Indulgencias. Teología Dogmática.
1. Noción y divisiones. La i., del latín indulgeo
(perdono, indulto) es «la remisión ante Dios de la pena temporal debida por los
pecados ya perdonados en cuanto a la culpa, que el fiel, convenientemente
dispuesto y bajo determinadas condiciones, consigue por la intervención de la
Iglesia, la cual, como administradora de la Redención, dispensa y aplica con
autoridad el tesoro de las satisfacciones de Jesucristo y de los Santos» (Paulo
VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina, nn. 1. 5.7; cfr. CIC c. 911).
El documento magisterial más solemne es un decreto del Conc. de Trento que,
haciendo suyas declaraciones anteriores, proclama: a) que la Iglesia ha recibido
de Cristo la potestad de conceder i., y que ha hecho uso de ella desde tiempos
muy antiguos; b) enseña y manda que ese uso, muy saludable para el pueblo
cristiano y aprobado por la autoridad de los sagrados concilios, sea conservado
en la Iglesia, si bien se han de otorgar con medida, excluyendo todo género de
lucro (Denz.Sch. 1835). Praxis y teología de las i. se implican mutuamente. Esta
materia es además uno de los casos más claros de la evolución homogénea de la
doctrina católica (v. FE Iv), que va aflorando paulatinamente y de diversos
modos a la conciencia de la Iglesia bajo la guía del Espíritu Santo (cfr. Paulo
VI, ib. n. 7; Ch. Journet, o. c. en bibl., 81-82).
Por eso es útil analizar con atención la historia de esa evolución, para dar
seguidamente una explicación teológica de las i. en conformidad con los
presupuestos básicos de la eclesiología. Se puede afirmar de antemano que el
menosprecio consciente de las i. implica el menosprecio de otras verdades de fe
anejas, algunas de ellas dogmas, como la naturaleza del pecado y la noción de su
pena, eterna o temporal; el perdón de Dios por Cristo mediante su Iglesia; la
naturaleza de la justificación y la Comunión de los Santos que une en la misma
caridad de Cristo a la Iglesia peregrinante, purgante y triunfante (Conc.
Vaticano Il, Const. Lumen Gentium, n. 48 ss.). De otra parte, como ya señalaba
el Conc. de Trento, es esta una materia que debe ser bien explicada a fin de que
la doctrina católica conste con toda claridad y se eviten falsas
interpretaciones que conducirían a graves males: p. ej., confiar excesivamente
en las i. con detrimento del compromiso personal, caridad manifestada en obras,
que el don de la fe reclama. Para los detalles concretos (i. plenarias o
parciales, etc.), v. II.
2. Estudio histórico. En la praxis penitencial de la Iglesia no encontramos
datos sobre la concesión de las i. propiamente tales hasta el s. xi, si bien
consta que alguno de sus aspectos era ya común en el s. II.
1) Desde el s. II al s. XI. La praxis penitencial de la Iglesia primitiva
presupone que el castigo debido por los pecados cometidos por los bautizados no
se perdona de un modo definitivo, como en el bautismo, sino que requiere una
actividad penitencial prolongada y dura con la ayuda de la gracia de Cristo (cfr.
B. Poschmann, Paenitentia secunda, Bonn 1940; Id, Der Ablass im Lichie der
Bussgeschichte, Bonn 1948). En la terminología teológica no aparece aún la
distinción entre la culpa (reatus culpae) y la pena (reatus poenae) del pecado,
sin embargo, consta ya claramente que el hombre entra en vías de salvación desde
el primer momento de su conversión o retorno y que necesita además de una larga
penitencia para reparar sus pecados. Por eso, ya desde el s. II, comienza la
Iglesia a regular esa penitencia según la gravedad de la culpa, con la
conciencia de poder determinar en general o en cada caso particular las obras
penitenciales apropiadas. Los obispos dispensan a los pecadores de las
penitencias públicas, del todo o en parte, según lo aconsejen las circunstancias
y el mayor bien de los fieles (cfr. P. Galtier, De Paenitentia, 2 ed. Roma 1950,
n. 285-289,300-305,625), aunque con eso, como es claro no pretendían otorgar la
remisión de toda la pena temporal ante Dios. Este proceso de purificación podía
ser influido y protegido por la intercesión de la Iglesia, bien privadamente por
la intercesión de los «confesores» que trasmitían a los pecadores el mérito de
sus sufrimientos mediante los libelos de paz (libelli pacis) y cuyo efecto se
creía tenía lugar únicamente después de la muerte de esos mártires (cfr. S.
