INVESTIDURAS, CUESTIÓN DE LAS
La investidura (vestitura) es el acto por el que se da en posesión a alguien
alguna cosa -bienes, derechos, poderes, rentas-. En la traditio que significa,
en derecho romano, el traspaso de una propiedad, el beneficiario es revestido de
ella (vestitus). Esta noción toma en la Edad Media caracteres particulares: a
partir del s. viiI se la usó para indicar el acto por el que se daba en posesión
al titular el beneficio, el feudo, el patrimonio inherente a la función
ejercida. El autor de este acto, sin embargo, conservaba su derecho de
propiedad, recibiendo el beneficiario solamente un derecho de uso. Simbolizaban
el acto un gesto o un objeto: o bien el propietario tendía su cetro, una vara,
un guante al investido conservándolo después; o bien le daba una rama, un terrón
de tierra o un estandarte. Muy pronto, por otra parte, la entrega del bien fue
considerada como la contrapartida de un servicio que el beneficiario de la
investidura debía prestar al autor de ella. El régimen feudal relacionó ambos
con ritos que tenían orígenes y significaciones diferentes: el homenaje y el
juramento de fidelidad que vinculaban al vasallo a su señor, y la investidura
del feudo que éste realizaba en beneficio de aquél (v. FEUDALISMO).
1. La Iglesia y las investiduras. La Iglesia no escapó al sistema. Los
soberanos y los grandes personajes que habían dotado a las instituciones
eclesiásticas se reservaron su protección (tuitio). Procedieron, en
consecuencia, a la investidura: el dueño del suelo entregaba la estola o la
cuerda de la campana parroquial al cura ecónomo y esperaba de él el pago de las
rentas como de cualquier otro aparcero que tuviera un trozo de su propiedad. El
rey, el conde o el señor local hacían lo mismo con el obispo o el abad. Al fin
del s. ix, en el E de Alemania, se inició la costumbre de tomar el bastón
pastoral o báculo como símbolo de la investidura del obispo. La práctica se
extendió y hacia mediados del s. xi en Alemania la entrega del anillo, que
significaba la alianza del obispo y de su iglesia, acompañó a la del báculo. Lo
mismo que para los feudos laicos, el obispo o el abad juraba fidelidad al que le
había investido; le era deudor de los servicios de guerra, de justicia, de
consejo. El emperador ejercía este derecho sobre los obispados alemanes, a los
que consideraba como los mejores puntos de apoyo de su autoridad; el rey de
Francia disponía de una veintena de obispados y de unas cincuenta abadías; el
duque de Normandía controlaba los obispados y los monas.terios de su ducado. En
suma, uno de los medios más seguros de evaluar el poder en el s. xi, en Europa
occidental, es la enumeración de las parroquias, las abadías, los obispados a
los que un señor concede la investidura. Las transacciones están abiertas: en
1067, el obispado y el condado de Carcasona son vendidos juntamente al conde de
Barcelona.
La Iglesia, se ha dicho con razón, está «en poder de los laicos». Las
consecuencias no son necesariamente desastrosas para la vida religiosa: ¿por qué
no tendría el señor el cuidado de investir a los hombres de costumbres y de celo
irreprochables? En virtud de la responsabilidad que se les reconocía en la
sociedad cristiana, los emperadores Enrique II (1002-24), que fue elevado a los
altares; Enrique III (1039-56), el duque de Normandía Guillermo el Conquistador
(1035-87), que conquistó Inglaterra, y otros, colocaron sobre las sedes
episcopales que dependían de ellos a clérigos piadosos, instruidos y vigilantes;
dieron a las abadías jefes que hicieron observar con rigor la observancia
monástica. Pero, no obstante, había numerosos abusos: tráfico de los cargos
lucrativos de la Iglesia o simonía; nombramiento de clérigos o de monjes sin
valor moral, o nicolaísmo, tanto más extendido cuanto que la legislación sobre
el celibato sacerdotal no estaba todavía bien aplicada.
2. La reforma de la Iglesia. A primera vista pareció que la reforma de la
Iglesia debía ser una depuración del clero. Sin embargo, habían aparecido
remedios más radicales. Los fundadores habían entregado las abadías a S. Pedro,
es decir, a la Iglesia romana y al papa, de tal modo que sus herederos perdían
todo derecho para intervenir en la elección del abad, que normalmente era hecha
por los monjes: tal fue el régimen previsto por el duque de Aquitania Guillermo
el Piadoso cuando fundó el monasterio de Cluny (v.) en el 909; las filiales se
aprovecharon de las ventajas de esta libertas romana. En los medios lotaringios
se desarrolló una original corriente de pensamiento. El obispo de Lieja, Wazon,
negando al Emperador la facultad de juzgar al Papa, insinuaba que la Iglesia
debía seguir su derecho propio y no el de la sociedad civil. Un monje, Humberto
de Moyenmoutier, al que su compatriota S. León IX (v.) condujo a Roma cuando fue
Papa (1048), se atrevió a sacar las conclusiones: en el De ordinando pontifice,
sostuvo que ningún laico tenía el derecho de promover a las dignidades
eclesiásticas ode disponer de las rentas de las iglesias, y afirmaba la
superioridad del sacerdocio. En el Adversus simoniacos de 1057-58, denunciaba la
investidura laica como el origen de la corrupción de la Iglesia y la consideraba
como una herejía, pues subordinaba el ejercicio de un ministerio sagrado a la
atribución de bienes materiales.
