INFIERNO. RELIGIONES NO CRISTIANAS.
Del latín infernus, indica, etimológicamente, la parte de abajo, inferior o
profunda de un edificio, de la tierra, etc. Desde siempre la experiencia de la
profundidad ha constituido un momento especialmente significativo en las
vivencias humanas, que se refleja en la poesía, en el simbolismo religioso, etc.
La conciencia de la oscuridad en que nos encontramos sobre lo que ocurre en el
más allá de la muerte (v.), unido a la costumbre de enterrar los cadáveres,
explica que en numeroso$ pueblos se haya tendido a simbolizar la situación de
los muertos como un descender a las profundidades de la tierra, a las que no
llega la luz. De ahí que se hable de i. para indicar la morada de los muertos.
Ni que decir tiene que, usada en este sentido, la palabra, aunque tenga
connotaciones locales, las trasciende para referirse a una realidad mucho más
honda.
La Revelación (v.) cristiana, incoada en Israel y consumada en Cristo,
proyecta una luz definitiva sobre la situación ultraterrena o posterior a la
muerte: los homrbres perviven durante toda la eternidad en el estado que les
corresponde según sus obras, bien gozando de la visión de Dios, bien recibiendo
el castigo merecido. La palabra i. sufrió, a partir de esa Revelación, una
evolución semántica en virtud de la cual se restringió para indicar no ya la
situación de los muertos, sino sólo la de aquellos que no gozan de la visión de
Dios, en la que no hay oscuridad sino luz suprema. Por eso se emplea en dos
sentidos fundamentales: a) para indicar la situación de los justos muertos antes
de Cristo (se habla así de i. de los justos o de seno de Abraham, v.); b) para
indicar la situación de los condenados al castigo eterno (se habla así de i. de
los pecadores o condenados). Dentro ya del cristianismo, y a raíz de los
primeros siglos se advierte incluso la tendencia a restringir el vocablo a este
segundo sentido, hasta llegar al punto en que cuando se habla de i. sin más se
entiende siempre el i. de los condenados.
Esa variedad de significaciones, y la evolución histórica a través de la
que han ido precisándose, deben ser tenidas en cuenta al leer los artículos que
siguen.
Morada de unos dioses. En más de una. religión, el i. representa el reino
de la noche, lo opuesto al día y a la vida, y está dominado por unos dioses
propios, como el cielo lo está por otros (v. CIELO I). El i. comprende la mitad
inferior del universo, imaginado como un «contracielo»: el día y la noche
temporal son proyectados al metatiempo, adquiriendo de esta forma significación
religiosa. La noche, colmada de espíritus, representa el dominio de lo negativo,
de la muerte, del terror, de las potencias hostiles. Se ve así que en esas
religiones el i. no pertenece al caos sino al cosmos, siendo dominio de una
serie de dioses específicos y personales.
En la religión asiro-babilónica, su señor y dueño absoluto es Nergal, con
su esposa Ereshkigal (v. BABILONIA III; ASIRIA in). El primero quizá represente
el sol abrasador, encarnación y origen ejemplar de la fiebre, de las
enfermedades. Su corte está formada por demonios que personifican estas plagas;
entre ellos sobresale el demonio Namtar, dios de la peste. Este señorío, lugar
de sombras, es conocido con los nombres de Arallu, Kingallu, Irsitu.
El i. egipcio tiene una fisonomía parecida bajo el dominio de Osiris, y
entre los mayas (v.) de América el rey de este inframundo se llama Hunahau,
señor de la muerte, del norte, de la oscuridad y del frío. Se le representa
adornado de cráneos y huesos. Su símbolo es el perro y la lechuza su mensajero.
Su acompañante es Ekahau, el pájaro de las quejas en forma de halcón.
