INMORTALIDAD. FILOSOFIA Y TEOLOGIA.
1. Concepto y precisiones. Inmortalidad es la propiedad de no morir un ser que
vive. Esta palabra sugiere de inmediato la exención de la muerte; pero no se
identifican capacidad de no morir e incapacidad de morir. Cuando la Biblia
describe la creación del primer hombre, recuerda el tratamiento de favor que
Dios le había dispensado (Gen 2,17), otorgándole, entre otros, un don que la
teología llama preternatural y designa con el nombre de inmortalidad. Adán (v.)
tenía la capacidad de no morir; sin embargo, murió, lo que significa que no era
inmortal. Fue un ornamento espléndido que el Creador le regalaba en atención a
la novedad de su condición: iba a presidir la creación visible y tenía
relaciones especiales, sobrenaturales, con su Autor. Por encima de la
bilateralidad de trato entre Criador-criatura había sido colocado en un rango
superior al que le correspondía por su naturaleza, elevado a la condición de
hijo de Dios (v. FILIACtóN DIVINA), con derecho a participar de la misma vida
divina, misteriosamente ya en la tierra por la gracia (v.) santificante, con
plenitud incondicionada en el cielo (v. CIELO 111). Para esto convenía que fuera
inmortal (Sap 5,15; 1 Pet 1,4); y como la estructura antropológica parece ser
naturalmente mortal -el cuerpo y el alma componen una esencia y son realidades
separables por la corruptibilidad del cuerpo-, Dios corrigió este riesgo con el
privilegio de la i. (Sap 2,23-24). Una cláusula elemental comprometía este
destino glorioso, era la fidelidad a su Padre y Señor. Cuando el abuso de la
libertad malbarató las relaciones de amistad, quebradas por el pecado (v.), el
hombre perdió el don y se hundió en su mortalidad corporal constitutiva (Rom
5,12; 1 Cor 15,21).
«Porque antes del pecado, explica S. Agustín refiriéndose al primer
hombre, podía llamarse mortal en un aspecto, en otro inmortal; a saber, mortal
porque podía morir; inmortal porque podía no morir. Una cosa es no poder morir,
como algunas naturalezas que Dios creó inmortales: otra distinta poder no morir,
y de este modo fue creado inmortal el primer hombre... Era mortal según la
condición de su cuerpo animal, e inmortal por gracia de su Hacedor. Porque si el
cuerpo era animal, sería mortal, ya que podía morir; aunque también inmortal,
puesto que podía no morir» (De Genesi ad litt., 6,25,36: PL 34,354).
El vocablo i. tiene, pues, un uso indiscriminado con distintos niveles de
intensidad, aunque siempre subyace la idea de pervivencia. No es lo mismo
denominar inmortales a los celadores de la pureza de la lengua, que pertenecen a
una Real Academia, o llamar inmortal a un artista o a sus obras, que hablar de
la i. del hombre en cuanto propiedad que puede ser inherente a él. La
legitimidad de las expresiones en uno u otro caso será, por tanto, analógica o
equívoca.
El fenómeno es enormemente interesante porque, inmerso el hombre en la
experiencia cotidiana de la muerte (v.), puede llevar a preguntarse cómo la idea
de la i. ha surgido a pesar de ese hecho negativo y contradictorio (v. i). Es
también complejo, ya que según la perspectiva que se considere se puede afirmar
que el hombre es mortal e inmortal y S. Pablo, al tratar el problema de la
resurrección de los muertos (v.), presenta un juego dialéctico de situaciones a
primera vista desconcertantes: «Porque es necesario que esto que es corruptible
se vuelva incorruptible y esto que es mortal se revista de inmortalidad. Y
cuando lo corruptible se haya transmutado en incorruptible y lo mortal haya
vestido la inmortalidad, entonces se habrá cumplido la palabra de la Escritura:
la muerte fue absorbida en la victoria» (1 Cor 15,53-54). Además la S. E.
atribuye a Dios el título de inmortal (1 Tim 1,17), parece que en exclusiva: «Qui
solos habet immortalitatem» (1 Tim 6,16); únicamente 151 posee la inmortalidad.
