INOCENCIO XI, PAPA, BEATO
1. Vida. El 21 sept. 1676, el cónclave reunido para designar sucesor de Clemente
X eligió por unanimidad al cardenal Benedetto Odescalchi, el cual tomó el nombre
de Inocencio XI en recuerdo de Inocencio Y,, que le había otorgado la púrpura
cardenalicia. El nuevo Pontífice había nacido en Como, en territorio que
entonces pertenecía a la Monarquía española, el 19 mayo 1611. La inicial
vocación militar que Benedetto Odescalchi pareció sentir, dejó pronto paso a su
dedicación a los estudios jurídicos, que realizó en Nápoles. Pasado a Roma, bajo
la protección de los cardenales Francesco Barberini y Giovanni Battista Pamphili,
Urbano VIII le confió muy pronto diversos cargos en la administración
pontificia; al subir al Solio de San Pedro su protector el cardenal Pamphili
(Inocencio X), Benedetto Odescalchi fue nombrado cardenal el 6 mar. 1645,
contando solamente treinta y cuatro años de edad. Inocencio X había sabido
descubrir en el joven clérigo cualidades extraordinarias, que habían de hacer
del nuevo cardenal uno de los miembros más prestigiosos del Sacro Colegio, y,
con el tiempo, el mejor Papa de todo el s. XVII; incluso uno de los mejores
Papas de la historia en opinión de muchos estudiosos; y un beato cuya causa de
canonización se encuentra en trámites actualmente.
Durante los primeros años de su cardenalato, fue legado papal en Novara y
obispo de Ferrara hasta que, en 1655, se trasladó definitivamente a Roma y se
dedicó al trabajo de la Curia romana y a la realización de obras de caridad y de
piedad. En este aspecto, llamaba mucho la atención su conducta en medio de la
corte fundamentalmente politizada de los Papas de la época. Esta fama suya de
santidad e imparcialidad le llevó a que todos los partidos en que los cardenales
estaban divididos entonces, según su mayor o menor dependencia de las grandes
potencias (Francia, España, el Imperio), coincidieron en 1676 en su elección sin
grandes dificultades y después de un cónclave relativamente breve.
De carácter retraído, austero y escrupuloso, se rodeó de un ambiente muy
severo, entregándose sin reservas al trabajo de gobierno, teniendo como norte la
defensa de la pureza de la doctrina y de las costumbres, y de los derechos de la
Iglesia. Vivía muy pobremente; apenas abandonaba sus habitaciones, negándose
siempre a utilizar los jardines pontificios, y mucho menos a salir de Roma en
busca de periodos de descanso; de hecho residía en la zona del palacio papal que
se había reservado, como un religioso extremadamente observante. Era alto,
delgado, melancólico y muy serio.
Designó para el desempeño de la Secretaría de Estado al card. Cibo, su
particular amigo, pero de hecho fue él mismo quien llevó siempre todo el peso de
los negocios. No concediendo confianza total a nadie, imprimió al ritmo de los
asuntos de gobierno su personal escrupulosidad y lentitud; no siendo un
diplomático, ni poseyendo experiencia de la vida política, en ocasiones este
modo de proceder hubo de redundar en perjuicio del acierto en las disposiciones
que el Papa tomaba. Sin embargo, su buena voluntad, su ecuanimidad y sentido de
la justicia, y el balance positivo de su pontificado en todos los terrenos, son
opinión unánime de los historiadores.
Aunque su salud era débil, y pese a la vida sedentaria que se había
impuesto, el Papa, elegido a los 64 años, tuvo un pontificado de 13 años de
duración. Repetidas enfermedades fueron poco a poco presentándose, en especial
la gota; sin embargo, I. conservó hasta el fin su energía y su entrega al deber.
Solamente en el comienzo del verano de 1689, cercanos los 80 años, el Papa
enfermó gravemente; entonces, dejando de lado toda preocupación terrena, dedicó
su atención de modo exclusivo a prepararse para la muerte. Fue poco a poco
restringiendo las audiencias, hasta que ya sólo recibía a su médico, Lancisi, al
penitenciario mayor cardenal Colloredo, y a muy pocas personas de su intimidad.
M. el 12 ag.' 1689, y su fama de santidad se extendió por todas partes desde el
primer momento. El pueblo romano, que no le había mostrado simpatía por su
severidad en la vigilancia constante de las costumbres públicas, se lanzó a
venerarle como santo apenas se supo de su fallecimiento. Su entierro revistió
caracteres de apoteosis popular; se le atribuyeron muy pronto hechos milagrosos,
y durante un siglo después de su muerte se trabajó en su causa de beatificación.
