INSTITUCIONES BÍBLICAS
Entendemos por tales diversas formas u organizaciones sociales que integraban la
vida religiosa, familiar y civil del pueblo israelita desde los comienzos de su
historia hasta los albores de la Iglesia cristiana. Su estudio es importante
para comprender la Biblia.
l. Instituciones religiosas. a. Lugares de culto israelitas. Los lugares
en que se daba culto a Dios solían estar elegidos por evocar una manifestación
divina. Unas veces, esta manifestación era explícita cuando la divinidad se
aparecía o daba una señal de su presencia; otras, era implícita, cuando por
ciertos efectos se suponía que allí operaba el poder de la divinidad. Así
sucedió con muchos lugares del culto de Israel (Ex 20,24; Idc 6,24 ss.; 2 Sam
24,16,25). Es propio de la sensibilidad humana considerar las fuentes de agua
que fecundaban la tierra y los árboles símbolos de esta fecundidad, así como las
alturas que evocan la excelencia y la magnitud o los cielos de donde viene la
lluvia, como lugares que recuerdan la presencia y la acción de Dios. Así lo
sintieron y vivieron los primitivos israelitas (cfr. Gen 14,7; 16,13 s.;
26,23-25; los 15,7; 18,17; 1 Reg 1,33-40; Neh 2,13). Por eso, los patriarcas
(v.) solían erigir altares en los lugares en que se haba aparecido la divinidad,
que solían estar en «lugares altos», bamót, y a la sombra de algún frondoso
árbol (Gen 12, 6-8; 13,18; 22,9; 31,54; 35,1.3.7).
Pero si algunos lugares de culto son levantados en lugares que, por
algunas de las razones mencionadas u otras análogas, evocan la presencia de Dios
o se presentan como especialmente adecuados para dirigirse a Él, no ocurre así
con todos. Más aún los más característicos de Israel están relacionados con
hechos históricos concretos, con teofanías (v.) determinadas. Los más
importantes fueron los de Siquem (v.), Betel (v.), Mambré y Bersabé (Gen 12,7-8;
13,18; 26,23-25; 28,10-22; 33,18-20; 35,1-15; 46,1-4). Durante la permanencia de
los israelitas en el desierto del Sinaí (v.) se sirvieron de una tienda como
santuario. Era la tienda o tabernáculo de la reunión o del encuentro, donde
Yahwéh hablada con Moisés «cara a cara» (Ex 33,11; Num 12,8). Dios manifestaba
su presencia en esta tienda por medio de una nube que descendía sobre ella (Ex
33,9; Num 12,4-10). La tienda estaba emplazada en medio del campamento de Israel
(Num 2,2.17), y, por eso, se dice que Yahwéh habitaba en medio de su pueblo (Ex
25,8), exigiendo de los israelitas un cuidado especial por mantener la pureza
del campamento para no ofender la presencia del Señor (Num 5,3). Dentro del
tabernáculo, y en el lugar más santo, estaba el Arca de la Alianza, que era el
objeto más sagrado de la religión yahwista. Contenía las tablas de la Ley, y por
eso, era designada también con la expresión «Arca del testimonio» (Ex 25,16;
40,20 s.; Num 9,15). La importancia religiosa del Arca provenía del hecho de ser
considerada como el trono y el escabel de Yahwéh y como el signo visible de su
presencia (1 Sam 4-6; 2 Sam 6; 1 Reg 8). La tradición sacerdotal enseña que
Yahwéh se manifestaba a Moisés y le comunicaba sus órdenes desde encima del
propiciatorio, kapporet (Ex 25,22; 30,6; Num 7,89), que venía a ser más o menos
la tapadera del Arca.
Una vez que los israelitas entraron en Canaán (v.) y lo ocuparon, apenas
se nombran los santuarios de la época patriarcal. Pero en su lugar surgen otros
nuevos, entre los cuales los más importantes son: Guilgal, Silo, Masfa, Gabaón,
Dan, Jerusalén (v.). En ellos celebraban los israelitas sus reuniones, sus
solemnidades anuales; y a ellos acudían los piadosos israelitas para ofrecer sus
sacrificios de acción de gracias (los 5,2-12; Idc 21,19-21; 1 Sam 7,5-12; v.
SANTUARIOS). Cuando David (v.) conquistó Jerusalén, una de sus primeras
preocupaciones fue transportar el Arca de la Alianza a su nueva capital e
instalarla en la tienda que había mandado levantar para acogerla (2 Sam 6,1-19).
Este traslado del Arca tuvo gran importancia. Jerusalén, con la posesión del
Arca, atrajo las miradas de todos los israelitas y Dips la escogió como Ciudad
Santa. David, pensó, además, seriamente en la construcción de un santuario a
Yahwéh. Sin embargo, Dios reservaba a Salomón (v.) la edificación del suntuoso
Templo de Jerusalén (v.), que habría de ser el centro religioso de todo Israel
después de David, y la máxima gloria nacional (2 Sam 7,2 ss.; 1 Reg 6-8).