Y, sin embargo, decimos que los Ángeles (v.) son inmortales por naturaleza, y
ello es una conclusión cierta de la teología. De igual manera, la filosofía
rigurosa afirma que el alma es inmortal, y lo corrobora la fe, que nos enseña la
i. no sólo del alma, sino, después de la Resurrección, del cuerpo también, y,
con ello, de todo el hombre. Según la Biblia todo el hombre fue y será inmortal,
aunque ahora todo él no lo es.
Para fijar de una vez y aclarar estas aparentes antinomias de la
terminología diremos que los sujetos concretos y exclusivos de la i. son: Dios,
el ángel, el alma humana espiritual, el cuerpo del hombre y el hombre en cuanto
tal, pero ambos no en su situación actual, sino retrotrayéndonos al momento en
que lo creó Dios, suturada la mortalidad por el don preternatural que la
inhibía, y considerando su condición escatológica en la resurrección (v.) de los
muertos que profesamos en el Símbolo de la fe. Entonces se nos devolverá aquella
gloria inicial que Dios quiso en el plan creador, configurados al cuerpo
glorioso e inmortal de Cristo (Phil 3,21), triunfador del demonio, del pecado y
de la muerte, como primogénito de entre los muertos (1 Cor 15,20-27),
primogénito de la creación, Cabeza de la Iglesia (Col 1,15.18).
Lógicamente es diversa la categoría de i. que soportan los distintos
sujetos de atribución. La de Dios es esencial y absoluta, metafísica; la del
ángel y alma humana es participada pero natural; la del cuerpo humano es
gratuita. La diferencia entre el ángel y el alma está en que aquél no tiene
ninguna dependencia de la materia, mientras que ésta tiene dependencia
extrínseca, ya que tiene ordenación esencial al cuerpo.
2. Doble vía de conocimiento y errores sobre la inmortalidad. Recogiendo
estos datos entrevemos que el descubrimiento de la i. ha sido hecho por dos
canales simultáneos que se apoyan y se complementan en mutuo enriquecimiento:
demostración racional y Revelación divina. Aunque es asequible el conocimieno de
la i. por la luz natural de la razón, es tan importante para el comportamiento
religioso y ético del hombre que para que lo poseyesen todos, pronto y sin error
(S. Tomás, Sum. Th. I ql al), la bondad divina quiso incluirlo en el conjunto de
verdades que fue comunicando progresivamente a la humanidad por la Revelación.
Es difícil -más aún, imposible, ya que el proceder de la mente hasta la
afirmación de la realidad de la i. o de la no definitividad de la muerte, aun
siendo único en su esencia, puede seguir derroteros muy diversosdescribir cómo
ha ido siendo afirmada y mantenida la creencia en la inmortalidad. En quienes
perviviera la Revelación primitiva la cosa es clara, ya que perviviría la
confianza en Dios, la seguridad de su promesa, la conciencia de que el castigo
de la muerte no podía ser definitivo. Si ese recuerdo se había perdido,-debió de
ser durísima la experiencia sintiendo todo el peso de la lejanía de Dios -en eso
consiste el pecado-, la soledad remordedora y la terrible sustitución del favor
espléndido de la amistad del Ser Supremo. El hombre caería en la cuenta de que
su soberbia, al romper el mandato impuesto por Dios, sólo había logrado que los
regalos fuesen reemplazados por el dolor, la tensión interior, la ignorancia, la
rebeldía de las cosas y la muerte. Su señorío interior se había derrumbado y el
dominio fuerte sobre el mundo era ahora resistente y precario. Pero una de las
experiencias más sensibles debió de ser la de la muerte cuya universalidad podía
comprobar. Como el paciente valora todo el precio de la salud herido por la
enfermedad, así el hombre apreció la i. porque empezó a notar la condición de la
muerte: «morte morieris» (Gen 2,17), ciertamente morirás. De ahí surgirían las
preguntas, y el sentir un hambre de permanencia, y la conciencia de que la
muerte repugna, y el conocimiento más o menos confuso de que el espíritu está
hecho para no morir, y el temor o la zozobra ante el más allá, ante lo que pueda
ocurrir después de esa experiencia de la muerte de la que nadie vuelve, y el
acudir a Dios pidiéndole que haga feliz _nuestro destino... Tales pueden ser
algunas de las consideraciones y vivencias que constituyen como el entramado del
reconocer por parte del hombre la verdad de su pervivencia más allá de la muerte
y por parte del surgir en su mente la noción de i., que ha sido siempre como un
sedimento que no se ha podido perder ni olvidar, con gran alternancia, sujeto a
deformaciones culturales que lo han interpretado de muchas maneras, pero con un
núcleo permanente y estable en el fondo de los mismos errores (v. I). Y luego
Dios intervino con su palabra dirigiéndose primero a Abraham y luego a los
patriarcas, a Moisés, los profetas, etc. (v. ALMA II; RETRIBUCIÓN), superando de
esa forma nuestra debilidad y haciendo conocer a todos con claridad y fácilmente
la realidad de la i.: el hombre puede morir, pero con esa muerte no es por
entero destruido sino que su espíritu (su alma) pervive; más aún, llegará un día
en que, por la acción poderosa de Dios, el alma volverá a tomar su cuerpo y el
hombre existirá inmortal por toda la eternidad.
