Mérito
Uno de los conceptos claves en la teología católica de la gracia (v.). La idea
de m. proviene de las normales relaciones humanas, y designa, por referencia a
otra persona, la valoración positiva de un acto que le hace acreedor a una
recompensa proporcional. En sentido teológico, se aplica a las obras del hombre
en relación con Dios, ante el cual serían dignas de recompensa; y esto en el
plano de las relaciones personales instauradas por la gracia. En consecuencia,
en el m. están implicados los conceptos fundamentales relativos a la condición
del hombre ante Dios en el orden sobrenatural, y así se comprende que se trate
de un tema que, a lo largo de la historia del cristianismo, haya polarizado
controversias decisivas para la recta inteligencia del conjunto de la fe
cristiana.
1. Fundamentos y formulación de la doctrina. El
término mérito no pertenece al vocabulario bíblico. No obstante, la S. E.
contiene abundantes enseñanzas en torno al valor de las obras humanas con
respecto a Dios y a sus promesas de salvación (v.), que se traducen
adecuadamente por el concepto teológico del m., derivado delanálisis de la
acción libre sobrenatural. La fe bíblica se resume en el artículo primordial
acerca de la existencia de un Dios justo remunerador, que reclama una conducta
adecuada de los hombres (cfr. Heb 11,6). El hecho de la retribución de las
propias obras, fundada en la justicia de Dios, es, pues, una certeza
inquebrantable en toda la Biblia, y constituye una de las más poderosas
motivaciones morales, aunque la retribución no sea el fin del cumplimiento de la
voluntad divina, sino su consecuencia. La iniciativa divina no excluye, sino que
estimula la colaboración de la libertad humana, a cuyas obras reconoce el mismo
Dios un valor positivo: Estos rasgos son convergentes a través de toda la S. E.
que subraya frecuentemente la relación existente entre las actitudes y obras
humanas y las recompensas o castigos divinos. Los autores del A. T. no necesitan
detenerse a explicitarlo, puesto que es la trama misma de la historia salvífica
que relatan; y aunque insistan sobre todo en la retribución a nivel colectivo,
no faltan testimonios relevantes sobre la retribución a nivel individual (cfr.
Ps 62,13; Sap. 3,1-10; 5,15-16; Eccli 16,15). El mensaje sobre la retribución se
completa, corrigiendo torcidas interpretaciones, con la enseñanza de Jesús: el
Señor resume las promesas en la promesa de la vida eterna (v.) y relaciona su
logro con la fe y la conversión personales. En el N. T. se hace insistente la
apelación a la rectitud de conducta en orden a la consecución de las promesas;
se exigen las buenas obras y se reconoce el valor que éstas poseen para alcanzar
el premio de parte de Dios, juez justo
Cristo habla de la vida eterna, de la herencia del reino, como de una promesa y
una donación del Padre a los que crean en Él; pero es un don que es necesario
conquistar: está en vías de realización, y su logro puede verse comprometido de
no trabajar para alcanzarlo. Hay que negociar con los talentos recibidos,
traducirlos en las buenas obras que brotan de un corazón recto. De ese modo, la
recompensa aparece como un «salario» (misthós), como el premio al trabajo del
hombre que sigue la invitación del Señor, al que se le da una remuneración justa
y sobreabundante (Mt 20,1-16). Todas y cada una de las obras buenas tendrán esta
recompensa ante Dios (cfr. Mt 5,12; 6,1; 10,42; Le 6,23.35), y hay correlación
entre la recompensa y el trabajo realizado, que pondrá de manifiesto y
sentenciará con equidad el Señor: «entonces dará a cada uno según sus obras» (Mt
16,17; cfr. 25,34-5). Tal es la enseñanza constante de las numerosas parábolas
de la retribución (cfr. Le 13,6-9; 19,1126). Como nos dice el Evangelio de S.