La minoría de edad del joven Enrique IV permitió a la Iglesia romana
sacudirse la tutela imperial. En abril de 1059, el Concilio, reunido por Nicolás
II (v.) en el palacio de Letrán, devolvió a los cardenales el derecho a
desempeñar la función principal en el nombramiento del Papa; volvió a poner en
vigor los decretos contra los simoniacos y los nicolaítas, que habían sido
publicados desde hacía una decena de años, y condenó la investidura de cargos
eclesiásticos por parte de los laicos, ya fuera gratuita o por dinero (Jaffé-Wattenbach
n. 4405). Aunque esta última prohibición no llevara consigo ninguna sanción, era
digno de mención el hecho de que la renovación moral de la Iglesia, la
independencia de la Sede apostólica y la lucha contra la investidura laica
fueran unidas en las decisiones de 1059. El abandono de la investidura de las
iglesias por parte de los príncipes temporales suponía un cambio demasiado
grande en las mentalidades y en los métodos, lo que explica que no se intentara
inmediatamente la aplicación del decreto. En 1060, en los Concilios de Viena y
de Tours, el legado Esteban se contentó con hacer saber que la investidura hecha
por un laico no sería permitida sin el asentimiento del obispo (HefeleLeclercq,
IV,2,1203). Bajo Alejandro II (1061-73), la obra de reforma se dirigió solamente
contra los desórdenes del clero; algunos prelados indignos fueron depuestos. La
misma política fue seguida por Gregorio VII (v.) a principios de su pontificado.
Sin embargo, en el Concilio, romano, que tuvo lugar desde el 22 al 28 feb.
1075, después de los cánones habituales sobre la simonía y el nicolaísmo, se
añadió una disposición que Hugo de Flavigni refiere de la siguiente manera: «No
será contado entre los obispos y los abades quienquiera que en el futuro reciba
de manos de un laico un obispado o una abadía. Le prohibimos la comunión del
bienaventurado Pedro y la entrada en la Iglesia mientras no renuncie a su
dignidad. Hacemos la misma prohibición respecto a los cargos inferiores. De la
misma manera, si un emperador, duque, marqués, conde o cualquier poder o persona
laica se atreve a dar la investidura de un obispado o de cualquier otra dignidad
eclesiástica, que sepa que le alcanza la misma condenación» (MGH, Scriptores,
VIII,412). Aunque no se ha conservado el texto auténtico, no cabe duda, si se
compara la afirmación del cronista de los decretos de 1078 y de 1080 (Registrum,
en MGH, Epistolae selectae, V1,56; VIII,14a), que Gregorio VII quiso prohibir
toda injerencia de los laicos en la disposición de los cargos de la Iglesia y
que amenazó con la excomunión tanto a los clérigos que fueran investidos como a
los soberanos o señores que los hubieran investido. Gregorio VII estaba
dispuesto a ser moderado siempre que su autoridad no fuera atacada de frente.
Las consecuencias de la decisión de 1075 fueron sensiblemente diferentes según
los países y las circunstancias.
3. La aplicación: ¿tolerancia o conflicto? En muchos reinos nada cambió en
la práctica. El decreto sobre la investidura laica no se publicó ni en
Inglaterra ni en la península Ibérica y todo el cuidado del papado se polarizó
en la reforma moral del clero. En Francia el legado Hugo de Die promulgó el
famoso canon en el concilio de Autun en 1077; pero el rey era débil; compartía
con numerosos señores los derechos sobre las iglesias y ningún laico tenía
interés en entrar en conflicto con la Sede romana; los representantes del papa
se esforzaron por eliminar a los malos obispos y por mejorar el reclutamiento de
los pastores.
