciese según su juicio y capricho, hasta
el punto de que todo lo que se hace de otro modo lo llevan a mal o lo reciben
con disgusto.
Estos trabajan con vano empeño; pero no por eso son menos dignos de reprensión
que los otros. Porque eso no es seguir la legítima autoridad, sino ir delante
de ella y alzarse los particulares con los cargos propios de los superiores, con
grave trastorno del orden que Dios mandó se guardase perpetuamente en su
Iglesia, y que no permite sea violado impunemente por nadie.
25.
La verdadera prudencia del espíritu
Mejor lo entienden los que no rehúsan la batalla siempre que sea menester, con
la firme persuasión de que la fuerza injusta se irá debilitando y acabará por
rendirse a la santidad del derecho y de la religión. Estos, ciertamente,
acometen una empresa digna del valor de nuestros mayores, cuando se esfuerzan en
defender la religión, sobre todo contra la secta audacísima, nacida para
vejación del nombre cristiano, que no deja un momento de ensañarse contra el
Sumo Pontífice, sojuzgado bajo su poder; pero guardan cuidadosamente el amor a
la obediencia, y no acostumbran emprender nada sin que les sea ordenado. Y como
quiera que ese deseo de obedecer, junto con un ánimo firme y constante, sea
necesario a todos los cristianos para que, suceda lo que sucediere, no sean en
nada hallados en falta[xxx],
con todo el corazón querríamos que en el corazón de todos arraigase
profundamente la que San Pablo llama prudencia del espíritu[xxxi].
Porque ésta modera las acciones humanas, siguiendo la regla del justo medio,
haciendo que ni desespere el hombre por tímida cobardía, ni confíe
temerariamente más de lo que debe.
La
prudencia política de los gobernantes especialmente del Papa
Mas
hay esta diferencia entre la prudencia política que mira al bien común y la
que tiene por objeto el bien particular de cada uno; que ésta se halla en los
particulares que en el gobierno de sí mismos siguen el dictamen de la razón, y
aquélla es propia de los superiores, y más bien aun de los príncipes a
quienes toca presidir con autoridad. De modo que la prudencia política de los
particulares parece tener únicamente por oficio el fiel cumplimiento de lo que
ordena la legítima autoridad[xxxii]. Esta disposición y
orden son de tanto mayor importancia en el pueblo cristiano, cuanto a más cosas
se extiende la prudencia política del Sumo Pontífice, al cual toca no sólo
gobernar la Iglesia, sino también enderezar las acciones de todos los
cristianos en general, en la mejor forma para conseguir la salvación eterna que
esperamos. De donde se ve que, además de guardar una grande conformidad de
pareceres y acciones, es necesario ajustarse en el modo de proceder a lo que
enseña la sabiduría política de la autoridad eclesiástica.
26.
El gobierno de los obispos
Ahora bien: el gobierno del pueblo cristiano, después del Papa y con
dependencia de él, toca a los Obispos, que, si bien no han llegado a lo más
alto de la potestad pontifical, son, empero, verdaderos príncipes en la
jerarquía eclesiástica, teniendo a su cargo cada uno el gobierno de una
Iglesia, son como arquitectos principales... del edificio espiritual[xxxiii], y tienen a los
demás clérigos por colaboradores de su cargo y ejecutores de sus
deliberaciones. A este modo de ser de la Iglesia, que ningún hombre puede
alterar, debe acomodarse el tenor de la vida y las acciones. Por lo cual, así
como es necesaria la unión de los Obispos, en el desempeño de su episcopado,
con la Santa Sede, así conviene también que, tanto los clérigos como los
seglares, vivan y obren muy en armonía con sus Obispos.
