Misterio
Desde el punto de vista teológico denominamos m. a una verdad religiosa tan
fuera del alcance de la razón que sólo por revelación divina podemos conocerla,
y que, aun así conocida, resulta imposible comprender su naturaleza íntima.
También se emplea la palabra m. si bien, en este caso, adopta comúnmente la
forma plural, para designar ritos, signos o ceremonias cultuales cuya
significación es arcana o en cuyo secreto sólo están los iniciados. De esta
acepción se ocupa la historia de las religiones (V. MISTERIOS Y RELIGIONES
MISTÉRICAS); aquí consideramos la primera de las acepciones.
La significación primigenia del vocablo. Etimológicamente la palabra m. viene
del mysterion griego, que los latinos tradujeron por mysterium, y así pasó a las
lenguas vulgares. Los primeros escritores cristianos también tradujeron el
inysterion por «sacramentum», término que al fin quedó reservado para los que
ahora llamamos sacramentos. Parece haber nacido originariamente el mysterion en
un contexto religioso cultual, y haber adoptado la forma pluralizada,
significando algo arcano y reservado. Así Heródoto nos habla en sus Historias
(11,51) de los m. de Samotracia. Y en una remota inscripción griega se habla de
los m. Eleusinos. Platón la empleó ya en singular significando una doctrina
oculta y difícil. Empleo que se fue generalizando. Un uso metafórico de la
palabra lo encontramos en Cicerón, cuando dice: «ne rethoruin aperiamus mysteria»
(Tusc. IV,55). Así se vino a generalizar el uso de m. para significar verdades o
cosas cuya secreta razón no alcanzamos.
Circunscrita al campo de lo religioso, la palabra m. entró en el cristianismo
significando lo divino y escondido que Dios manifiesta de alguna manera a los
hombres. Ya en el A. T. los secretos consejos de Dios se presentan como un
misterio (Sap 2,22). Como observa R. Follet (o. c. en bibl.) es en la literatura
veterotestamentaria y judía donde la palabra m. reviste un carácter de
significación salvífica histórico-teológica, preparando así el uso que de ella
hará S. Pablo. El hombre ha de rendirse ante el misterio de Dios, el Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob, que interviene en la historia para realizar la
salvación del mundo. Ésa es la gran revelación divina. En los Evangelios
Sinópticos, el m. designa el Reino de Dios (v.), hecho presente en Cristo e
interiorizado en cada uno de los suyos: con Cristo llega la hora grande del
cumplimiento de las profecías mesiánicas; Dios os descubre su m., el m. de la
salvación humana en Cristo, que se continúa en su Iglesia. Por consiguiente,
según nota Prunn, el contenido del m. está en correlación con el plan salvador
de Dios. Significa algo que, siendo divino y secreto, se nos comunica y
manifiesta de alguna manera. De las 28 veces en las que la palabra m. aparece en
el N. T., 18 de ellas son de S. Pablo, el cual, con ese término, quiere
significar ya un simbolismo religioso (Eph 5,32), ya un ser que obra
misteriosamente y que revela y se nos revela gratuitamente (12 Thes 2,7). Para
S. Pablo, el m. por excelencia es Cristo mismo, plenificado en su Iglesia, en
quien y por quien halla realización el plan salvífico de Dios concebido ab
aeterno y hecho historia en él tiempo, que es tiempo de salvación. Cristo es,
pues, cifra y clave, vértice y coronamiento del plan salvífico y misterioso de
Dios.
Noción de misterio según el Concilio Vaticano 1. El pensamiento cristiano,
retuvo en principio la significación varia y compleja de la palabra m., tanto en
su acepción etimológica de cosa escondida y difícil, como en la otra religiosa y
mistérica, y fue haciendo uso de ella para significar ya el designio salvíficó
de Dios en su Cristo, ya los ritos cultuales y sacramentales de la Iglesia, en
especial la Eucaristía, m. de la fe por excelencia, ya, en fin, las verdades de
orden sobrenatural, inaccesibles a la razón y sólo conocidas por Revelación. Con
el tiempo, y al reservarse la palabra sacramento para designar los ritos
sagrados que confieren la gracia, la voz m. tendió a restringirse al último de
los sentidos mencionados, que es hoy el prevalente.
