ALBERTO MAGNO, San
l. Introducción.
En la tradición histórica y teológico se designa con razón a
Alberto Bollstaedt (es el nombre de su familia) con el
calificativo de grande, tanto por la amplitud de su obra
enciclopédica como por el papel especial que representó en el
desarrollo de la Filosofía y de la Teología a lo largo del s. XIII;
él fue uno de los tres o cuatro maestros, tanto en el sentido
técnico como en el sentido intelectual de la palabra. Por esto se
le llamó también Magister Albertus; en la Escuela se le dio otra
calificación más adecuada: si S. Buenaventura ha sido llamado el
«doctor seráfico», S. Tomás de Aquino el «doctor angélico» y algún
otro el «doctor solemne», A. ha sido llamado el «doctor
universal», título que está justificado no sólo por el carácter
enciclopédico de su obra, sino también por su actitud de espíritu
y de método, pues tuvo cuidado en abarcar toda la realidad en aras
de la verdad y del equilibrio del saber humano.
Aunque su recuerdo se ha conservado siempre, su obra apenas
era consultada. Ha ganado renombre a lo largo del s. XX, debido al
renacimiento de los estudios sobre la Edad Media, tanto en el
plano de la cultura general como en el de la Teología. La
introducción del método histórico en el estudio de los grandes
maestros de la Escolástica ha hecho posible que de la intemporal
abstracción de una philosophia perennis resurgiera la personalidad
y el genio propio de cada uno de los doctores; A. se ha
beneficiado con ello, lo mismo que S. Buenaventura, S. Tomás y
otros. Esta estima se puso de manifiesto en la misma Iglesia,
quien, teniendo en cuenta la secular veneración por A., le declaró
doctor de la Iglesia en 1931. El procedimiento fue significativo:
mientras que, según la costumbre de los procesos, la declaración
de santidad era un prerrequisito para calificar oficialmente a
alguien de doctor, se cambió para A. esta coyuntura necesaria:
porque su obra es verdaderamente la de un «doctor», en el sentido
eclesial de la palabra, se indujo que era santo. En efecto, no
había sido posible reanudar sobre documentos un proceso que ya se
había iniciado en 1622.
Al amparo de este resurgimiento de su prestigio, se
emprendió una edición monumental de sus obras, que decididamente
permite conocer al detalle la amplitud y la profundidad de la
empresa filosófica y teológico, que había causado sensación en su
tiempo. En 1931 se fundó en Colonia la Albertus-Magnus-Akademie,
cuyo fin principal era la publicación de las obras editadas e
inéditas de A. El proyecto, llevado con una investigación rigurosa
de las fuentes y con una lujosa erudición, se prosigue
regularmente a partir de un primer volumen publicado en 1951 que
contiene las obras agrupadas bajo el título De bono.
2. Biografía. A. nació en Lauingen, pequeña ciudad de Suavia,
ca. 1200, en una modesta familia feudal al servicio del emperador
Federico II. Desde su adolescencia fue enviado a Italia, en donde
su padre guerreaba al servicio del emperador; comenzó sus estudios
en las escuelas de Padua. Allí, en 1223, fue atraído a la entonces
recién fundada orden de los Hermanos Predicadores, por jordán de
Sajonia, sucesor de S. Domingo, que predicaba a los estudiantes de
la Universidad. Sin duda, fue entonces, para continuar sus
estudios en Teología, a Colonia, en donde pasará gran parte de su
vida. De ahí su nombre: A. de Colonia. Enseñó después en diversos
conventos de la región, comentando el Liber Sententiarum de Pedro
Lombardo, texto oficial según la ratio studiorum entonces en
vigor. En 1240 A. fue enviado a París, en aquella época centro
radiante de todo el Occidente cristiano, para obtener allí el
título de maestro en Teología y dirigir una de las dos cátedras
del convento de los Predicadores. Allí, desde 1244 hasta 1248,
además de enseñar Teología, comenzó la redacción de su
enciclopedia científica y filosófica. Tomó como base un estudio de
Aristóteles, cuyas obras penetraban rápidamente en la enseñanza y
en la alta cultura. Por otra parte, desde su tratado De bono, en
1236-37, citaba a Aristóteles doblemente más que a S. Agustín.
Ésta debía ser una de las grandes empresas de su vida. Cuando la
comenzó, su iniciativa causó sensación, no sólo por la novedad de
su objeto y de su método, sino también porque la Iglesia había
prohibido en diversas ocasiones la lectura pública de las obras
del Estagirita. Hacia 1245, Roger Bacon, maestro en artes,
comenzaba también a comentar los Libri naturales y la Metaphysica.