Destruido por Nabucodonosor (587 a. C.), fue reconstruido, a la vuelta del
destierro (548 a. C.), con grandes dificultades, bajo la dirección de Zorobabel
(Esd 4,1-5.24 ss.; Ag 1-2). Este segundo Templo pasó por diversas vicisitudes,
especialmente durante la persecución de Antíoco Epifanes (169-164 a. C.). El a.
20-19 a. C., Herodes el Grande emprendió una reconstrucción total de dicho
Templo, surgiendo así una obra colosal, casi completamente nueva. El Templo de
Herodes fue santificado por la presencia y la predicación de Jesucristo; y a él
acudían los Apóstoles a orar.
b. Sacerdocio levítico. Es otra de las instituciones básicas de Israel,
que ha ejercido un influjo preponderante y decisivo en su larga y compleja
historia. Antes de Moisés no existía en Israel un sacerdocio propiamente dicho,
regulado por leyes positivas; el sacerdocio lo ejercían aquellos que
representaban los intereses de la tribu, del pueblo o de la familia. Por eso,
los patriarcas- ofrecían sacrificios (Gen 12,8; 15,8 ss.; 22,1 ss.; 33,20), y
también otras personas (Idc 6,18-24; 13,19) y los reyes (2 Sam 6,17; 1 Reg 3,4;
8,22.62). Desde los tiempos de Moisés el sacerdocio fue ejercido por los
descendientes de Leví, que habían sido elegidos por Dios para ejercer las
funciones sagradas (Num 1,5; 3,6-7). Dentro de la misma tribu de Leví, una rama
de ella recibió la promesa divina de un sacerdocio perpetuo: la familia de Aarón
(Ex 29,9.44; 40,15), de donde saldrían los sumos sacerdotes que ocuparon el
vértice de la jerarquía sacerdotal. De todas maneras algunos autores sostienen
que en un principio algunas funciones sacerdotales continuaron siendo ejercidas
por personas de otras tribus, y que sólo a principios del s. vlii a: C. se
habría llegado a una atribución absolutamente exclusiva de todas las funciones
sacerdotales a esa tribu (V. LEVITAS; JUDAÍSMO II; SACERDOCIO II).
c. Centralización del culto en Israel. Los libros históricos de la Biblia
atestiguan la existencia de muchos santuarios en los que se daba culto a Yahwéh.
Ya hemos hablado de los principales, pero existían todavía muchos más. Esta
multiplicidad de santuarios es reconocida como legítima por el Código de la
Alianza (v. PENTATEUCO; LEY vti, 3), que admitía el sacrificio en todos los
lugares donde Yahwéh hiciera memorable su nombre (Ex 20,2426). Pero la
multiplicidad de santuarios, muchos de ellos levantados en lugares de culto
cananeos ya existentes, se exponía a la introducción en el culto yahwista de
prácticas supersticiosas e idolátricas. De ahí que los profetas predicaran
contra los «lugares altos», búmót (Am 5,5; 7,9; 8,14; Os 4,15; Ez 7,24), y que
el redactor deuteronomista de los libros de los Reyes tomara, como criterio para
enjuiciar a los reyes de Judá, el hecho de la permanencia o destrucción de los
«lugares altos». El Templo de Jerusalén tuvo siempre, desde Salomón, una
posición preeminente entre todos los otros santuarios y lugares de culto
israelita. Como santuario principal se convirtió rápidamente en el centro
religioso del reino de Judá, e incluso ejercía gran atracción sobre los
israelitas del reino del Norte (Israel, v.), que, a pesar de los dos santuarios
nacionales de Betel y Dan, levantados por Jeroboam, acudían a Jerusalén en las
principales fiestas del año (Ier 41,5). Algunos reyes de Judá no se contentaron
con esto y, movidos por inspiración divina, quisieron convertir el santuario
central de Jerusalén en el único lugar de culto público de la nación hebrea. El
primero que lo intentó fue el rey Ezequías (2 Reg 18,3-6. 22; 2 Par 30,1-13;
31,2). Pero su reforma fue efímera, ya que su hijo Manasés restableció el culto
de los «lugares altos» (2 Reg 21,3). El rey tosías emprendió también una reforma
religiosa profunda que llevaba consigo una centralización absoluta del culto en
el Templo de Jerusalén (2 Reg 23,4-24). Con este fin reunió en Jerusalén a todos
los sacerdotes del reino de Judá y suprimió todos los santuarios de provincias
(2 Reg 23,5.8 s.). La reforma se extendió también al reino del Norte, en donde
hizo destruir el santuario de Betel y todos los «lugares altos» (2 Reg
23,15-20). La supresión de los «lugares altos» y la centralización del culto y
del sacerdocio en Jerusalén se inspiran evidentemente en el Deuteronomio,
descubierto en el Templo en tiempo de tosías (2 Reg 22,1-23,3.21). En efecto, la
ley del santuario único se da en Dt 12, donde se habla de destruir todo otro
lugar de culto y dirigirse a Dios en un único lugar que, se añade (vers. 5),
estará enclavado «en el lugar que Yahwéh elija, para hacer morar en él su santo
nombre». Este lugar es, evidentemente, Jerusalén. La reforma de tosías, bien
dirigida y fuertemente impulsada, fue, sin embargo, seriamente comprometida con
la muerte prematura del rey en la batalla de Meguiddo (609 a. C.). El- antiguo
sincretismo cúltico volvió a aparecer, y los «lugares altos» renacieron en
diversas partes del reino (Ier 7,1-20; Ez 6,1 ss.). Las cosas continuaron así
hasta el destierro (586 a. C.). Pero, finalmente, la centralización del culto
querida por Dios triunfa con el retorno de los desterrados de Babilonia (V. t.