Destino de todos los muertos. En algunas explicaciones del i., éste
aparece como algo difuso, como el destino de todos los hombres, o reino de los
muertos. No siempre se clarifica totalmente que la suerte de los difuntos fuera
distinta según los méritos, ni que hubiera una neta sanción en el más allá,
aunque se insinúa más o menos. Entre los babilonios, la vida del justo en la
Kingallu no es nada deseable: camino sin retorno, mansión privada de luz, donde
el alimento es el polvo y el barro la comida. La Odisea presenta un panorama
parecido; en la rapsodia 11 el Hades es presentado como algo separado, aparte,
limitado por fuertes corrientes de agua y rodeado por el océano. Pero allí
Minos, sentado y' empuñando su cetro de oro, administra justicia; los muertos,
ardientes cadáveres, presentan su causa ante el juez. Y allí los héroes sufren
el castigo de su perversidad o de su soberbia. Titio ve cómo su hígado es roído
eternamente por dos buitres; Tántalo, siempre hambriento y sediento ante los
alimentos que se le escapan de las manos y rozando el agua que huye de sus
labios; Sísifo empujando su piedra en el eterno declive, y todos los demás,
anhelantes de sangre, de vida, gritando como aves de rapiña y a los que Ulises
tiene que estar continuamente ahuyentando. Pálido de horror el héroe homérico
oye las palabras que le dirige Aquiles: «No intentes consolarme de la muerte,
preclaro Ulises; preferiría ser labrador y estar al servicio de un hombre
indigente que tuviera poco caudal, antes que reinar sobre todos los muertos». La
imaginación griega fue dando nombre a los diversos elementos homéricos e
inventando otros. Los ríos serán el Aqueronte, Cócito, Estigio, Flogetón y
Leteo. Para atravesar utilizan una barca gobernada por Caronte, viejo siniestro
que exige su óbolo por este servicio. Los cadáveres lo llevaban metido en la
boca. La entrada de los i. estaba guardada por un perro, Cerbero, que poseía
tres cabezas (ó 50) y tres colas que eran serpientes y su cuerpo estaba erizado
de víboras. Es el tema mítico del monstruo que devora cuanto vive y respira, la
muerte, la aniquilación.
Castigo de una falta. Otra forma de considerar el i., que convive con las
anteriores, y que supone mayor espiritualización y precisión, lo presenta como
el lugar donde son castigadas las faltas o pecados (v.) de los hombres. Mientras
que en el mundo se advierte el hecho escandaloso de que los justos padezcan,
mientras los impíos prosperan, el i. presencia el triunfo de la justicia divina
con todas sus implicaciones.
Los pecados o faltas que provocan el castigo son considerados de diversas
maneras. Para unos se trata de una falta de destreza, si bien no siempre exenta
de resonancias morales. La imagen de que los difuntos deben someterse a una
prueba de fuerza o habilidad para entrar en el reino del más allá subyace en
multitud de mitos y formas rituales. El puente Chinvat (o Separador) en la
antigua religión irania (v. MAZDENMO) aparece como un juez mecánico; según la
tradición, éste se ensanchaba para los buenos, mientras que para los
«mentirosos» se estrechaba hasta tener el grosor de un cuchillo. Una prueba
parecida, la de velar, le es ofrecida a Gilgames (v.) para alcanzar la
inmortalidad; y entre los Incas, las almas de los muertos debían cruzar, en su
viaje al más allá, un puente trenzado de cabellos. Es asimismo fantástica la
descripción de la bajada al i. en el chamanismo (v.).
Para otros la diferencia de suerte en el otro mundo se expresa
condicionándola al cumplimiento de una serie de ritos. Si con el cadáver del
difunto se realizan determinadas ceremonias, éste puede entrar; de lo contrario
permanece fuera de su mundo, en una situación desesperada y errante. Así entre
algunos primitivos (v.), en Sumeria (v.), los momificados en Egipto, etc. En
este último país esta exigencia religiosa es presentada en el cap. 125 del Libro
de los Muertos, según el cual, el espíritu debe recitar ante Osiris el nombre de
los dioses y demonios presentes y proclamar su inocencia según fórmulas rituales
(v. EGIPTO vii). Si algo ha fallado en este conjunto mágicomoral, el mismo libro
dibuja la suerte del infeliz: ante el trono de Osiris está sentado un monstruo
con cabeza de cocodrilo, cuerpo de león y cuartos traseros de hipopótamo; en el
momento en que el tribunal condena, el infeliz es devorado por este ser mítico.