De hecho, A. había llegado a París en el momento en que
maduraban, en un duro concurso de grandeza y de peligro, los
elementos de la severa crisis en la que se iban a enfrentar fe y
razón, la fe en primavera evangélica, la razón en efervescente
descubrimiento de la ciencia griega. Platón había sido asimilado
por los Padres de la Iglesia, tanto en Occidente como en Oriente,
en síntesis variadas que le habían expurgado de su idealismo. Pero
Aristóteles era considerado por los teólogos como un lógico,
sospechoso como tal, un manducator verborum, mas no era aún
conocido en su física y en su metafísica. Llegaba entonces a
través de las traducciones greco-latinas y por medio de los
comentaristas árabes. Desde 1210, en un sincretismo mal
discernible, las autoridades de la Iglesia habían presentido y
denunciado el peligro. Pero los textos se infiltraban por todas
partes, más o menos acompañados ya del comentario que de ellos
había hecho el filósofo árabe de Córdoba, Averroes.
Por una curiosa coincidencia, las obras de Dionisio el
Areopagita, de una inspiración totalmente diferente, pero
alimentadas también de cosmología griega, volvían a adquirir un
nuevo prestigio; y la traducción reciente de Juan Sarracino (ca.
1160) esclarecía y reforzaba la traducción durante largo tiempo
inoperante de Escoto Eriúgena (S. IX). Un corpus de textos y de
glosas del Areopagita proporcionaban a los maestros parisinos un
precioso instrumento de trabajo. El naturalismo científico del
filósofo griego chocaba con el simbolismo cósmico de los doctores
orientales. En 1241, habían sido condenadas una decena de
proposiciones representativas de la teología griega, que iban en
contra de la tradición agustiniana, y, en diversas ocasiones, los
capítulos generales y locales de los Predicadores habían exigido
que los profesores y los estudiantes expurgaran sus cuadernos de
toda huella de errores condenados.
Esta combinación explosiva encontraba un terreno
completamente disponible en las primeras generaciones de las
órdenes mendicantes, Predicadores y Menores, entonces en su primer
fervor apostólico y teológico. Sus conventos se habían convertido
rápidamente, sobre todo en la Univ. de París en pleno periodo de
creación, en los centros de la nueva cultura y de la seducción de
la juventud; los estudiantes entraban en ellos por centenares. Fue
lo que le sucedió al mismo A. Como era de prever, las reacciones
se desarrollaban en direcciones diferentes, sobre el fondo
tradicional de la doctrina de S. Agustín; pero, en todo caso, el
despertar evangélico suscitaba y alimentaba la curiosidad de la
fe.
Esta efervescencia evangélica no se manifestaba sin
inquietud, en la perspectiva mesiánica y apocalíptico que había
abierto el famoso eremita calabrés Joaquín de Fiore, con el
presentimiento de una nueva era en la economía cristiana, por la
efusión del Espíritu, que iba a transformar y a despreciar la
institución eclesiástica que se había hecho muy pesada por su
oclusión con las riquezas y los poderes temporales. Menores y
Predicadores se presentaban a veces como los profetas de este
tiempo nuevo, como los obreros de la hora undécima. Juan de Parma,
el ministro general de los Menores, tendría que renunciar a su
cargo por ser demasiado favorable a los Espirituales, como se les
llamaba (1257).
Enviado a Colonia en 1248 para fundar el convento de los
Predicadores, en conexión con la fundación de la Universidad y la
promulgación de la carta comunal de la ciudad, A. comentó allí los
escritos de Dionisio el Areopagita y la Ética a Nicómaco de
Aristóteles; de este último curso tenemos la redacción autógrafa
de su discípulo Tomás de Aquino. Elegido provincial de Germania
(1254-57), gozaba de un gran prestigio y frecuentemente se acudía
a él para arreglar los conflictos locales. Durante el curso de
este mandato fue a Roma para defender a las órdenes mendicantes
contra los ataques de Guillermo de Saint-Amour, cuyo panfleto De
novissimorum temporum periculis fue condenado por Alejandro IV en
octubre de 1256. Además de esto, enseñó en la Curia, interpretando
el evangelio de S. Juan y las epístolas canónicas. Fue entonces
también cuando, apasionado como siempre por la investigación,
descubrió el De motibus animalium de Aristóteles, cuyo comentario
emprendió.