La oposición de Francia, país con el que las relaciones de I. fueron tirantes
hasta el extremo, impidió que el gran pontífice alcanzara en mucho tiempo la
gloria de los altares. Solamente en nuestro siglo ha sido posible la
beatificación. El 7 oct. 1956, Pío XII (v.) declaró beato a su predecesor
Odescalchi; seguidamente, se abrió la causa de canonización, que hoy se
encuentra en espera de las decisiones últimas de la Santa Sede.
2. Gobierno interior de la Iglesia. Desde el momento de su elección, I. se
propuso un plan de gobierno que resume así Von Pastor: «tutela y vigilancia de
las Congregaciones del Santo Oficio -defensa de la doctrina católica- y de la
Propaganda -misiones-, vigilancia general de las costumbres, selección de los
prelados y párrocos, disminución del lujo en el clero, restricción de los
gastos, regulación de la economía, reformas judiciales y administrativas,
consideración al consejo de los cardenales en los asuntos de gobierno, concordia
y paz en la Cristiandad». Tan amplio programa fue íntegramente realizado por el
Papa, tanto que pocas veces la Santa Sede ha quedado en mejores condiciones que
a su muerte, salvo en aquel punto último en que la concordia y la paz no
dependían de sus únicos esfuerzos, sino también de una cooperación de las
diferentes naciones, que en buena parte no correspondieron a los deseos del
Romano Pontífice.
Particular importancia reviste su decisión de eliminar el nepotismo. Tenía
un sobrino, Livio Odescalchi, en quien se supuso recaería prontamente la
dignidad cardenalicia y el puesto de cardenal nepote, primer ministro del
gobierno pontificio. Por el contrario, el Papa no le confió cargo alguno, y le
mantuvo siempre alejado de toda relación que no fuese la estrictamente familiar
con él. Tan sorprendente resultaba esta actitud del Pontífice, que cuentan los
historiadores que cuando los romanos de la época deseaban a alguien un mal, le
decían: «ojalá te vaya como a Livio Odescalchi». Por su parte, 1. depositó su
confianza en colaboradores excelentes, tales como el Secretario de Estado Cibo,
el secretario de la cifra Favoriti, el también secretario Casoni, el auditor De
Luca, a quienes mantuvo en sus puestos con continuidad a la vez que les exigía
desinterés e independencia frente a toda clase de influencias exteriores.
La reforma de los religiosos y del clero, así como la vigilancia sobre la
moralidad pública, fueron continua preocupación del Papa. El gobierno temporal
de los Estados Pontificios (saneamiento de la hacienda, supresión de abusos en
la administración de justicia, protección a los judíos, represión de la
mendicidad, importantes obras hidráulicas) le ocupó mucho trabajo; en cambio,
prestó poca atención a las artes, pues procuraba evitar gastos que le
dificultasen su tarea de buscar la prosperidad económica de la Santa Sede y de
los Estados papales. Particularmente preocupado por las misiones, mandó hacer en
1677 una información completa sobre el estado de las mismas, que resulta aún hoy
una fuente histórica de enorme valor para conocer la realidad de la vida
misionera en el s. xvii; apoyado en los datos que el informe ofrecía, el Papa
trazó un nuevo plan misional que procuró impulsar a través de todas las órdenes
religiosas y en todos los lugares del mundo conocido.
Frente a la frecuencia con que se había repetido, en pontificados
precedentes, la intervención política con miras temporales de los Papas en la
vida europea, toda la acción política (muy extensa) de I. obedeció a un único
móvil: la atención a los problemas religiosos. Motivación religiosa que
sobresale particularmente en varios puntos principales que exponemos
seguidamente.