Entre los errores acerca del conocimiento de la i. podemos señalar en
primer lugar el materialismo (v.), que niega la existencia misma del alma (v.).
La metempsícosis (v.) o transmigración de las almas no responde al concepto
filosófico ni al revelado de la i.; lo mismo puede decirse del averroísmo (v.
AVERROES; AVERROíSTAS), que «socializaba» la i. en una perspectiva colectiva; y
del existencialismo (v.) puro, que se acerca al empirismo (v.), con ingredientes
de ateísmo y materialismo.
Conocemos las dificultades con que tropezaron algunos escritores
cristianos que, al intentar explicar los datos de la fe y de la razón, no fueron
muy afortunados. Sin dejar de anotar que es difícil precisar su pensamiento,
porque no se interesan por la i. en el sentido de simple perduración, sino en
cuanto i. bienaventurada, S. Justino (v.), S. Ireneo (v.) y Tertuliano (v.) (B.
Altaner, Patrología, Madrid 1953, p. 119) parecieron sostener la retribución
diferida hasta el juicio final (v.); quedaron vestigios de ello todavía en el s.
xiv, según se trasluce de la Constitución que Benedicto XII promulgó en 1336 (Denz.Sch.
1000); esa idea probablemente tenía relación genética con un exceso ante errores
contrarios de los gnósticos y del gnosticismo (v.), o con otras doctrinas del
propio Justino, Teófilo de Antioquía, y Arnobio de Sicca, que negaban la i.
natural, considerándola sólo como don sobrenatural de Dios (B. Altaner, o. c.
149).
Algunos teólogos protestantes modernos niegan la escatología (v.)
intermedia individual, afirmando que en lugar de i. del alma (que según ellos
sería sólo un concepto platónico) sería más propio hablar de la resurrección del
hombre; no quieren admitir el alma separada del cuerpo, que moriría con éste,
disuelto todo en la «materia cósmica»; sólo con la futura resurrección el hombre
volvería a la vida por la acción de Dios; entre muerte y resurrección no se
podría hablar de un intervalo, ya que al morir y no haber conciencia de sí no
habría tiempo ni historia para ese hombre, o bien -según otros- se entraría en
la «conciencia colectiva», en un «ser cósmico», etc.
3. La cuestión de la inmortalidad. En definitiva el problema de la i. se
resuelve en esta pregunta: ¿Qué pasa después de la muerte? No existe filosofía
seria que no se la haya planteado con la pretensión de dar respuesta, positiva o
negativa. Josef Pieper dice «que la muerte no solamente ha sido desde siempre
objeto especialísimo de la meditación filosófica, sino que ésta no recibe una
total seriedad hasta que no afronta esta cuestión; incluso se diría que con ella
empieza toda filosofía». Pero es evidente que no interesa al filósofo como hecho
biológico, sino por el misterio que encierra. La muerte nos asoma a un abanico
de encrucijadas que vislumbramos en su misma frontera: la tensión angustiosa de
la pervivencia, el misterio de Dios, la justicia inexorable ante nuestras
acciones, el destino humano irreformable, la recuperación de nuestro ser
plenario. El problema de la i. es que tras la muerte hay juicio de Dios, hay
cielo o infierno.
