Infalibilidad
1. El hecho de la infalibilidad. 2. Sujetos de la
infalibilidad. 3. Objeto de la infalibilidad.
Introducción. El término i. significa en Teología una prerrogativa, un don
gratuito que Dios ha concedido a su iglesia que excluye el hecho del error y
además implica la imposibilidad de equivocarse en la conservación y exposición
de la verdad revelada. La i. no supone una nueva revelación (v.) pública por
parte de Dios, ni una inspiración (v. BIBLIA III), sino una asistencia que
preserva del error a la legítima y competente jerarquía eclesiástica, y de modo
especial al Papa, para guardar en toda su integridad el depósito de la divina
revelación (v. FE ii1, A) y exponerlo rectamente a los fieles, es decir, para
enseñar la verdadera doctrina, ya revelada, sobre la fe y la moral.
Distinguen los autores entre i. intrínseca y extrínseca. La primera tiene su
causa y raíz en la misma naturaleza del ser infalible, y es propia de Dios. La
segunda consiste en una asistencia divina extrínseca, en una vigilancia por
parte de Dios a fin de que el hombre, como causa principal, proponga la palabra
revelada sin error alguno. Ahora bien, esa asistencia no dispensa del uso de los
medios humanos apropiados a fin de precisar con exactitud esa misma verdad
revelada, ni supone necesariamente un influjo positivo de Dios, ya que a veces
puede bastar una preservación.
1. El hecho de la infalibilidad. El hecho de la i. en la Iglesia es algo que
toca al corazón mismo del depósito revelado. Verdad querida, amada y presupuesta
por los PP. y los Concilios, encuentra su expresión técnica ya entrado el s. XIV.
a) Sagrada Escritura. Por lo que se refiere a la S. E., aun cuando el término no
exista, el contenido está presente en la misma. Días antes de su Ascensión,
Jesús envía a sus apóstoles a predicar a todo el mundo cuanto Él les ha enseñado
(Mc 16,15; Mt 28,19-20). Llegado el momento oportuno recibirán el Espíritu
Santo, que les enseñará toda la verdad y serán sus testigos hasta los confines
de la tierra (Act 1,8; lo 16,13). Éste es el objeto y éstos son los límites de
la predicación apostólica. No se trata de presentar una opinión científica, ni
siquiera lo que los apóstoles hayan podido pensar de su Maestro, sino la Verdad
de Dios, la Palabra de Dios encarnada: «Lo que era desde el principio, lo que
hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon
nuestras manos tocando al Verbo de Vida -porque la Vida se ha manifestado y
nosotros hemos visto y testificamos y os anunciamos la vida eterna, que estaba
en el Padre y se nos manifestó-, lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a
vosotros, a fin de que viváis en comunión con nosotros» (1 lo 1,1-3). Así como
Cristo nada enseña que no haya oído junto a su Padre, así los discípulos nada
dicen que no hayan visto u oído. Los apóstoles repiten una y otra vez que su
palabra no es palabra de hombres, sino palabra de Dios, palabra de Cristo,
palabra de verdad y acogida como tal por los mismos fieles (1 Thes 2,13; 1,8;
4,15; Rom 9,6; 10,17; 1 Cor 14,36; 2 Cor 6,7).
Los Hechos nos presentan igualmente a los apóstoles como «testigos» escogidos
por Dios para dar testimonio de la palabra de Cristo (Act 15,35), de la palabra
de Dios (Act 4,29-31). Su mensaje es el misterio escondido en Dios (1 Cor 2,7),
revelado en Cristo (Rom 16,25; Col 1,26) y proclamado por los apóstoles (1 Cor
15,1-2; Rom 2,16; Eph 1,13). Tan seguros están los apóstoles de su evangelio y
de su doctrina que frente a los falsos doctores levantan decididamente su voz
anatematizando a cuantos enseñen algo contrario a su predicación, aunque sea un
ángel bajado del cielo (Gal 1,8-9). La proclamación de esta Palabra se realiza
bajo la acción del Espíritu Santo (Act 4,8). Los apóstoles afirman claramente
que su testimonio es testimonio del Espíritu Santo (Act 5,32); saben que su
decisión es decisión del Espíritu (Act 15,28). La predicación apostólica se
realiza bajo la asistencia permanente del mismo Cristo (Mt 28,18-20). De los
textos citados se deducen con toda claridad dos hechos evidentes. Por una parte,
el objeto de la predicación apostólica es Palabra de Dios, Verdad infinita y por
lo mismo infaliblemente verdadera. Por otra, los apóstoles proclaman esta
Palabra en virtud de una misión divinamente recibida y para su realización
cuentan con la ayuda eficaz y constante del mismo Señor que los ha enviado y del
Espíritu, que es Espíritu de verdad. Tienen plena conciencia de este hecho
excepcional y por eso los apóstoles se sienten seguros, divinamente seguros en
su predicación.