3. El Galicánismo de Luis XIV. Los intentos de los monarcas de la Edad
Moderna por dominar a la Iglesia constituyen una constante histórica que ha
recibido la denominación de Regalismo (v.), y que en el caso concreto de Francia
se llamó Galicanismo (v.). Bajo, Luis XIV (v.), la orientación galicana de la
política francesa se había acentuado mucho, y durante el pontificado de Clemente
X las relaciones entre París y Roma llegaron por este motivo al borde de la
ruptura. Tal fue la situación que I. heredó. La cuestión que en los comienzos
del reinado del nuevo Papa ocupaba el centro de la atención era la disputa
surgida entre la Corona francesa y el episcopado galicano de un lado, y los
obispos de Alet y Pamiers de otro: estos dos prelados mostraban una clara
inclinación al jansenismo, que el Rey Sol perseguía, y a la vez rechazaban la
extensión de las regalías que la Corte de París operaba en contra del Derecho
canónico y de la potestad pontificia. Condenados por el monarca, los dos obispos
recurrieron en apelación al Papa; que I. aceptase proteger a dos jansenistas
frente al rey cristianísimo de Francia no pudo Luis XIV ni comprenderlo ni
soportarlo. El Papa se esforzó por separar de un lado la cuestión jansenista y
de otro la galicana, y reclamó una y otra vez por los derechos de la Iglesia en
Francia. La respuesta final de Luis XIV fue la Asamblea del Clero francés que,
presidida por el aseglarado y galicano arzobispo de París, Harley, y dirigida
intelectualmente por Bossuet (v.), redactó en 1682 los «cuatro artículos»
galicanos; el rey promulgó éstos e impuso su enseñanza en toda Francia, siendo
así que en ellos se consagraba el poder real y episcopal sobre la Iglesia
francesa con marcada independencia de la autoridad del Papa. A partir de esta
fecha, los esfuerzos de Luis XIV tienden a que I. acepte el vigor de los
artículos, y designe para las sedes episcopales que van quedando vacantes a
clérigos que hubiesen participado en la Asamblea. El Papa se negó siempre
terminantemente a ambas cosas, y a su muerte era muy elevado el número de
diócesis sin obispo, y la oposición del gobierno francés a la Santa Sede se
manifestaba en todos los terrenos, lo que no impedía que Luis XIV hubiese
renovado el Edicto de Nantes de tolerancia a los hugonotes (v.) y persiguiese a
la herejía en todo el territorio francés. Por otra parte, tan sólo después de
fallecido L, su sucesor Alejandro VIII condenó expresamente los artículos
galicanos, lo que prueba que I. había llevado al límite sus esfuerzos para
evitar la ruptura total con Luis XIV. Y que su línea de gobierno, negándose en
absoluto a nombrar obispos a los sacerdotes que hubiesen participado en la
Asamblea galicana de 1682, era la justa se probó también cuando el sucesor de
Alejandro VIII, Inocencio XII, obtuvo finalmente que Luis XIV permitiera a tales
candidatos al episcopado que repudiaran formalmente a la misma Asamblea en que
habían tomado parte; sólo así fueron en fin nombrados por Roma para las sedes
vacantes, consiguiendo 1. un triunfo moral decisivo al cabo de varios años de su
muerte.
4. El jansenismo, el probabilismo y el quietismo. Las disputas teológicas
que venían desarrollándose en Europa a lo largo del s. xvii no atravesaban su
momento más álgido al ser elegido I. Centradas en torno al jansenismo (v.), se
disfrutaba en aquellos años de la paz que Clemente IX había logrado instaurar
entre los diversos contendientes de la gran contienda moral jansenista; y si el
problema distaba mucho de hallarse resuelto, tampoco existían síntomas de un
inmediato abandono del statu quo clementino. 1. era, sin embargo, un hombre de
no profunda formación teológica; al mismo tiempo, propendía al rigorismo en todo
problema moral. Ambos datos explican que, en principio, adoptase en las
cuestiones disputadas actitudes que parecían cercanas al jansenismo, que como se
sabe propendía a un gran rigor moral y ofrecía un programa religioso muy
inclinado al sacrificio, la pureza de la vida y la escrupulosidad de conciencia.
Ello hizo que los jansenistas pusiesen en el nuevo Papa las mayores
esperanzas, que no dejaron de confirmarse en el caso de los obispos jansenistas
franceses en lucha contra el galicanismo de Luis XIV. Pero, fuera de este hecho
aislado, el Papa acertó a distinguir entre el ascetismo católico y las
exageraciones jansenistas, y de hecho la cuestión del jansenismo no sufrió
alteraciones importantes, con relación a la situación anterior, durante su
pontificado.
Donde el Papa en cambio permitió que su rigorismo moral fuese más lejos
fue en la disputa probabilista. Directamente ligada con la temática del
jansenismo, pero sin salir de los límites de la ortodoxia católica, dicha
disputa enfrentó dentro de la Iglesia a los partidarios de la conciencia
delicada en las cuestiones de conciencia (probabilioristas) con los partidarios
de una excesiva amplitud en los criterios morales (probabilistas). Aquéllos
defendían que, en caso de duda, es necesario seguir siempre la opinión moral más
segura; éstos, que se puede seguir una opinión o doctrina probable, aunque
exista otra más probable (v. Sistemas morales, en MORAL tii, 5). Los segundos
tachaban de jansenistas a los primeros; los primeros, acusaban de laxismo y
relajación a los segundos. El problema más importante radicaba en que la
Compañía de Jesús, que se presentaba como campeona de la ortodoxia contra el
jansenismo, era tildada de laxista por sus muchos enemigos, y se achacaba a la
dirección espiritual laxa de los jesuitas el relajado ambiente moral de muchos
círculos, especialmente de la nobleza. I. se sentía probabiliorista en su fuero
interno, y procuró que en la Iglesia triunfasen los partidarios de la tesis
rigorista. El medio que arbitró para este fin fue el lograr de los jesuitas que,
a la muerte en 1687 de su General Noyelle, eligiesen como nuevo General al
español Tirso González de Santalla, campeón del rigorismo frente a las tesis
laxistas predominantes en la Orden. A partir de entonces, el Papa y el P.