No es, pues, cuestión vacía, sino una turgente y vital realidad de la
historia, cuya sintomatología aparece unas veces como barrunto o intuición
natural, siempre como anhelo incoercible, y en las culturas más desarrolladas
como reflexión elaborada y argumental. Sócrates, Platón y Aristóteles le
dedicaron una atención notable con el ansia de alcanzar la definición del
problema y sus implicaciones. Sin embargo, «no fue fácil encontrar una solución
que reuniera estas dos exigencias: un alma lo suficientemente libre de su cuerpo
que le fuera posible sobrevivir, y un cuerpo tan íntimamente asociado con el
alma que pudiera participar de su inmortalidad» (Gilson). Hasta en el A. T.,
donde se atestigua sin duda que el hombre existe más allá de la muerte (Eccl
12,7; Sap 2,23; 3,1-4; 1 Reg 17,21-23; etc.), los perfiles de esa afirmación se
irán esclareciendo lentamente, ya que sigue oscuro por mucho tiempo qué
participación tiene el alma en la pervivencia y qué participación tiene el
cuerpo, y en qué relación están el cuerpo y el alma después de la muerte (v.
RETRIBUCIóN). Es la Revelación consumada la que acaba de precisar la firme
convicción de la i. así como su verdadero encuadre y sentido al contemplar todas
las perspectivas. La visión de la fe ilumina y da solución satisfactoria a esta
incierta certidumbre que, de otra suerte, incide trágicamente en la vida y
derrumba todas sus esperanzas. Cualquier aberración es posible si se ignora o si
se excluye el potencial moral y humano de la idea de inmortalidad.
La Revelación presupone toda ella el cimiento solidísimo del alma
espiritual e inmortal que arrastrará en su fortuna también al cuerpo de muerte.
El destino sobrenatural ni se concibe siquiera sin la i.; por eso los Padres de
la Iglesia se refieren muchas veces a ella para exigir un comportamiento
cristiano responsable y digno de la gloria. Como dice el Evangelio: «¿De qué le
sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?» (Mt 16,26); o S. Pablo: «Si
sólo mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más
miserables de todos los hombres» (I Cor 15,19). Los testimonios del Evangelio
sobre la i. en labios del mismo Cristo son varios (cfr. Mt 10,28; Le 23,42-43;
etc.).
La Tradición cristiana, después, es unánime y constante en la afirmación
de la i. del alma. Así, p. ej., todos los primeros Símbolos de la fe (v.), de
los que se conserva la parte correspondiente, hablan invariablemente de la
resurrección sólo de la carne, ya que el alma no muere (cfr. Denz.Sch.
2,5,10-17,19,21-23,26-30,36,41). Los testimonios expresos son constantes, y
sería prolijo enumerarlos todos (cfr., p. ej., S. Epifanio, Adversus haereses
Panarium, 64,35: PG 41,1125; S. Efrén, Necrosima, seu funebres canones, l: RJ
739; S. Juan Damasceno, De fide orthodoxa, 2,12: PG 94,924). La i. del alma,
consecuencia de su espiritualidad, ha sido afirmada solemnemente por el
Magisterio de la Iglesia, como verdad perteneciente al depósito de la
Revelación, en diversas ocasiones (cfr. los documentos citados al final de la
bibl.).
4. Demostración de la inmortalidad. Cuando más arreció la disputa acerca
de la i. fue hacia 1500. Los estudiantes de Padua y de Bolonia gritaban en las
aulas: « ¡Habladnos del alma! » (G. Fraile, Historia de la filosofía, 3, Madrid
1966, p. 117). Aunque el acaloramiento versaba en gran parte sobre lo que
podríamos llamar cuestión metodológica: si era sólo verdad de fe o demostrable
también filosóficamente, el Conc. V de Letrán dictó (a. 1513) una Bula
declarando dogma de fe contra los neoaristotélicos que el alma es inmortal y
distinta en cada hombre (Denz.Sch. 1440); verdad que ya estaba afirmada, como
hemos dicho, en las enseñanzas antiguas de la fe sobre la retribución personal y
resurrección de la carne, que profesó la Iglesia desde el principio.