Juan, el Señor actuará como juez, sentenciando a cada uno: «a los que han obrado
el bien, para la resurrección de la vida, y a los que han obrado el mal, para la
resurrección del juicio» (lo 5,29)
En perfecta continuidad, S. Pablo, que insiste en que nadie se gloríe en sus
posibilidades en orden a la vida eterna, deja bien sentada la necesidad y la
eficacia de las obras de la fe para su consecución. Amonesta acerca de la
necesidad de trabajar para cumplir en sí la salvación realizada por Cristo, y de
esforzarse en la carrera para alcanzar el premio (1 Cor 9,24; cfr. Philp 2,12),
«considerando que a cada uno le retribuirá el Señor lo bueno que hiciere» (Eph
6,5). Pues hay que hacerse digno del reino de Dios ante su justo juicio (2 Thes
1,5). La salvación (v.) es calificada por el Apóstol como salario, retribución,
remuneración, corona y premio al trabajo y a las obras del justo. Un salario
equitativo: «cada uno recibirá su salario (misthós) conforme a su trabajo» (1
Cor 3,8; cfr. 2 Cor 5,10), con una equivalencia que pone de manifiesto el valor
de esas obras y la justicia con que el Señor las retribuirá (2 Cor 9,6). Así el
trabajo no es vano ante el Señor (1 Cor 15,58), sino que prepara «la corona de
justicia, que me otorgará aquel día el Señor, justo juez» (2 Tim 3,8), como dice
S. Pablo de sí mismo. La contraprueba evidente está en el hecho de que también
el mal obrar recibirá la sanción del castigo (Col 3,25). Hay siempre correlación
entre las obras de la vida presente y la retribución del más allá; pero,
mientras que el castigo es el salario estricto del mal, la herencia es don y
premio sobreabundante (2 Cor 4,17). Porque las mismas obras buenas, que serán
premiadas, son don de Dios, quien multiplica la gracia para que abundemos en
obras buenas (2 Cor 9,8). Son las obras preparadas o hechas posibles, en su
valor salvífico, por el mismo Dios: «creados en Cristo Jesús, para hacer buenas
obras, que Dios de antemano preparó, para que en ellas anduviésemos» (Eph 2,10).
Como dicen las propias palabras del Señor, se fructifica en la medida en que se
está injertado en la vid, que es Él (lo 15,4-5)
Desde esta enseñanza bíblica fundamental, acerca de la retribución en
conformidad con las obras de cada uno, llega la tradición cristiana a la
formulación del concepto de m., como un elemento esencial en la expresión
teológica de la doctrina bíblica. El m. es una propiedad y consecuencia de toda
acción humana libre que la hace acreedora a un premio (m. propiamente dicho) o a
un castigo (demérito). Al aplicar estas nociones a las relaciones del hombre con
Dios, se las debe despojar de todo antropomorfismo; ya que siendo las acciones
buenas del hombre fruto del don sobrenatural de la gracia, en realidad lo que
Dios premia no es otra cosa que su propio don. Es claro, no obstante, que esos
actos, por ser personales, tienen un valor, son una realidad de gracia que nos
encamina hacia la gloria: es decir, son meritorios. El m. ante Dios se inserta,
pues, en la misma naturaleza de la acción humana, desde que ésta es elevada a un
plano sobrenatural por la gracia que se nos otorga en virtud de la alianza (v.)
y la redención (v.) realizadas en Cristo
2. Desarrollo en la Tradición. El convencimiento de
que Dios otorga un premio proporcionado a las buenas obras lo expresarán los
Padres griegos con diversas fórmulas, como diciendo que el premio se dará katá
axián, según el valor y la justa apreciación de las acciones (Justino, Ireneo).
Apelan a la justicia de Dios para afirmar el premio otorgado a las buenas obras
(Juan Crisóstomo, Gregorio Niseno, Basilio), aunque éste rebase los límites de
la justicia, a causa de la largueza divina. Éstas y similares expresiones les
servirán para expresar la misma doctrina que los latinos condensan bajo el
concepto de mérito. La teología sobre el m. se desarrolla en el área cultural
latina a partir de Tertuliano, quien no es, como insinuó Harnack, el inventor de
la doctrina, sino solamente uno de los primeros en aplicarle el término con que
se expresará en adelante.