Podrá, ciertamente, suceder que en las costumbres de los Prelados se halle algo
menos digno de loa, y en su modo de sentir algo menos digno de aprobación; pero
ningún particular puede erigirse en juez, cuando Jesucristo Nuestro Señor
confió ese oficio a sólo aquel a quien dio la supremacía, así de los
corderos como de las ovejas. Tengan todos muy presente en la memoria aquella
máxima sapientísima de San Gregorio Magno: Deben ser avisados los súbditos
que no juzguen temerariamente la vida de sus superiores, si acaso los vieren
hacer algo digno de reprensión; no sea que al reprender el mal, movidos de
rectitud, empujados por el viento de la soberbia, se despeñen en más profundos
males. Deben ser avisados que no cobren osadía contra sus superiores por ver en
ellos algunas faltas; antes bien, de tal manera han de juzgar las cosas que en
ellos vieren malas, que, movidos por amor divino, no rehúsen llevar el yugo de
la obediencia debida. Porque las acciones de los superiores, hasta cuando se las
juzga dignas de justa reprensión, no se han de herir con la espada de la lengua[xxxiv].
27.
La vida cristiana. - Práctica de las virtudes
Mas, con todo esto, de poco provecho serán nuestros esfuerzos si no se emprende
un tenor de vida conforme a la moral cristiana. Del pueblo judío dicen muy bien
las Sagradas Escrituras: Mientras no enojaron a Dios con sus pecados, todo
les salió bien; porque su Dios tiene odio a la iniquidad. Pero tan luego como
se apartaron del camino que Dios les había trazado para que anduviesen por él,
fueron exterminados en las guerras que les hicieron muchas naciones[xxxv].
Pues la nación de los judíos representaba como la infancia del pueblo
cristiano, y en muchos casos lo que a ellos les acontecía no era sino figura de
lo que había de suceder en lo por venir; con esta diferencia, que a nosotros
nos colmó y enriqueció la divina bondad con muy mayores beneficios, por lo
cual la mancha de la ingratitud hace mucho más graves las culpas de los
cristianos.
Ciertamente que Dios nunca ni por nada abandona a su Iglesia; por lo cual nada
tiene ésta que temer de la maldad de los hombres. Pero no pueden prometerse
igual seguridad las naciones cuando van degenerando de la virtud cristiana. El
pecado hace desgraciados a los pueblos[xxxvi].
Y si en todo el tiempo pasado se ha verificado rigurosamente la verdad de ese
dicho, ¿por qué motivo no se ha de experimentar también en nuestro siglo?
Antes bien, que ya está cerca el día del merecido castigo, lo hace pensar,
entre otros indicios, la condición misma de los Estados modernos, a muchos de
los cuales vemos consumidos por disensiones y a ninguno que goce de completa y
tranquila seguridad. Y si los malos con sus insidias continúan audaces por el
camino emprendido, si llegan a hacerse fuertes en riquezas y en poder, como lo
son en malas artes y peores intentos, razón habría para temer que acabasen por
demoler, desde los cimientos, puestos por la naturaleza, todo el edificio
social. Ni ese tan grave riesgo se puede alejar sólo con medios humanos, cuando
vemos ser tantos los hombres que, abandonada la fe cristiana, pagan el justo
castigo de su soberbia con que, obcecados por las pasiones, buscan inútilmente
la verdad, abrazando lo falso por lo verdadero, y se tienen a sí mismos por
sabios, cuando llaman bien al mal y al mal bien, como luz a las
tinieblas y tinieblas a la luz[xxxvii].
Desagravio
a Dios
Es,
pues, necesario que Dios ponga en este negocio su mano, y que, acordándose de
su benignidad, se digne volver los ojos a la sociedad civil de los hombres. Para
lo cual, según otras veces os hemos exhortado, se debe procurar con singular
empeño y constancia aplacar con humildes oraciones la divina clemencia, y hacer
que florezcan de nuevo las virtudes que forman la esencia de la vida cristiana.
51. Ante todo se debe fomentar y mantener la caridad, fundamento el más firme
de la vida cristiana, y sin la cual, o no hay virtud alguna, o sólo virtudes
estériles y sin fruto. Por eso San Pablo, exhortando a los Colosenses a que se
guardasen de todo vicio y se hiciesen recomendables con la práctica de las
virtudes, añade: Sobre todo esto, esmeraos en la guarda de la caridad,
porque es el lazo de la perfección[xxxviii].