Sintéticamente el m., es una verdad que sólo se conoce por revelación y cuyo
contenido no puede agotar el hombre ni aun después de habérsele revelado su
existencia. Esa noción, latente desde el inicio en la fe cristiana, ha sido
explicitada y elaborada a lo largo de un proceso lento. Y puede decirse que fue
con ocasión de la polémica frente a los racionalismos y semirracionalismos del
s. xviii al xix como alcanzó su formulación definitiva. Esto aconteció
singularmente en el Conc. Vaticano I, que se vio precisado a formular la
doctrina católica sobre los m. saliendo al paso de esos errores racionalistas y
también el semirracional¡sino de Hermes, Günther y Frohschammer.
Allí, en el capítulo IV de la Const. De fide catholica, se enseña, en primer
lugar, que «hay un doble orden de conocimiento distinto no sólo por su principio
sino también por su objeto, por su principio, primeramente, porque en uno
conocemos por razón natural, y en otro por fe divina; por su objeto también,
porque, aparte aquellas cosas que la razón natural puede alcanzar, se nos
proponen para creer misterios encondidos en Dios de los que, a no haber sido
divinamente revelados, no se pudiera tener noticia» (Denz.Sch. 3015). Estos m.
divinos -se añade- «por su propia naturaleza, de tal manera sobrepasan el
entendimiento creado que, aun enseñados por la revelación y aceptados por la fe,
siguen, no obstante, encubiertos por el velo de la misma fe y envueltos en
cierta oscuridad, mientras en esta vida mortal peregrinamos lejos del Señor;
pues por fe caminamos y no por visión» (Denz.Sch. 3016; cfr. 3005). Y entre los
cánones encontramos éste: «Si alguno dijere que en la revelación divina no se
contiene ningún verdadero y propiamente dicho misterio, sino que todos los
dogmas de la fe pueden ser entendidos y demostrados por medio de la razón
debidamente cultivada partiendo de sus principios naturales, sea anatema» (Denz.Sch.
1041; cfr. 3028).
De esta doctrina se desprende lo siguiente: a) que hay ciertas verdades,
pertenecientes al secreto íntimo de Dios, in Deo absconditis, que no pueden
naturalmente ser conocidas por una inteligencia creada; b) que las podemos, sin
embargo, conocer y de hecho las conocemos por Revelación divina; c) pero que,
aun después de reveladas,son inagotables para el entendimiento creado, quedando
en el claro-oscuro de la fe, sacro ipsius fidei velo tecta et obscura caligine
obvoluta; por tanto, con respecto a ellas no cabe una evidencia racional o una
demostración rigurosamente científica. La existencia de m. es, pues, un dogma de
fe católica.
Los m. de que aquí se trata son los que se refieren a lo sobrenatural
estrictamente dicho, y que suelen decirse m. absolutos, porque ni su noticia es
alcanzable más que por revelación divina ni su esencia puede penetrarse más que
viendo la esencia divina. El m. de orden sobrenatural es pues diverso del m. de
orden natural. En ambos casos se trata de realidades que trascienden a nuestra
inteligencia; pero, mientras en el orden natural, es nuestra inteligencia la
que, con sus solas fuerzas, capta la existencia de una verdad de la que percibe
a la vez su hondura, e inagotabilidad, es decir, su carácter de m. (el m. del
amor, de la libertad, etc.), en lo sobrenatural es la iniciativa gratuita y
elevante de Dios la que coloca a la inteligencia frente a la existencia de
realidades cuya verdad ella misma no podría, con sus solas fuerzas, ni siquiera
sospechar. Anotemos finalmente que, si bien la Revelación se ordena
primariamente a la manifestación de los m. sobrenaturales, en ella se nos
proponen además verdades accesibles a la razón, a fin de facilitar el
conocimiento de los m. sobrenaturales que con esas verdades están relacionados (cfr.
Denz.Sch. 3004-3005).
Esclarecimiento teológico de la noción de misterio. Comencemos notando que la
noción de m. hace referencia a una clase de verdades que superan nuestra
capacidad natural de entender, pero que, sin embargo, son objeto de
conocimiento. Ambas notas deben subrayarse igualmente para captar la noción
católica de m. Si se olvidara la primera se caería en el racionalismo (v.) o el
semirracionalismo, es decir, se negaría el carácter sobrenatural y gratuito del
estado al que el hombre ha sido elevado (v. SOBRENATURAL), y, más radicalmente,
al afirmar que nada trasciende nuestra capacidad de entender, se estaría
concibiendo a Dios y al hombre como realidades conmensurables y, por tanto,
postulando el ateísmo. Si se olvidara la segunda se caería en el agnosticismo
(v.) y el irracionalismo, desconociendo el valor intelectual de la fe y, en
última instancia, la naturaleza de nuestra inteligencia que conoce precisamente
en la medida en que se abre al ser exterior a ella misma (v. CONOCIMIENTO I).
