La f. desempeña un papel de primordial importancia en la educación (v.),
no sólo por lo que se refiere a la función que ejercen los padres con los
hijos, sino a la que cada uno de sus miembros realiza en relación a los
demás, pues a todos los componentes de la f. les compete en este tema una
tarea activa y pasiva a la vez (v. I, 5).
1. Elementos de la familia. La f. consta de elementos personales y
materiales:
1) Los elementos personales son de dos tipos: fundamentales, que son
los padres (su unidad forma el núcleo de la f.) y los hijos: son éstos
precisamente quienes ensanchan la f., logrando su plenitud, pues las
relaciones «familiares normales» se ordenan en torno al hijo, en función
del hijo y para el hijo (v. M. Porot, La familia y el niño, o. c. en bibl.,
11-17); y no fundamentales, entre quienes se cuentan los demás parientes y
el servicio dependiente de la familia.
2) Los elementos materiales; tales como la casa y similares, que
hacen agradable y fácil la convivencia familiar (mobiliario, decoración,
jardín, aparatos electrodomésticos o audiovisuales, trabajo, mínimo vital,
etc.), también tienen un importante papel en la vida y educación de la f.,
pues facilitan los primeros elementos perceptivos que habrán de constituir
la base de la futura vida intelectual del niño, y forman, por así decir,
el núcleo fundamental del espacio vital.
Todos estos elementos deben estar íntimamente relacionados entre sí
con el fin de lograr ese equilibrio y unidad psicológica propio de una f.
que exige comprensión mutua, confianza, afecto, convivencia en momentos de
trabajo y de ocio, ayuda en las necesidades..., y en cuya experiencia
(renuncias, pequeños roces, injusticias y sacrificios por los demás)
encuentra el niño el principal material con el que aprende su oficio de
hombre.
Si bien la solidaridad familiar es común a todos sus elementos, cada
uno presenta, por decirlo así, una característica o misión propia,
debiendo no obstante -aunque lo haga con una cierta dificultad y
defectuosamente- suplir y participar en las de los otros elementos. La
autoridad (v.), constitutivo esencial de la sociedad humana, en sí misma
se atribuye al padre, aunque en la práctica resida también en la madre y
en todo aquel que tenga alguna función efectiva de asistencia,
responsabilidad o sacrificio (Schelsky la denomina «autoridad de función»,
o. c. en bibl., 318). Esta patria potestas no ha de ser arbitraria ni
despótica, sino basarse en el amor y ser puesta en beneficio del hijo,
atemperándose, por tanto, a las condiciones concretas de su personalidad.
El amor, que es el alma de la institución familiar, se atribuye como
característica a la madre, una de cuyas principales tareas consiste en
proteger y desarrollar los nobles sentimientos de sus hijos. A éstos
corresponde influir decisivamente en la colaboración y comprensión mutuas,
despertando un afán de servicio y de entrega a los demás y suavizando y
dignificando el «encuentro» con el otro sexo. Por último, los restantes
elementos personales (presencia de los abuelos y unión indisoluble de los
esposos, principalmente) y materiales (hogar y patrimonio) proporcionan la
necesaria sensación de seguridad y amparo y la imagen viva de toda la
institución familiar.
Las relaciones familiares pueden darse dentro o fuera de la familia:
1) Relaciones internas. Pueden ser: a) conyugales, que son la base
de la f. y por consiguiente de la educación de sus miembros, siendo
decisivo su influjo, al ser espectáculo permanente para los hijos; b)
paterno-filiales, que son las más específicamente educativas, ya que las
cualidades de los padres influyen y se transmiten a los hijos; los padres,
al valorar las posibles faltas de los hijos y usar una razonada
disciplina, deben tener presente que su patria potestad no es un mero
derecho que justifique su egoísmo o la compensación de antiguas
frustraciones (p. ej., obligar a dedicarse a una determinada profesión),
sino que está enfocada al bien de los hijos; la aplicación práctica de
esta consideración protectora lleva consigo una mayor confianza por parte
filial y una más fácil resolución de sus conflictos personales; c)
fraternas, basadas en un plano de fundamental igualdad (las anteriores lo
hacían en la autoridad): ofrecen de hecho competición mutua más que
protección, ayudando así a la futura rivalidad y competencia
características de la sociedad; y d) relaciones con amigos y demás
personas en contacto con la f., de enorme valor educativo pues, al ser
espontáneas, los miembros de la f. suelen abrirse ante ellas con mayor
confianza que ante los demás integrantes de la misma.