S. Agustín formuló una síntesis teológica sobre el m., con ocasión de su
controversia con el pelagianismo (v.); que afirmaba que el hombre se salvaba,
sin necesidad de la ayuda de Dios, con las fuerzas de su libre albedrío. S.
Agustín, frente a ellos, defiende la realidad de la gracia, y por eso niega
cualquier m. de la vida eterna basado en los solos recursos humanos, a la vez
que, con la misma energía, afirma la existencia del m. proveniente de la gracia.
Por ello, su doctrina puede resumirse en la frase que luego va a convertirse en
axioma: «non coronat Deus merita tua tanquam merita tua, sed tanquam donasua»,
no corona Dios tus méritos como méritos tuyos, sino como dones que Él te da (De
Gratia et libero arbitrio 6,15: PL 44,891). El influjo de su postura en la
teología posterior en torno al m. fue decisivo. Superada la crisis pelagiana,
por la intervención del Magisterio, no faltaron, sin embargo, pretensiones de
afirmar el m. humano con menoscabo de la gratuidad del don de Dios; pero la
teología posterior, volviendo a las ideas de S. Agustín puso en claro cómo todo
m. se da en virtud de la gracia divina y por el influjo de la caridad, y señaló
las condiciones para el m. sobrenatural, así como los diversos grados y formas
del mismo. El vocabulario se fijó y la síntesis doctrinal se hizo perfecta con
S. Tomás de Aquino, que sitúa el m. como efecto de la gracia cooperante, es
decir, de la actuación de la libertad humana movida por la gracia del Espíritu
Santo
Posteriormente Duns Escoto llama la atención sobre la necesidad de la aceptación
divina, para que se haga efectivo el m., y a partir de él los teólogos
nominalistas (V. NOMINALISMO) llegaron a desligar de tal modo el valor
intrínseco de las obras del justo del premio que Dios les otorga, que, según
ellos, Dios podría condenar al justo y castigar sus buenas obras, si cambiase el
decreto libremente establecido por É. Se prepara así el camino a la postura de
Lutero (v.) y demás protestantes, que, en la cuestión del m., van a encontrar un
tema destacado de su oposición a la Iglesia católica
Lutero, fiel a su principio de que todas las obras humanas, a causa de la
corrupción de la naturaleza por el pecado original (v.), son pecaminosas,
rechaza toda clase de mérito. Los autores protestantes de la época hicieron de
este rechazo una bandera de su postura, apelando al carácter no bíblico de la
palabra mérito. En realidad, como se ha insinuado, su posición es una derivación
lógica del extrinsecismo con que entienden la justificación (v.). Pues, según
esa visión, la acción humana no cuenta como principio vivificado por el influjo
intrínseco de Cristo, de modo que se ven abocados a no ver más que un puro
pelagianismo en la afirmación del valor meritorio de las buenas obras. De hecho,
es la invectiva que lanzan contra los católicos en la controversia sobre este
tema, que fue una de las más violentas. De todos modos, no fue uniforme el
criterio de Lutero y el de los demás iniciadores del protestantismo. Lutero
mantiene una negación absoluta de toda clase de m., apelando a la soberanía
plena de la gracia de Cristo, contra la cual sería una pretensión sacrílega
cualquier m. de las obras buenas, que se denuncian como una ilusión enemiga de
la fe que salva. Los documentos oficiales, como la Confesión de Augsburgo (V.
