MUNDO II. EL MUNDO EN LA SAGRADA ESCRITURA Y EN LA TEOLOGIA. B. CONCEPCIÓN CRISTIANA DEL MUNDO
La fe cristiana tiene como contenido la revelación de Dios tal y como se nos da
a conocer en la historia de Israel y, de modo definitivo y completo, en Cristo.
Dios, pues, que llama al hombre a participar de su vida. Dios que ha querido
revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad, dándonos a conocer
tanto la verdad profunda de su vida íntima, como su designio acerca de la
salvación del hombre. Ese designio salvador divino es la explicación última del
sentido de la realidad: Dios ha creado el m. y ha formado a las criaturas
racionales para comunicarse a ellas y hacerlas partícipes de su bondad (cfr.
Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius: Denz. Sch. 3002; Conc. Vaticano II, Const.
Dei Verbum, 2).
La fe no es un saber neutro o meramente técnico, que puede ser usado en
diversos sentidos y subordinado a otras realidades, sino que es un saber
existencial, de acuerdo con el cual deben ser usados los demás conocimientos,
saberes o ciencias. La fe es, empleando la terminología clásica, sabiduría:
conocimiento por las últimas causas, lleno de sabor y de sentido. Lo que en la
fe se nos da es el fundamento del existir. Con una terminología distinta, pero
sustancialmente equivalente, diríamos que la fe no es un conocimiento que se
refiera a un sector de la vida, paralelo a otros que son con respecto a él
indiferentes, autónomos o simplemente yuxtapuestos; la fe se refiere a la vida
misma, considerada globalmente y, por tanto, afecta a todas y a cada una de sus
dimensiones.
Precisamente en la medida en que consiste en el conocimiento de Dios y de
su voluntad, la fe hace, pues, que el hombre conozca el sentido de su situación
en el m., es decir, el porqué de su propia existencia, el finhacia el que debe
orientar sus acciones, el espíritu que debe informar su vida.
1. La revelación como conocimiento de Dios, del hombre y del mundo. Para
explicitar la significación y el alcance de la palabra m., tal y como acabamos
de emplearla, pueden sentarse algunas afirmaciones:
a) El primer rasgo que podemos subrayar es que, desde esa perspectiva, el
m. se nos aparece como objeto no de una consideración impersonal, sino incluido
en el diálogo entre el hombre y Dios. El m. es ámbito de ese diálogo, contenido
temático de relaciones interpersonales, materia de una vida vivida en actitud de
respuesta. Por m. se entiende aquí la totalidad de la realidad creada,
incluyendo en ella al hombre que se reconoce llamado por Dios; o también -aunque
entre ambas formulaciones hay una clara diferencia- la realidad, en cuanto marco
que rodea la existencia humana y fuente de relaciones con Dios y con los demás
hombres.
b) Así entendido, el m. no es tanto objeto de un tratado especial de la
teología cuanto más bien algo connotado en toda formulación teológica con
respecto a la existencia humana. La revelación no se dirige al hombre colocado
en el vacío, a un hombre fuera del m., fuera de lo creado, sino al hombre en
situación, tal y como existe en concreto: miembro de la familia humana, parte
del universo, rodeado de seres determinados. Más aún el hombre es inseparable
del m. Ciertamente el hombre está destinado a trascender este m., y a llegar,
como suele decirse, a la soledad ante Dios. Pero esa soledad que se realizará
plenamente en la visión beatífica (v. CIELO), y que se anticipa ya ahora en la
actitud de oración (v.) y de adoración (v.), no es el aislamiento del solitario,
sino la integridad y la simplicidad del que, al contemplar y amar a Dios, de
quien todo otro ser es reflejo, sale plenamente de sí abarcando en un solo acto
de amor todo cuanto Dios ama. Podríamos decir que la fe cristiana llama al
hombre no a salir del m., sino a superar una cierta manera de mirar al m.; la
verdadera contraposición no es la contraposoción entre m. y no-m., sino entre
dos mundanidades: la mundanidad del egoísmo, del hombre que se postula a sí
mismo como fuente y explicación de la realidad; y la mundanidad del amor, del
hombre que, reconociéndose fundado en Dios, juzga desde Él todas las cosas (cfr.
