IDEALISMO. FILOSOFIA.
1. Aspectos y acepciones. 2. Idealistas.
1. ASPECTOS Y ACEPCIONES. La innegable complejidad conceptual e histórica
que presenta el problema del idealismo puede inducir a pensar que la forma mejor
de exponer esta cuestión se cifre en una especie de clasificación de los «tipos»
de i. que se han dado. Evitaremos aquí esa mera clasificación y trataremos de
expresar o explicar la «transición» de unos aspectos a otros en el concepto de
i.
Génesis de los idealismos. Ante todo resulta esclarecedor de la esencia
del i. el examen de sus orígenes. Cabe afirmar, en primer lugar, que el i. es
por completo extraño a la actitud natural del entendimiento (v.) y del
conocimiento (v.), la cual se caracteriza precisamente por su orientación
ineludible a lo real, al mundo exterior (v. REALIDAD). En su «ingenuidad»,
palabra que no comporta aquí desde luego ningún matiz peyorativo, la actitud
natural está animada por lo que llama Hartmann la intentio recta, esto es, por
un movimiento justamente «natural» de extroversión, de trascendencia; quizá sea
discutible que esta actitud natural pueda llamarse en rigor «realismo» (v.),
porque más que una concepción, siquiera sea una concepción prefilosófica, se
trata de una efectiva entrega al mundo, de una vivencia más que de un
pensamiento. Pero de lo que no cabe duda es de que para que surja un i., de
cualquier tipo que sea, la actitud natural del conocimiento, o ingenuidad
«realista», ha de ser rota, o mejor suspendida, por un acto de reflexión
forzado. En esta vuelta de la subjetividad a sí misma, en esta intentio oblicua,
por emplear de nuevo el término de Hartmann, se configura el i., por la forma de
atribuir al sujeto una anterioridad metódica, basada en el supuesto de que sólo
los hechos de conciencia pueden recabar para sí un criterio de legitimación, una
evidencia, totalmente indubitable.
Y por este camino llegó Descartes (v.), considerado usualmente como padre
del i. moderno, a la idea de fundar la filosofía como mathesis universalis en el
cogito. Lo que hay de i. en el planteamiento cartesiano es el asociar el «método
filosófico seguro» con el tomar como punto de partida no mi experiencia de las
cosas, sino mi experiencia de mí mismo, considerando que sólo de ésta es
imposible una duda, siquiera sea una duda «imaginaria», metódica. En efecto,
según Descartes, puedo dudar de que corresponda alguna realidad exterior a mi
percepción (v.), pero de esta percepción en cuanto tal no puedo dudar. Pero esto
no quiere decir que Descartes atribuya a la res cogitans (sustancia o sujeto
pensante) un carácter absoluto; como dice Millán Puelles: «La evidencia de los
hechos de conciencia es en efecto absoluta. Quien no es absoluta es la
conciencia misma» (o. c. en bibl., 22). De manera que el paso que lleva a
Descartes desde el i. «metódico» al realismo ontológico no comporta
contradicción alguna. Descartes pretende salir del cogito, llegar a una
afirmación del ser transobjetivo, trascendente, no ya al cogito sino a los
cogitata, así, pues, a un ser «en sí», que se presenta en el objeto pero que
justamente no se agota en ser objeto, es decir, algo «puesto a» un sujeto. Si se
dice que en Descartes esta afirmación de la trascendencia de las cosas está
mediada por la forma un tanto artificial de que hay un Dios que «garantiza» el
valor objetivo de la experiencia, hay que aclarar que al fin y al cabo el modo
como llega a Dios es a través de la finitud que ha aprehendido en el cogito.
Idealismo metafísico y especulativo. Y se muestra esta relación de la
finitud y el realismo, indirectamente, y como «en negativo», en la clásica
definición hegeliana de i.: Idealismo es pensar lo finito como ideal, esto es,
como no-independiente.