¿Esa noción de m. no es acaso una construcción artificial destinada a colocar el
dogma cristiano a cubierto de ataques?, tal es la objeción que ha planteado
tradicionalmente el racionalismo. Si reflexionamos sobre el conocer humano,
advertiremos su falsedad, ya que si bien, racionalmente, no podemos ni mostrar
ni demostrar el contenido sobrenatural de la fe cristiana, sí podemos poner de
relieve la racionalidad de la fe y la connaturalidad que con nosotros tiene la
noción de m. Es el mismo carácter de limitación y contingencia que tiene todo
ideal de conocimiento humano -hace notar Amor Ruibal; v.-, el que nos lleva a
reconocer como posible otro ideal de conocimiento, en el que el ser y el conocer
se identifiquen, y hacia el que pueda levantarse nuestra mente o, por mejor
decir, que puede tener realizaciones graduales y distintas en jerarquía de ser y
en jerarquía de conocer. «En ello se funda la teoría de un ideal angélico en
diversas gradaciones, siempre superiores al ideal humano, y la teoría de un
ideal de sobrenaturaleza en el hombre, que responde al fin sobrenatural de su
actual estado» (A. Amor Ruibal, o. c. en bibl., 100). Por un lado es nuestra
condición interna sociológica y ontológica la que hace que nuestro conocer sea
inepto para erigirse en fuente de lo absoluto como realidad y como conocimiento;
y por otra, es la misma relatividad del hombre y de su conocer la que lleva
implícita la aptitud del entendimiento humano para ser informado por ideas que
van mucho más allá de lo que se circunscribe al mundo natural que le rodea.
Apunta pues a algo que le trasciende, que es de suyo inmensamente superior a él,
pero que se comunica a su inteligencia.
El m. como verdad o idea sobrenatural supone pues: una realidad objetiva
sobrenatural que excede nuestra capacidad de comprensión, y una
conceptualización de esa realidad, que es lo que da, desde el punto de vista
cognoscitivo, la base dialéctica y síquica, o de incorporación sujetiva del
contenido dogmático del m., con arreglo a nuestro natural humano. Por donde, ni
el m. debe decirse antirracional, aunque supere la razón, ni, en general, lo
sobrenatural surge de un modo antinatural, sino que se hace por elevación de un
modo consonante con la naturaleza del hombre en su triple manifestación:
cognoscitiva, o de verdades reveladas; operativa, de gracia y de virtudes;
terminativa, de visión beatífica.
Se trata, como se ve, de un triple aspecto de lo sobrenatural: el gnoseológico,
el ontológico y el teleológico. Triple aspecto que tiene en cuenta nuestro
natural modo de ser, pues, sólo conociendo y amando puede lo sobrenatural
hacerse nuestro sin destruirnos. Y por eso también la aceptación del m. se hace
a nuestro modo humano, aunque ese modo humano nuestro no sea medida de lo que le
supera o trasciende: las verdades misteriosas de la fe, aunque superiores a la
razón, no dejan de ser razonables en sí y razonablemente aceptadas por nosotros.
Esto explica que de lo sobrenatural podamos hacer análisis al modo humano,
sistematizando nuestra serie de conocimientos acerca de ello, como se hace en
Teología (v.). Explica también, por un lado, que nunca nuestras
conceptualizaciones humanas agoten la realidad sobrenatural notificada a la
mente; y, por otro, el que afecte tanto a una buena elaboración dogmática y a
una justa expresión o exposición del m., la teoría o filosofía que se adopte
acerca del conocer humano. En principio, todo sistema de inmanencia pura y
evolutiva, ya por la dialéctica de la idea, ya de la acción, ya de la materia,
está reñido con la noción auténtica del m.; como lo está el relativismo absoluto
y el historicismo a ultranza, el agnosticismo, el empirismo y el idealismo puro,
etc.
Razón, revelación y misterio. Por ser el hombre sujeto pensante y razonador, no
puede sino con pensamiento y razón asomarse a lo que trasciende su naturaleza.
Pero si, por un lado, su natural pensante y receptible de formas inteligibles le
abre un horizonte ilimitado de posibilidades cognoscitivas, por otro, ese mismo
natural suyo limitado y condicionado le advierte que no puede erigirse en
árbitro absoluto de la verdad, dictando leyes a la realidad.