b) La Tradición. Por lo que a la generación posapostólica se refiere, su
espíritu aparece reflejado elocuentemente en el pensamiento de los Padres
apostólicos, en S. Ireneo (v.), Tertuliano (v.), etc. Los PP. apostólicos en el
orden doctrinal se caracterizan por su fidelidad total a lo recibido de los
apóstoles. Nada se puede aceptar que no se haya recibido de los discípulos del
Señor. Todos se agrupan en torno a los presbíteros para vivir de la Palabra
recibida. Se guarda fielmente el depósito heredado y se trasmite lo que se ha
recibido. Esta afirmación se hace aún más viva a finales del s. ii con ocasión
de la crisis gnóstica. Frente al gnosticismo (v.), S. Ireneo opone la doctrina
de los apóstoles, contenida en la S. E. y en la tradición de la Iglesia. [renco
remite a la «regla de la fe», la «regla de la verdad», la «tradición de los
Apóstoles», es decir, la doctrina revelada por Dios, trasmitida por los
apóstoles a la Iglesia y que ella a su vez trasmite a todos sus hijos. Esta
«regla de la fe» se conserva intacta y sin error en la Iglesia gracias a la
sucesión apostólica y al Espíritu de verdad. La sucesión apostólica en una
comunidad es la garantía de la verdad frente a la gnosis. «La verdad, dice,
conviene aprenderla allí donde están los carismas del Señor: en aquellos que en
la Iglesia poseen la sucesión desde los apóstoles y que han conservado la
palabra sin adulterar e incorruptible» (Adv. haer., IV,26,5; ed. Harvey 11,255).
Y es que los apóstoles confiaron su cargo junto con su ciencia a sus sucesores
experimentados, como consecuencia lógica y necesaria de la misión que les
confiaban (v. IGLESIA II, 5). Pero no es sólo el hecho de la sucesión. Ireneo se
adentra en el misterio y reconoce que es el Espíritu la raíz última de la
inmutabilidad de la «regla de la fe» y de la garantía de la verdad en la
Iglesia: «El Espíritu de Dios está donde está la Iglesia y la Iglesia donde está
el Espíritu de Dios. Y el Espíritu es la verdad» (Adv. haer., 111,24,1; ed.
Harvey 11,131,132). De modo semejante se expresa Tertuliano. La Iglesia ha
recibido la verdad de los apóstoles. La misión de la Iglesia es conservar
intacto el depósito a ella confiado. El carácter apostólico de toda doctrina se
establece por la continuidad de sucesión a partir de los apóstoles (cfr. De
Praes. 20,4-8; 21,3-4; 37,1; 12,5).
Junto al testimonio de los PP. existe otro hecho que demuestra la seguridad de
la Iglesia en la conservación y trasmisión de la doctrina recibida. Es lo que se
llama la traditio o acceptio symboli. Ya desde los primeros momentos, la Iglesia
pide y exige guardar la fe recibida y confesar a Cristo según la regla de la
verdad. Esto indica, lógicamente, que existe el convencimiento de que la verdad
se trasmite en la Iglesia, que la Palabra del Señor permanece para siempre
presente, que los apóstoles y los discípulos trasmiten la verdad que oyeron y
que esta verdad la profesan y testifican en todos los lugares y rincones de la
tierra aunque en lenguas diversas. Esta unidad de fe tiene su expresión visible
en la unidad de catequesis y en la traditio o acceptio symboli, entendiendo con
estas palabras no sólo la entrega de una confesión bautismal de fe única y fija,
sino entendida como la tessera idéntica en todas las partes, la demostración, el
sello de la única fe, que permite a los cristianos reconocerse mutuamente. En
los tres primeros siglos, por consiguiente, la Iglesia tiene una gran
preocupación: defender, conservar y trasmitir con toda exactitud el mensaje
revelado por Cristo y confiado a ella por los apóstoles. Este mensaje revelado
es la Verdad que no puede ser alterada, porque es la misma Verdad de Dios. Para
su seguridad la Iglesia establece un primer criterio de garantía: la sucesión
apostólica. Allí donde se pueda establecer una conexión entre el obispo de una
iglesia local y un Apóstol, allí está la verdadera doctrina. Junto a este hecho
y en conexión con él, existe en la Iglesia el convencimiento de que la comunidad
entera confiesa y vive de la verdad inmutable. La catequesis bautismal, dentro
de la cual nacen los símbolos, es la expresión visible de este fenómeno. En
todas las comunidades se enseña y confiesa la misma fe sin cambios ni
alteraciones por mínimos que-sean. Y, como fundamento de todo eso, se reconoce
igualmente que la seguridad en la profesión de la fe radica en la asistencia del
Espíritu Santo. En esta literatura, no existe el término infalibilidad, pero sí
la idea de una Iglesia que conserva y ha conservado y que conservará en el
futuro, inviolable, su fe porque para cumplir esa misión cuenta con la
asistencia del Espíritu Santo. c) Los primeros Concilios. En la época de las
grandes herejías, que coincide con el siglo de oro de los PP., la Iglesia se
defiende como lo ha hecho hasta el momento: recurriendo a la pureza de la fe
recibida. Por esta razón, se convocan los primeros concilios ecuménicos y se
formula la fe en los grandes Símbolos (v. FE ii). Los Concilios (v.) ecuménicos
responden a la conciencia que existe en los obispos de la Iglesia de ser los
responsables ante Dios y los hombres de la pureza de la fe. Si no se usa la
expresión «infalibilidad» existe la conciencia de una seguridad total en la
exposición de la fe, es decir, de una infalibilidad. La misma idea se advierte
al aplicarse los PP. a formular la fe en símbolos. Con este gesto manifiestan
que la fe que proponen para ser confesada no es otra que la que han recibido y
con la cual habrán de estar de acuerdo todos los que quieran permanecer dentro
de la Iglesia. Al lado de estas ideas existe una tercera, y es que uno y otro
gesto se realizan bajo la acción del Espíritu Santo. La Iglesia está plenamente
convencida de que los Padres conciliares están asistidos de modo singular por el
Espíritu y esta acción se hace eficaz en la formulación del símbolo. «Mostremos
-escribe S. Cirilo a los monjes de Egipto, a propósito del Concilio de Nicea- en
tanto sea posible, respecto a la manera de comprender el misterio de la economía
de Cristo en qué forma ha sido propuesto por la Iglesia santa y lo que han dicho
los Padres que formularon la definición de la fe inmaculada, la Verdad del
Espíritu Santo que les inspiraba. Porque, en efecto, no eran ellos quienes
hablaban, según la palabra del Salvador (Mi 10,20) era el Espíritu de Dios y del
Padre el que hablaba en ellos» (Acta Concil. Oecumenicorum, ed. E. Schwartz
1,1,1, p. 12). Y el emperador Constantino dice igualmente: «Acojamos, pues, el
juicio emitido por el Omnipotente. El juicio de trescientos obispos, no es otra
cosa que el juicio de Dios, porque es el Espíritu Santo el que ha ilustrado la
inteligencia de estos hombres y ha iluminado la voluntad de Dios. Es
absolutamente imposible que se haya faltado a la verdad» (ib. 1,1,1, p. 3).