Llegamos así al i. metafísico y especulativo, que alcanza su máxima
expresión en el i. alemán de Fichte (v.), Schelling (v.) y Hegel (v.). Sobre
todo en este último se consumará la tendencia a «disolver» la subjetividad
finita en una totalidad en la que no quepa distinguir la razón (v.) de la
realidad (v.), el logos del ser, pues, según él, todo lo real es racional y todo
lo racional es real. Y no es extraño que Hegel aprecie a Spinoza (v.) -«ser
spinonozista es el comienzo del filosofar», llega a decir-, pues ya el pensador
holandés se había opuesto a la «diferencia» entre el cogito y las cosas
exteriores (la res extensa) establecida por Descartes: «El orden y conexión de
las ideas es el orden y conexión de las cosas». En el i. hegeliano lo finito «se
niega y se supera» en la dialéctica (v.), y en virtud de su transparencia (la de
lo finito), deja ver tras sí lo infinito, la totalidad que le* da sentido. La
filosofía, según Hegel, debe borrar de la realidad toda sombra de
irracionalidad, de contingencia. El principio de la trascendencia (v.) que lleva
consigo la idea de una cierta opacidad en las cosas, de algo irreductible al
logos en la realidad, debe ser anulado por el principio de la inmanencia (v.).
Ya no se plantea la cuestión de cómo es posible que el pensamiento tenga un
valor objetivo, puesto que el logos, la razón, es el principio intrínseco de la
realidad. Todo ello equivale a una especie de panteísmo (v.).
No es por ello extraño que en el i. se encuentren elementos incompatibles
con el cristianismo (aunque para Hegel, Jesucristo era como el «gozne» de la
historia universal), y con cualquier válida filosofía. Según Fabro, los
principios del i. moderno -se refiere no sólo al i. hegeliano, sino a toda la
filosofía que surge desde Descartes-, que son los principios de lo trascendental
y de lo inmanente, se oponen a las exigencias del cristianismo, y de una recta
filosofía, fundadas en el principio de la trascendencia. Efectivamente, según
Hegel, la subjetividad, toda subjetividad, no está «medida» por el ser, sino que
es más bien «mensurante», lo que mide las cosas, en virtud de la intrínseca
logicidad de las mismas, o, dicho dialécticamente, en virtud de la superación de
la oposición entre lo lógico y lo ontológico. Con ello se traspone a toda
subjetividad lo que en una válida filosofía realista y en el cristianismo sólo
puede atribuirse propiamente a Dios; así, dice, p. ej., Tomás de Aquino, aunque
la realidad es medida por el entendimiento divino, ella es a su vez la que mide
al entendimiento humano. Puede resultar esclarecedora esta contraposición: en el
realismo lo esencial de la subjetividad es su receptividad (derivada de su
finitud); en el i. lo esencial de la subjetividad es su creatividad y
espontaneidad.
Desde aquí cabría hacer una consideración sobre el i. platónico, pues en
efecto constituye un elemento esencial en la filosofía de Platón (v.) la idea de
una correspondencia perfecta entre lo más real y lo más cognoscible, o, con
otras palabras, la idea de la logicidad interna del ser. Nótese que con ello
aludimos menos a la hipóstasis de las ideas, tal como se expresa en los Diálogos
llamados de madurez, que a la dialéctica que desarrolla en los últimos Diálogos,
especialmente en el Parménides y en El Sofista, en los cuales se intenta, por
así decirlo, una «logificación» de la realidad, de forma que no quede en ésta
ningún residuo irracional. Desde este punto de vista puede recibir alguna luz el
realismo de Aristóteles (v.) mediante la consideración siguiente: lo que para
éste es la «primera sustancia», lo más real, es decir, el ser individual, no
tiene propiamente definición, es irreductible en cierto modo al logos.
Idealismo empírico y psicológico. Si la equivocada anulación de la
oposición o diferencia entre ser y pensar cobra en el i. metafísico hegeliano la
forma de una mutua relación entre sujeto y objeto, en el i. empírico, también
llamado psicológico, tal anulación se cifra en una simple disolución de la cosa
exterior en los datos inmanentes al sujeto. Según Berkeley (v.), que es el
representante típico de este i., la idea de algo exterior, de un ser en-sí de
las cosas es, no ya dudosa o problemática, sino simplemente absurda; el ser de
las cosas no es distinto del ser de las ideas: esse est percipi (ser es ser
percibido). El inmanentismo berkeleyano no es la unión de la realidad y el
pensamiento, sino la reducción de las cosas a las sensaciones (v.). Es curioso
que esta teoría fuera presentada por el filósofo irlandés como la única forma de
exterminar el escepticismo (v.); pero en realidad su obra sería un elemento
importante en la formación del funesto escepticismo fenomenista de Hume. Según
Hume (v.), la afirmación de la realidad exterior sólo podemos basarla en una
simple creencia o belief, que concedemos a ciertas sensaciones por su fuerza y
vivacidad; error que lleva consigo el de considerar que la diferencia entre la
imaginación (v.) y la percepción (v.) sería sólo de grado y no de esencia.
