Letrán, Concilios de
Con esta expresión se designan cinco Concilios
ecuménicos celebrados en Roma, en la archibasílica del Salvador y de San Juan de
Letrán. Los cuatro primeros (IX, X, XI y XII de los ecuménicos) celebrados en
los s. XI-XIII, gozan de características comunes temáticas y cronológicas,
mientras que el quinto (XVIII ecuménico), celebrado a principios del s. XVI, no
guarda con los anteriores más relación que el común local de celebración.
l. Características comunes de los cuatro primeros Concilios lateranenses. Cuando
a mediados del s. XI el Papado, con León IX (v.), tomó conciencia de su dignidad
y de su independencia, chocó con el emperador de Alemania, que se negaba a
devolverle su libertad de acción. Durante el tiempo que duró el conflicto entre
el Papa y el Emperador (v. INVESTIDURAS, CUESTIÓN DE LAS), era imposible en
Occidente la convocación de un Conc. ecuménico. Pero esta lucha del Sacerdocio y
del Imperio era tan grave para el estatuto del Papado, la reforma y la
independencia de la Iglesia, y el conflicto tan largo que solamente un gran
concilio ecuménico podía sancionar solemnemente su fin; es lo que sucedió en
1123. Entonces el Papa había llegado a ser lo suficientemente poderoso y
autónomo para tomar la iniciativa de una gran reunión de la cristiandad de
Occidente, cuyos obispos ratificarían solemnemente las modalidades de su acuerdo
con el Emperador germano. Desde este primero, se daban las dos características
más manifiestas de los cuatro primeros concilios ecuménicos de L.: fueron
Concilios occidentales y pontificios.
Son muchos los puntos en los que estos cuatro Concilios se diferencian de los de
la Antigüedad cristiana. Los criterios de su ecumenicidad, lo mismo que las
modalidades de su convocación y de su reclutamiento son diferentes. Estos
concilios, a diferencia de los precedentes, no son considerados como ecuménicos
por los ortodoxos. Estas asambleas, que no han podido superar el cisma de 1504,
han sido, por la fuerza de las cosas, concilios latinos. Romanas por la comunión
con el Papa, latinas por los ritos de los participantes, en estas asambleas
conciliares de la Edad Media sólo se reunieron prácticamente los prelados
occidentales, y los obispos latinos de Oriente después de las cruzadas. En su
reclutamiento geográfico, dan una imagen fiel de los límites de la llamada
cristiandad medieval (V. MEDIA, EDAD II). La mayor parte de los participantes en
ellos vinieron de Italia y de Francia.
Su otra característica común refuerza la unidad de la serie: fueron Concilios
pontificios. Todos fueron convocados por el Papa y todos tuvieron lugar en su
palacio de L., en Roma. En estos Concilios, el Papa no sólo convocó la asamblea,
sino que también presidió sus sesiones la mayoría de las veces y promulgó los
decretos cuya adopción él mismo había orientado. Concilios cortos, algunos días
o algunas semanas de sesión como máximo, habían sido reunidos para fines
precisos, algunas veces difíciles, pero que los Papas lograron casi siempre
conseguir. Su tema fundamental fue la reforma de la Iglesia, siempre a la orden
del día con más o menos éxito en tres direcciones: sustraer a la Iglesia de la
influencia de los laicos, hacer más dignas las costumbres del clero, restablecer
la disciplina y la jerarquía. Por eso, en estos Concilios se acaban o se anudan
las grandes fases de la lucha entre el Papa y los príncipes: concordato de Worms
en el I Conc. de L. en 1123, lucha con Federico Barbarroja en el III, en 1173.
Ésta es la razón por la que estos Concilios repitieron todos los cánones
disciplinares sobre los beneficios y las costumbres de los clérigos. La cruzada
(v. CRUZADAS, LAS), otra idea fuerza de la ideología medieval, estuvo también
presente en todas las decisiones de estos Concilios: indulgencia para los
cruzados, impuestos eclesiásticos para alimentar la cruzada, etc. La condenación
de los errores doctrinales proporciona también una materia común a estas
reuniones: cátaros, albigenses, valdenses, etc. (v. voces correspondientes). En
cada Concilio, uno de estos tres grandes aspectos (reforma, herejía, cruzada)
domina a los otros, pero todos se encuentran en diversos grados.