ALTAR II; SACRIFICIO II).
d. Función de las sinagogas. No se sabe con exactitud cuándo y en dónde
nacieron las sinagogas (v.), ni tampoco se conoce su desarrollo histórico. La
institución sinagogal debió de ir formándose poco a poco bajo la presión de
diversas circunstancias. Una hipótesis es que con la reforma de tosías, los
fieles de provincias, que vivían lejos de Jerusalén, al no poder ir con
frecuencia al Templo de la capital, se habrían decidido a reunirse habitualmente
durante ciertos días no ya para ofrecer sacrificios (cosa reservada al Templo),
sino para leer la Ley y orar. Los judíos desterrados en Babilonia habrían
continuado con esta costumbre, que después del retorno a la patria se convirtió
en ley. Los judíos de la diáspora (v.) necesitaban aún más el uso de las
sinagogas para fomentar la piedad y para no perder la fe recibida de los
mayores. En tiempo de Cristo, el uso de las sinagogas era normal y corriente.
Los autores neotestamentarios nos presentan el culto de la sinagoga como una
institución perfectamente establecida e implantada en las costumbres judías (Act
15,21). Las sinagogas eran verdaderas casas de oración y de instrucción
religiosa, extendidas por toda Palestina y por todas las colonias judías de la
diáspora. El culto público tenía lugar en la mañana de todos los sábados y días
festivos. Consistía esencialmente, según la Misna (V.TALMUD), en la lectura de
la Biblia y en la oración (V. JUDAÍSMO II).
e. Calendario israelita. Los israelitas determinaban el tiempo por el
curso del sol y de la luna (Gen 1,14). Por eso el día estaba constituido por la
revolución aparente del sol alrededor de la tierra, y abarcaba 24 horas. El día
comenzaba para los judíos con la puesta del sol y duraba hasta la puesta del sol
siguiente (Dan 8,34; Est 4,16; Idt 11,17). Se dividía en mañana y tarde. Después
del destierro babilónico comenzó a dividirse en 12 partes iguales u horas, al
estilo griego-romano. La noche se dividía también en cuatro vigilias: la de la
tarde, la de medianoche (desde el oscurecer hasta la medianoche), el gallicinio
(desde medianoche hasta el canto del gallo) y el alba.
La semana era el espacio de tiempo de siete días, que ya estaba en uso en
Israel desde tiempos inmemoriales. Los días de la semana, exceptuando el sábado,
carecían de nombre y se les designaba simplemente con el número ordinal. El día
siguiente al sábado se llamaba día primero, y los demás, segundo, tercero, etc.
El sábado (v.) designaba el día séptimo de la semana, que era el día de reposo
de los trabajos ordinarios (Gen 2,2 s.; 8,22; Ex 5,5). Parece haber sido una
institución muy antigua en Israel, dotada de un sentido religioso original por
ser un signo de la Alianza perpetua entre Yahwéh y su pueblo. Por eso, su
observancia es una prenda de salud y su profanación implica la exclusión de la
comunidad y el castigo de Dios (Ex 31,14; 35,2; Num 15,32-36; Is 56,2;
58,13-14). La importancia del sábado fue creciendo después del destierro y la
tradición rabínica fue haciendo las prescripciones sabáticas cada vez más
rigurosas; de tal forma que en tiempo de Cristo se habían hecho insoportables
(Me 2,27; 3,2.4; Mt 12,2; 24,20; Le 13,15 ss.).
El mes israelita era lunar, y duraba de una luna nueva a la otra. Como las
lunaciones constaban de 29 días, 12 horas y 44 minutos, los meses lunares tenían
29 y 30 días alternativamente. Con el fin de restablecer el acuerdo entre el año
solar y el lunar y para conservar la concordancia entre los meses y las
estaciones, se solía añadir un decimotercer mes. El año israelita debió de ser
antiguamente un año lunar de 12 meses, es decir, de 354 días. Esta diferencia de
11 días respecto del año solar producía enseguida la dislocación del mes de su
estación correspondiente. Para evitar este inconveniente parece que los
israelitas adoptaron pronto el año solar de 365 días (Gen 7,11; 8,14) (v. TIEMPO
IV).