Cipriano, Ep. 16,3; 21,3; 22,2), o bien de una forma litúrgica y
ministerialmente regulada, en la que intervenían el obispo y el pueblo, con la
convicción de que su intercesión era eficaz en lo que dependía de ellos. Esa
intercesión no se ha de identificar con el sacramento de la penitencia, aunque
generalmente se realizara junto con él, puesto que iba dirigida a fomentar y
proteger la penitencia subjetiva del pecador y en virtud de los méritos de
otros. Como se ve, esta praxis implica ya uno de los elementos esenciales de la
i. propiamente tal: la remisión de la pena temporal de los pecados por la
intercesión de la Iglesia y en virtud de los méritos de Cristo y de los
mártires.
Con el proceso por el que va disminuyéndose la penitencia pública hasta quedar
sólo la privada, se va insistiendo en que, después de la reconciliación operada
en el sacramento, debe realizarse una penitencia subjetiva temporal, lo cual
implica una distinción clara entre la culpa y la pena del pecado. Por otra
parte, la Iglesia otorga al pecador reconciliado su intercesión de una forma
solemne, aunque no propiamente de una forma jurisdiccional. Este parece ser el
sentido primitivo de las absoluciones de S. Gregorio Magno (v.). Además, fue
cundiendo la praxis de las conmutaciones y redenciones de la penitencia canónica
de la Iglesia, como una exigencia eclesiástica para la remisión de la pena de
los pecados y no sólo como una medida disciplinar independiente. Las
redemptiones eran obras buenas con las que los penitentes podían suplir, con la
autorización del confesor, las penitencias canónicas que les habían sido
impuestas. Durante el s. vii se encuentran ya algunos indicios de estas
redenciones en Inglaterra e Irlanda (cfr. Reginonis Prumensis, De Eccles.
discipl., 11,2, n. 438-445; PL 132, 368-370), y en el Conc. de Tívoli (895), se
permite que los homicidas, a los que se imponía la abstinencia de carne y de
algunos otros alimentos durante un año, pudiesen en determinadas circunstancias
redimir los martes, jueves y sábados con un denario, en moneda o en especie, o
dando de comer a tres pobres por el nombre del Señor (Mansi 18,157). También en
el s. vii son ya frecuentes las peregrinaciones a Roma y la mitigación de las
penas canónicas que con ese motivo concedían los Papas teniendo en cuenta la
dificultad del viaje y la devoción a los Santos Apóstoles. Benedicto 111
(855-858) impuso a un peregrino fratricida únicamente la penitencia de cinco
años «porque se apresuró a venir a los sepulcros de los Apóstoles Pedro y Pablo»
(cfr. P. Galtier, o. c., n. 626). Esta praxis constituye un paso más en la
clarificación de las i.. si bien reviste aún un carácter eminentemente canónico.