T. Moretti-Costanzi, La filosofía pura, Bolonia 1959, 35).
c) Precisamente porque el m. es visto desde la perspectiva del diálogo de
los hombres entre sí y con Dios, el pensamiento teológico ha adoptado con
frecuencia una actitud crítica ante los intentos de estudiar al m. en sí mismo y
se ha podido hablar de una tendencia anticosmológica o antifísica de los
escritores cristianos (cfr. É. Gilson, El espíritu de la filosofía medieval,
Buenos Aires 1952, 42-43, 217). No ciertamente -aparte de algunas exageraciones,
con frecuencia- más retóricas que otra cosa- porque nieguen la posibilidad y la
necesidad de un estudio científico del cosmos, sino más bien porque afirman que
ese estudio y esa ciencia no tienen en sí mismas su propia justificación. En
otras palabras, todo conocimiento del m. que lleve al hombre a cerrarse en sí
mismo y a perderse en las cosas desconectando ese conocimiento de su contexto
personal, vital y ético, es una actividad alienante. La persona humana se
realiza en el amor, en la caridad.
d) Es importante, sin embargo, subrayar que se interpretan mal esos datos
cuando se considera que el m. no es más que el horizonte mental humano, es
decir, cuando se reduce su realidad a su función antropológica y se niega o se
pone entre paréntesis la realidad de un m. exterior al hombre y de Dios a quien
el m. y el hombre deben su existir. La verdad es, en cambio, que el hombre ha de
trascenderse a sí mismo en el reconocimiento de Dios y en la obediencia a su
voluntad, y esa actitud está íntimamente unida a la humildad ante el ser y ante
las cosas. De una manera sintética podríamos decir que el m. como componente
antropológico, como conciencia por parte del hombre del valor y del sentido de
su acción, es algo fundado y no autofundante, ya que la verdadera toma de
conciencia consiste en el reconocimiento de Dios y en la visión del m. como don
divino, como realidad resultante del acto del amor divino por el que los nombres
son constituidos en su ser y llamados a realizarse como familia de los santos.
Las consideraciones que acabamos de hacer intentan enmarcar la que
consideramos a la- vez la más amplia y la más importante de las significaciones
de la palabra m. Amplia, porque es prácticamente equivalente de expresiones tan
generales como la realidad, lo existente, todo lo que es, etc. Importante,
porque, precisamente a causa de esa amplitud, nos habla del sentido y del
fundamento último de la realidad y, por tanto, en dependencia de ella, se
determina la actitud radical que el hombre adopta ante las cosas. Es esta
acepción amplia y radical de la palabra m. la que emplea el Conc. Vaticano II en
su Const. Gaudium et spes, en los párrafos de la introducción encaminados a
precisar la naturaleza y destinatarios del documento: «el mundo de los hombres o
la familia humana toda entera, con el conjunto de cosas entre las que ésta vive;
el mundo, teatro de la historia humana, marcado por su bajo ideal, por sus
derrotas y victorias, el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado
por el amor del Creador, puesto, en verdad bajo la servidumbre del pecado, pero
liberado por Cristo crucificado y resucitado, que quebrantó el poder del
Maligno, para que, según el propósito de Dios, el mundo sea transformado y
alcance la consumación» (n° 2; en otros párrafos de la Const. la palabra m.
tiene un sentido diferente, pues se refiere sobre todo al m. de la cultura).
2. Mundo e historia de la salvación. El texto conciliar que acabamos de
citarnos permite proseguir la exposición, ya que recoge brevemente las verdades
fundamentales de la fe cristiana de las que depende el juicio sobre nuestra
propia situación existencial. Advirtamos en primer lugar que ese texto nos
enfrenta con una historia. El hombre debe pronunciarse no con respecto a una
actitud abstractamente definida, sino con relación a una historia: la historia
de las intervenciones de Dios. La historia de la salvación (v.) es la norma de
todo comportamiento cristiano, porque es la revelación acabada de la verdad de
las cosas. Los tres estadios en que suele resumirse la obra de Dios, creatio,
ref ormatio, consummatio (cfr. S. Bernardo, De gratia et libero arbitrio, c. 44,
n° 49: PL 182,1028), pueden, pues, constituir el punto de partida para una
descripción del juicio cristiano sobre el m.
