Arte I. Concepto
1. Introducción. a) El mundo de las formas. El a. se
ha convertido en una dimensión cotidiana de la vida del hombre; las obras de a.
se acumulan en los museos casi como las mercancías en los grandes almacenes.
Entre los primeros datos de la existencia del hombre, aparecen, junto con los
restos humanos, instrumentos fabricados por la mano del hombre que manifiestan
un cierto gusto por determinadas formas. La abundancia del arte llamado
naturalista es una parte, aunque maravillosa, en el mar inmenso de miles de años
de vida artística. La prolongada identificación del a. occidental con el
naturalismo ha sido la causa principal, aunque no la única, de que en ocasiones
las raíces primarias del a. hayan pasado inadvertidas. Pero al profundizar en el
a. de los pueblos primitivos y de todas las épocas se echa de ver que el
maravilloso mundo artístico del naturalismo (v.) es una de las posibilidades del
a. pero no la única. La irrupción entre las manifestaciones de la vida artística
actual del mundo de las formas, gracias a los hallazgos arqueológicos, gracias
también a las «novedades» del a. actual, patentiza las más viejas raíces del a.,
que nos manifiesta una intención peculiar mucho más profunda que la recreación
del «mundo ideal», según el modelo platónico, o que la «imitación de la
naturaleza» en el sentido de la mimesis aristotélica. La situación del hombre
ante la obra de a. no es meramente contemplativa o recreadora; es una estructura
vital de interrelación, inseparable de la expresividad que pueda poseer la obra,
indesligable también del significado que nosotros le prestemos. Sólo la mirada
intencional del que mira, intentando comprender, puede calar en la esencia del
a. y ahondar en el espíritu y el mundo de su creador. Al penetrar en el puro
«mundo de las formas» descubrimos el misterio del proceso de la creación
estética, por la cual el hombre, por un gusto, que no es fácil poder explicarse,
pero que siente en su espíritu y en sus manos, comenzó a tallar de un modo
peculiar los objetos o a pulir la piedra en formas determinadas.
b) El arte entre el saber y el jugar. Al descender hasta el fundamento de las
raíces del a., tropezamos con la situación primaria del hombre. El «mundo a
mano» suscita unas acciones que, a su vez, están peculiarizadas por una de las
cualidades típicas humanas: la inteligencia sentiente. Y la naturaleza en que
vive el hombre pasa de simple medio natural a «ámbito vital», a ser un peculiar
mundo. El múltiple uso de nuestra inteligencia manifiesta y estructura al mundo
circundante como una realidad vital, en cuanto su función más primitiva es la de
estar abierta a este mundo. Y en su ocupación con él alcanza la fabricación y
uso de instrumentos que le permiten «liberar» una determinada cantidad de
energía psíquica, que puede aplicarse a otros menesteres. Así, tan artefacto es
el vaso de arcilla y la rueda, o las computadoras más complicadas, como el
lenguaje o las relaciones lógicomatemáticas.
La «liberación» de energía psíquica se opera también en el campo instintivo,
cuyo lujo se nos manifiesta, entre otras formas, en el juego, donde también
opera la inteligencia sentiente. Y así, en la vida humana se descubre al hombre
jugando, desde el niño que se afana con sus juguetes y el joven que golpea el
balón, hasta el sesudo apasionado por divertimientos tan exactos como el ajedrez
o tan azarosos como la ruleta. El jugar es una de las primarias acciones
creadoras humanas; algo tan «serio» como el propio trabajo. Incluso en la
creación científica, ¿quién sería capaz de distinguir dónde termina el trabajo y
empieza el juego? Así también los dedos de los milenarios alfareros jugaron con
las formas de los vasos, o con el palo ennegrecido por la combustión iniciaron
los trazos que aún nos asombran en las pinturas de Altamira. La naturaleza no es
así una caótica sombra en perpetuo acecho sobre el hombre; cuando las manos
humanas trazan su perfil, como en las inquietantes figuras de las máscaras
polinesias o del dios Abu, empieza a sonreír para mostrar un segundo misterio
del a.: la belleza.