González iniciaron una abierta campaña tendente a extirpar de la Compañía de
Jesús el probabilismo; la pronta muerte del Papa, menos de dos años más tarde,
privó al General jesuita de su principal apoyo e impidió en parte este plan de
I. (cfr. Denz.Sch. 2101-2177).
Un último punto en que el papa Odescalchi dejó ver su inclinación moral
fue en el caso del también español Miguel de Molinos (v.), fundador del
quietismo (v.). Molinos alcanzó fama general como director de almas, con su
sistema basado en el abandono contemplativo, en una mística quietista que se
presentaba como entrega inmóvil del espíritu a las mociones divinas. La lucha
ascética, el esfuerzo por alcanzar la virtud, desaparecían en las prácticas de
este místico sin límites que reunió en torno a sí a amplios sectores de la
sociedad romana de su tiempo. En principio, 1. vio con, agrado la nueva vía de
espiritualidad, y tuvo por Molinos el mayor aprecio. Sólo con el tiempo se vino
a descubrir que el falso místico, y las personas colocadas bajo su influencia,
se entregaban a los peores excesos en sus costumbres, bajo el pretexto de que el
alma no puede ni tiene que luchar, y que las apariencias de pecado del cuerpo
carecen de la posibilidad de dañar al alma abandonada a la contemplación
estática. El Papa se resistió a aceptar la evidencia hasta que, convencido de la
verdad de las acusaciones, aplicó entonces todo su propio extremismo de
conciencia rígida y honesta a quien le había engañado a él y a los demás.
Molinos fue juzgado y condenado a prisión perpetua, en la que falleció en 1696.
El Papa hizo juzgar también a varios de los seguidores del seudomístico,
incluido un cardenal, Petrucci, que había recibido la púrpura precisamente en su
calidad de amigo de Molinos, y que ahora hubo de retractarse, abjurar de sus
errores y ver prohibidos sus libros, si bien 1. no dejó de tratarle con toda
consideración, ,y le permitió seguir ejerciendo sus funciones pastorales y
conservar todos los honores de su cargo (cfr. Denz.Sch. 21812192,2201-2269).
5. Otros problemas del pontificado de Inocencio XI. Tema capital de la
continua preocupación del Papa fue el peligro turco, que amenazaba directamente
a Europa. Sus continuos esfuerzos por aunar a las potencias católicas en contra
de la Media Luna tuvieron éxito en 1683, cuando el ejército coaligado que
mandaba el rey de Polonia Juan Sobieski logró levantar el cerco de Viena. Pero,
por lo demás, las disensiones entre los monarcas cristianos impidieron mayores
triunfos contra la Sublime Puerta. En Inglaterra, por su parte, el Papa hubo de
pasar por la amargura de ver destronar a Jacobo 11 en 1688, perdiéndose así la
última esperanza de la vuelta de aquel país al catolicismo.
BIBL.: Pastor 32; G. BERTHIER, Vita d'Innocenzo XI, Roma 1789 (contiene tres biografías anteriores, una anónima de 1689, otra de L. MARRACCI, Vita Innocentü Papae XI, y otra -muy valiosa como fuente de información sobre el biografiado- de M. G. Lippi, Vita del servo di Dio Innocentio XI); G. PAPASOGLI, Innocenzo XI, Roma 1956; 1. ORCIBAL, Louis XIV contre Innocent XI, París 1949; A. LATREILLE, Innocent XI pape «janséniste», «Cahiers d'histoire» 1 (1956); M. PETROCCHI, Il quietismo italiano del Seicento, Roma 1948; G. N. CLARK, The later Stuarts, Londres 1955; V. L. TAPIÉ, Europe et chrétienté. Idée chrétienne et gloire dynasuque dans la politique européenne au moment du siége de Vienne 1683, «Gregorianum» 42 (1961).
ALBERTO DE LA HERA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991