2. El primer Concilio lateranense. Su objeto principal fue ratificar de un modo
solemne el concordato de Worms, del 23 sept. 1122, que ponía fin a la larga
querella de las investiduras y por el cual el Emperador se comprometía a
renunciar a la investidura por el anillo y el báculo y a hacer que se procediera
libremente en el nombramiento de los obispos por elección. Por su parte, el Papa
hacía la concesión de que en Alemania la elección de los obispos se hiciera en
presencia de un representante del Emperador y de que éste diera en posesión al
nuevo elegido los bienes y los poderes políticos anejos a las funciones
episcopales.
Se inauguró el 18 mar. 1123. Se procedió a la lectura y a la aprobación de las
cláusulas del acuerdo que había tenido lugar seis meses antes. Después fueron
colocadas en los archivos de la Iglesia romana. Decidido este aspecto esencial,
el Concilio, que reunía entre 300 y 500 asistentes, obispos y abades, se ocupó
de la reforma de la Iglesia. En la sesión del 27 de marzo promulgó una serie de
cánones. El primero condenaba la simonía. Entre los otros cánones se encuentra
la condenación del concubinato de los clérigos (can. 7 y 21), de las
usurpaciones de los laicos (can. 8 y 9) y de los bienes y funciones
eclesiásticas. El can. 12 proclamaba la indulgencia para los cruzados y el can.
17 establecía la protección de los peregrinos. En este mismo Concilio ecuménico
se estableció que en adelante los obispos de Córcega serían consagrados por el
Papa y no por el arzobispo de Pisa como se había hecho durante cierto tiempo.
Este Concilio se clausuró el 6 abr. 1123. Fuera de la publicidad que supuso para
el acuerdo de Worms, estas decisiones fueron poco numerosas en total. Se han
conservado 25 cánones. No ha tenido por consiguiente ni la amplitud ni la
importancia que han tenido algunos de los Concilios medievales posteriores, pero
enlazando con una tradición interrumpida desde hacía tres siglos, había puesto
en funcionamiento un mecanismo esencial en la vida de la Iglesia. El Papado ya
no dejaría de servirse de él.
3. El segundo Concilio lateranense. Una elección impugnada fue el origen remoto
de la reunión del segundo Concilio ecuménico de L. Después de la muerte del papa
Honorio II, los electores se dividieron. Primeramente había sido elegido
Gregorio Papareschi el 14 feb. 1130 bajo el nombre de Inocencio II. Pero una
parte de los cardenales que le eran hostiles eligió poco después a Pedro
Pierleoni que tomó el nombre de Anacleto II y que estaba apoyado por el rey
Roberto II de Sicilia. Inocencio lI se vio obligado a huir a Francia, pero allí
encontró el apoyo de S. Bernardo (v.) y de S. Norberto (v.). Fue reconocido por
los reyes de Francia y de Inglaterra. El emperador Lotario II se hizo coronar
Emperador por Inocencio lI y aceptó ser vasallo de la Santa Sede como señor de
una parte de la herencia de la condesa de Toscana y por esto prestó homenaje a
Inocencio II. Su apoyo fue decisivo y poco a poco la autoridad de Anacleto II se
limitó a la «ciudad leonina» en Roma, cuyas fortificaciones le habían servido de
refugio. Allí se mantuvo hasta su muerte, el 25 en. 1138. Para terminar con los
efectos del cisma que había durado ocho años, el Papa decidió reunir un gran
Concilio ecuménico, que abrió con una solemne alocución el 4 abr. 1139.