d) La Escolástica. Entre los grandes maestros de la teología escolástica de este
periodo es constante la doctrina de la inerrancia del Papa, a la vez que se
enseña la inerrancia de la Iglesia. «La costumbre de la Iglesia, dice S. Tomás
(v.), tiene una autoridad máxima... y por ello hemos de conformarnos más a la
autoridad de la Iglesia que a la de S. Agustín, S. Jerónimo o de otro doctor
cualquiera» (Sum. Th., 2-2 q l a l2). Al Papa corresponde la redacción del
Símbolo, así como le pertenece determinar por sentencia las cosas de fe, para
que sean mantenidas inalterablemente por todos; sus sentencias en este terreno
han de ser mantenidas firmemente por todos (cfr. ib. a10). Y en otro de sus
escritos se lee igualmente: «Es cierto que el juicio de la Iglesia universal no
puede errar en lo que es objeto de la fe» (Quodlib. 9, q7 al6). Escoto (v.)
afirma resueltamente que hay que aceptar como perteneciente a la sustancia de la
fe lo que la Iglesia o el Romano Pontífice señalan como tal (cfr. Super primum
librum Magist. Sententiarum, ed. Vivés, 9,827). A la misma conclusión se puede
llegar analizando las obras de S. Buenaventura (v.): la Iglesia y el Papa no
yerran en la fe (cfr. F. de Fauna, Seraphici divi Bonaventurae doctrina de R.
Ponti f icis primatu et infallibilitate, Turín 1870).
Pedro de Oliva probablemente es el primero en hablar de la inerrancia de la
Iglesia, de la Sede romana y del Papa. Para él todos estamos obligados a creer
con certeza y a seguir lo que el Papa de Roma nos presenta a creer y a seguir, y
a reprobar lo que juzga que hay que reprobar (cfr. M. Macarrone, Una questione
inedita dell'Olivi sull' infallibilitú del Papa, «Rivista di Storia della Chiesa
in Italia» 3 (1949) 309-343). La Iglesia está libre de error porque la
magnificencia de Dios no podía dejar de ofrecer a todos la posibilidad de una fe
estable.
e) Desde el s. XIV a nuestros días. La época comprendida entre los s. xtt y xv
tiene una importancia singular por lo que se refiere a la i. en la Iglesia.
Durante la lucha conciliarista, apenas si hay tema más aducido que este que nos
ocupa. El conciliarismo (v.) defiende la prerrogativa de la i. en el concilio,
pero no admite que dicha prerrogativa pueda darse en el Papa; en ello se
equivocan, pero dan origen a una amplia literatura sobre el tema, resultado de
la cual va a ser una gran precisión conceptual al respecto y un análisis
detenido de los sujetos de la infalibilidad. Entre las declaraciones de la época
citemos una del Conc. de Basilea (v.): «Esta santa Iglesia está dotada por
Cristo Salvador nuestro de tan gran privilegio que hemos de creer que no puede
errar. Esto le corresponde solamente a Dios por naturaleza y a la Iglesia por
privilegio. Fuera de la Iglesia a nadie más. La Iglesia no puede errar en las
cosas que son necesarias para la salvación» (Responsio Synodalis, Mansi, 29,
246-247).
A mediados del s. xiv aparece por primera vez el término infalibilidad en la
literatura teológica. La usa Guido Terrena en un tratado escrito con ocasión de
la controversia entre los frailes menores y el papa Juan XXII y aplica este
término al Romano Pontífice. El Papa es infalible como soberano custodio de la
fe. La fe divina excluye la duda, postula necesariamente verdades infalibles y
la i. de quien las impone en razón de la asistencia del Espíritu Santo (B.-M.
Xiberta, Guidonis Terreni Quaestio de Magisterio infallibili Romani Pontificis,
Münster 1926). Contemporáneo de Terreno es Armando de Schildesche, que usa
igualmente el término i. aplicado a la Iglesia, a la Iglesia romana y al Papa.
Los teólogos restantes de este siglo se mantienen en la misma línea, aunque no
sean tan explícitos ni hayan estudiado el tema con tanta hondura. Para todos
ellos la fe de la Iglesia no es menos cierta que la fe de la Escritura. Reclaman
para el Papa la autoridad de definir en materia de fe y costumbres, aunque con
ciertas condiciones. Se invoca la «consuetudo ecclesiae» en la que no cabe el
error. Se considera como perteneciente a la sustancia de la fe lo que ha sido
definido por la Iglesia de modo expreso o por el Romano Pontífice.