Y en verdad que la caridad es un lazo de perfección, porque une con Dios
estrechamente a aquellos entre quienes reina, y hace que los tales reciban de
Dios la vida del alma y vivan con Él y para Él.
Caridad
para con el prójimo
Y
con la caridad y amor de Dios ha de ir unido el amor del prójimo, pues los
hombres participan de la bondad infinita de Dios, de quien son imagen y
semejanza. Este mandamiento nos ha dado Dios, que quien le ama a Él, ame
también a su hermano[xxxix].
Si alguno dijere "amo a Dios", y aborreciere a su hermano, miente[xl].
Y este mandamiento de la caridad lo llamó nuevo el divino Legislador, no
porque hasta entonces no hubiese ley alguna divina o natural, que mandara se
amasen los hombres unos a otros, sino porque el modo de amarse que habían de
tener los cristianos era nuevo y hasta entonces nunca oído. Porque la caridad
con que Jesucristo es amado por su Padre, y con la que Él ama a los hombres,
ésa la consiguió Él para sus discípulos y seguidores, a fin de que sean en
Él un corazón y una sola alma, así como Él y el Padre son una sola cosa por
naturaleza. Muy sabido es cuán hondas raíces echó la virtud de este precepto
en los pechos de los primeros cristianos, y cuán copiosos y excelentes frutos
dio de concordia, mutua benevolencia, piedad, paciencia y fortaleza.
Motivos
para el amor
¿Por
qué no hemos de esforzarnos en imitar los ejemplos de nuestros mayores? Lo
calamitoso de los tiempos es un buen estímulo para movernos a guardar la
caridad. Pues tanto crece el odio de los impíos contra Jesucristo, muy puesto
en razón es que los cristianos vigoricen la piedad y enciendan la caridad,
fecunda madre de las más grandes empresas. Acábense, pues, las diferencias, si
alguna hubiere. Dése fin a aquellos debates que, acabando con las fuerzas de
los combatientes, no son de provecho alguno a la religión. Unidas las
inteligencias por la fe y con la caridad las voluntades, vivamos, como es
nuestro deber, en el amor de Dios y del prójimo.
29.
Las obligaciones de los padres de familia
Oportuna
ocasión es ésta para exhortar en especial a los padres de familia para que
traten, no sólo de gobernar sus casas, sino también de educar a tiempo a sus
hijos según estas máximas. Fundamento de la sociedad civil es la familia, y,
en gran parte, es en el hogar doméstico donde se prepara el porvenir de los
Estados. Por eso los que desean poner divorcio entre la sociedad y el
Cristianismo, poniendo la segur en la raíz, se apresuran a corromper la
sociedad doméstica; ni les arredra en tan malvado intento el pensar que no lo
podrán llevar a cabo sin grave injuria de los padres, a quienes la misma
naturaleza da el derecho de educar a sus hijos, imponiéndoles al mismo tiempo
el deber de que la educación y enseñanza de la niñez corresponda y diga bien
con el fin para el cual el Cielo les dio los hijos. A los padres toca, por lo
tanto, tratar con todas sus fuerzas de rechazar todo atentado en este
particular, y de conseguir a toda costa que en su mano quede el educar
cristianamente, cual conviene, a sus hijos, y apartarlos cuanto más lejos
puedan de las escuelas donde corren peligro de que se les propine el veneno de
la impiedad. Cuando se trata de amoldar al bien el corazón de los jóvenes,
todo cuidado y trabajo que se tome será poco para lo que la cosa se merece. En
lo cual son, por cierto, dignos de la admiración de todos, los católicos de
varios países, que con grandes gastos y mayor constancia han abierto escuelas
para la educación de la niñez.
Conveniente es emular ejemplo tan saludable dondequiera que lo exijan los
tiempos que corren; pero téngase ante todo por indudable que es mucho lo que
puede en los ánimos de los niños la educación doméstica. Si los jóvenes
encontraren en sus casas una moralidad en el vivir y una como palestra de las
virtudes cristianas, quedará en parte asegurada la salvación de las naciones.
