Ingravescentibus
malis
Encíclica
de PÍO XI
Sobre
el Santo Rosario de la Santísima Virgen
29
de septiembre de 1937
I.
Introducción
No
solamente una vez hemos afirmado -como recientemente lo hemos hecho en la Carta
Encíclica Divini Redemptoris, que a los males cada vez más graves
de nuestro tiempo no se puede dar otro remedio que el del retorno a Nuestro
Señor Jesucristo y a sus santísimos preceptos. Sólo Él tiene palabras de
vida eterna[i];
y ni los
individuos ni la sociedad pueden hacer cosa alguna que pronto y miserablemente
no decaiga, si dejan aparte la majestad de Dios y repudian su ley.
Mas
quien estudie con diligencia los anales de la Iglesia Católica, fácilmente
verá unido a todos los fastos del nombre cristiano el poderoso patrocinio de la
Virgen Madre de Dios.
II.
María y la historia de la Iglesia
Y
en efecto, cuando los errores difundiéndose por doquiera se obstinaban en
dilacerar la túnica inconsútil de la Iglesia y en perturbar el orbe católico,
nuestros padres con ánimo confiado se dirigieron a aquélla que sola ha
destruido todas las herejías del mundo[ii],
y la victoria alcanzada por medio de Ella trajo tiempos más serenos.
Y
cuando el impío poder mahometano, confiando en poderosas flotas y en ejércitos
aguerridos, amenazaba con la ruina y la esclavitud a los pueblos de Europa,
entonces por insinuación del Sumo Pontífice se imploró fervorosamente la
protección de la Madre Celestial, y los enemigos fueron derrotados y sus
navíos sumergidos.
Y
como en las calamidades públicas así también en sus necesidades privadas. los
fieles de todas las épocas se dirigieron suplicantemente a María, para que
ella, tan benigna, acudiese en su socorro, impetrando alivio y remedio para los
dolores del cuerpo y del alma. Y nunca fue esperada en vano su poderosa ayuda
por los que la imploraron con piadosa y confiada plegaria.
III.
Los peligros del mundo moderno
También
en nuestros días amenazan a la sociedad religiosa y a la civil peligros no
menores que en el tiempo pasado.
Y
en realidad de verdad, porque debido a que muchos desprecian y repudian
completamente la suprema y eterna autoridad de Dios que manda y prohíbe, se
sigue que se ha debilitado la conciencia del deber cristiano, que languidece en
las almas la fe, cuando no se apaga del todo, y que se conmueven y destruyen los
fundamentos mismos de la sociedad humana.
Así
se ve, por una parte, a ciudadanos trabados en atroz lucha entre sí, porque los
unos están colmados de copiosas riquezas y los otros deben ganar el pan para
sí y para los suyos con el duro trabajo cotidiano.
Más
aún, en algunas regiones, como todos saben, el mal ha llegado a tal punto que
se ha querido destruir hasta el derecho privado de propiedad para poner en
común todas las cosas. Por otra parte, no faltan hombres que declarando honrar
y exaltar sobre todo el poder del Estado, diciendo que es menester asegurar por
todos los medios el orden civil y reformar la autoridad, pretenden que con eso
se pueda rechazar totalmente las execrables teorías de los comunistas;
mas despreciando la luz de la sabiduría evangélica se empeñan en hacer
resurgir los errores de los paganos y su tenor de vida.
Añádase
a esto, la artera y funestísima secta de los que, negando y odiando a Dios, se
declaran enemigos del Eterno; se insinúan por doquiera; desacreditan y arrancan
de las almas toda creencia religiosa, y conculcan en fin todo derecho divino y
humano. Y mientras se mofan de la esperanza de los bienes celestiales, incitan a
los hombres a conseguir, aún con medios ilícitos, una felicidad terrenal en
todo y por todo mentirosa y los impulsan por lo mismo con audacia temeraria a la
destrucción del orden social, suscitando desórdenes, sangrientas rebeliones y
la misma conflagración de la guerra civil.
IV.
Erigir la confianza en Dios
Sin
embargo, Venerables Hermanos, aun cuando males tan grandes y tan numerosos
amenacen y se teman aún mayores para lo porvenir, es menester no desmayar ni
dejar languidecer la confiada esperanza que se apoya únicamente en Dios.