CONFESIONALES, ESCRITOS PROTESTANTES), se expresan con más moderación, al igual
que hizo Melanchton (v.), quien reconoce cierto m. a las buenas obras en la vida
del justificado, aunque no precisa su alcance y propugna que no se hable de él
por la razón práctica de que llevaría a los hombres a confiar en sí mismos y no
únicamente en los m. de Cristo. De igual modo, Calvino (v.) da un puesto a las
buenas obras en la vida del justificado, si bien no puedan decirse meritorias en
sentido estricto
En esta coyuntura, tiene lugar la reacción católica, cuya doctrina va a quedar
definida en el Conc. de Trento (v.), que se ocupó del tema en su Decr. de
lustificatione. Puesto que las posiciones de los protestantes acerca de la
justificación se resumían en el rechazo del m., también el Concilio termina su
exposición de la doctrina con la defensa de la existencia de verdadero m. de las
obras buenas ante Dios. Las obras del justo ni son pecados, ni sólo significan
la justificación, sino que por ellas se merece el crecimiento de la gracia (v.)
y, como consecuencia, la posesión de la vida eterna (v.), que de ese modo es, a
un tiempo, gracia y recompensa. Pero, si son gratas a Dios y meritorias ante Él,
esto ocurre siempre en virtud del influjo actual de la gracia de Cristo; por lo
cual nadie podrá gloriarse de ellas, como de algo que no provenga del m. de
Cristo; ni se sustrae nada al don justificante de Dios, que ha querido que sea
merecimiento del hombre lo que es don suyo. El capítulo dedicado por el decreto
tridentino al m. se detiene en la fundamentación escriturística de esta
doctrina, para condensarla luego en el canon 32 del Decreto: «si alguien dijere
que las buenas obras del hombre justificado, de tal modo son dones de Dios, que
no sean también buenos méritos del mismo justificado, o que éste no merece
verdaderamente, por las buenas obras hechas por él mediante la gracia de Dios y
el m. de Jesucristo (de quien es miembro vivo), el aumento de la gracia, la vida
eterna y la consecución de esa vida eterna (en el supuesto de que muera en
gracia), y asimismo el aumento de la gloria, sea anatema» (Denz. Sch. 1582)
La enseñanza de Trento definiendo la doctrina católica sobre el m., provocó en
el campo protestante un endurecimiento de las posiciones en contra de las buenas
obras y de su valor meritorio. Surgió una inmensa literatura de controversia en
torno a la cuestión, en la que los luteranos fueron siempre más radicales en la
exclusión, frente a las otras confesiones protestantes, con doctrinas más
matizadas. En el campo católico, destaca la figura S. Roberto Belarmino (v.),
como defensor de la doctrina de Trento, que explica con gran amplitud y acierto.
En la actualidad, y dejando al margen las interpretaciones racionalistas del
protestantismo liberal (v. LIBERAL, TEOLOGÍA PROTESTANTE), que prácticamente
desconocen la cuestión del m. sobrenatural, puede decirse que se ha dado un
acercamiento notable de la teología protestante hacia la verdadera enseñanza
bíblica acerca del valor meritorio de las obras en orden a la salvación; al
menos, se han superado muchos prejuicios sobre el particular.
3. Resumen de la doctrina católica sobre el mérito.
En la doctrina católica aparece el m. como algo indisolublemente unido a la
gracia divina completando la descripción de los frutos -que esa gracia produce
en el hombre: bajo ella, éste realiza su propia salvación, que se inicia ya en
el presente, para prolongarse, en clara continuidad, en la perfecta comunión de
vida con Dios en la gloria, que es por eso coronación del obrar libre
intrínsecamente trasformado por la justificación. El hombre, acogiendo en sí la
gracia de Cristo, la desarrolla, de manera que la gracia cristiana excluye toda
alienación en la pasividad y suscita al máximo el dinamismo de la propia
responsabilidad frente a las exigencias de la fe justificante. La gracia se hace
de tal modo inherente al hombre, trasformando su ser y su obrar, que es en
verdad él quien actúa en virtud de ella. No destruye su naturaleza libre, sino
que asume esa libertad y da un alcance sobrenatural a sus actos, los cuales, por
ser responsables, tienen el carácter de meritorios, en este caso ante Dios.