Vuelto a Colonia, reanudó su enseñanza. En 1260, a pesar de
la oposición de la Orden, aceptó el obispado de Ratisbona, al que
gobernó mediocremente, dentro del régimen feudal aún vigente en la
Iglesia. Renunció pronto a su cargo (1262). Aunque predicaba en
diversas regiones, en particular acerca de la Cruzada, continuaba
estudiando y escribiendo. En 1267 reanudó su enseñanza en Colonia,
quedando así comprometido en las controversias del tiempo. En
1270, a petición de un dominico de París, su antiguo alumno Gilles
de Lessines, intervino en el agudo conflicto que dirigían entonces
los maestros en Artes sobre la interpretación averroísta de
Aristóteles. Su respuesta a la consulta De quindecim problematibus
es una de las partes del proceso en el que estaba empeñado, y
algunas veces comprometido, S. Tomás de Aquino. Una segunda
intervención, en el mismo lugar, se produjo en circunstancias más
dramáticas aún: en 1277, el obispo de París, Esteban Tempier, a
invitación del papa Juan XXI y de acuerdo con 16 maestros de la
Universidad, había condenado 219 proposiciones; una gran parte de
ellas habían sido enseñadas por Sigerio de Brabante y los
averroístas, pero también algunas de ellas por S. Tomás de Aquino.
A pesar de su avanzada edad, A. fue personalmente a París para
defender la memoria y la ortodoxia de su ilustre discípulo. Fue su
último acto público. Vuelto a Colonia, perdió la memoria y m. el
15 nov. 1280.
3. Obras. En la imposibilidad de enumerar aquí las muy
abundantes obras de A. y sin entrar en detalle sobre las
investigaciones de autenticidad y de cronología, podemos
clasificarlas en cinco grandes categorías, según los diversos
tipos de enseñanza que entonces existían en las escuelas de
Teología.
l) Comentarios de la Escritura, texto de base de la
enseñanza; tenemos una serie de postillae sobre los salmos y los
profetas, y comentarios de los evangelios y del Apocalipsis.
2) Comentario del Liber Sententiarum de Pedro Lombardo,
texto de la enseñanza del bachiller. A. explicó muchas veces las
Sentencias, primero en Alemania y después en París; este curso
presenta la primera visión de conjunto de su pensamiento
teológico. Comentario de las obras de Dionisio el Areopagita,
fruto de su enseñanza en Alemania, cuando los escritos de Dionisio
entran en los programas proporcionando un nuevo capital a la
investigación teológico.
3) En los tiempos en que A. empieza a enseñar, las
quaestiones, como género literario autónomo, se han desarrollado
mucho, favoreciendo la elaboración científica de la fe. Un primer
conjunto, publicado antiguamente bajo el título poco exacto de
Summa de creaturis, presenta su enseñanza en París, en donde se
pone de manifiesto su asimilación viva de la filosofía griega.
4) Comentario de Aristóteles desde las ciencias de la
naturaleza hasta la Metafísica; es una obra
considerable.
5) Por fin, compuesta ya en su vejez, con el concurso quizá
de un redactor, una Summa theologiae, en
la que está integrado su opúsculo De unitate intellectus de
1256.
4. Doctrina filosófica y teológico. La biografía intelectual
de A. manifiesta efectivamente no sólo la parte activa que tomó en
los problemas y en el impulso cultural de su tiempo, sino también
en qué dirección decisiva y en medio de qué ambigüedades llevó a
cabo su gran proyecto de «hacer inteligible a los latinos todas
las ramas de la filosofía de Aristóteles... Nuestra intención es
dar satisfacción a los hermanos de nuestra Orden que desde hace
varios años me piden que les componga un tratado de las ciencias
de la naturaleza, en el que puedan encontrar un conocimiento
perfecto de la naturaleza y un medio para leer con competencia las
obras de Aristóteles» (pról. del comentario de la Física, en el
que está expresamente definido el proyecto de A.).
Doble y única empresa, por consiguiente: dar a conocer a
Aristóteles, cuyos escritos constituían entonces el fermento
activo del renacimiento del pensamiento antiguo, y, con ello,
iniciar a las ciencias de la naturaleza, según todas las
exigencias de la investigación racional. En la interferencia de
estas dos tareas, ¿propone A. un comentario puramente objetivo y
exegético de Aristóteles, sin comprometerse personalmente, o da un
consentimiento general a las posiciones del filósofo? Parece que,
conservando por una parte su libertad, su comentario es un
elemento de su propia investigación, via inquisitionis (De coelo,
1, tr. 4, c. l). Además, Aristóteles no es un dios y ha podido
equivocarse (Phys., VIII, tr. I, c. 14).
Esta lectura de Aristóteles está envuelta en una tradición
sincretista en la que algunos elementos platónicos, en particular
a través del Liber de causis y los escritos del árabe Ávicena,
modifican el equilibrio de su pensamiento original, en particular
en antropología. El comentario de A. se presenta por otra parte
como una paráfrasis, más que como una interpretación literal, a la
que se adherirá de más cerca su discípulo S. Tomás de Aquino .