2. La belleza en el arte. Lo primero que se nos
muestra en la obra de a. es la impresión de belleza (v. ESTÉTICA), que también
aparece en la naturaleza. No cabe compenetrarse con la naturaleza sin que,
consciente o inconscientemente, sintamos la belleza y el ansia liberatoria del
mundo mágico. La naturaleza se muestra bella en cuanto producimos una carga
emocional o ella la produce en nosotros; los significados expresivos quedan
encubiertos por el velo de su «contemplación». Así se hace a. y se manifiesta
como expresión emotiva del goce artístico. La belleza surge en tanto el misterio
que ensombrecía la naturaleza se convierte en el misterio que embellece el a. La
belleza, pues, antes que algo del otro mundo, pese a Platón, se descubre como
algo de lo que todos hablamos a diario, a propósito de una poesía, de una
muchacha o de una máquina, y que es difícil definir satisfactoriamente.
Aproximación aguda al concepto de belleza es el de Plotino: «Sin belleza, qué
sería del ser, y sin el ser, qué sería de la belleza». De aquí la necesidad de
relacionar la belleza (v.) como noción trascendental con la belleza como
concepto religante del a.
La belleza no es el objeto ni el fin de la obra de a. Seguramente ni el pintor
de Altamira, ni el escultor del dios Abu sumerio, pero tampoco ni Goya ni
Beethoven, serían capaces de decirnos que el fin de sus obras era la belleza.
Por esto la obra de a. exige el «ocio necesario». La dimensión meramente técnica
de la vida y el deseo de adquirir un dominio cada vez más absoluto de la
materia, son situaciones antitéticas con la creación artística, que exige la
religación personal con la belleza formalizada por la inteligencia sentiente a
través de la vida cotidiana. Esta actividad permite religarnos con las cosas
naturales; descubrir que son bellas y sumergirnos, por la creación, en la
belleza de la obra de a. lista es la magia del a. El sentido poético, la
dimensión armónica de la obra de a. nace de la formalización estética, no de una
hipotética combinación de elementos integrados en la creación artística. Los
elementos artísticamente formalizados son indesligables de la obra de a. Pero lo
fundamental será siempre la realización y descubrimiento de la formalización
estética.
3. El concepto de «bellas artes». a) Materia y
técnica en la obra de arte. La necesidad de esta formalización conduce a
reconocer la existencia del artista a través de sus obras; quien hace al artista
es la obra de a. Por mucho que la vida de Goya nos ilustre sobre su pintura,
nunca se alcanzará a través de ella lo que nos enseñan sus Caprichos. Y, sin
embargo, la obra de a. es algo al alcance de todos, que se cotiza como cualquier
otro valor: se trata, pues, de unas artes más, aunque las llamemos bellas artes.
Pero ésta no es una mera situación sociológica, sino que pertenece a la esencia
misma de la obra de a. Por mucho que nos esforcemos en valorar una escultura,
siempre será una cosa de piedra, o de metales preciosos. Por mucho que
apreciemos la creación artística, también las cosas naturales pueden ser
extremadamente bellas; como las grandes montañas, el mar embravecido y el
inmenso desierto. El auténtico artista ha sentido siempre el carácter artesano y
humilde de la obra de a.: el sencillo jarro del lienzo de Zurbarán, o el famoso
cardo que Sánchez Cotán tantas veces pintara amorosamente. Por esto, la
distinción entre el ser útil y el bello no puede servir para calar en la
modalidad de la obra de a. La finalidad puede aclararnos la razón de la utilidad
del artefacto; pero el utensilio, sin dejar de serlo, puede encerrar una gran
belleza, como en el viejo vaso campaniforme o en las cerámicas populares. Pero,
¿por qué no va a ser bella la línea de un turborreactor o de una funcional
cacerola? Incluso la utilidad y el uso presta a las cosas un valor
extraordinario. El concepto de obra bella, aun siendo condición necesaria, no es
suficiente para cualificarla definitivamente,
b) El hombre en la obra artística. La referencia de la obra artística al hombre,
su creador y su contemplador, es más profunda que la consideración del a. como
una virtud del hombre; es un resultado de la respuesta de nuestra habitud total
frente a la suscitación del mundo circundante. Por tanto, el a. es una
perfección intrínseca de nuestra inteligencia sentiente, pues por esta última
condición no pierde su maravilloso carácter sensible. El a. del artista, pese a
referirse a la bondad de la obra, se distingue de la prudencia (v.) como virtud;
y la famosa y equívoca división de a. útiles y bellas a. (que ha creado esos
estupendos títulos de las historias de a., p. ej., artes menores), sólo sería
una distinción intencional.