De manera totalmente distinta discurrían las cosas en el Imperio. Gregorio
VII estaba dispuesto a tratar con consideración a Enrique IV, pero no podía
admitir que el emperador dispusiera a su antojo de la Iglesia como si esta
institución religiosa dependiera del Estado. Cuando Enrique IV hizo consagrar a
un nuevo arzobispo en Milán, porque el que ocupaba la sede, que contaba con el
solemne reconocimiento del papa, no parecía capaz de establecer el orden en la
ciudad; cuando impuso clérigos alemanes para regir las diócesis de Fermo y de
Spoleto, Gregorio VII le hizo saber que no sólo desobedecía la legislación de la
Iglesia, sino que contravenía al orden querido por la Providencia divina: «El
que quiere ejecutar las órdenes de Dios, no puede despreciar las nuestras» (Registrum,
111,10). La disputa se había elevado al rango de un debate sobre la organización
de la sociedad cristiana y sobre la función respectiva del poder imperial y del
poder apostólico. El conflicto se desarrolló en dos planos: fue una «querella de
las investiduras» y también una «querella del Sacerdocio y del Imperio».
El combate conoció peripecias tan sorprendentes como la penitencia de
Enrique IV en Canosa y la huida del Papa al S de Italia. Los contendientes no
podían ceder nada de sus ideas y de sus pretensiones sobre las investiduras. Los
imperiales, justificados por todo un ejército de polemistas, intentaban
esclavizar a la Iglesia. Los pontificales, exponiendo las tesis de la teocracia,
la colocaban por encima de la sociedad humana. Pero existía el grave
inconveniente de no buscar ninguna solución a un problema que comprometía
intereses considerables: el poder de los príncipes y la independencia del
ministerio espiritual. Cuando, en Inglaterra, Guillermo II el Rojo (1087-1100) y
Enrique I (1100-35) se apartaron de la prudente conducta que su padre, el
Conquistador, había seguido en los nombramientos episcopales y empezaron a
traficar con los altos cargos de su Iglesia, estalló el conflicto que hasta
entonces había podido evitarse. El arzobispo de Canterbury, S. Anselmo (v.),
protestó contra la investidura por medio del báculo, y abandonó el reino; el
papa Pascual II manifestó en dos cartas del 15 abr. 1102 que la prohibición de
la investidura laica se aplicaba efectivamente a Inglaterra (Jaffé-Wattenbach,
n. 5909-5910).
4. En busca de una solución. Era indispensable llegar a un compromiso.
Desde 1086, el obispo de Ferrara, Guido, había distinguido dos aspectos en la
función del obispo: la trasmisión del Espíritu Santo por los sacramentos y la
administración de los bienes temporales que suponía unos deberes respecto al
poder civil. Urbano II (v.) propuso la teoría de la dispensa; puesto que el
titular de la Sede romana era el legislador de la Iglesia, podía dispensar de
ciertas disposiciones. Pero este Papa, lejos de explotar esta idea, hizo
precisar en el Concilio de Clermont (1095) que estaba prohibido a los
eclesiásticos prestar el juramento feudal y rechazó una solución propuesta por
el obispo Yvo de Chartres.
Este canonista argumentaba de la siguiente manera: «Como la investidura no
aporta ninguna fuerza de sacramento a la elección de un obispo, no vemos en qué
puede atentar contra la fe o la santa religión; la autoridad apostólica no ha
prohibido jamás a los reyes, después de la elección canónica, el conceder los
obispados a los prelados... Qué importa que esta concesión se haga por la mano,
por un signo, por la palabra o por el báculo, desde el momento que los reyes no
pretenden entregar algo espiritual sino sólo acceder a los deseos de los
electores y conceder a los elegidos los dominios eclesiásticos y los demás
bienes exteriores que las iglesias deben a la munificencia real» (Yvo de
Chartres, Correspondance, ed. J. Leclercq, epist. 60,246-247). Era preciso, por
consiguiente, despojar a la investidura del carácter sacramental que los
gregorianos le habían atribuido con exageración; se trataba sólo de un acto
jurídico que concernía a lo temporal y que los laicos podían realizar. Hacia
1103-04 Hugo de Fleury explicó muy claramente en el De regia protestate et
sacerdotal¡ dignitate: «Después de la elección, el prelado elegido recibirá de
manos del rey no el anillo o el báculo sino la investidura de las cosas
seculares; de su arzobispo recibirá por medio del anillo y del báculo la cura
animarum» (Libelli de lite, 11,465).
5. Las disposiciones. Basados en esta distinción fundamental fueron
elaboradas en el primer cuarto del s. xii las disposiciones sobre la
investidura. Ni en Francia, ni en los reinos ibéricos hubo una sola protesta.