2) Desde el s. XI hasta Trento. En el s. xi comienzan a concederse en Francia
las primeras i. propiamente tales. La Iglesia (papas, obispos) asegura al
creyente su intercesión ministerial de una forma solemne y general, otorgándole
con un acto jurisdiccional la remisión parcial o total de la penitencia
canónica; es una remisión extrasacramental de la pena temporal del pecado ante
Dios, a la que se le atribuye una eficacia análoga a la de la penitencia
impuesta en el sacramento. La unión íntima con la oración sacerdotal de
intercesión en el sacramento de la penitencia y con las redenciones y
conmutaciones nos indica por qué en esta época las i. no eran consideradas como
reservadas al Papa, sino que eran concedidas por los obispos y confesores en el
desempeño de su ministerio. Por el tránsito paulatino de las redenciones y
conmutaciones, entonces múltiples y suaves, a las i., no resulta fácil
distinguirlas en la práctica, ya que la concesión de la i. requería siempre como
condición indispensable alguna obra buena apropiada. En el s. xii encontramos ya
una reflexión teológica amplia sobre la praxis de las i. El primero que las
definió como un acto jurisdiccional en relación con la pena propia del pecado
ante el mismo Dios fue el canonista Huguccio (m. 1210). Sin embargo, los autores
de esta época opinan aún en general que las i. obtienen su eficacia no en virtud
de la potestad de absolución de la Iglesia, sino a modo de sufragio (per modum
suffragii). Con el desarrollo de la doctrina del «tesoro de la Iglesia» (thesaurus
Ecclesiae), expresión que se encuentra por primera vez en Hugo de San Caro (m.
ca. 1230), se da un paso adelante poniendo de relieve su carácter eminentemente
jurisdiccional (cfr. Clemente VI, bula Unigenitus Dei Filius, 25 en. 1343:
Denz.Sch. 1025-27). Es claro que la Iglesia puede disponer autoritativamente de
ese tesoro, como el dueño dispone de su fortuna, y lo hace de un modo infalible
y con un acto jurisdiccional para la remisión de la pena temporal de los pecados
ante Dios (S. Alberto Magno, S. Buenaventura; S. Tomás, In IV Sent., Dist. 20);
tesoro de supererogación «en el que la Iglesia posee las riquezas de los méritos
y de la pasión de Jesucristo y de la gloriosa Virgen María, de todos los
Apóstoles y mártires y de todos los santos de Dios, vivos y difuntos» (S. Tomás,
In IV Sent., Dist. 20, ql a2).
Desde entonces las i. se van independizando más y más del sacramento de la
penitencia; a la vez comienzan a ser reservadas al Papa, porque sólo él puede
disponer del tesoro de la Iglesia, y los obispos dependiendo de él. Esta
perspectiva jurisdiccional no elimina la necesidad de las obras buenas exigidas
siempre para ganar las indulgencias (cfr. S. Tomás, Sum. Th., Suppl. q25 a2). En
esta época, los papas y los obispos conceden i. con mucha frecuencia a los que
contribuyen con sus limosnas a la construcción o conservación de lugares
sagrados y de otras obras de común utilidad, especialmente puentes y hospitales.
La i. plenaria, prometida ya desde el s. xi a -'los cruzados (Urbano l í: Mansi,
20,816), es concedida por Bonifacio VIII como «indulgencia plenaria jubilar» o
del «Año Santo» en la bula Antiyuorum habet, 2 feb. 1300; en ella concede a los
que visiten con reverencia las basílicas romanas, después de confesarse y
teniendo verdadero arrepentimiento, en ese año y en todos los centenarios
siguientes, no sólo el perdón (veniam) pleno y más amplio, sino plenísimo de
todos sus pecados (Denz.Sch. 868).
Ya desde el s. xtii defendían los grandes teólogos la posibilidad de aplicar las
i. a los difuntos (Alejandro de Hales, Summa Theol., P. IV, c. 23, m.l al; S.
Tomás, In IV Sent., Dist. 45 q2 a2 sol.I1; Sum. Th., Suppl. q71 a10; S.
Buenaventura, In IV Sent., Dist. 20 p2 al q5), y si algunos la negaban, era
únicamente porque de hecho no las concedían aún los Papas. Sixto IV concede la
primera i. plenaria aplicable a los difuntos a modo de sufragio en la bula
Salvator Noster, 3 ag. 1476 (Denz.Sch. 1398) y, para evitar algunos equívocos,
la explica más ampliamente en su enc. Romani Pontificis provida, 27 nova 1477 (Denz.