2) Relaciones externas. La f. no debe estar cerrada en sí misma,
sino, por el contrario, abierta al resto de la sociedad en la que se
encuentra, colaborando con muchas otras personas y entidades, entre las
que destaca la escuela, la parroquia o institución religiosa similar,
asociaciones culturales y recreativas, clubs deportivos, etc. Todos ellos,
que forman el llamado ambiente o milieu, influyen en gran medida en los
distintos miembros de la familia.
2. Disgregación familiar. Los rasgos de una f. ideal son monogamia,
unida por el sacramento indisoluble del matrimonio, bajo la jefatura
paterna y la colaboración materna; reconocimiento de la dignidad y
derechos de padres e hijos -a éstos de manera progresiva-; prole de ambos
sexos; razonable libertad de los hijos para elegir estado y profesión;
presencia de los abuelos y demás familiares; suficientes ingresos y
existencia de un patrimonio familiar... En fin, toda una serie de
cualidades que, aunque difícilmente pueden darse juntas, sirven como ideal
al que hay que procurar acercarse al máximo.
La ausencia de alguno de estos factores presenta cuadros que,
llegados a un cierto grado, no hacen del hogar el papel que debería
desempeñar para el hijo y empiezan a ser patológicos, originando la
llamada disgregación familiar. Sus factores causales son muy diversos y,
por lo general, intrincados y de difícil separación entre sí. No obstante,
por una mayor claridad didáctica, pueden diferenciarse en
socio-familiares, de orden primordialmente material, y psicológicos, más
propios de la unión y personalidad conyugal.
1) Los factores socio-familiares disgregantes hacen que el niño
desconozca las leyes normales de moralidad y sociabilidad y se acostumbre
desde pequeño a los vicios que ve en sus padres. La causa principal es la
ausencia de uno de los padres, por separación, divorcio, abyección,
demencia, enajenación mental o fallecimiento. También influye la
delincuencia paterna, corrupción moral, embriaguez, mendicidad y
vagabundeo. analfabetismo..., pues la influencia negativa de uno de los
padres no suele contrapesarse por la de otro cónyuge (el 5080% de los
delincuentes proceden de familias rotas). Existe además otra serie de
factores sociológicos de disgregación totalmente independientes de la
personalidad de los padres, pero cuya importancia no puede despreciarse:
guerras, calamidades, pobreza y miseria, hacinamiento, paro,
inmoralidad...
2) Factores psicológicos. Frecuentemente basta un trastorno afectivo
para desunir un hogar; se dan en los diversos miembros de la f., no sólo
en cuanto individuos, sino también en cuanto partes de la familia:
incapacidad para pasar del estado de individuo al de cónyuge, del de
cónyuge al de padre y, finalmente, tener una noción clara de lo que es un
hogar y de lo que éste exige a cada uno (cfr. Porot, o. c., 32-65).
Analicemos brevemente los principales aspectos de disgregación familiar,
vistos desde cada uno de sus elementos:
a) Hogar. Los hogares inestables suelen ser los más perjudiciales
para el niño; nos encontramos ante la llamada ruptura conyugal paliada,
cuyas formas más frecuentes son las desavenencias agudas (hacen que el
niño conciba la f. como una sociedad para discutir sin tregua), los
desacuerdos latentes (para hacerse una guerra fría), las evasiones y
refugios (para fingir artificiosamente que uno cumple su deber) y las
compensaciones sexuales (para dejarse arrastrar por apasionamientos
malsanos, al transferir al niño el amor conyugal). Si los hogares
inestables pueden repararse, no ocurre lo mismo con los denominados
hogares destruidos, por causa de muerte, abandono o divorcio entre los
cónyuges, que obstaculizan la evolución psicológica de los hijos, a no ser
que -caso poco frecuente- éstos hubieran ya adquirido una vigorosa
personalidad. Su influencia sobre los niños depende también de la edad,
del nivel de evolución afectiva, de las condiciones en que se produjo la
desaparición o divorcio del padre o madre, y de la forma en que se dispuso
la suerte del niño. De ahí la importancia reservada, en estas situaciones,
a instituciones tutelares, psicoterapeutas y educadores. (Sobre los
efectos del divorcio en los hijos, v. C. Hafter, Kinder aus geschieden
Ehen, Berna 1940).
b)Padre. Puede influir negativamente en sus hijos, por exceso (hiperproteccionismo,
tiranía e insultos verbales, castigos crueles, malos tratos, autoridad
poco comprensiva...), o por defecto (ausencia real o virtual del hogar).