Inocencio II se mostró extremadamente severo para con los partidarios del
antipapa. El Concilio le siguió por este camino y fueron anuladas todas las
ordenaciones hechas por Anacleto II. No sólo se degradó a los que habían
recibido las órdenes menores y el sacerdocio; también los obispos y los
arzobispos que él había creado tuvieron que renunciar a su dignidad. Inocencio
II había inscrito en el programa de los trabajos otros problemas: la represión
de la herejía y la reforma eclesiástica. Este segundo Concilio de L. ha dejado
sobre estos dos puntos una legislación más abundante que el primero. El can. 23
condena una secta de herejes que seguían a Pedro de Bruys (petrobrusianos). En
la enseñanza del heresiarca se encuentran ya numerosos temas de las herejías
populares y antisacerdotales de la Edad Media. Rechazaba la Eucaristía, el
bautismo de los niños, el sacerdocio y el matrimonio. Otro hereje, Arnaldo de
Brescia (v.), fue condenado al silencio. Antepasado de los fraticelos (v.),
reclamaba para la Iglesia la pobreza integral y rechazaba para ella toda
posesión territorial. Proscrito de Italia, en donde se le prohibió predicar, se
desterró a Francia.
Una serie de cánones vino a precisar la disciplina eclesiástica. Se ha
conservado una treintena que repiten en muchos casos los del precedente Concilio
de L. contra la simonía, el nicolaísmo, las usurpaciones de los laicos, el
respeto de la Tregua de Dios y la prohibición de los matrimonios consanguíneos.
Otro decreto declara inválido el matrimonio de los clérigos mayores y de los
religiosos. Del mismo modo, el can. 13 prohíbe el estudio del derecho y de la
medicina a los monjes y a los canónigos. En fin, el can. 21 excluye de la
ordenación a los hijos de los sacerdotes. También se tocan dos puntos esenciales
en lo referente a la moral de los laicos, la práctica de la usura (v.) y del
duelo (v.). A pesar de las repetidas prohibiciones de la Iglesia, el préstamo a
interés continuaba en uso, bajo formas indirectas con frecuencia. Del mismo
modo, el gusto por los torneos extremadamente violentos permanecía arraigado en
las costumbres caballerescas. La Iglesia se esforzaba de esta manera por
purificar las costumbres de los laicos, como lo había intentado hacer con las de
los clérigos. Por último, los padres conciliares canonizaron a Sturm a quien S.
Bonifacio (v.) había nombrado como primer abad de Fulda (v.), abadía que él
mismo había fundado en el 740. Por su amplitud, el Concilio reunió entre 500 y
l.000 padres -no se han conservado las listas exactas y lo que conocemos ha sido
a través de los testimonios de algunos de sus participantes, como Otón de
Freising-, lo que muestra el desarrollo de la institución conciliar en algunos
años.
4. El tercer Concilio de Letrán. Para remediar las consecuencias del conflicto y
del prolongado cisma que había enfrentado durante decenios a Federico I
Barbarroja (v.) con el Papado, Alejandro III (v.) reunió un nuevo Concilio
ecuménico que ratificase solemnemente la paz establecida tras la derrota
imperial en Legnano; en esto se parecía al primer Concilio de L.
A la llamada del Sumo Pontífice, se reunieron un millar de padres, de los que
habían venido de Italia de 300 a 400; también vinieron de Francia, Inglaterra,
Escocia, Irlanda, del Sacro Imperio, de España, de Dalmacia y de los Estados
cristianos de Oriente. Abierto el 5 marzo 1179, el Concilio tuvo tres sesiones.
Su clausura tuvo lugar el 22, después de la promulgación de 27 can. Para cortar
de raíz las posibilidades de más cismas, el can. I preveía que en el futuro la
elección pontificia había de ser hecha con la mayoría de dos tercios. Sólo el
candidato que hubiera obtenido los dos tercios de los votos de los cardenales
sería el elegido. El que aceptara su elección como Papa con un número menor de
sufragios sería excomulgado, lo mismo que aquellos que le reconocieran. A
imitación del primer Concilio de L., todas las ordenaciones y todas las
decisiones de los antipapas que había nombrado Federico, así como las de
aquellos a quienes ellos habían dado algún cargo, fueron anuladas por el can. 2.