c) El conocimiento en el arte. La maravillosa unidad entre lo rigurosamente
intelectual y lo manifiestamente sensible de la obra artística, muestra su
fundamental dimensión de continuidad creadora. Y esta unidad de la creación
artística nos dice que el a., precisamente por ser constitutivamente un
resultado de la liberación de la energía psíquica humana que se formaliza en la
creación artística y se muestra en el gusto de las formas, no tiene que
liberarse de nada más. Crea así, por su peculiar proceso de formalización, un
lenguaje propio; tan legítimo, como diferente, del lógicomatemático; pero sólo
así puede el a. penetrar en el mundo de la experiencia; o sea, lo que después de
formalizado por nuestra inteligencia aparecerá como parte de la realidad. Cuando
ésta formaliza creadoramente, mediante el puro gusto por las formas, el mundo a
mano se nos presenta como una' peculiar realidad, distinta de la cognoscitiva y
de la volitiva: la realidad artística.
La identificación del a. naturalista con el a. en su totalidad ha llevado a
suponer equívocamente que el a. primitivo no era lógico, o que ciertas formas
del a. actual rompían con el mundo racional. El a. tiene su lógica interna, lo
que nos explica que pueda parecer que está a veces en el límite del
enajenamiento, como decía Platón. Lo que sucede es que también el a. es capaz de
formalizar las latencias infraconscientes en la creación artística. Así, pues,
el conocimiento que proporciona el a. es un saber tan humano y tan de nuestra
inteligencia, como el científico, pero es radicalmente «otro», en cuanto opera
mediante for malizaciones fundamentalmente distintas; su percibir es muy
distinto del que nos lleva a otros modos del conocer. Y ese «otro» modo de
formalizar nos conduce a la creación o a la delectación estéticas.
4. Filosofía y ciencia del arte. a) El arte entre el
«mundo» y la naturaleza. El a., pues, no existe meramente en razón de la
existencia de una «clase»: los llamados artistas, sino simplemente porque
existen los hombres, que sienten la necesidad de la creación artística.
Constatamos especialmente esa necesidad cuando nos encontramos al menos con una
obra de a., aunque sea anónima, aunque sus autores fuesen tan «impersonales»
como los canteros que trabajaron las pirámides; siempre la nuda existencia de
una obra artística nos dirá que un hombre sintió la necesidad de la expresión
creadora. Pero el a. no es una simple necesidad más, sino que está postulada por
una «situación» y un «mundo». Cualquier obra de a. existe en un «mundo» o
«ambiente» y, en cierto modo, por él; nunca podremos arrancar del todo una obra
del mundo circundante que la ha originado. Podemos desposeerla del marco
ambiental, como a las esculturas de Gudea del Louvre; pero algo han llevado allí
del mundo que las posibilitó. La hermosa tesis del Museo imaginario de Malraux
ha nacido de un deseo de destruir esta realidad. De aquí que sea preciso
preguntarse: las pinturas de Altamira o el Pórtico de la Gloria, ¿significan la
misma realidad para nosotros y para sus «mundos» respectivos? Cuando algo
sabemos de «otros» mundos del pasado o del presente, podemos matizar esa doble
peculiaridad. Pero, ¿y cuándo la obra de a. es la única reliquia salvada del
naufragio colectivo de una cultura, o del mundo personal de un artista?
Entonces, para reconstruir esos «mundos perdidos» recurrimos a ella; pero la
reconstrucción es sólo aproximada. Pese a todo lo que sabemos del mundo griego,
no significa lo mismo la Victoria de Samotracia, ahora estratégicamente
instalada en la escalera del Louvre, que cuando saludaba a la nave que se
acercaba a puerto en su emplazamiento original.
El a. es así una «toma de cuenta y razón» de un mundo; pero no totalmente
patente, sino siempre incompleto; tan fragmentario como las ruinas de la
Acrópolis ateniense: una rota vela blanca que se agita para atraer nuestra
atención; pero estos restos fueron antes un templo griego que expresaba al mundo
helénico. Toda obra de a. es, por tanto, un momento expresivo de un modo vital.
Construyendo el Partenón o levantando las catedrales medievales, otros hombres
tomaron conciencia de sí mismos o se expresaron. La obra de a. nació de la
historia de una persona o de un pueblo, pero también contribuyó a hacerlas. Por
esto la obra artística no sólo formaliza un «mundo», sino también sus
«circunstancias» naturales. Fue la naturaleza la que prestó a la Alhambra de
Granada la cumbre de una colina; fue la historia, en tanto los lugares altos
eran más fácilmente defendibles, la que condujo a unos hombres a edificar allí.