Termina esta época con uno de los mayores campeones de la i. pontificia, Juan de
Torquemada (v.). Declara este autor que el Concilio es infalible cuando está
presidido por el Romano Pontífice como cabeza del mismo, y añade que esta i. le
viene al Concilio del Papa. Existen en la Iglesia dos sujetos de i.: el Papa y
el Concilio. En el primero este poder es fontal y originario, en el segundo es
participado y derivado. En los siglos posteriores la teología continúa
ocupándose del tema, pero no añade profundizaciones especiales.
Cerremos la exposición con la declaración conciliar más importante: la del
Concilio Vaticano 1 (v.) de 1870, en el que se define que cuando habla ex
cathedra (luego volveremos sobre este punto) el Papa goza de aquella i. que
Cristo quiso que tuviera la Iglesia, de manera que sus definiciones tienen valor
por sí mismas (Denz. Sch. 3074).
2. Sujetos de la infalibilidad. Una vez demostrado el hecho de la i. en la
Iglesia, cabe preguntar: ¿quién o quiénes gozan de esta prerrogativa? El Conc.
Vaticano 11 (v.) señala tres sujetos que poseen el don de la i.: la colectividad
de los fieles o pueblo de Dios (Const. Lumen genfiurn, 12), el Colegio episcopal
(ib., 25) y el Papa (ib.). No se trata, por supuesto, de tres infalibilidades
diversas, sino de una misma e idéntica i. recibida de tres modos distintos, y
entre las que hay una relación estructural. Para expresarla los teólogos
distinguen entre i. in credendo (en el creer) e i. in docendo (en el enseñar),
ésta ejercida de dos formas: o bien por todo el episcopado unido con el Papa, o
bien por el Papa sólo hablando «ex cal lzedra».
a) Infalibilidad de la totalidad de los fieles. «La totalidad de los fieles que
han sido ungidos por el (Espíritu) Santo -dice el Conc. Vaticano II-, no puede
equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta
mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando `desde los
obispos hasta los últimos fieles laicos' presta su consenso universal en las
cosas de fe y costumbres» (l. c.). Se trata de toda la Iglesia sin distinguir
entre miembros jerárquicos y laicos (v. FIELES). Los seglares en este caso no se
encuentran frente a los obispos, sino a su lado, o como dice S. Agustín en la
frase citada por el Concilio «desde los obispos hasta el último de los fieles
seglares» (Praed. Sanct. 14,27: PL 44,980). Considerada así la Iglesia, como
totalidad, no puede errar. El Concilio atribuye este carisma que radica en todo
el pueblo fiel a la unción del Espíritu Santo, como dice el apóstol S. Juan.
Existen en la S. E. una serie de textos que confirma esta doctrina (cfr. Ier 31,
31-34; Is 54,13; 60,19; loel 3,1-2; Heb 8,8-12). Pero nadie como S. Juan ha
expresado esta realidad, con cita que recoge el Concilio: «Por lo que toca a
vosotros, habéis recibido la unción qué viene del Santo y todos estáis en
posesión de la ciencia». Y un poco más adelante dice igualmente: «En cuanto a
vosotros, la unción que habéis recibido de £1 permanece en vosotros y no tenéis
necesidad de que se os enseñe, sino que, puesto que su unción os instruye en
todo y no es mentirosa sino verídica, según ella os ha enseñado, permaneced en
Él» (1 lo 2,20.27). Según estas palabras del apóstol Juan los cristianos han
recibido el Espíritu Santo. Es el Espíritu de verdad prometido por Cristo en su
discurso de despedida (cfr. lo 14,16,26), el Espíritu que les conducirá a toda
la verdad y que ha sido comunicado a todos los fieles. Por eso ellos distinguen
entre la verdad y el error.
Es ésta una doctrina ampliamente reconocida por la Iglesia. Ya Tertuliano lanza
su famosa diatriba: «¿Dejará el Espíritu de verdad que las iglesias crean otra
cosa que lo que Cristo predicaba?» (De praescrip. haeret. 28: PL 2,40). S.
Gregorio Nacianceno (v.) apela a la profesión de fe de los obispos y de los
testigos de excepción que son los mártires: «Si esto no es verdadero, nuestra fe
es vana; en vano murieron los mártires, en vano los obispos gobernaron los
pueblos» (Epist. 102,2 ad Cledon: PG 37,200). Pero tal vez nadie como S. Agustín
haya tenido conciencia de este hecho, cuando invoca la fe de la Iglesia sobre la
no reiteración del bautismo a los herejes (cfr. De Bapt. contra Donat. lib. 2,
c. 9, n. 14: PL 43,135); sobre la necesidad de la gracia, atestiguada por el
sentido que los fieles dan a la oración (cfr. De dono persev. c. 23, n. 63: PL
45,1031); sobre la necesidad y eficacia del bautismo para la salvación de todos,
especialmente de los niños pequeños (cfr. Serm. 294, c. 17: PL 38,1346). El
influjo de S. Agustín a este respecto se deja ver de modo especial en la escuela
leriniana. S. Vicente de Lerins (v.) con su Colnlnonitorium (PL 50,670)
estructura de manera definitiva esta doctrina. También el Conc. de Trento al
comienzo de algunas sesiones recurre a la fe de toda la Iglesia (Denz.Sch.
1635,1726,1820).
De manera particularmente clara se puso de manifiesto esta realidad a propósito
de las definiciones de los dos últimos dogmas marianos: Inmaculada Concepción y
Asunción (V. MARÍA IV). Sólo después de una consulta a toda la Iglesia y de una
manifestación pública de fe por parte de ésta, procedieron los Papas a la
definición solemne de uno y otro dogma. No reunieron un concilio. pero tuvieron
un verdadero concilio por escrito, solicitando el parecer de todos los obispos y
de manera expresa, a través de ellos, el testimonio de la fe de todos los
fieles. Mucho antes que la autoridad suprema de la Iglesia interviniese de
manera definitiva, el pueblo fiel guiado por sus pastores creía y vivía su fe en
estos misterios.