Kant (v.) mantuvo con insistencia la diferencia entre su i. formal y el i.
que llama «material» de Berkeley. El autor de la Crítica de la Razón Pura no
ponía en duda el sentido trascendente de la experiencia (v.), su referencia a
algo extrasubjetivo. Pero para que esta experiencia sea posible es necesario que
la subjetividad aporte unas formas a priori; formas a priori que no encuentran,
sin embargo, su sentido más que en su aplicación a la experiencia. Se falsearía,
por consiguiente, el significado del «giro copernicano» que trae consigo el
criticismo kantiano si se dijera que consiste en un «subjetivismo», o en negar
la trascendencia del conocimiento. Cuando Kant insiste en que sólo podemos
conocer los fenómenos (v.), y no la cosa en-sí, no afirma ni mucho menos que
aquéllos sean inmanentes a la conciencia, sino tan sólo que la razón, en su uso
teórico, si ha de tener un valor objetivo, debe limitarse a la experiencia. El
fenómeno no se distingue de la cosa en-sí porque el uno sea intrasubjetivo y la
segunda trascendente, sino porque el fenómeno es accesible a la intuición
empírica, receptiva, que es la única posible para el hombre, mientras que la
cosa en-sí, lo nouménico, sólo se aprehendería en una intuición intelectual (intuitus
originarius), que, según Kant, es ',nposible para el hombre.
Resulta paradójico ver acusado de «subjetivista» y de negador de la
trascendencia del conocimiento al autor de una de las más profundas refutaciones
del idealismo. Kant se refiere en ella explícitamente al i. que llama
«problemático» de Descartes, según el cual sólo es absolutamente indudable la
intuición interna, quedando siempre la posibilidad de dudar de la intuición
externa, esto es, considerando a ésta problemática (v. INTUICIÓN). La idea
esencial de esta «refutación» es que la experiencia interna no es posible más
que bajo la suposición de la externa, o, con otras palabras, que la experiencia
externa no es «segunda», mediata, sino inmediata. Ello está en conexión esencial
con el hecho de que aprehendemos nuestra existencia necesariamente como
determinada en el tiempo. Ahora bien, para que pueda percibir mi
determinabilidad en el tiempo, la serie de representaciones que constituyen el
curso de mi experiencia interna ha de referirse a un sustrato permanente
diferente de ella; por consiguiente, la conciencia de mi existencia en el tiempo
está unida a la conciencia de una realidad fuera de mí.
Derivaciones y repercusiones. Esta conexión esencial entre la temporalidad
y la experiencia recibe una nueva profundización en Husserl (v.): «La conciencia
primitiva del tiempo funciona de suyo como una conciencia perceptiva» (Ideas,
266). Es cierto que parece innegable la presencia de tendencias idealistas en la
filosofía husserliana: al menos en el sentido de que es una filosofía
trascendental y «reflexiva», pues trata de remontarse a los orígenes, para
clarificar así el modo en que la realidad se constituye para la conciencia; la
fenomenología (v.) es ante todo una filosofía de la subjetividad. Pero esto no
quiere decir que la fenomenología quede encerrada en el cogito, o que reduzca el
mundo a una mera apariencia subjetiva. Precisamente un tema capital de la
fenomenología es la intencionalidad (v.): ese carácter peculiar de la conciencia
que hace que toda conciencia sea conciencia de algo. Y así, justamente mediante
la «reducción trascendental», método fenomenológico por el que se pone entre
paréntesis toda afirmación de trascendencia, se esclarece el sentido de aquella
señalada esfera de actos noéticos, a los que «por una necesidad esencial
inmanente, es inherente este maravilloso ser conscientes de algo determinado o
determinable, y dado de tal o cual manera, que es relativamente a la conciencia
misma algo frontero, en principio extraño, no ingrediente, trascendente» (Ideas,
238-239). Lo esencial del i. husserliano reside en su idea de la correlatividad
fundamental de la conciencia y el mundo. Para Husserl la idea de un mundo
absoluto y en-sí es absurda: «una realidad en sentido estricto y absoluta es
exactamente lo mismo que un cuadrado redondo» (Ideas, 130). Puede decirse, por
tanto, que el mundo es «relativo», pues presupone la conciencia absoluta; en
lugar de que la conciencia encuentre su sentido en su contacto con el mundo,
resulta más bien que el mundo recibe su sentido desde la subjetividad.