La ausencia real, por muerte, encarcelamiento o alejamiento prolongado
(viajantes, marinos, emigrantes, etc.) lleva consigo la carencia de
autoridad paterna, que representa una perjudicial influencia en los hijos,
en quienes pueden aparecer diversos trastornos. Consecuencias prácticas
similares producen los padres que, aunque físicamente siguen en el hogar,
actúan como si no estuvieran en él, por «trabajar demasiado», mero egoísmo
o, dentro ya del campo patológico, por ser esquizoides que se evaden de la
realidad soñando. (Sobre las consecuencias a largo plazo de la falta de
autoridad paterna, v. 1.-M. Sutter y H. Luccioni, Le syndrome de la
carente d'autorité, «Année médical-psychologique», 115-1, 897-901, mayo
1957).
Existen también otros casos particulares en los que se puede
encontrar el padre respecto a sus hijos, y que aquí sólo citaremos: padre
adoptivo, padre sólo (viudo o divorciado) y padrastro (cfr. R. Scholl,
Erziehungsschwierigkeiten be¡ Kindern aus unvollstündigén Familien,
Stuttgart 1949, 70).
c) Madre. También puede ejercer una influencia perjudicial en sus
hijos, tanto por exceso (se describen diferentes tipos de «madre abusiva»,
mujer que no acepta su feminidad, madre escrupulosa en exceso o que quiere
«demasiado» a sus hijos, mujer demente, cfr. Porot, o. c., 115-134) como
por defecto, ya sea por ausencia total (p. ej., muerte), ya por carencia
afectiva duradera respecto al hijo. La necesidad de la presencia materna
se comprende por sentido común: «el niño de pecho y el niño pequeño deben
ser criados en un ambiente cálido y estar unidos a su madre por un vínculo
afectivo íntimo y constante, fuente para ambos de alegría y satisfacción.
El niño necesita sentir que es objeto de orgullo y placer para su madre, y
ésta necesita sentir un enriquecimiento de su personalidad a través de la
de su hijo; una y otro necesitan sentirse íntimamente identificados... El
papel de la madre no puede cifrarse en horas de presencia; la única medida
aceptable es la dicha que madre e hijo sienten al hallarse juntos.
Únicamente la continuidad de esta mutua presencia permite la alegría y la
identificación de sentimientos» (1. Bowlby, Soins maternels et santé
mentale, Ginebra 1951). Si es ineludible su sustitución -teniendo en
cuenta, no obstante, que no se puede reemplazar a los padres «en el
espíritu y en el corazón del niño; hay que limitarse a sucederles, salvo
si se trata de un niño muy pequeño» (1. Boutonier)-, conviene no olvidar
que, junto al alimento material preciso, el niño necesita el
correspondiente alimento afectivo que nunca ha de faltar. De otra manera
nos encontraremos con los síntomas y trastornos conocidos con el término
«hospitalismo», acuñado por R. A. Spitz (Hospitalisme, «The Psychoanalitic
study of the child», 1945). Entre los casos particulares dignos de mención
tenemos, al igual que en el padre, la madre adoptiva -su exceso de ternura
las hace ser superprotectoras (v. G. Heuyer, P. Desclaux y Teysseire, £tude
de 183 cas de situación dif ficile au cours de l'adoptioh, «Sauvegarde»,
n° 5, 357-365, mayo 1951)-, la madre solitaria, por ser viuda, divorciada
o soltera (v. H. Schroeder, Das Problem der Unehelichen, Leipzig 1924) o
la madrastra, de tan mala reputación en la vida cotidiana y en la
literatura (H. Kühn, Psychologische Untersuchung über der
Stiefmutterproblem, «Zeitschrift für angewandte Psychologie», 1934).