Esta característica peculiar de todo el pueblo de Dios se pone de manifiesto por
el sensus fidei (el sentido de la fe), cuando da su consentimiento universal en
las cosas de fe y costumbres. La expresión tiene su origen en la escolástica del
s. xtit y brota de un análisis de los poderes de la fe en el sujeto religioso.
Ahora bien, ¿qué significa esta expresión? Según la opinión de los teólogos se
trata de un don de Dios que afecta a la realidad subjetiva de la fe y que da a
toda la Iglesia la seguridad de una fe indefectible. Se trata de una fuerza, de
un poder concedido por Dios para conocer la verdad revelada por El, adherirse a
ella, discernirla y penetrarla a lo largo y a lo ancho de su extensión. No se
trata, por supuesto, de un sentimiento religioso de corte modernista, sino de la
i. de la Iglesia entera en el creer, y, por tanto, del mismo don de la fe en
cuanto que lleva a recibir la predicación trasmitida por los Apóstoles y
conservada por la Iglesia a lo largo de los siglos reconociéndola como palabra
de Dios y penetrando en ella con un conocimiento por asimilación, adaptación,
conformidad o connaturalidad. Newman (v.) hace un análisis profundo de los
elementos fundamentales que componen este don de la fe y concluye distinguiendo
los puntos siguientes: 1) la prueba de una declaración apostólica; 2) una
especie de instinto salido de las profundidades del Cuerpo Místico de Cristo; 3)
una directiva del Espíritu Santo; 4) una respuesta a la oración de los
creyentes; 5) una aversión hacia el error inmediatamente percibido como un
escándalo (cfr. G. Philips, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II,
I, Barcelona 1968, 217).
Ese don del Espíritu Santo, concedido a todo el pueblo de Dios, no está
desvinculado de la autoridad docente de la Iglesia: «Llevado por este sentido de
la fe, dice el Vaticano 11, el pueblo de Dios bajo la guía del sagrado
magisterio, por la fiel sumisión al cual recibe no ya una palabra de hombres,
sino la palabra de Dios (cfr. 1 Thes 2,13) se adhiere indefectiblemente a la fe
recibida...» (Lumen gentiurñ, 12). En este punto es muy fácil caer en el error
por defecto o por exceso. Para algunos este sentido de la fe se limitaría a ser
un eco pasivo de las definiciones de los obispos; nos encontraríamos en este
caso con la i. meramente pasiva de los fieles defendida por algunos durante el
Conc. Vaticano I (cfr. Mansi, 52, 914C). Para otros, en cambio, sería tal la
fuerza y el valor de este sentido de la fe, que a la Iglesia docente no le
quedaría sino sancionar las opiniones comunes de la Iglesia discente; es el
error modernista: «En la definición de las verdades de tal modo colaboran la
Iglesia discente y la docente, que sólo le queda a la docente sancionar las
opiniones comunes de la discente» (proposición condenada en el Decr. Lamentabili,
Denz.Sch. 3406).
De esos dos errores, el primero es mucho menor, ya que la actitud dei entero
pueblo de Dios ante la fe es en realidad pasiva: su contenido no es fruto de la
experiencia y esfuerzo humanos, sino verdad recibida por Revelación. El sentido
de la fe no es una capacidad inventiva, sino la capacidad de reconocer la
palabra de Dios que resuena en la Iglesia, adhiriéndose a ella y penetrando en
ella. No es por eso algo independiente el Magisterio jerárquico, antes al
contrario lo presupone;, si bien no quede absorbido en él, ya que implica esa
moción del Espíritu Santo que lleva a penetrar en la fe recibida. Añádase que
implica un sentido de unidad y comunión unido esencialmente a la obediencia a la
autoridad-apostólica que continúa viva en los obispos y el Romano Pontífice. Esa
seguridad de la propia fe que todo cristiano advierte en sí, encuentra su
confirmación (y es definitivamente librada del subjetivismo y de la posibilidad
de autoengaño) al confrontarse con la fe de toda la Iglesia y de modo especial
con la predicación de esos depositarios autoritativos de la palabra revelada que
son los sucesores de los Apóstoles.
El Conc. Vaticano lI describe los efectos y los frutos del sentido de la fe de
todo el pueblo de Dios diciendo: «Por este sentido de la fe... se adhiere
indefectiblemente a la fe trasmitida a los santos una vez para siempre (cfr. Ids
3), penetra más profundamente en ella mediante un juicio recto y la aplica más
plenamente en la vida» (Lum. gent. 12). Este poder de la fe propia de todo el
pueblo de Dios se orienta hacia tres momentos diversos. En primer lugar, hacia
una adhesión indefectible a la fe (v.) "revelada. Una vez conocida la Revelación
(v.) divina se adhiere firmemente a ella sin que nada ni nadie pueda separarle.