En el culto del Templo de Jerusalén tenían especial importancia las tres
grandes fiestas anuales: Pascua, Pentecostés y Tabernáculos. Después del
destierro babilónico, el calendario litúrgico judío se enriqueció con nuevas
fiestas. Entre ellas merecen particular mención el día de la Expiación (Yóm
Kippur) (Lev 16), la Hanuká o fiesta de la Dedicación (1 Mach 4,58) y la de los
Purim (Est 9,110,13) (V. FIESTA II).
2. Instituciones familiares. a. La familia israelita. Los documentos
bíblicos más antiguos nos indican claramente que el tipo familiar común entre
los hebreos era el patriarcal. En él, el padre poseía la autoridad y la ejercía
sobre todos los miembros de la familia. Esta constaba del padre, la mujer (una o
varias), los hijos, los siervos y los extranjeros que vivían bajo la protección
del jefe de familia (Gen 7,1.7; 46,8-26; Idc 11,1-7). Al pasar los israelitas de
la vida nómada a la sedentaria, comenzaron a formar pueblos y ciudades y las
costumbres patriarcales fueron cambiando profundamente. La vida de ciudad
obligaba a restringir el número de miembros de la familia que vivía bajo un
mismo techo. Los siervos también serían cada vez menos numerosos. En su lugar
comienza a aparecer otra nueva categoría social: la de los mercenarios
asalariados. Desde entonces, la sociedad israelita quedaría formada no por
grupos familiares como base de toda la vida social, sino por un jefe y unos
súbditos, patronos y obreros, ricos y pobres. Esta profunda transformación se
operó antes del s. viti a. C. En esta nueva situación, la autoridad del jefe de
familia quedó muy atenuada, lo mismo que la solidaridad familiar, desligándose
los individuos cada vez más del grupo familiar.
b. El matrimonio en Israel. La Biblia enseña que el matrimonio monógamo
fue instituido por Dios (Gen 2, 21-24). Y monógamos son presentados los
patriarcas descendientes de Set (Gen 7,7). Sin embargo, a partir de Abraham
parece que las costumbres se fueron haciendo menos estrictas, y se extendió algo
la poligamia (Gen 36, 1-5; Idc 8,30 s.; 2 Sam 3,2-5; 1 Reg 11,3). De hecho, el
Deuteronomio (21,15-17) da normas que presuponen difundida la bigamia. Sin
embargo, después de la época de los Jueces, parece ser que se fue volviendo a la
monogamia. Por eso podemos afirmar que la monogamia era el estado casi normal y
ordinario de la familia israelita (Os 2,4 s.). Los matrimonios solían
concertarse casi siempre dentro de la parentela, de la tribu o de la nación. El
contrato matrimonial era convenido por los padres de los contrayentes, sin
consultar a éstos (Gen 21,21; 24,33-53; Idc 14,2 s.; Tob 7,9-12; V. t.
MATRIMONIO 11).
c. La posición de la mujer israelita. La mujer casada israelita estaba en
una situación social y jurídica no exenta de diversas limitaciones. No podía
heredar de su marido. Éste podía repudiarla, pero la esposa no podía pedir el
repudio. El voto hecho por una mujer casada no tenía validez sin el
consentimiento del marido (Ex 20,17; Num 27,8; 30,4-17). Sin embargo, la mujer
casada israelita no era considerada como carente de derechos (Dt 21,14). Estaba,
por el contrario, protegida por la ley, que exigía del marido el libelo de
repudio, con el cual la mujer adquiría su plena libertad. Generalmente, el
marido israelita estimaba grandemente a su esposa, sobre todo cuando ésta le
daba un hijo varón (Gen 16,4; 29,31 ss.). Los hijos le debían obediencia y
respeto (Ex 20,12; 21,17; Lev 19,3; 20,9). Existen relatos bíblicos que nos
presentan a la esposa amada y escuchada por su esposo y tratada por él como una
igual (1 Sam 1,4-8.22 s.; 2 Reg 4,8-24; Prv 31,10-31). La viuda, si quedaba sin
hijos, podía continuar unida a la familia de su marido por la práctica del
levirato, ley que imponía a uno de los hermanos del marido difunto casarse con
la viuda y el primogénito de este nuevo matrimonio era considerado legalmente
como hijo del difunto (Dt 25,510). Si no había levir, entonces la mujer viuda
tenía libertad para casarse de nuevo, fuera de la familia de su marido difunto
(Ruth 1,9). Era frecuente que las viudas, especialmente las que quedaban con
muchos hijos, se vieran en una situación de verdadera miseria (1 Reg 17. 8-15; 2
Reg 4,1-7). Por eso, la ley religiosa las recomienda insistentemente a la
caridad de los israelitas (Ex 22,21).