Sch. 1405-1407); esa i. no debe ser causa de que los fieles abandonen las buenas
obras, no se ha de identificar con las limosnas y oraciones y se ha de entender
según las explicaciones de los teólogos (es decir: como un signo de la remisión
total de la pena temporal de los pecados en lo que respecto a la intención de la
Iglesia).
Cuando Julio 11 (1503-1513) y León X concedieron i. con motivo de la
reconstrucción de la basílica de S. Pedro en Roma, surgieron algunos abusos
sobre todo por la avaricia de algunos príncipes y prelados alemanes, que
constituyeron la ocasión para que Lutero procediera a la manifestación pública
de sus doctrinas, incubadas ya desde hacía varios años (cfr. J. Lortz, Historia
de la Reforma, 2 vol., Madrid 1963; E. Iserloh, Luther zwischen Reform und
Reformation, Münster 1966). Lutero (v.) concedía únicamente a las i. la remisión
de las penas eclesiásticas y por lo mismo las consideraba inútiles para todos
aquellos a los que, por diversos motivos, no se les podían imponer esas penas.
Esas tesis fueron condenadas por León X en la bula Exsurge Domine, 15 jun. 1520
(Denz.Sch. 1468-72) y luego por Trento (Denz.Sch. 1835), como antes lo había
sido la doctrina semejante de Pedro de Osma por Sixto IV, a. 1479 (Denz.Sch.
1411 ss.), y más adelante la de Bayo (Denz.Sch. 1059-60) y la de los jansenistas
del sínodo de Pistoya (Denz.Sch. 2640 ss.).
3) Con las definiciones mencionadas la doctrina queda clarificada, no es, pues,
necesario seguir la explicación histórica. Vamos, pues, a limitarnos a explicar
algunas expresiones empleadas en la predicación y la Teología, para evitar
interpretaciones equívocas: a) La frase el perdón de todos los pecados se ha de
entender como la remisión de toda la pena temporal de los pecados, puesto que se
requiere siempre la confesión previa (cfr. bula de Bonifacio VIII); b) Sobre las
expresiones para los vivos a modo de absolución y para los difuntos a modo de
sufragio, como no existe ninguna declaración obligatoria del Magisterio, los
teólogos siguen opiniones diversas. «A modo de absolución» significaría para
algunos (Cayetano, Belarmino, Suárez, Palmieri, Pesch) una verdadera absolución
extrasacramental en virtud del «poder de las llaves», por la que se concede la
remisión de la pena temporal a los fieles vivientes que cumplan las debidas
condiciones; otros no dudan en conceder a la i. de por sí una eficacia mayor que
al mismo sacramento de la penitencia en cuanto a la remisión de las penas
temporales, mientras que para otros una tal remisión se extiende únicamente a la
remisión de las penas eclesiásticas. «A modo de sufragio» por los difuntos: el
mismo Sixto IV enseña que se trata de aplicar a los fieles del purgatorio, ya
fuera de la jurisdicción de la Iglesia, los méritos del «tesoro de la Iglesia»,
y que éstos, al igual que los sufragios comunes y privados, inclinan a Dios a
aceptar las satisfacciones ofrecidas y a perdonarles las penas temporales de los
pecados anteriores. La eficacia de las i. sólo la conoce realmente el Dios de
las misericordias.
3. Explicación teológica. Vamos a proceder de una manera ordenada, procurando
poner de manifiesto el contexto en el que se sitúan las i. y al que se ha hecho
alguna referencia al menos indirecta en el panorama histórico trazado y en el
que se recogen en sus líneas generales la praxis y la doctrina sobre las mismas.