Establecen una relación de justicia por referencia a Él, un derecho que los hace
dignos de recompensa de su parte
Adviértase, no obstante, que sólo en sentido impropio se habla aquí de exigencia
de justicia, desde el momento en que esa obra presupone como causa ineludible la
previa donación gratuita, por parte del mismo Dios, del principio de que
procede. Ahora bien, una vez dentro deeste orden sobrenatural y aceptada su
radical gratuidad para la criatura humana, se trata de verdadero mérito. Lo que
se le dará, la posesión perfecta de Dios, es debido al acto realizado; guarda
proporción con él por proceder de un principio que es como su semilla. La gracia
hace hijo de Dios (v. FILIACIÓN DIVINA) y, por cuanto hijo, se le debe en
justicia la herencia: la vida eterna. Si, por su misma naturaleza, la gracia
está ordenada por Dios a crecer y a desembocar en la vida eterna, mediante el
actuar libre del hombre, esto se merece en sentido propio. Por consiguiente, la
razón de la existencia del m. no es otra más que la fidelidad de Dios a sí
mismo; de tal manera, que podría decirse que es absolutamente necesario que las
obras libres del hombre en gracia sean meritorias. Dios no debe nada a nadie;
pero se debe fidelidad a sí propio y es consecuente con el designio que su
sabiduría y bondad estableció sobre los hombres: hacer meritoria por naturaleza
la obra libre y dar la gracia para que se desarrolle con el obrar libre y para
que llegue a su plenitud, la cual, según su promesa, es la comunión de vida
eterna con Él. Dios no se contradice ni arrepiente de sus dones, y así la
salvación será, en virtud del modo como Él ha querido darla, conquista del
hombre que de manera libre acepta el don y sus exigencias vitales
Los dones de Dios se hacen méritos nuestros; el poder merecer es una
manifestación privilegiada de la sobreabundancia del don divino: Dios entrega en
verdad sus dones al hombre, de manera que éste los adquiera como propios; son
realmente suyos y puede hacerlos fructificar. De ningún modo son antitéticos la
gracia y el m., como lo serían si se hablase de un m. cuyo origen radical no
fuese la donación divina. Lejos de atentar a la gratuidad de la salvación, la
doctrina del m., tal como la entiende la fe católica, la subraya con la máxima
fuerza. Desaparece todo carácter de pretensión humana, y en nada disminuye el
honor y la gloria de Dios
A idéntica conclusión se llega si recordamos que todo merecimiento del hombre
está vinculado con el m. universal de Cristo, en que quedan asumidos y
realizados los de cualquier miembro suyo, que se incorpora a Él formando su
Cuerpo Místico (v.). Desde esta consideración de Cristo como Cabeza del Cuerpo
Místico, es fácil ver que la gracia que a Él le fue dada en plenitud, en una
plenitud de la que todos recibimos (lo 1,16), es la fuente de donde brotan
absolutamente todos los m. Esta gracia le fue dada por el Padre para que la
comunique a todos los que se le incorporan corlo miembros vivos; por eso,
merecerá para todos, «en cuanto Cabeza de la Iglesia y autor de la Salvación
humana» (S. Tomás, Sum. Th. 1-2 ql i4 a6). Como de Él procede toda gracia,
también son suyos todos los m. que son efecto de esa gracia
Así precisado el modo de entender el m. sobrenatural, es fácil determinar los
límites de lo que puede ser objeto del mismo, y sus condiciones:a) Será objeto
de verdadero m. aquello que esté dentro de la finalidad directa de la gracia,
que es su principio. Esta se da para crecer en la unión de vida con Dios y para
llegar a la plenitud de la misma en la gloria. En realidad, esas dos
finalidades, son una misma cosa, porque el continuo crecimiento en la vida de
gracia es la condición para alcanzar su consumación. El Conc. de Trento dice
también que se puede merecer el aumento de la gloria; se entiende que se merece
antes de su consecución, es decir, es el aumento que va incluido en el
crecimiento de la gracia, y así existirán diversos grados de gloria
b) En cuanto a las condiciones, la primera, ya repetida, es el estado de gracia;
el m. se da en eJ hombre justificado, en virtud de la justicia de Cristo que le
es inherente. Para merecer es necesario, además, el estado de viador: el
crecimiento de la gracia sólo puede darse en la vida presente; mientras se
peregrina lejos del Señor, puede el hombre ir acercándose más y más a Él.