Santo Tomás, con su serenidad y honradez científica acostumbradas, había
ya acometido de frente la demostración racional de la i., revistando todas las
caras posibles de argumentación. El punto central de referencia es la estructura
del alma humana deducida del análisis de sus operaciones a través de las cuales
podemos llegar al conocimiento de su esencia y propiedades. «La operación
demuestra la sustancia y el ser de quien obra, pues cada cual obra en cuanto es
ser, y la operación propia de una cosa es secuela de su propia naturaleza» (Suma
contra gentiles, lib. 2, cap. 79). Con este criterio evidente asocia otro que no
lo es menos: «Es manifiesto que el hombre puede por su entendimiento conocer la
naturaleza de todos los cuerpos» (Sum. Th. 1 q75 a2). Estos dos principios le
sirven para investigar la operación intelectual concluyendo que el alma (v.) es
inmaterial y subsistente, es espiritual y,_por consiguiente, incorruptible,
inmortal.
La prueba, compleja y progresiva (inmaterial ¡dad, subsistencia,
incorruptibilidad, inmortalidad), en síntesis puede esbozarse asi: Es manifiesto
que el conocimiento intelectual del hombre abarca potencialmente la naturaleza
de todos los cuerpos: esto sería imposible si no fuera inmaterial. Todo
conocimiento supone una cierta independencia de la materia y según el grado de
independencia será el grado del conocimiento. Se comprende que la raíz del
conocimiento intelectual sea la inmaterialidad, porque las formas materiales no
doblan las formas extrañas al estar determinadas a su propio ser material. Las
formas cognoscentes intrínsecamente dependientes de la materia sólo conocen
concretamente las otras cosas. Las formas intrínsecamente independientes,
extrínsecamente sujetas a la materia, purifican los datos concretos por la
abstracción (v.) y llegan al núcleo profundo de la esencia, que es un
conocimiento universal e inmaterial. Estas formas son gigantes y se multiplican
con una riqueza indefinida: «anima quodammodo fit omnia», decía Aristóteles (De
anima, 3, c. 8, BK 431b21); el alma, en cierto modo, se hace todas las cosas (V.
CONOCIMIENTO).
A esta zona de inmaterialidad se reducen todas las operaciones de conocer
por un proceso bifronte: las realidades materiales las eleva por la abstracción,
ya que no caben en su receptividad más noble, y las asimila identificándoselas;
las sustancias espirituales las rebaja, ya que el conocimiento intelectual del
hombre está condicionado por los sentidos. Ahora bien; si la operación
intelectual tiene esa enorme capacidad de conocimiento inmaterial trascendiendo
lo sensible, lo concreto, el tiempo y el espacio, llegando hasta las mismas
realidades espirituales, el alma humana, que es. el principio de donde procede,
será una sustancia inmaterial y simple, sustancia intelectual o espiritual, y al
no tener otra composición sustancial que la de esencia y existencia, acto (v.) y
potencia (v.), será indisociable en sí misma, incorruptible, ya que no tiene
elementos entitativos que puedan romperse o cotromperse como los elementos
materiales. Lo que, considerado bajo el aspecto de vida, significa que no puede
morir. Su vida es irrompible por propia naturaleza, inmortal. La única
posibilidad de destrucción está en las manos de Dios por la aniquilación; pero
Dios la ha creado para ser, no para destruirla (Sap 1,13-14).