1) Solidaridad en la satisfacción por los pecados. El pecado (v.) supone una
ofensa a Dios, negarse a reconocerle como Señor, y supone además un
quebrantamiento del orden que Dios quiso que existiera entre El, el hombre y las
cosas: «Al negarse a reconocer a Dios como su principio, el hombre rompe el
debido sometimiento a su fin último, y también toda su ordenación, tanto por lo
que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto
de la creación» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 13). Por todo ello el
pecado, que es culpa, trae aneja una pena. Como «nadie puede librarse por sí
mismo, con sus propias fuerzas, del pecado» (ib., Ad gentes, 8), Dios
proporcionó el remedio: la acción redentora de Cristo, que se nos aplica en el
Bautismo y, posteriormente, en el sacramento de la Penitencia (v.); con éste, se
borra el estado de enemistad con Dios, que perdona al pecador, y la culpa
desaparece; también se borra la pena de daño (privación de la visión de Dios)
debida al pecado mortal. Pero como el pecado ha supuesto una perturbación del
orden universal que Dios había dispuesto con inefable sabiduría y con infinita
caridad, merece también otra pena, un castigo corrector, misterioso y limitado,
que se llama pena de sentido, que, en algunos aspectos, es temporal. Esa pena,
si no se pone remedio antes, se ejecutará en la otra vida (en el infierno, en el
supuesto de que pervivan la culpa y la pena de daño o en el purgatorio, si las
otras se han ya perdonado).
Pero existen medios para que quien ha obtenido ya el perdón de sus pecados pueda
satisfacer por ella en la tierra. En primer lugar la confesión, concretamente
las obras penitenciales que impone el sacerdote, que reparan en parte la pena
debida; también la penitencia extrasacramental y en general las buenas obras
(sacramentos, virtudes, etc.). Existe finalmente un medio más, que el amor sin
medida de Dios ha encontrado para ayudar a alcanzar el cielo cuanto antes: las
i., en estrecha conexión con los dogmas del Cuerpo Místico y de la Comunión de
los Santos.
«Por un arcano y benigno misterio de la voluntad divina los hombres están unidos
entre sí por un parentesco espiritual, en virtud del cual el pecado de uno
perjudica a todos los demás, del mismo modo que la santidad de uno beneficia a
todos los restantes. De esta forma, los fieles cristianos se ayudan mutuamente a
alcanzar el fin sobrenatural» (Indulgentiarum doctrina, 1). La Comunión de los
Santos, vínculo de caridad entre los fieles que ya gozan de Dios, los que sufren
en el Purgatorio y los que todavía peregrinan en la tierra, hace posible esta
ayuda mutua que la Iglesia se encarga de distribuir (Lumen gentium, 49).
La muerte de Cristo en la cruz ganó para su Iglesia un tesoro infinito de
gracias, tesoro en continuo crecimiento a causa de las oraciones y buenas obras
de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos. «Este tesoro lo
encomendó, para ser dispensado a los fieles, al Bienaventurado Pedro, que tiene
las llaves del cielo, y a sus sucesores, vicarios suyos en la tierra, para ser
misericordiosamente aplicado, con motivos razonables, a los que están
auténticamente arrepentidos y confesados, para la total o parcial remisión de la
pena temporal debida por los pecados» (Clemente VI, bula Unigenitum). De ese
modo, la Iglesia, al dispensar las indulgencias, no sólo ayuda a los fieles
cristianos a expiar las penas debidas, sino también les impulsa a realizar obras
de piedad, de penitencia y de caridad (cfr. Indulgentiarum doctrina, 8).