El Pueblo conoce en su fe que tal es la palabra de Dios y en ella permanece de
modo indefectible. En segundo lugar, por el sentido de la fe, como por un cierto
instinto, se adentra en la Revelación y formula un juicio recto acerca de ella,
es decir, la comprende bien, capta aspectos, etc. En tercer lugar se orienta
hacia una aplicación más plena a la vida. Si el pueblo de Dios ha de vivir el
depósito apostólico y, viviendo, guardarlo y de esta forma desarrollarlo, es
natural que con mayor facilidad aplique la Palabra de Dios a la vida.
b) Infalibilidad del Colegio episcopal. Pasamos ahora a la i. calificada, como
antes decíamos, como i. en el enseñar (in docendo). Para comprender su sentido
es necesario recordar que Cristo, al constituir a la Iglesia por la fundada como
depositaria de la Revelación y encomendarla la misión de trasmitirla de
generación en generación, la dotó de diversos dones a fin de que pudiera cumplir
indefectiblemente esa tarea. Entre esos dones ocupa un lugar fundamental la
institución de un oficio de Magisterio (v.), al que prometió una asistencia
especial que preservara del error de manera que su predicación confirmara en la
fe a la Iglesia entera. Fruto de esa asistencia es, pues, la i. que ahora
consideramos: es decir, la i. de que gozan los llamados a ejercer la misión de
Magisterio cuando enseñan en nombre de Cristo la verdad por Él revelada. La
Jerarquía (v.) cristiana tiene una estructura interna que distingue entre sí al
Romano Pontífice y al Colegio episcopal; comencemos analizando la infalibilidad
de este último.
Que el conjunto de los obispos, sucesores de los Apóstoles, goce de i. cuando
predican unánimes una doctrina es un hecho incuestionable, demostrado
ampliamente por toda la antigüedad cristiana y de un modo especial por los
Concilios ecuménicos (cfr. Denz.Sch. 125,1300,1520, 3000; Lum. gent., 25). Ahora
bien, para que el magisterio de los obispos goce de esta prerrogativa, es
necesario que se cumplan tres condiciones: a) Es necesaria la comunión
jerárquica. Los obispos (v.), como sucesores de los apóstoles y en cuanto
sucesores suyos, reciben la misión de predicar la Palabra de Dios y de
presentarla con autoridad. Ellos son los pregoneros de la fe, los maestros
auténticos que enseñan la fe que ha de creerse y aplicarse a la vida. Ahora
bien, esta sucesión no se realiza personalmente, si se exceptúa el caso del
Romano Pontífice, sucesor personal del apóstol Pedro, sino de modo colegial. El
colegio episcopal sucede al colegio apostólico. Pero así como el Señor quiso y
determinó que al frente del colegio apostólico estuviera el apóstol Pedro, como
cabeza del mismo, así en el colegio episcopal es necesario que esté su cabeza,
sin, la cual no existe el colegio (v. PRIMADO). Por esta razón el Conc. Vaticano
11 señala como condición imprescindible para el ejercicio de la infalibilidad
episcopal la comunión de los obispos entre sí y con su cabeza el Romano
Pontífice (v. COLEGIALIDAD EPISCOPAL). Considerados individualmente, no son
infalibles. b) Es necesario que la enseñanza del cuerpo episcopal verse sobre
una materia de fe y costumbres. El cuerpo de obispos sólo es infalible en las
verdades reveladas que hemos de creer y practicar, como explicaremos más
adelante. c) Por último, es necesario que los obispos estén de acuerdo no sólo
sobre la proposición objeto de su intervención, sino también sobre su carácter
obligatorio. No es suficiente la concordia puramente material, es necesario una
concordia consciente.
Supuestas estas tres condiciones los obispos, dispersos por el mundo o
conciliarmente unidos, gozan de esta prerrogativa. En uno y otro caso se trata
de la misma i. aunque ejercida de dos modos diferentes: ordinario el uno y
extraordinario el otro. Se entiende por Magisterio el que ejercen los obispos
dispersos por el mundo, en comunión entre sí y con el Romano Pontífice. Cuando
todos ellos concuerdan en proponer una doctrina como perteneciente al depósito
de la fe no pueden equivocarse; gozan, pues, de infalibilidad. Así lo enseñan
numerosos textos de la historia antigua (cfr. algunos de los antes citados). El
Conc. Vaticano 1 la enseña en la Const. Dei Filius (Denz. Sch. 3011), con
palabras que reproducen casi textualmente una declaración del Papa Pío IX en la
carta Tuas libenter del 21 dic. 1863 (Denz.Sch. 2879). El Vaticano 11 la reitera
en la Lumen gentium, 25. El Magisterio extraordinario es el que ejercen los
obispos reunidos, junto al Papa su cabeza, en Concilio ecuménico (v. CONCILIO uI),
caso en el que las condiciones de universalidad, etc., requeridas son más
fácilmente constatables. En esta asamblea los obispos son doctores y jueces en
materia de fe y costumbres y junto con el Papa toman las decisiones sinodalmente.
Por último, supuesto que en estas condiciones el colegio episcopal es infalible,
«a sus definiciones hay que adherirse con la obediencia de la fe» (Lum. gent.,
25).
c) Infalibilidad del Romano Pontífice. El Colegio episcopal tiene una Cabeza que
sucede personalmente a la Cabeza del Colegio apostólico. Esta Cabeza, que es el
Papa (v.), ha recibido en el apóstol Pedro la promesa de una asistencia especial
por parte de Cristo para que a su vez confirme a sus hermanos (cfr. Le 22,32).
Por eso la Iglesia a través de los siglos ha reivindicado para el sucesor de
Pedro la prerrogativa de la i. El Cone. Vaticano 1 la hizo objeto de una
definición solemne en la Const. dogm. Pastor aeternus (Denz.Sch. 3065-3075). De
nuevo el Conc. Vaticano II la recoge en la Const. Lumen gentium (n. 25).