El
que ha concedido la salud a pueblos y naciones[iii]
indudablemente no
dejará perecer a los que ha redimido con su preciosa sangre, ni abandonará su
Iglesia.
Antes
bien, como hemos recordado al principio, interpongamos ante Dios la mediación
de la Bienaventurada Virgen tan acepta a Él, como quiera que, en palabras de
San Bernardo, así es su voluntad (de Dios) el cual ha querido que
todo lo consiguiésemos por medio de María[iv].
V.
Las plegarias a María. El Santo Rosario
Entre
las varias plegarias con las cuales últimamente Nos dirigimos a la Virgen Madre
de Dios, el Santo Rosario ocupa sin duda un puesto especial y distinguido.
Esta
plegaria, que algunos llaman el Psalterio de la Virgen o Breviario del
Evangelio y de la vida cristiana, ha sido descrita y recomendada por Nuestro
Predecesor de feliz memoria, León XIII, con estos vigorosos rasgos: grandemente
admirable es esta corona tejida con la salutación angélica, en la que se
intercala la oración dominical, y se une la obligación de la meditación
interior: es una manera excelente de orar... y utilísima para la consecución
de la vida inmortal[v].
Y
esto se deduce también de las mismas flores con que está formada esta mística
corona. Efectivamente, ¡qué oraciones pueden hallarse más apropiadas y más
santas?
La
primera es la que el mismo Nuestro Divino Redentor pronunció cuando los
discípulos le pidieron enséñanos a orar[vi];
santísima súplica que así como nos ofrece el modo de dar gloria a Dios, en
cuanto nos es dado, así también considera todas las necesidades de nuestro
cuerpo y de nuestra alma. ¿Cómo puede el Padre Eterno, rogado con las palabras
de su mismo Hijo, no acudir en nuestra ayuda?
La
otra oración es la salutación angélica, que se inicia con el elogio del
Arcángel Gabriel y de Santa Isabel, y termina con la piadosísima imploración
con que pedimos el auxilio de la Beatísima Virgen ahora y en la hora de nuestra
muerte.
A
estas invocaciones hechas de viva voz se agrega la contemplación de los
sagrados misterios, que ponen ante nuestros ojos, los gozos, los dolores y los
triunfos de Jesucristo y de su Madre, con los que recibimos alivio y
confortación en nuestros dolores, y para que, siguiendo esos santísimos
ejemplos, por grados de virtud más altos, ascendamos a la felicidad de la
patria celestial.
Esta
práctica de piedad, Venerables Hermanos, difundida admirablemente por Santo
Domingo no sin superior insinuación e inspiración de la Virgen madre de Dios,
es sin duda fácil a todos, aun a los indoctos y a las personas sencillas.
¡Y
cuánto se apartan del camino de la verdad los que reputan esa devoción como
fastidiosa fórmula repetida con monótona cantilena, y la rechazan como buena
para niños y mujeres!
A
este propósito es de observar que tanto la piedad como el amor, aun repitiendo
muchas veces las mismas palabras, no por eso repiten siempre la misma cosa, sino
que siempre expresan algo nuevo, que brota del íntimo sentimiento de caridad.
Además. este modo de orar tiene el perfume de la sencillez evangélica y
requiere la humildad del espíritu, sin el cual, como enseña el Divino
Redentor, nos es imposible la adquisición del reino celestial: en verdad os
digo que si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos[vii].
Si
nuestro siglo en su soberbia se mofa del Santo Rosario y lo rechaza, en cambio,
una innumerable muchedumbre de hombres santos de toda edad y de toda condición,
lo han estimado siempre, lo han rezado con gran devoción, y en todo momento lo
han usado como arma poderosísima para ahuyentar a los demonios, para conservar
íntegra la vida, para adquirir más fácilmente la virtud, en una palabra, para
la consecución de la verdadera paz entre los hombres.
Ni
faltaron hombres insignes por su doctrina y sabiduría que, aunque intensamente
ocupados en el estudio y en las investigaciones científicas, no han
dejado sin embargo un día sin rezar de rodillas y fervorosamente delante de la
imagen de la Virgen esta piadosísima forma.