d. Los hijos en Israel. Los israelitas, lo mismo que los demás pueblos
semitas, deseaban ardientemente tener muchos hijos, y éstos eran tenidos en gran
estima, sobre todo si eran varones. El ideal de toda familia israelita era tener
una numerosa descendencia (Gen 15,5; 22,17; 26,4; Ruth 4,11 s.). Por el
contrario, el no tener hijos era considerado como un oprobio y un castigo divino
(Gen 16,2; 20,18). Las hijas eran menos estimadas que los varones. La potencia
de una familia era valorada por el número de hijos varones. Los hijos eran
amamantados por su propia madre (Gen 21,17; 1 Sam 1,21-23). El niño solía
recibir un nombre inmediatamente después del nacimiento (Gen 29,31 ss.; Ex
2,22). La costumbre de retrasar la imposición del nombre hasta el día de la
circuncisión (ocho días después del nacimiento) parece ser de época tardía, pues
no es atestiguada antes de Cristo (Le 1,59; 2,21). La circuncisión tenía lugar
ocho días después del nacimiento del hijo varón. Consistía esta práctica en la
ablación del prepucio. En Israel, la circuncisión (v.) no era una simple
práctica higiénica, sino que tenía sentido religioso. Constituía, en efecto, la
agregación a la comunidad de Israel (Gen 34,14-16; Ex 12,47 s.), y era prescrita
como una obligación y como una señal de la Alianza de Yahwéh con Abraham y con
sus descendientes (Gen 17, 9-14). La circuncisión, en suma, es considerada como
el signo distintivo de la pertenencia a Israel y a la religión yahwista. Durante
los primeros años, el niño estaba encomendado a los cuidados de la madre (Os
11,3; Prv 1,8; 6,20) y pasada la infancia al padre, que se preocupaba de
educarlo religiosa y profesionalmente (Ex 10,2; Dt 4,9; Eccli 30,1 s.). Entre
los hijos el primogénito (v.) gozaba de ciertos privilegios. Recibía en herencia
una doble parte (Dt 21,17), y, muerto su padre, se convertía en el jefe de la
familia; sin embargo, podía perder su derecho de primogenitura como castigo por
una falta grave (Gen 35,22; 49,3 s.), o podía renunciar a él (Gen 25,29-34). La
ley protegía al primogénito contra una elección arbitraria del padre (Dt 21,15
s.). Con todo, la Biblia ofrece numerosos ejemplos en que la ley de la
primogenitura no fue observada: David, el menor de sus hermanos, es escogido
para ser rey; lo mismo Salomón, que tampoco era primogénito. Pstos y otros casos
son excepciones de la ley común, y los autores sagrados muestran en ellos la
mano de Dios, que escoge a quien Él quiere sin tener en cuenta las leyes humanas
(Gen 4,4-5; Mal 1,2 s.).
e. El testamento y la herencia. Antiguamente los israelitas no conocían el
testamento escrito. El padre, antes de morir, solía determinar de palabra la
distribución de los bienes que dejaba (Dt 21,16; 2 Reg 20,1). Pero en esta
distribución tenía que conformarse a la ley y a la costumbre (Dt 21,15-17; Num
27,1-11). Según aquélla, sólo los hijos varones tenían derecho a heredar; y,
entre éstos, el primogénito a una parte doble de los bienes paternos. La misma
ley defendía el derecho del primogénito prohibiendo al padre mejorar al hijo de
la mujer favorita en detrimento del mayor (Dt 21,15 ss.). En conformidad con el
Derecho israelita antiguo, los hijos de las concubinas esclavas no tenían parte
en la herencia, a no ser que hubieran sido adoptados por las esposas libres (Gen
30,3-13; 49,1-28). Las hijas no tenían parte en la herencia paterna, a no ser
que no hubiera hijos varones (Num 27,1-8; 36,1-9). Cuando un hombre moría sin
tener hijos ni hijas, sus bienes pasaban a los parientes varones más próximos.
La viuda no tenía derecho alguno a la herencia, y de ordinario volvía a la casa
de su padre, a no ser que contrajese matrimonio levirático con alguno de la
familia de su marido. Cuando la viuda quedaba con hijos mayores, éstos
aseguraban la sustentación de la madre. En época posterior parece que se suavizó
esta ley tan rígida (Ruth 4,3.9; Idt 8,7).
f. Exequias fúnebres. Los hebreos reconocían la supervivencia del hombre
después de la muerte; y a la vez creían que la verdadera inmortalidad no podía
concebirse sin una participación del cuerpo. Por eso, daban gran importancia a
las exequias fúnebres y a la sepultura. El alma, desde el Se'ol (v. SENO DE
ABRAHAM; INFIERNO), continuaba siendo en cierto modo solidaria con lo que se
hacía a su cuerpo en la tierra. Para un israelita, el dejar un cuerpo sin
sepultura era la más terrible de las maldiciones (1 Reg 14,11; ler 16,4; Ez
29,5). El cadáver era tratado con todo respeto. Se le llevaba al cementerio o a
la sepultura en unas parihuelas, cubierto con una simple sábana blanca, sin
embalsamar (2 Sam 3,31; 2 Reg 13,21; Le 7,14), y se le colocaba en la cámara
mortuoria. La tumba normal entre los israelitas solía ser una cámara mortuoria
excavada en roca suave o hecha en una gruta natural. Se entraba a la tumba por
una puerta estrecha y baja que solía estar cerrada con una gran losa giratoria.