Discurriendo a la luz de la sola razón, puede el hombre llegar a la convicción
de que Dios existe, viéndole como ser fundante y fontanal, que diría Zubiri, de
la realidad que subyace y es en todas las realidades, comenzando por la suya.
Pero en llegando ahí, el entendimiento humano queda parado y absorto ante la
inmensidad divina que se abre a los pasos de la razón. Lo que es el Existente
por sí mismo, el Ser absoluto en su intimidad, he ahí el primer gran m. con que
se encuentra una inteligencia vuelta al ser, pero a cuya noción pura no alcanza
sino reflexionando sobre los seres, estando entre seres y estudiando las
relaciones de unos con otros. La filosofía desemboca,pues, en el gran m. de
Dios. Dios pensado como realidad inmanente y trascendente a un tiempo, como
espíritu y persona, como razón universal del universo, de cuyo ser los demás no
son más que participantes: he ahí un gran m. de ser y de vida.
Si dando un paso adelante, nos preguntáramos ¿quién nos descubrirá el secreto de
esa vida íntima de Dios?, habríamos de responder: sólo Dios mismo. Aunque
discurriendo a través de lo infinito y contingente podamos llegar a conocer la
existencia del Infinito y Necesario, nuestra finitud no nos permite abarcar la
infinitud. Y discurriendo en la línea de la realidad, única sobre la que
nosotros podemos discurrir, y a la luz de nuestra sola razón, nosotros, a lo más
que podemos llegar es a conocer a Dios como creador, a Dios como causa y razón
última de nuestra y de toda naturaleza. Pero lo que se esconde más allá de los
confines, digámoslo así, de ese descubrimiento natural que hace nuestra razón de
un ser que existe por sí mismo, porque no necesita de otro para existir, dada la
plenitud omnímoda de su perfección, eso, hemos de reconocer, se encuentra más
allá de nuestro alcance. Lo que no se contiene en la naturaleza de las cosas y,
por tanto, no puede ser en ellas descubierto por la sola razón, eso no puede
venir a nosotros -en el supuesto de que vengasino de parte de quien está por
encima de toda naturaleza, y que puede, por su infinitud y absoluto dominio
sobre la creación. Queda así precisado a la vez lo que, en el orden gnoseológico
o cognoscitivo, constituye el campo de los llamados m. de fe, y su conexión
necesaria con un acto sobrenatural de Dios que nos los manifieste, es decir, con
la Revelación (v.).
La Revelación es de suyo un hecho sobrenatural y gratuito. Pero de su
posibilidad y existencia podemos cerciorarnos apelando a las razones o motivos
que la hacen creíble y demuestran que es un hecho histórico (v. APOLOGÉTICA). Y
así, por un encadenamiento de conoceres y saberes, vamos de lo visible a lo
invisible, de lo que es por participación a lo que es por esencia, de la
comprobación racional de ciertos hechos históricos, con trascendencia y subsuelo
metahisiórico, a la razonable creencia de que lo divino se ha hecho presente en
la historia, de que Dios nos ha hablado, revelándonos cosas que pertenecen al
secreto de su vida divina. De esta manera trascendemos razonablemente los
límites de un conocer natural. Trascender que no es conquista ni logro que el
hombre hace con solos sus recursos naturales, pues así destruiríamos el orden
sobrenatural, sino que presupone un adelantarse de Dios hacia nosotros, para
comunicarnos su secreto y su vida, aprovechando justamente las disponibilidades
que Él mismo ha puesto en la naturaleza humana, al hacer de ella una esencia
abierta a todo lo de alguna manera cognoscible.
Esa Revelación es un acto de Dios, una acción de Dios en la historia, antes que
una filosofía o gnosis. Dios revela revelándose. Y el verdadero gran m., ese m.
de que nos habló San Pablo, es el que se hace realidad en Cristo, sacando a luz
los planes salvíficos de Dios. Por eso también ese m. constituye un sacramento:
el sacramento de Cristo en su Iglesia, porque ella perpetúa su obra, en ella
entramos a participar del m. de Cristo y por ella conocemos la voluntad de Dios
sobre nosotros. Pero la palabra sacramento se presta a equívoco. No expresa
-como nota Zubiri- toda la plenitud y el sentido exacto del mysterion griego.
«El misterio, como tal, no es una acción por parte del hombre. Todo lo
contrario. Es una especie de realidad en la que se introduce el que participa de
ella. Sólo así se comprenden las expresiones usuales, no exclusivas del
cristianismo: iniciarse en los misterios, ser iluminado en los misterios, etc.