Así
también lo tuvieron por deber suyo reyes y príncipes aun cuando apremiados por
las ocupaciones y los negocios más urgentes.
Esta
mística corona se la encuentra y corre no solamente entre las manos de la gente
pobre, sino que también es apreciada por ciudadanos de toda categoría social.
No
queremos pasar en silencio que la misma Virgen Santísima también en nuestros
tiempos ha recomendado instantemente esta manera de orar, cuando apareció y
enseñó con su ejemplo esa recitación a la inocente niña en la gruta de
Lourdes.
¿Por
qué entonces no hemos de esperar toda gracia, si con las debidas disposiciones
y santamente suplicamos de esa manera a la Madre Celestial?
Por
eso deseamos asaz vivamente, Venerables Hermanos, que en modo especial, en el
próximo mes de octubre sea rezado el Santo Rosario con crecida devoción tanto
en las iglesias como en las casas privadas.
Y
más debe hacerse esto en este año a fin de que, mediante el eficaz recurso a
la Virgen Madre de Dios, los enemigos del nombre divino, esto es, todos cuantos
se han levantado para renegar y vilipendiar al eterno Dios, para tender insidias
a la fe católica y a la libertad debida a la Iglesia, y para rebelarse
finalmente con insanos esfuerzos contra los derechos divinos y humanos para
ruina y perdición de la sociedad humana, sean finalmente doblegados e inducidos
a penitencia y retornen al recto sendero, confiándose a la tutela y protección
de María.
VI.
El Rosario es eficaz remedio contra los males presentes
Que
la Virgen Santa, que un día ahuyentó victoriosa de los países cristianos la
terrible secta de los albigenses, ahora invocada fervorosamente por Nosotros,
haga retroceder los nuevos errores, especialmente los del comunismo, que
recuerdan por muchos motivos y por sus muchas fechorías a los antiguos.
Y
así como en los tiempos de las cruzadas se elevaba por toda Europa una sola
voz, y por los pueblos una sola súplica; así también hoy, en todo el mundo,
en las ciudades y en las aldeas aún más pequeñas, unidos de corazón y de
fuerza, con filial y constante insistencia, trátase de obtener de la gran Madre
de Dios que sean vencidos los enemigos de la civilización cristiana y humana,
haciendo así resplandecer ante los hombres cansados y desviados la verdadera
paz.
Por
tanto, si todos lo hicieren así, con las debidas disposiciones, con gran
confianza y con fervorosa piedad, es de esperar que como en el pasado, así
también en Nuestros días la Beatísima Virgen impetrará de su Divino Hijo que
las oleadas de las actuales tempestades sean contenidas y calmadas, y que una
brillante victoria corone este noble certamen de los cristianos en la plegaria.
Además,
el Santo Rosario no solamente sirve mucho para vencer a los enemigos de Dios y
de la Religión, sino también es un estímulo y un acicate para la práctica de
las virtudes evangélicas que insinúa y cultiva en nuestras almas.
Ante
todo, nutre la fe católica, que se vigoriza con la oportuna meditación de los
sagrados misterios y eleva las almas a las verdades que nos fueron reveladas por
Dios.
Todos
pueden comprender cuan saludable sea -esta práctica-, especialmente en nuestros
tiempos, en los que quizás aún entre los fieles reina cierto fastidio
por las cosas del espíritu y casi disgusto de la doctrina cristiana.
Luego
reaviva la esperanza de los bienes inmortales, pues, al hacernos meditar en la
última parte del Rosario, el triunfo de Jesucristo y de su Madre, nos muestra
el cielo abierto y nos invita a la conquista de la patria eterna.
Así,
mientras en el corazón de los inmortales penetra un ansia desenfrenada por las
cosas de la tierra y cada vez más ardientemente los hombres se afanan por las
riquezas caducas y los placeres efímeros, todos -los que rezan el Rosario-
sienten un provechoso llamado hacia los tesoros celestiales, donde el ladrón
no penetra ni carcome la polilla[viii],
y hacia los bienes imperecederos.