Pero el lugar y la circunstancia se transformaron en marco inseparable de la
obra, que dio sentido y valor al paisaje, de tal modo que en muchas obras
artísticas apenas si se puede distinguir entre el marco y lo enmarcado. Así, la
obra de a. formaliza, al mismo tiempo, el mundo a mano que le dio significado y
la naturaleza que le prestó los elementos, que le hicieron ser una cosa más y
una cosa bella.
En este sentido la historia del a. es capaz de levantar un poco el velo que
oculta la «vida» auténtica y recóndita del hombre. La historia escrita nos
cuenta las batallas, las matanzas y las conquistas de los asirios; pero su a.,
que nos los esculpe cazando leones y desollando prisioneros, también los
presenta solazándose familiarmente bajo el emparrado. La «naturaleza» cuando es
«formalizada» por el a. pierde su peligrosa potencialidad al «revelársenos» en
la obra artística; pero nunca de un modo definitivo ni permanente. La naturaleza
no dona para siempre; se limita a prestar y está pronta a rescatar su préstamo;
sólo el hombre, mediante su esfuerzo, puede mantener el desvelamiento del mundo
y mostrarlo. Por esto, en la obra de a., el hombre lucha como Laoconte y sus
hijos con las hidras marinas. Y sería esta «desesperación», como había dicho
Platón, la que haría descender a Miguel Ángel del andamio de la Capilla Sixtina
encorvado y envejecido, pero triunfador.
b) El arte y la verdad. Esta concepción del a. evita la interpretación
únicamente naturalista y la confusión romántica del a. y la verdad. El a. tiene
su verdad, es verdadero; es decir, está enraizado en el ser; en este caso
también tenemos que descender una vez más a la raíz de nuestra realidad
«formalizada» por la inteligencia sentiente. Cuando la conceptualización del
mundo circundante coincide con la realidad, se alcanza la verdad (v.); pero la
obra de a. no se formaliza por la percepción o la ideación, sino por la
realización artística. Así, la «producción» de la obra tiene una radical
importancia: es la raíz de su verdad. A causa de la concepción griega del
trabajo manual, se ha venido desvalorizando el papel del «oficio» en el a. Por
extraño que parezca, algunos autores cristianos han resbalado a veces sobre este
problema, pese al nuevo y profundo sentido que el cristianismo ha dado al
trabajo (v. TRABAJO HUMANO VII). Pero el oficio es cualidad necesaria; y un
artista no debe perder su oficio. La verdad del a. impide una real distinción
entre artista y artesano; o con otras palabras: no hay «arte puro». ¿Acaso un
buen tornero, cuando consigue una pieza bien acabada, no tiene también una real
impresión de alcanzar la verdad de su obra? La distinción entre artistas y
artesanos es meramente accidental y clasista; no tiene sentido ni en las
pinturas de Altamira, ni en las catedrales medievales; y no lo vuelve a tener
ahora cuando el escultor se mete de nuevo en la fragua y en el horno. El oficio
no se alcanza con mover las manos, o blandir el pincel; se logra por medio de la
inteligencia, que no sólo engloba los sentidos, sino que está implicada con el
querer, con la voluntad. El a. no desvela completamente el ser, ni es una
religión, aunque pueda de algún modo expresarla. La formalización artística se
limita a poner el ser como realidad creada; su verdad es la adecuación de la
obra con su realidad. El artista manifiesta su querer haciendo su obra de a.,
que como tal es verdadera; otros hombres, gustando la obra. Pero por este mismo
paralelismo el gustar tiene también su oficio, a veces tan difícil y arriesgado
como el del mismo artista.
V. t.: BELLEZA; ESTÉTICA.
M. CRUZ HERNÁNDEZ.
BIBL.: A. MALRAUX, El museo imaginario, Madrid 1961;
J. MARITAIN, Arte y Escolástica, Buenos Aires 1945; ID, Fronteras de la poesía,
Buenos Aires 1945; ID, La responsabilidad del artista, Buenos Aires 1961; M.
HEIDEGGER, Arte y poesía, México 1958; É. GILSON, Pintura y realidad, Madrid
1961; ID, Matiéres et formes, Poiétiques particuliéres des arts majeurs, París
1964; A. DEMPF, La expresión artística de las culturas, Madrid 1962.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991