Si empleamos la idea de causalidad, esencial en el problema, habrá que apuntar
ante todo a la causalidad formal. El misterio es algo de que participa el
iniciado y que, por participar en él, sufre una intrínseca transmutación. El
contenido del misterio está íntegra e íntimamente presente en cada uno de los
que se inician en su participación. Tratándose del cristianismo, el contenido
del misterio no es otro sino nuestra deificación: el misterio es la deificación
misma», pero contemplada «en el modo real y efectivo con que fue obtenida»
mediando Cristo (X. Zubiri, o. c. en bibl, 427).
Nuestro modo de hablar del misterio. Tal vez a alguien pudiera parecerle lógico
concluir de esta noción católica del m. que es un absurdo intentar hablar de
ellos, pues, siendo de suyo realidades que nos trascienden mal se puede decir
nada de ellas. Pero pensar así es olvidar todo lo que hemos dicho sobre la
posibilidad de elevación de la mente humana. Por eso una vez conocida la
existencia de los m. por revelación, de ellos podemos hablar y de ellos hacernos
alguna idea por analogía con las cosas creadas o naturales que conocemos. No son
los m. cosa contraria a razón, sino simplemente superior a ella. Fe y razón
tienen una misma fuente primaria: Dios, verdad inmutable y eterna. Y de tal
manera, como enseñó Pío IX en su Enc. Qui pluribus (1846), se prestan mutua
ayuda, que la razón demuestra, protege y defiende la verdad de la fe, y la fe
libra a la razón de todos los errores, ilustrándola y confirmándola en el
conocimiento de las cosas divinas (Denz.Sch. 2776).
Si es, pues, un error exagerar tanto las fuerzas de la razón que se llegue a
pensar que los m. propiamente dichos son demostrables racionalmente (Denz.Sch.
3041), como si la razón por sus mismos principios y fuerzas naturales pudiera
llegar a la ciencia o certeza de los más ocultos misterios de la divina
sabiduría (Denz.Sch. 2851), también lo es enervarla tanto que hagamos a lo
sobrenatural totalmente extraño a nuestras facultades cognoscitivas. No hay que
olvidar que la fe, como hábito infuso, lo que hace es posibilitar precisamente
nuestro conocimiento de lo sobrenatural. El dualismo natural y sobrenatural,
como advertía Amor Ruibal, no excluye Ja unidad del acto de conocer resultante
de la unidad sicológica que se apropia lo natural y lo sobrenatural. Ambos
órdenes se encuentran en el hombre, en cuya conciencia se centran los dos
factores que juegan en el conocimiento teológico. Y por eso una Teología de lo
sobrenatural, del m., surge espontánea por ley sociológica del sujeto que recibe
la revelación, como «ciencia humana y sobrenatural a la vez de lo divino en sí y
en sus múltiples manifestaciones. Su constitución depende, objetivamente, de lo
revelado; sujetivamente, del doble elemento natural y sobrenatural; y en su
forma sistemática, del proceso lógico y ontológico del conocer humano» (Amor
Ruibal, o. c. en bibl. 151).
La conexión, pues, entre Filosofía y Teología, Razón y Revelación, es innegable.
Los m. divinos se hacen cognoscibles e inteligibles al hombre a través de
conceptos humanos. Estos conceptos no se identifican, ciertamente, con el valor
absoluto que tiene el dogma revelado. Pero suponen un valor ontológico, que si
se niega, entonces el dogma no dice absolutamente nada. Así, p. ej., el
significado del m. trinitario sería nulo para nosotros y carece de valor
ontológico en sí mismo, si los conceptos de padre, hijo, persona, naturaleza,
amor, conocimiento, relaciones, etc., carecieran de un valor ontológico
absoluto.
A base, pues, de un uso prudente de la analogía (v.) es posible una cierta
inteligencia del misterio. De él puedela razón no sólo demostrar que no es
absurdo, sino también alegar razones de congruencia para hacerlo aceptable al
hombre. Más aún, como enseña el Vaticano 1, «la razón ilustrada por la fe,
cuando busca cuidadosa, pía y sobriamente, alcanza por don de Dios alguna
inteligencia muy fructuosa, de los misterios, ora por analogía de lo que
naturalmente conoce, ora por la conexión de los misterios mismos entre sí y con
el fin último del hombre; nunca, sin embargo, se vuelve idónea para entenderlos
totalmente, a la manera de las verdades que constituyen su propio objeto» (Denz.Sch.