En la cámara mortuoria había a los lados escaños hechos en la misma roca, en
donde eran depuestos los cadáveres.
La ceremonia más importante de los funerales era la lamentación por el
difunto, que, en su forma más sencilla, consistía en un grito agudo y
desgarrador que se repetía: « ¡Ay, hermano mío! », « ¡Ay, padre mío o madre mía!
» (2 Sam 19,1.5). Los gritos eran proferidos por los hombres y las mujeres en
grupos separados (Zach 12,11 ss.). Los parientes próximos eran los que tenían la
obligación de ejecutar la lamentación, a los que solían unirse los asistentes (2
Sam 1,11 s.; 11,26). También existían mujeres especializadas, plañideras, que
tenían por oficio pronunciar las lamentaciones rituales (Mt 9,23; Me 5,38 s.).
La oración y los sacrificios expiatorios por los muertos aparecen sólo al final
de la época veterotestamentaria (2 Mach 12,38 ss.).
3. Instituciones civiles. a. La organización tribal del antiguo Israel.
Los israelitas, antes de establecerse en la tierra prometida, llevaron una vida
nómada o seminómada en el desierto del Sinaí. La vida nómada imponía estructuras
sociales particulares. Los individuos aislados en el desierto no podían
sobrevivir. Habían de contar con el apoyo de los grupos a que pertenecían o en
cuyo contacto vivían. Las tribus (v. ISRAEL, TRIBUS DE) eran las únicas que
podían garantizar su seguridad. A ellas pertenecía administrar la justicia; dar
hospitalidad y asilo a los que se ponían bajo su protección y defenderlos por
todos los medios. La tribu estaba constituida por un grupo de familias que se
consideraban descendientes de un mismo tronco. Cada tribu poseía sus tradiciones
sobre el antepasado del cual tomó vida. Y su cohesión tenía fundamento en el
lazo de sangre, que podía ser real o en parte ficticio, ya que las tribus podían
absorber otros grupos étnicos de origen diverso, como lo hizo, p. ej., la de
Judá, incorporándose los restos de la tribu de Simeón y los grupos de los
calebitas, los quenitas, los yerahmelitas (Num 32, 12; los 14,6 ss.). El número
fijo de las 12 tribus de Israel recoge así una sistematización que conoció
oscilaciones y vacilaciones históricas grandes. Las 12 tribus formaban una
especie de confederación, pero conservando el sentimiento de un parentesco
común. Este se manifiesta cuando, ante un peligro común, se unen todas las
tribus para emprender una guerra o para emigrar a otras tierras.
En tales casos todas ellas reconocen la autoridad de un solo jefe, al cual
obedecen. Además del parentesco, las tribus israelitas estaban unidas por la fe
en Yahwéh (los 24). Cada tribu tenía su propia personalidad. La autoridad era
ejercida por los ancianos de los diversos clanes, constituidos, a su vez, por
varias familias emparentadas entre sí. El clan o mispaháh se fue convirtiendo
poco a poco en la unidad social más estable de la tribu. Esto se debió a la
sedentarización, en la cual cada familia se convirtió en una unidad territorial,
desligada en gran parte del resto de los clanes. Desde entonces, los clanes
comenzaron a designarse no por el nombre de su antepasado, sino por el del lugar
en donde residían. El conjunto de todos los clanes constituía la tribu,
gobernada por un jefe llamado nasi' (Num 7,2). La monarquía habría de modificar
profundamente el cuadro territorial en que mandaba cada tribu; los individuos
conservarían el recuerdo de su pertenencia a una determinada tribu; pero la
solidaridad tribal desaparecía casi completamente para convertirse en
solidaridad nacional. En los clanes será donde mejor se conserve la unidad
social y las costumbres antiguas.
b. Estamentos sociales en Israel. Entre los nómadas no existían
propiamente clases sociales. Dentro de la misma tribu había familias más ricas o
más pobres, pero sin que esto suponga división de clases. En la tribu ni
siquiera los esclavos constituían una clase aparte, sino que se consideraban de
la familia. Fue la sedentarización la que trajo una profunda transformación de
la vida tribal, y la que dio origen a diversas clases sociales. El clan, al
instalarse en una ciudad, transformó su vida social en una vida de ciudad. Y
ésta originó el comercio y las transacciones comerciales y territoriales, que
poco a poco irían rompiendo la igualdad entre las familias. Entre los s. x y
viii a. C. se produjo en Israel una profunda evolución social, como lo
demuestran las excavaciones hechas en las ciudades de Palestina. Los
funcionarios reales comenzaron a aprovecharse de su administración y de los
favores del rey para enriquecerse; otros ciudadanos siguieron su ejemplo,
comenzando a especular con las tierras y el comercio. De esta forma se
enriquecieron muchos individuos, dejando a otros en una completa miseria (Am
8,5; Os 12,8; Mich 2,2; 3,11; Is 1,23). Las injusticias cometidas por los
poderosos contra los pobres y débiles obligaron a los profetas a tomar su
defensa (Am 4, 1; 5,12; IS 3,14 s.; 10,2; 11,4; V. POBRES DE YAHWÉH).