a) La idea de consumación, en primer lugar, nos dice que la realidad
definitiva está aún por venir. La imagen que debemos, pues, hacernos del m. no
es la de un todo estático, sino la de una sucesión de economías, etapas o eones
a través de las cuales se llega a la consumación de los designios de Dios. El
eón presente, este m. actual, se contrapone así al futuro como lo imperfecto a
lo perfecto, la preparación a la plenitud, la promesa o las primicias a la
realidad completa. Todo lo que pertenece a este m. presente, es decir, la
totalidad de lo creado, aparece así marcado de algún modo por la imperfección,
la exterioridad, la deficiencia, la incomunicabilidad. La actitud que de ahí
fluye necesariamente es la denuncia de todo apegamiento a lo presente, de todo
intento de instalarse en la situación actual; pero eso no en nombre de un
despego aristocrático, de una indiferencia individualista, o de una incapacidad
para gustar de la vida sino, al contrario, a partir del ansia de una plenitud
que se anuncia y prepara durante este tiempo presente y en las cosas que lo
integran, pero que sólo se manifestará en el eón futuro. El cristiano vive,
pues, de esperanza, en la espera ansiosa del Reino, cuando Cristo venga en poder
y majestad y Dios sea todo en todas las cosas (cfr. 1 Cor 15,28).
b) Esa contraposición entre lo imperfecto de ahora y la perfección que se
espera, se marca aún más con la realidad del pecado. El hombre no sólo no conoce
perfectamente ni a Dios ni a los demás hombres, sino que se ha cerrado en sí
mismo. El pecado de Adán, al romper la amistad entre el hombre y Dios, introdujo
el desorden y la muerte. El cuerpo humano es cuerpo de pecado. El multiplicarse
de los pecados personales manifiesta y realiza el dominio del mal sobre el m. El
eón presente es no sólo sombra con respecto a la realidad y a la luz, sino el
momento del príncipe de las tinieblas. El hombre se reconoce no sólo imperfecto,
sino esclavo, incapaz de conocer sin error y de amar sin quiebra. «In deterius
commutatus est», como dice el Conc. de Orange (Denz.Sch. 371): el hombre, por el
pecado, se encuentra en un estado peor que el original y primigenio. Cristo, con
su muerte y resurrección, ha vencido al pecado, pero las fuerzas de la muerte
siguen aún ejerciendo su influjo, y el hombre debe esperar todavía la
manifestación plena de la libertad ganada por Cristo. S. Agustín ha descrito muy
gráficamente ese movimiento al distinguir entre el non posse non peccare, la
imposibilidad en que se encuentra el hombre de evitar el pecado cuando está
apartado de Cristo; el posse non peccare fruto de la regeneración por la que el
hombre puede evitar el mal, pero que no es aún un triunfo pleno porque el pecado
sigue siendo una realidad presente; y, finalmente, el non posse peccare, el
estado caracterizado por la imposibilidad de pecar, ya que la libertad se ha
anclado definitivamente en el bien (cfr. De correptione et gracia 10-11: PL
44,931-936). La experiencia del pecado, a la vez que subraya la necesidad de la
lucha y del esfuerzo, aumenta y acentúa las ansias del estado futuro, porque
hace que sean ansias de liberación, y pone de relieve, con una gran claridad,
hasta qué punto el m. presente no es el definitivo.
c) El dogma de la creación, en fin, da a conocer la absoluta y total
radicalidad de la distinción entre Dios y la criatura; Dios, Señor de la
historia y de los tiempos cuya palabra ha creado y conserva cielos y tierra; la
criatura, marcada en su propia entraña por la contingencia, que no tiene por sí
misma su ser, sino que existe en la medida en que es querida por Dios.