El Romano Pontífice goza de la i. que Cristo quiso que estuviera dotada su
Iglesia cuando habla ex cathedra, es decir, en virtud de su cargo. Durante las
sesiones del Vaticano I algunos quisieron introducir la distinción entre la sede
y el sedente, concediendo la i. a la serie de Papas que ocupan la sede
apostólica y negándosela a cada uno en particular. El Concilio rechazó
expresamente esta doctrina reivindicando la i. para la persona del Romano
Pontífice (Mansi, 52,1212 D). Ahora bien, conviene tener muy en cuenta que esta
prerrogativa le corresponde no como «persona privada» o en cuanto «persona
individual», sino «como maestro supremo de la Iglesia universal» o, como decía
Gasser, «en cuanto que es la persona del Pontífice Romano, es decir, persona
pública, a saber, el jefe de la Iglesia» (Mansi 52,1213 A). Por esta razón, el
Papa no es infalible cuando habla como persona privada, ni como doctor privado,
es decir, aquellos casos en los que enuncia opiniones privadas, pero en los
cuales no nos trasmite decisión pontificia alguna. Actuar como «persona
pública», en lo que al Papa se refiere, es actuar «en virtud de su cargo», es
decir, en calidad de pastor y doctor supremo de toda la Iglesia, de todos los
fieles. No es suficiente, aun cuando en estos casos también actúe como persona
pública, que intervenga como Obispo de la diócesis de Roma, ni como Arzobispo de
la provincia romana, ni como Primado de Italia, ni siquiera como Patriarca de
Occidente; es necesario que obre como Cabeza de la Iglesia Universal, como
Vicario de Cristo. Por eso -y vale la pena decirlo frente a las afirmaciones
erróneas de algunos cristianos orientales, etc- la i. no separa al Papa de la
Iglesia, antes al contrario lo considera unido a ella y reafirma esa unión, ya
que, como explicaba Gasser durante el Vaticano I, le ha sido concedida al Papa
en cuanto que es «cabeza de la Iglesia universal y la cabeza no está fuera del
cuerpo» (Mansi 52,1225 B y 1213 A). La i. prometida al Papa en el bienaventurado
Pedro lo está en cuanto que Pedro y sus sucesores constituyen el centro de la
unidad eclesiástica y a ellos pertenece conservar la Iglesia en la unidad de la
fe y de la caridad y restaurar dicha unidad cuando se ha resquebrajado. Para
ello al Papa, en el apóstol Pedro, se le ha prometido una asistencia especial
del Espíritu Santo.
Pero no es suficiente que el Papa actúe como pastor y doctor supremo de toda la
Iglesia, es necesario además que en el ejercicio de este cargo manifieste la
intención de definir una doctrina que se refiere a la fe o a las costumbres o de
zanjar las dudas concernientes a una materia que es .necesario presentar como
obligatoria para toda la Iglesia (cfr. Mansi, 52,1225 C), de tal forma que cada
fiel pueda por lo demás estar cierto del pensamiento de la sede apostólica, del
pensamiento del Pontífice Romano.
«Ahora bien, estas definiciones del Papa son irreformables por sí mismas y no
por el consentimiento de la Iglesia» (Denz.Sch. 3073). Con ello se quiere decir
que desde el momento mismo en que esas definiciones han sido dadas pueden y
deben tenerse como regla cierta de la fe, sin necesidad de esperar posteriores
confirmaciones o consentimientos, ya que Cristo ha garantizado que no permitirá
que el Romano Pontífice se equivoque en esas ocasiones solemnes. A fin de acabar
de precisar el sentido de esa frase, y salir al paso de algunas afirmaciones
erróneas hechas a lo largo de la historia, es oportuno comentar dos puntos:
a) La asistencia prometida al Papa tiene como fin el servicio a la Revelación;
es además una asistencia, es decir, un concurso especial de Dios al Romano
Pontífice para el ejercicio de su ministerio, y no necesariamente una
iluminación o inspiración. Por eso no dispensa al Papa de meditar sobre el tema
antes de proceder a una definición, de confrontar qué es. lo que la S. E. y la
Tradición dicen, de pedir el consejo de los obispos, etc. Si bien -y esto
también debe ser dicho- su i. no depende de ello, sino de la asistencia divina
que no puede permitir que haya error en sus definiciones solemnes. Por eso,
cuando éstas se dan, y sea cual sea el proceder que haya seguido el Romano
Pontífice antes de llegar a ellas, el cristiano está seguro de su verdad. «E1
Papa, en razón de su oficio y conforme a la gravedad del caso lo requiere, decía
Gasser, está moralmente obligado a usar los medios necesarios para llegar al
conocimiento de la verdad y estos medios son los concilios, los consejos de los
obispos, de los cardenales, de los teólogos. Es verdad que el consentimiento de
la predicación de todo el magisterio presente, unido a su cabeza, es la regla de
la fe también para las definiciones del Romano Pontífice. Pero de aquí de ningún
modo puede deducirse la absoluta y estricta necesidad de buscarla en los
rectores de las iglesias o de los obispos» (Mansi, 52,1213 B-C).
b) Esa irreformabilidad la tienen las definiciones no en virtud de la voluntad o
de la ciencia humana del Papa o cualquier otro factor de ese orden, sino «por
haber sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo» (Lumen gentium,
25). «Están pronunciadas, dice Philips, con la garantía del Espíritu Santo y
nadie puede pretender que sea necesario correr en auxilio del Espíritu prometido
a Pedro y a sus sucesores o corregir eventualmente su obra. No existe en el
mundo ningún tribunal superior, al cual el Papa tendría que estar sometido y que
pudiese juzgar, confirmar, rechazar o corregir sus definiciones. Imposible
también apelar al Papa mejor informado, pues la declaración de fe es
absolutamente verdadera, no por este nombre, sino porque el Espíritu de Cristo
sale garante de su exactitud. El mismo Soberano Pontífice no podría retractarla:
una vez más, la definición no es infalible por sí misma, sino por el
Espíritu...» (o. c. 225).