En la época monárquica, los nobles formaban un grupo social, que gozaba de
una posición privilegiada en el pueblo, especialmente en las ciudades y en las
dos capitales, Jerusalén y Samaria (I Sam 8,14; 22,7; Ier 38,24 s.). Era la
élite dirigente que procedía de familias influyentes y poderosas. Existían
también en Israel los obreros asalariados, que frecuentemente eran extranjeros
residentes dentro del territorio palestinense (Ex 12,45; Lev 22, 10; Di 24,14).
Pero también los israelitas pobres se vieron en la necesidad de trabajar a
jornal para poder vivir. Muchas familias, con el aumento de la población y con
la pérdida de sus tierras, se vieron sumidas en la miseria, viéndose obligadas a
venderse como esclavos o al menos a trabajar a jornal. El contrato era unas
veces diario y otras anual (Lev 19,13; 25,50.53); y, aunque la ley los protegía
y prescribía pagarles el salario todas las tardes (Di 24,14 s.), su situación
era con frecuencia muy digna de lástima (lob 7,1 s.; 14,6). Muchos dueños eran
despiadados e injustos, y no les pagaban siquiera el salario debido (Ier 22,13).
Los profetas condenan ese comportamiento.
La vida ciudadana hizo que se multiplicaran en Israel los oficios manuales
y artesanos independientes. La Biblia nos habla de los carpinteros, albañiles,
alfareros, orífices, joyeros, panaderos, tejedores, bataneros, leñadores,
barberos, labradores, etc. El comercio era antiguamente un asunto que competía
al rey, y no existía como tal una clase de comerciantes. La primera alusión que
tenemos a comerciantes israelitas la encontramos en Neh 3,32. Fue en la diáspora
(v.) donde los judíos se hicieron comerciantes, siendo imitados después por sus
connacionales de Palestina.
Siempre hubo en Israel un cierto número de extranjeros que residían en su
territorio. Desde el punto de vista social, eran hombres libres, pero no gozaban
de todos los derechos de los ciudadanos israelitas. Eran generalmente pobres,
porque no podían poseer propiedades territoriales, y por eso recomendados a la
caridad de los israelitas (Di 24,1921). En el aspecto religioso, estaban
sometidos a las mismas leyes que los israelitas. La mayor parte de los
extranjeros que vivían en Palestina eran esclavos. La ley permitía a los
israelitas comprar siervos y esclavos extranjeros (Ex 12,44; Lev 25,44 s.). Pero
también los israelitas se vendían como esclavos, de ordinario para pagar una
deuda (Lev 25,39 ss.; Di 15,2 s.). La único que excluía la ley era la esclavitud
perpetua del israelita (Lev 25,40. 54). Los esclavos extranjeros solían ser
retenidos en esclavitud a perpetuidad (Lev 25,46). En cambio, los israelitas
podían ser rescatados o rescatarse a sí mismos mediante el pago de una cantidad
estipulada (Lev 25,48-53).
c. La monarquía israelita. Durante el régimen tribal de Israel, las tribus
no reconocían otro rey que Yahwéh (Idc 8,22 s.). Pero ante diversas
circunstancias históricas y políticas; se vieron obligadas a elegirse un rey. El
primer rey de Israel fue Saúl (v.). Pero el verdadero organizador de la
monarquía israelita fue indudablemente David (v.), que logró superar las
distancias entre las tribus del Norte y las del Sur, consiguiendo así la unidad
nacional, aunque ésta duró poco (V. REYES, LIBROS DE LOS). A la muerte de
Salomón (v.) aparecieron de nuevo las antiguas diferencias entre ambos grupos de
tribus, que llevaron a la separación definitiva en dos reinos: el de Israel (v.)
y el de Judá (v.).
d. El rey y su corte. Tanto en Israel como en Judá se atenían al principio
de la sucesión dinástica para la elección del rey, que solía recaer sobre el
primogénito, aunque no siempre (I Reg 1,10.17.20.27). Las mujeres estaban
excluidas, aun cuando el rey muriese sin descendencia masculina. El nuevo rey
era coronado y ungido. La unción le convertía en una persona sagrada, haciéndola
inviolable (1 Sam 24,7.11). Las personas que constituían su corte eran muy
numerosas. Algunos tuvieron un numerosos harén, como era costumbre entre todos
los reyes orientales (la Biblia al narrarlo, lo hace de forma que pone de
manifiesto lo reprobable de esa praxis). Aunque entre los israelitas no existió
propiamente el título de reina, sin embargo, en la corte gozaba de una posición
especial la gebira, la reina madre (1 Reg 2,19). Los hijos del rey solían ser
muy numerosos. Además, en torno al rey y a su familia vivía un grupo de
cortesanos, que eran consejeros, secretarios, mayordomos, heraldos, escuderos,
eunucos, siervos, esclavos, etc.
e. La administración pública. Salomón dividió el reino en 12 prefecturas,
cuya demarcación nos ha sido conservada en 1 Reg 4,7-19. Estos 12 distritos
debían proveer, uno cada mes, de víveres suficientes al palacio real. Los
prefectos eran verdaderos gobernadores de sus respectivos distritos. Y sobre
ellos había un jefe de prefectos (1 Reg 4,5.7 ss.). La tarea principal de los
prefectos era el mantener el orden y cobrar los impuestos y los diezmos.