Y
¿cómo no se reencenderá la caridad, que ha languidecido y se ha enfriado en
muchos, con un aumento de amor en el alma de los que recuerdan con corazón
dolorido las torturas y la muerte de Nuestro Redentor y las aflicciones de su
Madre Dolorosa?
De
esta caridad hacia Dios no puede menos de brotar necesariamente un más intenso
amor al prójimo con sólo que se detenga el pensamiento en los trabajos y
dolores que Nuestro Señor sufrió para reintegrarnos a todos en la perdida
herencia de hijos de Dios.
Por
tanto, Venerables Hermanos, empeñaos en que esta práctica tan fructuosa sea
cada vez más difundida, sea por todos altamente estimada y aumente la piedad
común.
VII.
El Rosario en familia
Predíquese
y repítanse a los fieles de toda clase social sus loas y sus ventajas por obra
vuestra y por la de los sacerdotes que os ayudan en la cura de almas.
Los
jóvenes saquen de ella nuevas energías con que domar los rebeldes estímulos
del mal y conservar intacto y sin mancilla el candor del alma; que en ella
encuentren los ancianos en sus tristes ansias reposo, alivio y paz. Para los que
se dedican a la Acción Católica sea acicate que los impulse a una más
fervorosa y diligente obra de apostolado; y a todos los que de alguna manera
sufren, particularmente a los moribundos, dé aliento y aumente la esperanza de
la felicidad eterna.
Y
los padres y las madres de la familia en particular sean en esto también un
dechado para sus hijo, especialmente cuando, a la caída del día, se recogen
después de las labores de la jornada en el hogar doméstico, recitando, ellos
los primeros, arrodillados ante la imagen de la Virgen, el Santo Rosario,
fundiendo en uno la voz, la fe y el sentimiento, costumbre ésta tiernísima y
saludable, de la que ciertamente no puede menos de derivar a la sociedad
doméstica serena tranquilidad y abundancia de dones celestiales.
Por
esto, cuando, como nos acaece con mucha frecuencia, recibimos en audiencia a los
recién casados y les dirigimos unas palabras paternales, les damos la corona
del Rosario, recomendándoselo grandemente y exhortándolos, aduciendo también
Nuestro ejemplo, a no dejar pasar ni un día sin rezarlo, no obstante estar
agobiados por muchos cuidados y trabajos.
VIII.
Exhortación final
Por
estos motivos, Venerables Hermanos, hemos querido exhortar vivamente y, por
vuestro medio, a todos los fieles a esta piadosa práctica; y no dudamos que
escuchando, con la correspondencia que acostumbráis, Nuestra paternal
invitación, reportaréis copiosos frutos.
Hay
otro motivo que Nos impulsa a dirigiros esta Nuestra Encíclica. Deseamos que
todos cuantos son nuestros hijos en Jesucristo se unan con Nos a dar gracias a
la excelsa Madre de Dios por la salud que felizmente hemos recuperado.
Esta
gracia, como hemos tenido ya ocasión de escribir[ix],
Nos la atribuímos a la especial intercesión de la virgen de Lisieux, Santa
Teresa del Niño Jesús, mas es sabido que todo nos lo concede el Sumo y
Omnipotente Dios por las manos de la Virgen.
Finalmente,
como poco a poco ha se lanzó por la prensa con temeraria insolencia una
gravísima injuria a la Beatísima Virgen, no podemos menos de aprovechar esta
ocasión para ofrecer juntamente con el Episcopado y el pueblo de aquella
nación que venera a María como Reina del Reino de Polonia, con el
homenaje de Nuestra piedad, la debida reparación a la misma Augusta Reina, y
para denunciar ante el mundo entero como cosa dolorosa e indigna este sacrilegio
cometido impunemente en medio de un pueblo civilizado.
Impartimos
de todo corazón a vosotros, Venerables Hermanos, y a la grey confiada al
cuidado de cada uno de vosotros, la Apostólica Bendición como auspicio de las
gracias celestes y en prenda de Nuestra paternal benevolencia.
Dada
en Castel-Gandolfo, cerca de Roma, el día 29 del mes de Septiembre, en la
fiesta de la dedicación de San Miguel Arcángel, en el año 1937, decimosexto
de Nuestro Pontificado.