3. Objeto de la infalibilidad. Por lo que se refiere al objeto de la i.,
conviene señalar tres aspectos: a) su extensión; b) la actitud que hay que
adoptar ante el mismo, y c) su relación con el depósito de la Revelación (v. FE
111, l).
a) Extensión. Los textos conciliares enuncian este objeto con la clásica fórmula
general «las cosas de fe y costumbres» (cfr. Denz.Sch. 3074; Lum. gent., 12.25),
y señalan que se extiende «tanto cuanto la necesidad de conservar y de exponer
con fidelidad el depósito de la Revelación divina» lo exigen (cfr. Denz.Sch.
3070; Lum gent., 25). Según estas palabras, la i. se extiende a todo lo que de
algún modo entra dentro del campo de la Revelación o bien porque pertenece
directamente al depósito revelado o bien porque de alguna forma es necesario
para su íntegra conservación y fiel exposición. Supuesto que la finalidad del
Magisterio es anunciar fidelísimamente a los hombres el camino de salvación, el
objeto de su enseñanza ha de versar, en primer lugar, sobre la misma Revelación
divina contenida en los libros inspirados y en las tradiciones recibidas de Dios
por los apóstoles. Pero la conservación y exposición de la Revelación exige que
el objeto de la i. comprenda también cierto número de verdades fundamentales de
orden filosófico, histórico, etc. Si alguien, p. ej., negase la capacidad de la
inteligencia humana para comprender con certeza la verdad, o el hecho histórico
del Concilio de Nicea, no podría admitir ningún artículo de fe o negaría los
dogmas definidos en dicho concilio. Los teólogos distinguen a este respecto
entre objeto primario y objeto secundario de la enseñanza infalible del
Magisterio. Al objeto secundario pertenecen los preámbulos de la fe, las
verdades virtualmente reveladas, los hechos dogmáticos, etc. Si la Iglesia no
pudiera proponer de modo infalible estas verdades, no podría defender el
depósito de la fe.
b) A estas enseñanzas, objeto de un acto infalible del Magisterio, el Conc.
Vaticano 11 exige una «obediencia de fe». Cuando el Magisterio define una verdad
formalmente revelada por Dios, hemos de recibir y aceptar dicha definición con
una adhesión de «fe divina y católica», es decir, porque Dios lo ha revelado y
como tal nos lo propone la Iglesia. Así lo enseña el Conc. Vaticano 11 (cfr.
Denz. Sch. 3011). ¿Qué sucede cuando se trata de verdades definidas por la
Iglesia y que no han sido formalmente reveladas por Dios, p. ej., las verdades
que constituyen el objeto secundario del magisterio infalible? Es un hecho que
estas verdades, una vez definidas, gozan de la garantía de la fe, de su
seguridad y firmeza. Pero mientras unos teólogos exigen para estas definiciones
un asentimiento de «fe divina», por la relación necesaria de estas verdades con
la Revelación, otros hablan de un asentimiento de «fe eclesiástica». El Vaticano
II, con el fin de no inclinarse por una u otra explicación teológica, se limita
a señalar que a las definiciones del Magisterio se les debe una «obediencia de
fe», sin indicar de qué fe se trata.
c) La misión que han recibido el Papa y el Colegio episcopal no la tienen para
su capricho, sino para servir a la Revelación; han de conformarse siempre con la
Palabra de Dios. El magisterio de la Iglesia no es inventivo, sino esencialmente
tradicional, por lo que se halla totalmente al servicio de la Palabra de Dios y
depende plenamente de ella. La primacía objetiva es la del depósito: «El
Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio, para
enseñar puramente lo trasmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del
Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica
fielmente; y de este depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado
por Dios para ser creído» (Conc. Vaticano 11, Const. Dei Verbum, 10). «El
Espíritu Santo fue prometido a S. Pedro y a sus sucesores no para hacerles
predicar, gracias a su revelación, una nueva doctrina, sino para que pudiesen
mediante su asistencia conservar santamente y explicar con fidelidad la
revelación trasmitida por los apóstoles» (Conc. Vaticano 1, Denz.Sch. 3070). De
ahí -como ya señalábamos al hablar del Romano Pontífice- la obligación que
tienen los maestros de la Iglesia de usar los medios apropiados de investigación
antes de definir una doctrina a fin de cerciorarse de que lo que piensan
declarar es conforme con la S. E. y la Tradición apostólica en las que la
Revelación divina está contenida. Sin olvidar a la vez -como también allí
apuntábamos- que, si nos situamos en el momento posterior a que una definición
ha sido dada, la garantía que de su verdad tiene la entera Iglesia proviene no
de esos trabajos previos, sino de la asistencia del Espíritu Santo. De ahí la
alegría con que los cristianos han acogido siempre esas definiciones, como lo
testimonia el eco de los Concilios antiguos (piénsese quizá especialmente en
Nicea, v., y en pfeso, v.), o en tiempos más recientes las definiciones
pontificias sobre la Inmaculada Concepción y la Asunción. La comunidad cristiana
tiene en efecto conciencia de que en esos actos ha habido una intervención
especial del Espíritu Santo que, certificando de esa forma la verdad revelada,
ilumina a la Iglesia entera.
V. t.: IGLESIA lI, 5 y 6; 111, 5; PAPA; PRIMADO DE S. PEDRO; OBISPO; MAGISTERIO
ECLESIÁSTICO.
VICENTE PROAÑO.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991