Jerusalén y Samaria tenían un gobernador (sar ha'ir), que era nombrado por el
rey. Las demás ciudades eran gobernadas por una asamblea de ancianos, una
especie de consejo municipal (Dt 21; 22,13-21; 25,5-10; Ez 20,1.3). Al rey iban
a parar todas las entradas de los impuestos del reino, con las cuales tenía que
atender a las necesidades de su palacio, de sus funcionarios, del ejército, de
los trabajos públicos y de la defensa nacional. Al rey pertenecían todos los
bienes de la nación (2 Sam 8,11; 2 Reg 12;10 ss.).
f. El derecho y la administración de la justicia. Casi todas las
colecciones de leyes israelitas están contenidas en el Pentateuco (v.):
Decálogo, Código de la Alianza, Deuteronomio, Ley de santidad, Código
sacerdotal, etc. Estos documentos tienen todos un trasfondo de carácter
marcadamente religioso. Presentan, en lo jurídico, semejanzas con las leyes de
otros pueblos del Oriente Antiguo. En Israel, tiene una sanción divina. Algunas
han sido reveladas directamente por Dios; otras son dictadas por los reyes, pero
se ve en ellos simples intermediarios entre Dios y su pueblo para la
promulgación de las leyes. El rey poseía el poder judicial (2 Sam 8,15). Era el
juez por excelencia, pues la administración de la justicia era una función
esencial del jefe. Pero se servía de ordinario de jueces y tribunales públicos
para administrar la justicia al pueblo, reservándose él los casos más difíciles
(Ex 18,13 ss.). Los juicios eran públicos; y una vez consideradas las pruebas en
favor y en contra del acusado, el tribunal dictaba la sentencia. Las penas eran
de distinta gravedad. No se admitía en general la compensación pecuniaria. La
prisión sólo apareció en Israel después del destierro babilónico (Esd 7,26).
g. El ejército israelita. Las noticias que poseemos sobre la organización
militar de los hebreos son muy incompletas. Hasta la época de Saúl y de David no
existió en Israel un ejército regular, pero los reveses sufridos contra los
filisteos convencieron a las tribus a organizar un ejército. Saúl juntó un
pequeño cuerpo de mercenarios (1 Sam 22,7.18); pero fue sobre todo David el que
logró organizar un verdadero ejército de tropas mercenarias. Entre ellas se
distinguían los Kéreti y los Péleti (2 Sam 8,18; 20,7,23; 21,15). En
circunstancias especiales también se reclutaban soldados entre los mismos
israelitas para ayudar al rey. En tiempo de David, Joab era el comandante en
jefe del ejército, y Banayas de los Kéreti y Péleti (2 Sam 8,16.18). Desde la
época de Ezequías (700 a. C.) parece que el reino de Judá no poseyó cuerpos de
tropas mercenarias ni de carros de combate, porque su sostenimiento resultaba
demasiado caro. La defensa de la nación se hacía con un ejército de
reclutamiento. Los soldados estaban bajo las órdenes de oficiales llamados sanim
(Dt 20,9). El rey era el jefe supremo del ejército, y a sus órdenes estaba el
comandante general. El ejército se dividía en unidades de 1.000, de 100, de 50 y
de 10 hombres. Conocemos mal el armamento del ejército israelita. Salomón
constituyó un cuerpo de ejército armado de carros de combate (1 Reg 10,26). De
la caballería montada sólo se habla bajo Simón Macabeo (1 Mach 16,47). La Biblia
menciona distintas armas ofensivas: el puñal, la espada, el dardo, la jabalina,
el arco, la flecha, la pica, la honda, etc. Las armas defensivas eran: el
escudo, el casco y la coraza. También existían ciudades bien fortificadas y con
fuertes murallas.
Las tácticas guerreras variaron a lo largo de los tiempos. En el periodo
nómada eran más bien razzias encaminadas a obtener ganados, defender pozos, etc.
Luego se desarrollan. Ordinariamente se hacían en primavera (2 Sam 11,1).
Concluían con un tratado, reparto de botín, etc. Sobre los aspectos religiosos,
v. GUERRA II.
V. t.: Como instituciones israelitas: ANCIANO; ESCRIBA; FARISEOS;
SADUCEOS; SANEDRÍN.
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J. S.ALGUERO GARCÍA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991