A la misma conclusión, la- espiritualidad y, por tanto, la i. del alma
humana, se llega por el análisis de la naturaleza y de la forma de actuar de la
voluntad (v.) humana y de la libertad (v.). De forma que bien se puede concluir
que «el hecho de la inmortalidad del alma humana está ontológicamente fundado en
su esencia simple (de ahí que no pueda disgregarse en partes) y espiritual
(ordenada, por tanto, a vivir eternamente). Sus disposiciones cognoscitivas y
valorales (V. ENTENDIMIENTO; VOLUNTAD), que apuntan a lo ¡limitado, y cuya
actuación razonable hace necesaria una ¡limitada duración de la existencia,
serían internamente contradictorias si no implicaran la garantía de una
satisfacción posible, por lo menos en principio, de sus tendencias. La dignidad
ética del hombre exige asimismo la vida eterna ultraterrena en que se compensen
con el premio y el castigo las tensiones entre las tendencias éticas y otras
tendencias fundamentales del ser humano. Por eso la aceptación de la vida eterna
es con razón una persuasión básica que se encuentra en toda la humanidad, cuya
falsedad revelaría una estructura defectuosa y un absurdo radical del hombre».
«La forma de, llevarse a cabo la vida perdurable no consiste en
desaparecer en un espíritu universal impersonal, sino en existir personalmente
realizando de manera acabada las disposiciones espirituales mediante la Verdad
infinita y el Valor divino infinito cuya posesión constituye la bienaventuranza
sin fin. Si el alma se hace indigna del Valor eterno, el pensar sensato exige la
sanción consistente en la pérdida de Dios en el más allá. Las fantasías de una
metempsícosis, que reaparecen con frecuencia, no son susceptibles de
fundamentación a priori ni de comprobación empírica y repugnan, además, a la
existencia personal del hombre» (W¡Ilwoll, Inmortalidad, en W. Brugger, dir.,
Diccionario de Filosofía, 6 ed. Barcelona 1969, 266-267).
Señal inequívoca de la i. es el hambre de i. que embarga a toda criatura
dotada de entendimiento, pues «todo el que posee entendimiento desea,
naturalmente, existir siempre. Mas no se puede tener inútilmente un deseo
natural. Luego toda sustancia intelectual es incorruptible» (Sum. Th. 1 q75 a6).
Es decir, el alma humana es inmortal. Confesaba S. Agustín que la naturaleza del
alma sobrepuja en mucho a la naturaleza de los cuerpos, ya que el alma es un ser
espiritual, una realidad incorpórea, porque es vecina de la naturaleza de Dios (Enarrationes
in Psalmos, 145,4: PL 37,1836). Pero reconocía que puede ser difícil concebir a
veces la incorporalidad del alma, p. ej., a los más rudos, aunque él estaba
absolutamente convencido (Epist. 166,2,4: PL 33,721). La naturaleza con su
hambre de i. es un argumento firme y al alcance de todos; no se puede entender
que todos los hombres quieran con instinto natural ser inmortales y felices, si
no pudieran serlo (S. Agustín, Contra Iul., 4,19: PL 44,747). Santo Tomás
sobreabunda en razones para probar la i.; y la Providencia de Dios, más sabia,
viene en ayuda de los sencillos que no comprenden los razonamientos
científico-filosóficos, atestiguando en la Revelación que somos inmortales para
que, fiados en su palabra infalible, tengan más certidumbre que los mismos
filósofos.
Somos inmortales, y en nuestra decisión personal está el que, apoyados en
Dios, el interrogante que nos plantea la frontera de la muerte sea positivo y
esperanzador ante su juicio que decide irrevocablemente el destino del hombre
según sus obras (Mt 16,27).
V. t.: HOMBRE 111; ALMA; EsPíRITU; ESCATOLOGíA II-111; FELICIDAD; JUICIO
PARTICULAR Y UNIVERSAL; CIELO ll-III; INFIERNO II-111; PURGATORIO; RESURRECCIÓN
DE LOS MUERTOS; DIFUNTOS 11; MUERTE II, V-VI.