Tampoco se podrá merecer la vida eterna o posesión plena de Dios una vez que ya
se tiene de manera definitiva. Por último, sólo se puede merecer, en sentido
propio, para sí mismo, porque, fuera de Cristo, a nadie se le ha dado la gracia
más que para caminar él hacia el Señor (cfr. Sum. Th. 1-2 8114 a6).
4. Ulteriores enseñanzas teológicas. Establecida la
doctrina católica sobre el m. en sus elementos esenciales, quedan por anotar
algunos desarrollos teológicos secundarios, respecto a alguno de los cuales
existe diversidad de pareceres. Esas divergencias comienzan en la misma
interpretación del concepto de m. y su fundamentación. Además de la expuesta,
que insiste en la naturaleza ontológica de la obra buena sobrenatural, otra
corriente teológica apelará más bien al pacto por el que Dios se comprometería a
premiar determinadas obras. Con ello se hace preponderante la concepción
juridicista del m.; el extrinsecismo es el peligro característico de esta línea
En relación con el concepto de m. está también el tema de si la caridad (v.),
como motivo de actuación, es necesaria para toda obra meritoria, y es acorde el
parecer de los teólogos en sostenerlo así. En líneas generales, el tema es
claro: el m. se da en quien está en gracia y actúa en virtud de ella; pero en el
justo, con la gracia se da todo el organismo sobrenatural (v.), que aplica la
gracia a la operación: si obra en virtud de la gracia, obra bajo el impulso de
la caridad. Lo que ya no es uniforme es el modo de entender ese influjo
caritativo: si es suficiente que sea un influjo habitual, o si debe actualizarse
la motivación del obrar por amor a Dios. Se suele responder que no basta una
simple orientación habitual, pero que tampoco es imprescindible la explícita
actualización del motivo del amor a Dios; en cada acto bueno y meritorio se da
eJ influjo al menos virtual de la caridad, es decir, se actúa bajo la motivación
del amor caritativo, aun cuando éste no se actualice de manera refleja. De ese
modo, en el justo todo acto libre o es bueno y meritorio o es pecado venial.
Esta precisión teológica, según la cual la caridad es el principio inmediato del
m., es importante para purificar su noción de todo matiz de interés egoísta. El
justo obra por amor a Dios, no por el interés de la recompensa; ésta vendrá dada
como consecuencia del obrar desinteresado, desde el momento en que Dios responde
con un amor mayor y afectivo hacia el hombre. Todo se desarrolla dentro de un
trato de amistad, en el que todos los dones se resuelven, en definitiva, en la
donación que Dios hace de sí mismo, a quien por la fe y la caridad se ha
entregado a Él. Desaparece así de raíz cualquier idea de comercialización del m.
y de la vida moral
Otra serie de cuestiones teológicas se refieren a las distintas clases de m. El
m. verdadero, o en sentido propio, del que hasta ahora hemos hablado, se
denomina m. de condigno: hay condignidad o equivalencia entre la obra y el
premio. Una forma impropia del m. es el llamado m. de congruo, que no es
verdaderamente m., pero designa algo que es congruente o normal que ocurra desde
el momento 'en que se tiene en cuenta la bondad y manificencia divinas. Se dice
existir tal tipo de merecimiento respecto a aquello que no cae dentro de las
posibilidadesintrínsecas de la acción que procede de la gracia, y, por tanto, no
es efecto de ésta, o de lo que está en conexión con un acto de quien no posee la
gracia habitual. El resultado excede, por tanto, la virtualidad del principio de
operación, de modo que no puede haber ningún derecho a tal resultado o premio.