2) Fundamento del poder de la Iglesia de conceder indulgencias. Como hemos visto
en la exposición histórica, a partir del s. xiii las i. son explicadas en
dependencia del poder jurisdiccional de la Iglesia. Ese parecer siguen la
mayoría de los teólogos que acuden así, para fundarlas bíblicamente, a los
textos en que Cristo promete a Pedro el poder de atar y desatar (Mt 16,19) y a
los Apóstoles la facultad de perdonar los pecados (Mt 18,18; lo 20,23). El mismo
Conc. de Trento cita esos textos al proclamar que es una potestad recibida
directamente de Cristo (Denz. Sch. 1835), si bien no define la naturaleza del
poder al que se refiere. Algunos autores modernos, como Poschmann (Das Ablass im
Lichte der Bussgeschichte, Bonn 1948), se apartan de la doctrina mencionada,
diciendo que, como las i. se ordenan a la remisión de la pena temporal de los
pecados ante Dios (coram Deo), no son un acto jurisdiccional en sentido
estricto, sino más bien un acto de intercesión de una eficacia moral con
respecto a las penas de la vida futura, por oposición a las absoluciones de las
penas canónicas que implicaban un acto estrictamente jurisdiccional. Sobre este
punto volveremos en 3, b.
3) Escatologismo de la purificación y función de la Iglesia, asociada a la
oración sacerdotal y perenne de Cristo. a) Pecado, pena temporal y purificación.
En la S. E. aparece claramente que, después del perdón de la culpa, se requiere
aún un largo proceso ético de acercamiento a Dios (quaerere Deum), que implica y
supone la misma aceptación humilde del juicio divino (1 Cor 11,32; 5,5; 1 Tim
1,20; Apc 2,22 ss..) El Pueblo de Dios puede proteger con su oración el proceso
de la remisión de las penas temporales del pecado incluso en orden a la
purificación de los difuntos (2 Mac 12,43-46); son las deudas, cuyo perdón
rogamos humildemente a Dios (Mt 6,12; 1 lo 3, 20-22; 5,16; 2 Tim 1,18; Iac
5,16-20) tanto en la oración privada como en las oraciones penitenciales de toda
la Iglesia. Algunos teólogos insisten en el doble carácter vindicativo y
medicinal de las penas temporales del pecado ya perdonado en el sacramento; el
desorden que causó en el plan divino al anteponer las criaturas al Creador. está
exigiendo el reequilibrio total como una revancha de la creación (S. Tomás, Sum.
Th. 1-2 q87 al), en cuya obra tiene al primado la caridad que purifica todo el
ser del hombre (Sum. Th. 1-2 gll3 al0; 3 q86 a5 adl; cfr. Ch. lourne.t, o. c.,
83 ss.). Paulo VI insiste también en el aspecto y consecuencias sociales de todo
pecado (Indulgentiarum doctrina, 4). S. Agustín, interpretando a S. Pablo,
insiste mucho en el mal de la concupiscencia que priva a todas nuestras obras de
la caridad debida y hace que todos los hombres sean pecadores, lo que lleva a
subrayar el carácter medicinal (sanante) de las penas y el escatologismo de la
purificación hasta que el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, alcance su
perfección en la visión inmediata de Dios (cfr. A. Turrado, Lutero, intérprete
de la doctrina de S. Agustín sobre el pecado original, «Estudio Agustiniano» 4,
1969, 532-535).