d) Abuelos. Su valioso papel de formación y apoyo de los matrimonios
jóvenes puede verse transformado en un considerable obstáculo si caen en
frecuentes excesos, tales como una presencia continua en el nuevo hogar
-con un permanente conflicto intergeneracional-, un querer continuar
siendo padres, sin querer aceptar su nueva función de abuelos -aparece una
competencia de autoridad y cariño entre padres y abuelos ante el hijo- y
no saber dominar su situación de suegros (v. 1. C. Flügel, Psicoanálisis
de la familia, Buenos Aires).
e) Hermanos. Influye mucho su número, el lugar ocupado dentro de la
f. (mayor, mediano o benjamín), su sexo..., además de las posibles
situaciones anormales de gemelos -suelen ser la forma más satisfactoria de
fraternidad en cuanto al desarrollo social y afectivo se refiere, máxime
si son de distinto sexo (Porot, o. c., 201233)-, huérfanos, abandonados o
hijos únicos -tendentes al mimo y educación formalista, aislados de los
demás, apegados de manera a veces enfermiza a sus padres, con
inclinaciones neuróticas, etc- (E. Hermann, Das einzige Kind, Stuttgart
1952, 16-26).
Las anteriores causas y aspectos de disgregación familiar, aunque
frecuentes, no deben sugerir al lector la conclusión pesimista de que es
inútil todo esfuerzo encaminado a lograr un hogar agradable. Por el
contrario, debe tener siempre presente que el hogar es una realidad
viviente y, como tal, dinámica, en constante y progresiva realización. El
darse cuenta de esta continua evolución -todo lo que tiene vida presenta
innumerables posibilidades- es quizá uno de los secretos en que se basa el
equilibrio de la familia. Y ante las dificultades de la vida cotidiana,
nada mejor que el amor -conyugal y filial- como el vínculo más vigoroso y
el factor de vida más fecundo de la familia.
3. La familia y la educación. Cuando se dice que la f. es un
ambiente educativo, se quiere indicar que es una institución, como la
Iglesia y la sociedad civil, con la misión de intervenir en la educación
de los hijos. Más aún, la f. tiene una importancia decisiva en la
estructuración de la personalidad infantil, gracias a su influjo afectivo,
desinteresado y ejemplar, que produce el deseado equilibrio y adaptación
personal y social. Y su valor educativo aumenta hasta lo absoluto en la
edad preescolar, en la que prácticamente es el único elemento educativo
del niño. Lo dice Pío XI: «el primer ambiente natural y necesarip de la
educación es la familia» (enc. Divini illius Magistri). La experiencia
justifica nuestra afirmación, mostrándonos la correlación entre la
delincuencia juvenil y el abandono de los deberes educativos de los
padres, o entre la contracción familiar, que entorpece una educación
familiar normal, y el divorcio. Igualmente el descuido del fin educativo
coincide históricamente con épocas decadentes y de íntimo o manifiesto
malestar. La f., por tanto, al ser una comunidad duradera de padres e
hijos, es la sociedad educativa más antigua, intensiva y extensiva.
No faltan tampoco argumentos éticos y filosóficos que justifiquen a
la f. como causa eficiente y final de la educación. Veámoslo brevemente:
1) La f. es causa eficiente de la educación: a) argumento ético: los
padres, que dan el ser a sus hijos, deben llevar ese ser a una perfección
suficiente para vivir según cumple a una persona humana (Sum. Th., 2-2
8102 al); b) argumento psicológico: nadie posee en mayor grado que los
padres dos cualidades indispensables para la educación: comprender al niño
y amarle hasta sacrificarse por él (S. Tomás dice que el niño se encuentra
en la f. «sub quodam spirituali utero», Sum. Th. 2-2 q10 al2); c)
argumento teológico: el Evangelio cuenta que Jesús «estaba sujeto a sus
padres... mientras crecía en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de
los hombres» (Lc 2,51-52).
2) La f. es causa final de la educación, o lo que es igual, la
educación humana reclama esencialmente que se eduque para la f. presente y
futura: a) argumento ético: si de hecho el hombre nace y se desenvuelve en
una f. y tiende a crear una nueva f., la educación no puede menos que
incluir entre sus objetivos primordiales una finalidad familiar, ya que el
hombre ha de realizar su cometido providencial en un marco familiar; b)
argumento psico-pedagógico: «si a alguien no se le educa para la familia,
toda su educación -incluso la que no tiene ninguna relación directa con
esta finalidad- será deficientísima» (v. J. Tusquets, o. c., 35-44).