Aunque A. rechaza la tesis platónico de las ideas subsistentes, se
inspira, sin embargo, en una noción de la participación y de la
tendencia de todas las cosas hacia Dios, que penetran su filosofía
de la creación y su teología de la gracia de un dinamismo
neoplatónico, que «'alimenta la influencia de Dionisio. Sabe que
un hombre no llega a ser un perfecto filósofo si no se nutre de
las dos filosofías de Aristóteles y de Platón» (Metafísica, I, tr.
5, c. 15). Hay que señalar también la influencia de Averroes, cuyo
aristotelismo riguroso desencadenará la crisis doctrinal en el
Occidente cristiano.
Aunque ecléctico, el aristotelismo de A. le conduce a
proclamar la autonomía de los métodos de la ciencia y de la razón,
frente al conocimiento de la fe. De este modo, entra en conflicto
con el agustinismo enseñado corrientemente, en el que la
distinción entre Filosofía y Teología no había encontrado su
estatuto epistemológico. Para A., S. Agustín es el doctor
indiscutible en Teología, pero Aristóteles es el maestro de las
ciencias de la naturaleza. Todo ello le lleva a precisar las
características de la actividad racional (tanto científica como
filosófica), cuya validez se afirma frente a todo fideísmo. Su
discípulo S. Tomás de Aquino avanzará más lejos por este camino.
Su contemporáneo Roger Bacon, poco sospechoso de simpatía hacia
él, declara: «La multitud de las personas de estudio, de los
hombres tenidos comúnmente como muy sabios y un número muy grande
de personas juiciosas, estiman, aunque en esto se equivoquen, que
los latinos están desde ahora en adelante en posesión de la
Filosofía, que ésta está terminada y escrita en su lengua. En
efecto, ha sido compuesta en mi tiempo y publicada en París. A su
autor se le cita en las escuelas como una autoridad, lo mismo que
a Aristóteles, Avicena y Averroes. Este hombre vive todavía.
Durante su vida ha tenido una autoridad que ningún hombre tuvo
jamás en materia doctrinal» (Opera R. Baconis, ed. Brewer, p. 30).
Su discípulo Ulrico de Estrasburgo dirá: «Alberto ha dejado
estupefacto a nuestro tiempo, como un milagro» (Summa de bono, IV,
tr. 3, c. 9).
BIBL.: Desde el renacimiento del prestigio de A., las publicaciones son muy abundantes; se encontrará su recensión crítica en el «Bulletin thomiste», desde 1930 (Le Saulchoir, Soisy, prés Paris). Hay un resumen general por F. J. CATANIA, A Bibliography of St Albert the Great, en The Modern Schoolman 37, San Luis, USA, 1959-60, p. II-28. La edición de las Opera omnia, emprendida por la Albertus-Magnus-Akademie de Colonia sólo ha publicado seis volúmenes, con un perfecto aparato crítico. Para el resto es preciso aún recurrir a la ed. BORGNET, 38 vol., París 1890-1905, que reproduce la ed. del dominico JAMMY, 21 vol., Lyon 1615. Para una exposición del contexto histórico de la obra de A.: P. MANDONNET, Siger de Brabant et l'averroïsme latín au XIII siécle, 2 vol., 2 ed. Lovaina 1908-11, sigue siendo la base necesaria; excelente monografía general la de B. GEYFR, uno de los editores de Colonia, Albertus Magnus, en Die grossen Deutschen, Berlín 1956; más recientes son: L. CIAPPI y otros, Sant'Alberto Magno, l'zíomo e il pensatore, Milán 1982 (Massimo); l. CRAEMER-RUEGENBERG, Alberto Magno, Barcelona 1985 (Herder). En castellano puede consultarse como visión de conjunto: A. MENÉNDFZ-REIGADA, Vida de S. Alberto Magno, Almagro 1932; D. GONZÁLEZ, El legado intelectual de S. Alberto Magno, «Studium» 5 (1965) 127-135. Cuestiones monográficas: J. VOSTE, El beato Alberto y la doctrina de la inspiración escrituraria, «La Ciencia Tomista» 15 (1917) 391-394; la vida y obra de Alberto M. con motivo de su canonización (con escritos de N. ALBURNE, V. BELTRÁN DE HEREDIA, A. COLUNGA, M. CUERVO, C. FERNÁNDEZ, L. GETINO, H. WILMS; l. ORDÓÑEZ, La doctrina de la transustanciación en S. Alberto M., «La Ciencia Tomista» 50 (1934) 46-49; A. CORTABARRÍA, Las obras y la filosofía de Alfarabi y Alkindi en los escritos de S. Alberto M., Las Caldas de Besaya 1954; A, TURIEL, El sujeto de la metafísica según S. Alberto M. «Studium» 2 (1962) 323-358.
DOMINIQUE CHENU.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991