En las religiones más completas o desarrolladas lo normal es presentar el
i. claramente como castigo de una falta moral. Esta idea se encuentra
embrionariamen te en la religión védica más antigua (v. VEDAS), donde se
confiesa un i. para los impíos (o miles de ellos), entre los chinos (v.
ULTRATUMBA), entre los japoneses. En una tradición antiquísima se habla del paso
de un río por tres sitios diferentes, uno fácil, otro difícil hasta lo
imposible, y un maravilloso puente: subyace la idea de una retribución moral.
Asimismo entre los chinos se habla de unos libros donde están escritas las
acciones buenas y perversas de los espíritus que van a ser juzgados. En el
Japón, es un espejo donde se refleja la conducta anterior de los muertos. En una
y otra forma religiosa se cuenta con la conducta moral de los inculpados.
En el mazdeísmo (v.), cuya escatología es la más ordenada que se conoce en
la historia de las religiones antiguas, el i. es descrito así: «Es la casa de la
mentira, de los más perversos pensamientos, la morada de los espíritus malos, la
mansión de la peor existencia». En esta religión, el i. es el castigo del mal
moral cometido por el hombre. Una justicia divina inapelable determina por medio
de la ordalía de fuego, del puente Chinvat o directamente, la sanción que
corresponde a cada individuo. Se puede advertir que en el pensamiento de
Zoroastro (v.), el i. aparece como algo muy profundo, mientras que la piedad
popular lo deformó con imágenes tomadas del ambiente supersticioso circundante.
Platón (v.) en el Fedón (114a) describe el fin del individuo, especificando un
juicio y una sanción; entre los injustos, unos capaces de purificación, suben a
la barca y marchan al Aqueronte; «los que por el contrario se estima que no
tienen remedio por causa de la gravedad de sus yerros, bien porque sean muchos
bien por su grandeza..., a ésos el destino que les corresponde les arroja al
Tártaro de donde no salen jamás».
Duración de las penas. El hombre, al advertir la realidad de la sanción
ultraterrena, se planteó el problema de la duración de los tormentos del i. Así,
entre los chinos, se piensa que la permanencia en el i. no es eterna. Cada año,
el 30 del mes séptimo el i. queda completamente vacío al salir liberados los
proscritos, bien por fin de pena bien por indulto; las almas renacen y sigue
incontenible el ciclo eterno vida-muerte. En la religión hindú los castigos del
i. no son eternos, aunque el tema resulta complejo y está ligado en general con
la creencia en la transmigración de las almas o metempsícosis (v.). Para Platón,
son muy pocos los crímenes que merecen un castigo sin fin. Finalmente, el
mazdeísmo niega la eternidad de estas penas, y afirma la destrucción del i. como
condición indispensable del triunfo absoluto del bien: «La serpiente Goshir
(símbolo del mundo infernal) arderá en aquel metal fundido y el metal se
derramará a los infiernos. Aquella fetidez e inmundicia del lugar donde se
encontraba el i. será consumida por el metal y quedará purificada; aquella
abertura por donde penetró en la tierra el espíritu del mal, quedará fundida por
el metal ardiente. El material del i. será utilizado para ampliar la tierra y
tendrá lugar la restauración de los seres por un mundo inmortal, que exista
eternamente».
V. t.: ULTRATUMBA; PREMIO Y CASTIGO I; ESCATOLOGÍA 1. BIBL.: VARIOS, El infierno, Barcelona 1955; A. MuÑoz ALONSO, La cloaca de la historia, Madrid 1957; F. KóNIG, Cristo y las religiones de la tierra, Madrid 1968, 11,161-163,375-377; 111,461462,500-501,599-613; S. G. F. BRANDON, Man and his destiny in the great Religions, Manchester 1962; A. PIOLANTI, El más allá, Barcelona 1959.
1. GUILLÉN TORRALBA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991