La f., instituida por Dios para procrear y educar a los hijos, es la
primera sociedad natural con derecho a la educación, es decir, «tiene
prioridad de naturaleza y, consiguientemente, respecto a la sociedad
civil» en materia educativa (Divini illius Magistri), teniéndose que
limitar el Estado a una función subsidiaria, complementaria y supletoria.
El título que justifica este derecho es la generación de los hijos, que
lleva consigo el deber, y también el derecho, de educarles: «A los padres,
escribe Juan XXIII, corresponde en primer lugar el derecho de mantener y
educar a sus propios hijos» (enc. Pacem in terris).
Este derecho es originario -anterior a cualquier otro derecho humano
a la educación, por provenir directamente de Dios-, inviolable -sería ir
contra la justicia natural, dice S. Tomás, educarles contra el sentido que
quieren los padres o sustraerlos a su voluntad (Pío XI, Mit brennender
Sorge), irrenunciable e inalienable. Ni siquiera los padres pueden
renunciar a dicho derecho, «por estar inseparablemente unido con una
estricta obligación» (Divini illius Magistri). El ámbito del derecho de la
f. a la educación se extiende a todos los aspectos y en especial al
moral-religioso y cívico, lo cual no quiere decir que deban hacerlo
directamente y en su totalidad los padres, sino que pueden ayudarle
instituyendo o eligiendo escuelas para sus hijos y colaborando con las
mismas (v. F. Armenteros y J. Martín Ramírez, La iniciativa y la
colaboración de la escuela y la familia en Europa, Pamplona 1968).
Desde el punto de vista de la organización de la enseñanza, esta
doctrina tiene como principales consecuencias:
1) El reconocimiento de la libertad de enseñanza, pues al no poderse
educar íntegramente en la f. y tener ésta por otra parte la misión de
decidir y orientar, los padres deben poder elegir escuela, y cuando las
existentes no satisfagan sus criterios sobre la educación de los hijos,
poder igualmente crear nuevos centros educativos (v. J. Martín Ramírez y
E. Molano, La creación de nuevas Escuelas Europeas, «Nuestro Tiempo»,
Pamplona 1969). «Es necesario, declara el Conc. Vaticano 11, que los
padres, cuya primera e intransferible obligación y derecho es el de educar
a los hijos, tengan absoluta libertad en la elección de las escuelas» (Decl.
Gravissimum educationis; V. ENSEÑANZA 11).
2) La concesión de igualdad de oportunidades (v. IGUALDAD 111) a las
escuelas públicas y privadas, pues lo contrario (p. ej., instrucción
obligatoria y gratuita sólo a las estatales) es injusto y priva a los
padres de poder ejercitar en la práctica su derecho a elegir la educación
de sus hijos; se ha de subvencionar, por tanto, a toda escuela, pública o
privada, que reúna un mínimo de requisitos educativos. «El poder público
debe procurar distribuir las ayudas públicas de forma que los padres
puedan escoger con libertad absoluta, según su propia conciencia, las
escuelas para sus hijos» (Gravissimum educationis, 6).
V. t.: MATRIMONIO IV y V; EDUCACIÓN; ESCUELA; ESTADO II; SOCIEDAD;
IGLESIA IV, 5 y 6.
BIBL.: Introducción general: J.
GARCÍA YAGÜE, Familia, en Diccionario de Pedagogía, II, 2 ed. Barcelona
1970, 410 ss.; VARIOS, Conclusiones del Il Congreso de la familia
española, Madrid 1962; J. TUSQUETs, Revisión de la pedagogía familiar,
Madrid 1958; J. LECLERCQ, La familia, 5 ed. Barcelona 1967; M. POROT, La
familia y el niño, 5 ed. Barcelona 1968; I. GOMÁ, La familia, 6 ed.
Barcelona 1952; W. J. GOODE, The family, Nueva jersey 1965; M. MEAD y K.
HEYMAN, Family, Nueva York 1965; J. EsCRIVÁ DE BALAGUER, La mujer en la
vida del mundo y de la Iglesia, en Conversaciones, 7 ed. Madrid 1970,
163-221 (n° 87113).
J. MARTÍN RAMÍREZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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