Guillermo de Champeaux, obispo de Chálons, se explicaba de la manera siguiente
en 1119: «Cuando fui elegido obispo (en 1113), no recibí nada del rey de Francia
ni antes ni después de mi consagración y, sin embargo, le sirvo tan fielmente
como los obispos (de Alemania) sirven (a su) rey en virtud de la investidura; le
sirvo con los tributos, el servicio militar, los impuestos y los otros derechos
que han pertenecido siempre a la res publica, pero que han sido dados a la
Iglesia por los reyes cristianos» (ib. 111,22). Por un lado, la elección del
obispo era libre; por otro, el prelado, una vez consagrado, recibía del rey o
del príncipe territorial lo temporal de su iglesia y le prestaba juramento de
fidelidad. Pero como hombre de Dios no se sometía al rito del homenaje que
hubiera hecho de él el hombre de otro hombre.
Las exigencias reales fueron mayores en el reino anglonormando. El
acuerdo, elaborado entre 1105 y 1107, dispensó a los obispos de la investidura
por medio del báculo o del anillo, pero subordinó su consagración al hecho de
ser vasallo del rey, que Enrique I continuó reclamando con el homenaje.
La querella pareció encontrar una solución inesperada para Alemania.
Pascual 11 (v.), previo el abandono de la investidura por el emperador, intentó
en el año 1111, en Sutri, que los obispos devolvieran al soberano «las regalia y
todo aquello que pertenecía al reino, es decir, ciudades, ducados, condados,
monedas, impuestos, castillos, etc.» (Constitutiones et acta publica, 1,85). La
subsistencia temporal de las iglesias sería asegurada por las ofrendas y los
bienes dados por los particulares. Los prelados alemanes rechazaron este sistema
que Enrique V había aceptado, sin duda, por táctica. El Papa, desautorizado y en
cautividad, fue obligado a admitir la investidura por el báculo y el anillo;
pero una vez liberado se apresuró a retractarse. Finalmente el intercambio de
dos declaraciones, al que se llama el Concordato de Worms (23 sept. 1122),
reglamentó los derechos de cada parte: el emperador abandonaba la investidura
por el anillo y el báculo y garantizaba la libertad de la elección y de la
consagración de los obispos; el papa Calixto II admitía que las regalia fueran
entregadas por el cetro: antes de la consagración en Alemania, en donde el
soberano estaba autorizado para asistir a las elecciones; después de la
consagración en los reinos de Italia y Borgoña (ib. I,159-160).
El Conc. ecuménico de Letrán, en 1123, no trató la cuestión de la
investidura laica y se contentó con exigir la elección canónica de los obispos.
A lo largo del s. xii, la práctica del homenaje parece haber desaparecido aun en
aquellos lugares (Inglaterra y Alemania) en donde los soberanos le habían
manifestado más su apego. Naturalmente, fue conservada en lo que se refiere a
los vasallos laicos.
6. Balance. La cuestión de las investiduras había cristalizado alrededor
de la accesión a los obispados. Procuró un avance sensible al derecho canónico
resaltando el valor de la función religiosa y restaurando el antiguo régimen de
la elección. Delimitó también el dominio propio de los reyes y de los señores,
que fueron instituidos para ejercer sus prerrogativas sobre los bienes y
derechos temporales de las iglesias. Pero al dar la autorización de elegir, al
percibir las rentas del obispado mientras estaba vacante, al entregar el
patrimonio al nuevo obispo que era su vasallo, conservaron en sus manos los
medios para influir en el reclutamiento del alto clero secular. La rivalidad no
fue tan viva en lo que se refiere a los monasterios: las órdenes que nacieron y
se desarrollaron en el clima reformador, como el Cister (v. CISTERCIENsES),
conservaron la independencia de su gobierno y de sus bienes, pues sólo admitían
cesiones integrales de propiedad. Un lento movimiento hizo que numerosas
iglesias parroquiales pasaran de manos de los señores laicos a la de los monjes,
de los canónigos y de los obispos. De todos modos, el patrón sólo conservó el
derecho de presentar un candidato al obispo que le ordenaba y le confería su
jurisdicción. Quizá existió un progreso más bien en la conciencia de lo que
debía ser la Iglesia que en su realidad económica y social.
BIBL.: Fuentes: Constitutiones et acta publica imperatorum et regum, ed. WEILAND, t. I, 1893 (reproducido en MGH); Epistolae selectae, ed. CASPAR, 2 vol., 1920-23 (MGH); Libelli de lite imperatorum et pontificum, ed. E. SACKUR, 3 vol., 1891-97 (MGH); E. BERNHEIM, Quellem z. Gesch. d. Investiturstreites, Berlín 1930; HEFELE-LECLERCQ, Histoire des conciles, IV,2 y V,I, París 1911-12; JAFFE-WATTENBACH, Regesta pontificum romanorum, I, Leipzig 1885; YVO DE CHARTRES, Correspondance, ed. J. LECLERCQ, París 1949-65.
BERNARD GUILLEMAIN.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991