3016).
La analogía en cuestión puede ser analogía propiamente dicha, cuando los
conceptos humanos que se aplican al m. se aplican en realidad, de verdad, pues
Dios tiene verdaderamente lo que nosotros hallamos en las criaturas, pero de
otra manera, de un modo más perfecto y eminente (y así aplicamos a Dios la
noción de amor, conocer, persona, etc.); y puede ser analogía metafórica, a base
de semejanzas, alegorías, comparaciones, que sensibilizan el m., aunque ya
sabemos que eso en él no pasa así (y así hablamos de «la mano de Dios», «Dios
celoso como un amante», etc.). La analogía propiamente dicha exige un gran
rigor, la segunda permite más libertad, pero aun así no hay que olvidar nunca el
pie et sobrie del Vaticano I (Denz.Sch. 3016).
Al establecimiento del m., en cuanto ello es posible, contribuye también
grandemente la llamada analogía de la fe, que es la resultante de una visión de
conjunto de todo el plan revelado y de la armonía de unos m. con otros y de la
ordenación de todos a un fin (Denz.Sch. 3016). El universo de la fe no es menos
admirable que el universo de la naturaleza, antes mucho más. El mundo
sobrenatural tiene un centro de referencia excepcional, que es Cristo; y otro de
ordenación teleológico, que es la visión sobrenatural de Dios. Mirando a Cristo
y mirando a nuestro fin último todos los m. de la fe cristiana reciben claridad
y se clarifican los unos a los otros. El gran teólogo alemán M. J. Scheeben (v.)
consagró su magna obra Los misterios del cristianismo a esclarecerlos apelando
de un modo particular a la analogía de la fe, según reza el subtítulo de su
libro: Su esencia, significado y conexión, en la perspectiva de su carácter
sobrenatural. Expone la sustancia de su intento, después de notar que los m.
resultan poco accesibles a nosotros no por falta de luz, sino por exceso de luz
en sí mismos, según ya escribió S. Tomás, que se apeló al ejemplo de nuestros
ojos y la luz del sol en su perihelio, diciendo que para lograr una cierta
ciencia del m. y llegar a una concepción científica del cristianismo no hay como
poner todos los m. en un cuadro, ordenándolos sistemáticamente y aplicándolos la
luz de la razón iluminada por la fe. Así es como aparece ese «gran cosmos
místico, que, surgiendo de las profundidades de la divinidad, se levanta sobre
el cosmos de la naturaleza» (Scheeben, o. c. en bibl. 20-2 l).
El m. cristiano es, pues, inagotable por la inteligencia humana, pero es también
inteligible. La oscuridad del m. no está propiamente en él sino en nosotros. En
Dios los m. son sumamente lúcidos y transparentes. Es nuestra limitada capacidad
intelectual la que hace que sean para nosotros incomprensibles, es decir,
inabarcables. Por tanto, la razón íntima del m. hay que ponerla en su misma
inabarcabilidad para nuestra razón, no en su disconformidad con ésta. Si así
fuera, sería un absurdo. Y entre absurdo y m. hay la misma diferencia que entre
lo que contradice y lo que supera nuestra razón. Cuando se identifica el m. con
el absurdo es señal de que no se conoce la fe católica o de que se ha endiosado
al hombre constituyéndole en medida de todo, y rechazando, por tanto, todo lo
que trasciende. Y frente a ello se hace necesario decir con S. Pablo, ¿Quién es
el hombre para agotar los infinitos tesoros de la sabiduría y de la ciencia de
Dios? (cfr. Rom 11,33-36).
V. t.: DIOS IV, 1; REVELACIÓN; FE III, 2; RAZÓN II; ANALOGÍA.
BERNARDO MONSEGÚ.
BIBL.: A. MICHEL, Mystére, DTC X,2585-2599; C. COLOMBO, Misteri, en Enciclopedia cattolica, 8, Ciudad del Vaticano 1952, 1129-1135; R. FOLLET y K. PRÚMM, Mystéres, DB (Suppl.) VI,1225; M. 1. SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo, Barcelona 1953; A. AMOR RUIBAL, Los problemas fundamentales de la filosofía y del dogma, l, Madrid-Barcelona; R. GARRIGOU-LAGRANGE, De revelatione, I, Roma 1931; M. L.-PENIDO, Le róle de Panalogie en Théologie dogmatique, París 1931; X. ZUBIRI, Naturaleza, Historia, Dios, Madrid 1951.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991