La disciplina eclesiástica fue el objeto de la mayor parte de los restantes
cánones. El can. 3 fijó en 30 años la edad mínima para la consagración
episcopal, y precisó que no podría darse un beneficio con cura de almas sino a
partir de los 25 años. Una serie de can. limitó el séquito de los obispos y de
los prelados en sus desplazamientos, así como los derechos de albergue que
podían exigir de los curas; proscribió los abusos de la excomunión episcopal
contra los clérigos inferiores, así como los de las apelaciones de los clérigos
inferiores contra su obispo. Tres cánones se referían al otorgamiento de los
beneficios. El uno prohibía la promesa de un beneficio antes de la muerte de su
titular; el otro, el cúmulo; el tercero prohibía aceptar un beneficio de manos
de un laico. Del mismo modo, se repitieron los cánones contra la simonía, el
nicolaísmo, el duelo y la usura. El can. 23 preveía la segregación de los
leprosos. Por su alcance doctrinal, dos cánones merecen retener particularmente
nuestro interés. El can. 18 recordaba que debía ser consagrada una renta
suficiente en cada iglesia catedral para el mantenimiento de un maestro de
escuela, encargado de la instrucción de los clérigos y de los niños pobres. Esta
medida se extendía a todas las iglesias y a todos los monasterios en donde había
existido ya una escuela. De este modo, después del restablecimiento de la
disciplina, el concilio se cuidaba de la formación intelectual de los clérigos.
Por otra parte, los Padres se daban cuenta de los riesgos de las desviaciones
doctrinales. El can. 27 condenó por primera vez la herejía de los cátaros (v.) y
decretó contra ellos la excomunión, la confiscación de sus bienes y la guerra
santa. Pero estaba reservado al siguiente concilio el definir oficialmente la
doctrina de la Iglesia contra el catarismo y el dar toda la amplitud que el
desarrollo de la herejía necesitaba para su desaparición.
5. El cuarto Concilio lateranense. Los tres primeros Concilios de L. habían
desempeñado, cada uno en su momento, una función esencial en la historia de la
cristiandad de Occidente, permitiendo el establecimiento de la paz entre los
poderes espirituales y temporales y la liquidación de los cismas que de allí se
habían derivado más o menos directamente. Los decretos conciliares establecieron
poco a poco la reforma en la Iglesia, a pesar de las resistencias. Bajo su
impulso, las costumbres tendieron a purificarse, y la influencia de los laicos
sobre las funciones y los bienes de la Iglesia se debilitaron. Estos tres
concilios prolongaron la obra de los grandes concilios antiguos precisando la
doctrina, luchando contra las herejías. Pero sobre todo su trabajo sirvió de
prefacio al gran Concilio de L., el cuarto, que debía tener lugar en 1215 y
haría la síntesis de todas sus decisiones para darles un contenido más firme,
más desarrollado, y marcar en cierto modoel apogeo de la institución conciliar
en el s. XIII, tanto por el número de los asistentes, como por la amplitud de
sus trabajos.
En este principio de siglo, Inocencio III (v.) sintió la necesidad de reunir de
nuevo a los obispos de la Iglesia católica. Quería arreglar definitivamente el
problema de la liberación de Tierra Santa y de la reforma de la Iglesia
universal. Para lograr esto, se esforzó por dar a esta reunión la mayor amplitud
posible. Envió sus cartas de invitación con dos años de antelación, el 19 abr.
1213. Ordenaba que sólo dos obispos en cada provincia eclesiástica podrían
permanecer en su lugar para despachar los asuntos corrientes; los demás debían
ir al Concilio. Esta asamblea, abierta el 11 nov. 1215, fue la más numerosa de
las que habían tenido lugar desde 1123. Se reunieron 412 obispos, 800 abades y
priores, y numerosos representantes de los obispos y abades que no habían podido
venir. Estaban presentes muchos prelados orientales. Participó en los trabajos
S. Domingo de Guzmán (v.) en persona. Asistieron jeremías, Patriarca de los
maronitas, así como la reina Alisia de Chipre. Por primera vez, estaban
presentes en el Concilio los obispos de la Europa Oriental, de Bohemia, de
Hungría, de Polonia, de los Países Bálticos, que no habían estado representados
hasta entonces. El Emperador, los reyes de Francia, de Aragón, de Inglaterra, de
Hungría, los Estados latinos de Oriente, habían enviado oradores para
representarles. Era en verdad la asamblea completa de la cristiandad occidental.