Pero, si se atiende a la liberalidad divina, es congruente con ella el que Dios
otorgue sus dones a quien hace cuanto puede por conseguirlos, aunque de hecho no
esté en su poder el hacerse acreedor a ellos
Esta distinción entre dos clases de m. sirve para fijar los límites de lo que se
puede merecer de algún modo, o no es posible merecer de ninguna manera. Hemos
dicho antes (v. 3) lo que es objeto del m. en sentido propio o de condigno,
completémoslo añadiendo unas precisiones de tipo negativo. De este modo no puede
merecerse la primera gracia o la conversión del pecado. Es obvio, porque para
ese m. se necesita el estado de gracia, que no existe aún: «el principio del
mérito no cae bajo el mérito» (Sum. Th., 1-2 q114 a5). Tampoco puede merecerse
la perseverancia o fijación en la gracia, porque ésta se le da al hombre
respetando su naturaleza libre y falible; además la perseverancia final es un
singular don de Dios, que, como tal, no puede ser merecido
Es cuestión discutida si estos dones pueden merecerse para sí con m. de congruo;
bastantes teólogos sostienen la posibilidad de ese m. impropio antes de la
justificación, en virtud de las gracias actuales que preparan la primera gracia
o la conversión del pecado. Pero otros teólogos, siguiendo el sentir de S.
Tomás, afirman que ni siquiera con m. de congruo puede merecer para sí el no
justificado, ya que el m. de congruo más bien se basa en la amistad con Dios,
que daría benévolamente a su amigo lo que no merece. Pero, por hipótesis, falta
esa amistad, que pudiera presentarse como título congruente para recibir el don.
En cambio, dado ese estado de amistad y fundamentado así el m. de congruo, se
amplían las posibilidades de merecer de congruo en favor de los demás: el justo,
en su condición de amigo de Dios, podría merecer de congruo para otros numerosas
gracias, incluso la primera gracia y la conversión; se las pide a Dios, y es
congruente que éste otorgue lo que su amigo desea. Todas las gracias, para sí o
para otro, pueden y deben ser objeto de la impetración a Dios, que, en todo
caso, se hará bajo el influjo de una gracia actual; con lo cual la iniciativa
absoluta en el orden de la salvación le compete siempre a Dios
Un último problema se refiere a la pérdida y reviviscencia de los m.: todos los
m. adquiridos en el estado de gracia se pierden con el pecado mortal (v.), al
ofender a Dios, ante quien, por ello, ya no podrá pretenderse ningún mérito.
Pero, recuperada la gracia por la conversión y el perdón divino, los m.
anteriormente adquiridos volverán a ser reconocidos por Dios en la
sobreabundancia de su misericordia
V. t.: RETRIBUCIÓN; GRACIA SOBRENATURAL; JUSTIFICACIÓN; SALVACIÓN; LIBERTAD II;
COMUNIÓN DE LOS SANTOS; MUERTE V-VI; JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL; CIELO III
JESÚS CORDERO
BIBL.: CONO. DE TRENTO, Decr. de lustilicatione, cap. 16 (Denz.Sch. 1545-1549; 1576, 1581-1582); S. TOMÁS, Sum. Th. 1-2 g114; J. RIVIERE, Mérite, en DTC 10,574-785; H. QUILLET, Congruo (de), Condigno (de), en DTC 3,1138-1152; P. DE LETTER, De ratione meriti secundum Sanctum Thomam, Roma 1939; S. BELMOND, La notion d'acte méritoire d'aprés Duns Scoto, «Etudes franciscainesn 46 (1934) 161-171; E. HUGON, Le mérite dans la vie spirituelle, Jusivy 1936; y, en general, todos los tratados y manuales sobre la gracia: v. la bibl, citada en GRACIA SOBRENATURAL
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991