BIBL.: S. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, 1 q75 (cfr. Introducción a la ed. bilingüe de la BAC, III, 2°, Madrid 1959, 145-155); íD, Suma contra gentiles, lib. 2, cap. 49.50.55.65.79-81- J. GREDT, Elementa philosophiae, I, 12 ed. Barcelona 1958, 420-427; B. GILSON, Elementos de filosofía cristiana, Madrid 1969, 261-284; A. MILLÁN PUELLES, Fundamentos de filosofía, 7 ed. Madrid 1970, 414-418; F. M. PALMÉS, Psicología, Barcelona 1948, 398-408; R. loLIVET, Psicología, 5 ed. Buenos Aires 1966; V. E. FRANKL, El hombre incondicionado, Buenos Aires 1955; A. WILLWOLL, Alma y Espíritu, 2 ed. Madrid 1953; L. LAVELLE, De l'Áme humane, París 1951; C. FABRO, Percezione e pensiero, 2 ed. Brescia 1962; M. SCHMAUS, Teología dogmática, VII, 2 ed. Madrid 1965, 323-367; y 11, 2 ed. Madrid 1961, 347-354; M. T. COCONNIER, Ame, en DAFC 1,86-107; VARIOS, Ame, en DTC 1,968-1041; A. PIOLANTi, El más allá, Barcelona 1959; P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, 379-432; C. SPICQ, Teología moral del Nuevo Testamento, I, Pamplona 1970, cap. VI, 291-353; S. SCHNACKENBURG, El testimonio moral del Nuevo Testamento, Madrid 1965, 119-162; H. BON, La muerte y sus problemas, Madrid 1950; R. GARRIGOU-LAGRANGE, La vida eterna y la profundidad del alma, 4 ed. Madrid 1960; L. REY ALTUNA, La inmortalidad del alma a la luz de los filósofos, Madrid 1959; M. F. SCIACCA, Muerte e inmortalidad, Barcelona 1962. El tema de la i. se estudia en Psicología (v.), al menos de Psicología filosófica o racional, al abordar el estudio del alma o espíritu humano, su naturaleza y características, espiritualidad, libertad (v.), i., etc. El tema de la i. está además estrechamente ligado con el del fin o destino último del hombre, con el de la retribución, la felicidad y posesión del bien (v.), temas todos estudiados en los tratados de Ética (v.) y Teología moral (v.). Documentos del Magisterio eclesiástico: los Símbolos de fe citados en el texto, no 3; CONC. II DE LYON (ecuménico XIV), Sesión IV del 6 jul. 1274, Profesión de fe de Miguel Paleólogo: Denz.Sch. 856-859 (464) (diversa suerte de las almas inmediatamente después de la muerte); JUAN XXII, Epístola Nequaquam sine dolore, del 21 dic. 1321: Denz.Sch. 925-926 (493a) (recoge las palabras del Conc. II de Lyon citado); JUAN XXII, Bula Ne super his, del 3 dic. 1334: Denz.Sch. 991 (las almas separadas de los cuerpos, que ya han purgado, están en el cielo); BENEDICTO XII, Const. Benedictus Deus, del 29 en. 1336: Denz.Sch. 10001001 (530) (las almas de los justos están ya en el cielo antes de la resurrección y del juicio universal); CONO. FLORENTINO (ecum. XVII), Bula Laetentur coeli para los griegos, de 6 jul. 1439: Denz.Sch. 1304-1306 (693) (recoge el texto del Conc. II de Lyon citado); CONO. LATERANENSE V (ecum. XVIII), sesión VIII del 19 dic. 1513, Bula Apostolici regiminis: Denz.Sch. 14,10 (738) (se condenan las doctrinas, averroístas, que afirman que el alma intelectiva es mortal); S. CONGREGACIÓN DE OBISPOS Y RELIGIOsos, Tesis suscritas por L. E. Bautin, 26 abr. 1844, tesis 2: Denz. Sch. 2765 (1622) (la sola razón puede demostrar la espiritualidad e inmortalidad del alma); Pío XI, Ene. Divini Redemptoris, del 19 mar. 1937: Denz.Sch. 3771 (el alma es espiritual e inmortal); CONO. VATICANO II (ecum. XXI), Const. Gaudium et spes, del 7 dic. 1965, no 14 (espiritualidad e inmortalidad del alma como fundamento de la dignidad humana). Respecto a la composición del hombre en cuerpo y alma espiritual, cfr., p. ej., Denz.Sch. 800, 902,3002, etc. Véanse los índices sistemáticos del Denz.Sch.: C7bb, Ala (en la ed. castellana, índice sistemático VIcb).
J. SANCHO BIELSA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991