En tres sesiones, los días 11, 20 y 30 de nov. de 1215, los padres estudiaron
los diversos problemas. De su trabajo nos quedan 70 cánones disciplinares y
dogmáticos y un decreto sobre la cruzada. La lucha contra la herejía de los
cátaros fue la primera preocupación de este Concilio (v. CÁTAROS; ALBIGENSES).
Además de su condenación, el Concilio tomó una serie de medidas destinadas a
limitar su progreso y a impedir su renacimiento. En el can. I, los padres
condenaron solemnemente el catarismo en una profesión de fe que volvía a definir
con fuerza cada punto de la doctrina católica rechazado por los cátaros. Después
de la refutación de su maniqueísmo, afirmando que Dios es el único creador de
todas las cosas, la declaración insistía sobre la doctrina de los sacramentos y
la función del sacerdocio, objeto de los constantes ataques de los cátaros. Se
recordaba que sólo el sacerdote puede administrar ciertos sacramentos, que el
pan y el vino son la materia necesaria para la celebración del sacrificio, en el
curso del cual se da la transubstanciación (aparece esta palabra por primera vez
en el Magisterio eclesiástico); el matrimonio de los laicos es bueno y no podrá
impedirles la consecución de la felicidad eterna. El can. tercero organizaba la
represión material de la herejía y establecía los tribunales y el proceso que un
poco más tarde recibirían el nombre de Inquisición (v.). Los herejes debían ser
entregados a los poderes públicos y sus bienes confiscados. Los encubridores de
los herejes serían excomulgados y desposeídos de sus funciones públicas, cuando
desempeñaran alguna. Los obispos en cuyas diócesis existieran herejes debían
hacer lo posible para descubrirles y sancionarles canónicamente, como se había
previsto. El obispo que fuera negligente sería depuesto. Estaba prohibido
predicar sin autorización del Papa o del obispo ordinario, La cruzada contra los
herejes recibía los mismos privilegios que la promovida contra los musulmanes en
Tierra Santa. Estas medidas privaron a los herejes de todo apoyo político. El
Concilio desposeyó definitivamente a Raimundo IV de Tolosa de todos sus bienes,
transfiriendo el condado de Tolosa a Simón de Montfort. Sólo dejaba a la antigua
familia condal la dote de la esposa de Raimundo y las posesiones no conquistadas
por los cruzados, en especial la de Provenza, reservadas para su hijo si se
mostraba digno, cuando llegase a la edad adulta. Estas rigurosas medidas, que
deben ser consideradas dentro del contexto histórico para comprender- su extrema
severidad -en la Edad Media la herejía era considerada no sólo como un ataque
contra los dogmas y las prácticas de la Iglesia católica sino también como un
atentado contra el orden social establecido- permitieron terminar rápidamente
con los cátaros.
Pero el Concilio y el Sumo Pontífice se dieron cuenta de que sólo la reforma
profunda de la Iglesia, tanto de las costumbres de los clérigos como de la
disciplina de los laicos, impediría el retoño de una tal herejía. Se decidió
también en el can. 21, al que se continúa llamando can. Utriusgue sexus, decreto
de ambos sexos, que todos los fieles de uno y otro sexo que hubieran alcanzado
la edad de la razón estarían obligados a confesarse una vez al año y a comulgar
en Pascua. Para depurar las formas de piedad, el can. 62 reglamentó la
veneración de las reliquias. Se prohibió venderlas y proponer otras nuevas a la
veneración de los fieles sin la autorización del Papa. Fueron prohibidos los
relatos de falsos milagros. Se volvieron a tomar todos los cánones de los
concilios medievales anteriores que trataban de la simonía, del nicolaísmo, del
lujo del vestido, del cúmulo de beneficios, etc. Se recordaba a los clérigos en
el can. 66 que en las ceremonias eclesiásticas la contribución de los fieles era
voluntaria y que no podían determinar una tarifa ni imponerla. El can. 20
insistió sobre la limpieza que debía existir en las iglesias y sobre las
condiciones en las que debían ser conservados la Eucaristía y el Santo Crisma.
