IGUALDAD. DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA.
El cristianismo es, precisamente, la religión que proclamó, por primera vez en
la historia, la i. del género humano. Desde sus comienzos hasta hoy, la Iglesia
ha luchado contra todo lo que, en las distintas épocas, constituía y constituye
atentado a tal principio: esclavitud, desigualdades de derechos,
discriminaciones y, en fin, todo aquello que, en teoría, plantease situación de
desigualdad o, en la práctica, la implicase. León XIII pone de manifiesto esta
constante cuando dice: la Iglesia, «maestra legítima de la moral evangélica, no
sólo es consoladora y salvadora de las almas, sino, además, fuente perenne de
justicia y caridad como también propagadora y tutora de la única libertad y de
la única igualdad posible» (Annum ingressi, 19). La i. del género humano nace
tanto del orden natural como del sobrenatural. Del orden natural, porque «todos
los hombres han sido creados por el mismo Dios, Padre común» (León XIII, Rerum
novarum, 18); del orden sobrenatural, porque «todos tienden al mismo fin, que es
el mismo Dios, el único que puede dar la felicidad perfecta y absoluta a los
hombres y a los ángeles; además, todos han sido igualmente redimidos por el
beneficio de Jesucristo y elevados a la dignidad de hijos de Dios, de modo que
se sientan unidos, por parentesco fraternal, tanto entre sí como con Cristo,
primogénito entre muchos hermanos» (ib.).
Llevado a la práctica, tal principio de i. justifica que todos los hombres
participen, sin restricción alguna, en el bien común (v.): «Todos los miembros
de la comunidad deben participar en el bien común por razón de su propia
naturaleza» (Juan XXIII, Pacem in tenis, 5), y es obligación de los gobernantes
facilitar esta participación, oponiéndose a todo lo que conduzca al
establecimiento de desigualdades y ayudando, además, a las débiles para
contrarrestar el desnivel que pueda existir respecto a los más poderosos.
Sin embargo, hemos de notar que, si bien la Iglesia proclama una común
participación en el bien común, puntualiza que tal participación ha de tener
diverso grado, «según las categorías, méritos y condiciones de cada ciudadano»
(Juan XXIII, Pacem in terris, 56). Es ésta una constante doctrinal que distingue
al pensamiento cristiano de aquellas teorías utópicas que propugnan una i.
completa. En palabras de J. L. Gutiérrez, «La igualdad natural de todos los
hombres no anula ni puede anular las desigualdades personales» (o. c. en bibl.,
334). «Establézcase en primer lugar, que debe ser respetada la condición humana,
que no se puede igualar en la sociedad civil lo alto con lo bajo. Los
socialistas lo pretenden, es verdad, pero todo es vana tentatíva contra la
naturaleza de las cosas. Hay, en efecto, por naturaleza entre los hombres muchas
y grandes diferencias; no son iguales los talentos de todos, ni la habilidad, ni
la salud, ni lo son las fuerzas; y de la inevitable diferencia de estas cosas
brota espontáneamente la diferencia de fortuna. Todo esto en correlación
perfecta con los usos y necesidades tanto de los particulares cuanto de la
comunidad, ya que la vida en común precisa de aptitudes varias, de oficios
diversos, al desempeño de los cuales se sienten impelidos los hombres, más que
nada, por la diferente posición social de cada uno» (Rerum novarum, 13). O, con
palabras de Pío XII, «Todas las desigualdades derivadas no del capricho, sino de
la naturaleza misma de las cosas, desigualdades de cultura, de riquezas, de
posición social -sin perjuicio naturalmente, de la justicia y de la mutua
caridad-, no son, en realidad obstáculo alguno para que exista y predomine un
auténtico espíritu de comunidad y de fraternidad. Más aún, esas desigualdades
naturales, lejos de menoscabar en modo alguno la igualdad civil, confieren a
ésta su legítimo significado» (Benignitas et humanitas, 18).
Tampoco la igualdad proclamada por el liberalismo puede ser admitida por
la Iglesia, ya que la carencia de un fundamento trascendente en tal principio
origina, en la práctica, profundas desigualdades, al no existir una intervención
de los gobernantes que modere las injusticias surgidas de las distintas
capacidades y poderes de individuos y grupos. En definitiva, la falta de
realismo y de base trascendente invalida, a la luz de la doctrina social de la
Iglesia, todas aquellas teorías que, bajo uno u otro nombre, proclaman una
igualdad que degenera «en una nivelación mecánica, en una uniformidad monocroma»
(Pío XII, Nous sounnes, 12), puesto que, dada la condición humana, toda
situación de este tipo es injusta.
En el plano internacional. La situación creada en el mundo actual, en el
que tantas naciones nuevas han surgido y la interdependencia que
obligatoriamente ha de existir entre todos los países y pueblos ha puesto de
relieve la necesidad de enfocar el problema a nivel de naciones, a las que ha de
considerarse no sólo entes jurídicos independientes y libres, sino también
iguales. En este sentido se expresan tanto el Vaticano II como los últimos
papas: «Hay que establecer como primer principio que las relaciones
internacionales deben regirse por la verdad. Ahora bien, la verdad exige que en
estas relaciones se evite toda discriminación racial y que, por consiguiente, se
reconozca como principio sagrado e inmutable que todas las comunidades políticas
son iguales en dignidad natural. De donde se sigue que cada una de ellas tiene
derecho a la existencia, al propio desarrollo, a los medios necesarios para este
desarrollo y a ser, finalmente, la primera responsable en procurar y alcanzar
todo lo anterior; de igual manera, cada nación tiene también el derecho a la
buena fama y a que se le rindan los debidos honores» (Juan XXIII, Pacem in
terris, 86).
«En realidad, no puede existir superioridad alguna por naturaleza entre
los hombres, ya que todos ellos sobresalen igualmente por su dignidad natural.
De aquí se sigue que tampoco existen diferencias entre las comunidades políticas
por lo que respecta a su dignidad natural. Cada Estado es como un cuerpo, cuyos
miembros son los seres humanos. Por otra parte, la experiencia enseña que los
pueblos son sumamente sensibles y no sin razón en todas aquellas cosas que de
alguna manera atañen a su propia dignidad» (ib. 89).
BIBL.: Además de los documentos citados en el texto, cf. J. L. GUTIÉRREZ GARCÍA, Principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, II, Madrid 1971.
FRANCISCO RAFAEL ORTIZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991