b) Los méritos y la intercesión perenne de Cristo-Sacerdote, la Comunión de los
Santos y el sacerdocio ministerial asociado a esa intercesión de un modo
extrasacramental. Paulo VI enseña que «en la indulgencia la Iglesia, usando de
su potestad de administradora de la redención de Cristo Señor, no solamente ora,
sino que distribuye autoritativamente al fiel cristiano debidamente dispuesto el
tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos para la remisión de la
pena temporal» (ib., n. 8, p. 16; Norma 1, p. 21). La i. no es, pues, una simple
intercesión de la Iglesia, sino que debe incluirse en la potestad ministerial de
santificar a los fieles cristianos, aunque en este caso la ejerza de un modo
extrasacramental. ¿Nos conduce eso a sostener que es un acto jurisdiccional en
sentido estricto? Así lo piensan numerosos teólogos. Sin embargo -salvo el mejor
juicio del Magisterio-, nos parece que esa sentencia no se impone del todo, y
que puede pensarse que no es un acto jurisdiccional en sentido estricto, sino
más bien una intercesión ministerial ante Dios para que se digne aplicar a los
fieles cristianos los méritos de Cristo y de los Santos. Sería, pues, una de las
funciones del sacerdocio ministerial en cuanto participación del sacerdocio
eterno de Cristo. Además del sacrificio de la Cruz, en el que Cristo es a la vez
sacerdote y víctima, el N. T., especialmente la epístola a los Hebreos, habla de
una intercesión perenne de Cristo-Sacerdote ante el Padre por nosotros (Heb
7,25; Rom 8,34; 1 lo 2,1-2), que equivale a la presentación de sus méritos ante
el Padre, pues Cristo «se presenta por nosotros ante la faz de Dios» (Heb 9,24),
como abogado y propiciación por los pecados de todo el mundo (1 lo 2,1-2). El
sacerdocio ministerial de la Iglesia participa de esa intercesión perenne de
Cristo y, como él, «es escuchado por su reverencia] temor» (Heb 5,7; cfr. lo
11,42). Por eso solamente pueden conceder i. los que participan plenamente de
ese sacerdocio ministerial de Cristo: el Papa, los obispos y, por delegación,
los presbíteros, sus colaboradores en el ministerio. Podemos añadir que quien
recibe la gracia es renovado interiormente por la gracia santificante, pero la
actitud real de todo cristiano, dada la incertidumbre subjetiva de su justicia y
la conciencia de la personal pecabilidad y el conocimiento de la permanencia de
la pena temporal, consiste en acogerse con humilde confianza a los méritos de
Cristo y de los Santos. Cuando esta confianza va respaldada por la intercesión
ministerial de la Iglesia, o indulgencia, el cristiano penitente recibe la
remisión de las penas temporales o la aplica a los difuntos con una garantía
especial, que no tendría de otro modo. Esa intercesión ministerial, que se
extiende a los fieles de la Iglesia peregrina y de la Iglesia purgante y se
apoya en los méritos de Cristo y de los Santos, expresa de un modo sublime la
Comunión de los Santos en la única caridad de Cristo.
V. t.: PENITENCIA 11 y 111; PECADO; PURGATORIO; COMUNIÓN DE LOS SANTOS; LUTERO Y
LUTERANISMO 1, 2 y 3.
ARGIMIRO TURRADO.
BIBL.: PAULO VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina, 1 en. 1967: AAS 59 (1967) 5-24; `S. TOMÁS DE AQUINO, Sum. Th. Supplem. q25-27; F. SUÁREZ, Opera omnia, XXII,979-1185; E. MAGNIN, Indulgences, en DTC VII,1594-1636; F. BERINGER y A. STEINEN, Die Ablüsse, ihr Wesen und ihr Gebrauch, 2 vol., Paderborn 1921-22; E. CAMPELL, Indulgences, Ottawa 1953; S. DE ANGELIS, De Indulgentiis, Tractatus quoad earum naturam et usum, 2 ed. Vaticano 1950; P. GALTIER, L'Église et la rémission des péchés aux premiers siécles, 3 ed. París 1932; fD, De Paenitentia tractatus dogmatico-historicus, 2 ed. Rbma 1950; 1. A. JUNGMANN, Die lateinischen Bussriten in ihrer geschichtlichen Entwicklung, Innsbruck 1932;. CH. JOURNET, Théglogie des Indulgences, «Nova et Vetera» 41 (1966) 81-111 (estudio teológico muy completo); N. PAULUS, Geschichte des Ablasses im Mittelalter, 3 vol., Paderborn 1922-23; B. POSCHMANN, Der Ablass im Lichte der Bussgeschiclite, Bonn 1948; E. G. ESTÉBANEZ, Naturaleza de las indulgencias «La Ciencia Tomista» 97 (1970) 407-443.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991