Y, sin embargo, serán pensadores fenomenólogos, o al menos muy próximos a
la escuela fenomenológica, como Heidegger (v.), Merleau-Ponty (v.) o Sartre
(v.), quienes verán lo esencial de la subjetividad humana justamente en su
ser-en-el-mundo. Y es de nuevo revelador de las consecuencias interpretativas de
aquella conexión, mencionada más arriba, entre el i. y la afirmación de lo
infinito y necesario en el logos, el hecho de que uno de los temas más
característicos de estos pensadores «existencialistas» sea la finitud y
contingencia humanas, en general interpretadas en forma materialista, o
tendiendo al materialismo.
Aunque se den materialismos de distintos signos, así el de algunos
existencialistas y el de Marx, y con pretensiones de un realismo radical, es
interesante notar cómo el materialismo (v.) viene a ser con frecuencia en el
fondo una forma de panteísmo (v.), es decir viene a caer en una forma de
idealismo. Ello se aprecia al considerar el error fundamental del i. típico, que
está en su misma base u origen, en su punto de partida gnoseológico, y que es
poner en duda, o negar, bien como método, bien como principio, la realidad
exterior al pensamiento humano; lo cual viene a ser equivalente a la pretendida
superación del i. consistente, según el materialismo, en la afirmación exclusiva
de la realidad exterior, negando la subjetividad humana, o reduciendo aquélla a
ésta. En realidad les es común algo que caracteriza al i.: la no suficiente
distinción entre el yo humano y la realidad material, en definitiva la no
distinción entitativa entre Creador, criatura espiritual y criatura material, o,
dicho de otro modo, la errónea afirmación de la univocidad del ser frente a la
real analogía del ser (v.).
Las consecuencias y derivaciones, y coincidencias, de estos dos tipos de
i. en diversos campos pueden ser a veces nefastas. Señalemos únicamente que en
el terreno de la filosofía social o sociológica pueden girar alrededor de
totalitarismos colectivistas, como el socialismo y el comunismo (disolución o
negación del sujeto individual en la «realidad total» o «totalidad social»), o
alrededor de la negación de la misma realidad social o sociedad con los
individualismos y subjetivismos consiguientes (disolución o limitación de la
realidad a cada individualidad subjetiva). Aplicado al campo de la Estética, de
la Lingüística y filosofía del lenguaje, el i. dio origen a interesantes
estudios, parciales en algunos aspectos, pero que se enfrentaron con las no
menos parciales tesis del positivismo (v.) en este campo (v. II).
V. t.: CONOCIMIENTO; IDEA; INMANENCIA; REALISMO; DEÍSMO; TEODICEA.
BIBL.: A. MILLÁN PUELLES, Fundamentos de Filosofía, 7 ed. Madrid 1970, cap. XVII,3; íD, La estructura de la subjetividad, Madrid 1967; fD, El problema del ente ideal, Madrid 1947; C. FABRo, La dialéctica de Hegel, Buenos Aires 1967; N. HARTMANN, Metafísica del conocimiento, Buenos Aires 1957; ÍD, La filosofía del idealismo alemán, Buenos Aires 1960; E. HUSSERL, investigaciones lógicas, 2 ed. Madrid 1967; fD, Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, México 1962; M. MéNENDEZ PELAVo, La estética del idealismo alemán, selec. y pról.
P. PEÑALVER SIMó.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991