Tres decretos reglamentaron los problemas de la jerarquía eclesiástica. Una vez
más se fijó el orden de precedencia de las sedes patriarcales en el siguiente
orden: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía, Jerusalén. Se decidió que
los metropolitanos debían tener un sínodo provincial una vez por año y las
órdenes religiosas un capítulo general cada tres años. Este sínodo provincial
debía supervisar y controlar las elecciones y las decisiones de los obispos. El
Concilio reglamentó también la jerarquía eclesiástica de Chipre. El arzobispado
fue trasladado de Salamina a Nicosia y asignado a un prelado latino. Fueron
creados tres obispados latinos y los obispados griegos fueron reducidos de 14 a
4. Esto era una consecuencia de la conquista de la isla por los cruzados, porque
la idea de la cruzada y el examen de sus consecuencias fueron la última
preocupación de los prelados.
El decreto sobre la cruzada sirvió de conclusión a los trabajos del Concilio. Se
determinó la cita de los cruzados para el 1 jun. 1217 en Sicilia para aquellos
que partían por mar. Se ordenó la predicación de la nueva cruzada por toda la
cristiandad. Se extendió el beneficio de la indulgencia plenaria a los que
contribuían con su dinero a la construcción de los navíos para la cruzada, bajo
las mismas condiciones que regían hasta entonces para aquellos que iban a
combatir a Tierra Santa. El decreto impuso a las rentas eclesiásticas un
impuesto del vigésimo y del décimo a los bienes del Papa y de los cardenales
durante tres años. Se excomulgaba a todos aquellos que comerciaban con los
infieles. De este modo, el decreto se proponía, no sólo suscitar una nueva
cruzada que sería la quinta, sino también quiso poner el ideal de la cruzada al
alcance de todo el Occidente cristiano, permitiendo a aquellos que no podían
partir beneficiarse de todas sus ventajas espirituales. Era una manera de
asociar a los combatientes a toda la gran masa de los cristianos que no partía
para la cruzada. Bastaba que ayudaran financieramente a la organización de la
cruzada, que se arrepintieran de sus faltas y se confesaran, para beneficiarse
de las indulgencias previstas para los cruzados.
Este cuaxto Concilio de L. ha tenido, por consiguiente, una importancia
extraordinaria en plena Edad Media. Dominado por la fuerte personalidad de
Inocencio III, marcó, sin embargo, un punto armonioso de colaboración entre el
Papa y los padres del concilio. En su cuidado por la lucha contra el catarismo,
señaló algunos puntos dogmáticos preciosos. Gracias al can. 21, la disciplina
sacramental hizo reales progresos entre los laicos. En fin, el conjunto de estos
70 decretos que se han conservado está prácticamente reproducido en el actual
CIC, lo que demuestra el valor que los juristas de la Iglesia atribuyen a la
legislación de este Concilio.
JEAN CHELINI.
BIBL.: Las actas de los cuatro primeros Concilios de
L. no han llegado hasta nosotros. Se encuentran diversos documentos que hacen
referencia a ellos en J. A. MANSI, Sacrorum conciliorum omnium nova et
amplissima collectio, reed. por J. B. MARTIN y L. PETIT, Lyon 1899-1927; las
mejores trasmisiones modernas son: para Letrán I, S. DE DURHAM, Historia regum,
ed. T. ARNOLD, Londres 1885, 270-272; para Letrán II, la inserción parcial en el
Decreto de Graciano; para Letrán III, la versión de la Crónica de G. DE HOVEDEM,
ed. W. STUBBs, Londres 1869, 11,173189; para Letrán IV, el Corpus juris Canonici
II, ed. FRIEDBERG, Leipzig 188l.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991