Nos parece haber tocado ya las principales cosas que en estos tiempos han de
hacer los católicos, así como las que han de rehuir.
30.
Exhortación final
Sólo
resta, y esto es de vuestra incumbencia, Venerables Hermanos, que procuréis sea
oída Nuestra voz en todas partes, y que todos entiendan de cuánta importancia
es que se lleve a cabo lo que en esta Carta hemos declarado. No puede ser
molesto y pesado el cumplimiento de estos deberes, ya que el yugo de Jesucristo
es suave y ligera su carga. Mas si algo les parece difícil de hacer, procurad
con vuestro ejemplo y autoridad despertar alientos generosos en todos para que
no se dejen vencer por ninguna dificultad. Hacedles ver, como Nos hemos dicho
muchas veces, que corren grave riesgo bienes grandísimos y sobremanera dignos
de ser codiciados; para conservar los cuales, todos los trabajos se deben tener
por llevaderos, siendo tan excelente el galardón con que se remuneran esos
trabajos, como es grande el premio que corona la vida de quien vive
cristianamente. Fuera de que no querer defender a Cristo peleando, es militar en
las filas de sus enemigos; y Él nos asegura[xli]
que no
reconocerá por suyos delante de su Padre en los cielos a cuantos rehusaron
confesarle delante de los hombres de este mundo.
31.
Conclusión y bendición apostólica
Por
lo que hace a Nos y a todos vosotros, nunca, de seguro, consentiremos el que,
mientras Nos quede un soplo de vida, falte a quienes pelean por Nuestra
autoridad, consejo y ayuda. Y no hay duda que así al rebaño como a los
pastores dará Dios sus auxilios hasta conseguir completa victoria.
Alentados por esta esperanza, del fondo de Nuestro corazón, Nos os damos en el
Señor a vosotros, Venerables Hermanos, y a todo vuestro Clero y pueblo, la
Bendición Apostólica como anuncio de los dones celestiales y prenda de Nuestra
benevolencia.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 10 de enero de 1890, año duodécimo de
Nuestro Pontificado. León XIII.
[i]
1.
Marc. 16, 16.
[ii]
Mat.
6, 24.
[iii]
Act.
5, 29.
[iv]
2 Tim.
1, 7.
[v]
Tit.
3, 1.
[vi]
Act.
4, 19, 20. Luc. 9, 26.
[vii]
Io. 18, 37.
[viii]
Luc. 12, 49.
[ix]
Luc. 18, 5.
[x]
S. Th.
2. 2ae. 3, 2 ad 2.
[xi]
Io. 16, 33.
[xii]
Rom.
10, 14, 17.
[xiii]
Act.
20, 28
[xiv]
Const.
Dei Filius.
[xv]
Col.
1, 24.
[xvi]
Rom.
12, 4, 5
[xvii]
Cant.
6, 9
[xviii]
Luc.
11, 23
[xix]
1 Cor.
1, 10.
[xx]
Eph.
4, 5
[xxi]
2 Cor.
4, 13
[xxii]
Conc.
Vat. Const. Dei Filius c. 3.
[xxiii]
S. Th.
2, 2ae. 1, 10
[xxiv]
Ibid. 1, 10.
[xxv]
Mat. 6,
33.
[xxvi]
Columna
et firmamentum veritatis" (1 Tim. 3, 15)
[xxvii]
2 Pet.
2, 1, 19
[xxviii]
Gal.
5, 6
[xxix]
Rom.
8, 6, 7
[xxx]
Iac.
1, 4
[xxxi]
Rom.
8, 6.
[xxxii]
S. Th.
2. 2ae. 47, 12
[xxxiii]
S. Th.
Quodlib. 1, 4.
[xxxiv]
Reg.
Pastor. p. 3 c. 4.
[xxxv]
Iudith
5, 21, 22
[xxxvi]
Prov.
14, 34
[xxxvii]
Is. 5,
20.
[xxxviii]
Col.
3, 14
[xxxix]
1 Io. 4, 21
[xl]
Ibid. 20.