Profundizar en la fe cristiana es, en gran parte, ir tomando conciencia de hasta
qué punto el hombre está en manos de Dios, es decir, de la gratuidad de la
propia existencia, de la gratuidad aún mayor de la llamada a participar de la
vida divina. Esa visión absolutamente teocéntrica, que puede tal vez dar la-
impresión de que conduce a un desvanecimiento' y a una negación del m., en
realidad lleva a su afirmación. Podemos decir que es el dogma de la creación
donde encuentra su última fundamentación la esperanza; el m. no ha nacido del
acaso, ni ha sido impuesto a Dios por potencia o necesidad alguna, sino que es
producto de la pura liberalidad de Dios; y porque Dios es omnipotente y
soberanamente libre, podemos confiar en que ese amor que le llevó a crear el m.
le llevará a completar su obra, dando cumplimiento a sus promesas. Pero esa
confianza nos habla no sólo del futuro, sino también del ahora: de la realidad
de la gracia (v.) y de la realidad del m. o, hablando con más precisión, de que
la gracia no se edifica sobre la destrucción de la naturaleza, sino que regenera
el m. Porque la liberalidad divina está hecha no de palabras vacías, sino de
realidades: la palabra de Dios es creadora. El amor todopoderoso de Dios pone de
manifiesto la bondad del m. Esa relación entre omnipotencia divina y bondad de
la creación fue vista en seguida por la teología cristiana -constituye uno de
los argumentos fundamentales en la polémica con el maniqueísmo (v.)-, siendo
luego ampliamente tratada por S. Tomás de Aquino, que hace de ella uno de los
ejes centrales de su teología (cfr. Sum. Th. 1 q20 al). El m. puede ser llamado
destierro y valle de lágrimas, en cuanto que está marcado por el pecado y en
cuanto que aspira a la consumación; pero debe ser calificado a la vez y al mismo
tiempo de obra divina, que proclama la gloria de Dios y en la que se opera la
salvación. El optimismo teologal es uno de los rasgos más característicos del
espíritu cristiano.
Para resumir brevemente la actitud que de todo lo expuesto se deduce nada
mejor que las palabras de Cristo en su oración por los discípulos: «No pido que
los saques del mundo sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo como
yo no soy del mundo» (lo 17,14-15). La tensión que esa frase introduce entre el
estar en el m. y el ser del m. nos hace entender que el cristiano debe amar al
m., al m. presente, precisamente desde el m. futuro. Es decir amarlo con un amor
que es consciente de que la creación aún no ha sido llevada a su cumplimiento;
un amor que, por tanto, supone desprendimiento e inconformismo y, sobre todo, el
esfuerzo positivo por asumir la realidad del m. para anunciar la consumación a
la que Dios lo destina. Es, pues, amar al m. tal y como Dios lo ama, amando, por
tanto, no sólo lo que el m. es ya, sino también lo que está llamado a ser y
ahora sólo en esperanza.
3. El puesto del hombre en el mundo. «Nos enseña la Sagrada Escritura que,
concluida la obra maravillosa de la Creación, terminados el cielo y la tierra
con su espléndido cortejo de seres, contempló Dios todo lo que había hecho y vio
que todo era muy bueno (Gen 1,31). Fue el pecado de Adán el que rompió esta
divina armonía de la Creación. Pero Dios Padre, llegada la plenitud del tiempo,
envió al mundo a su Hijo Unigénito para que restableciera esta paz; para que,
redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Gal 4,5),
fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad
divina; y para que así fuera también posible a este hombre nuevo, a esta nueva
rama de los hijos de Dios, liberar la creación entera del desorden, restaurando
todas las cosas en Cristo, que las ha reconciliado con Dios» (J. Escrivá de
Balaguer, Carta, Madrid 14 mar. 1940).
Esta frase de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer pone claramente de
relieve cómo el dogma cristiano, incluyendo en sí una visión del m. y de la
historia, funda una comprensión de la tarea del hombre en el m., y, por tanto,
una espiritualidad o, si preferimos, una mística. El dogma cristiano de la
creación y redención, nos revela en efecto:
a) Que el hombre no es simple momento del devenir cósmico, juego de una
evolución que así como lo haproducido puede aniquilarlo; ni un ser arrojado en
un m. hostil y ajeno, carente de sentido y amenazador; sino que se encuentra
situado en un m. que viene de Dios y que está gobernado por su providencia.
b) Que el hombre, siendo espíritu, no se agota en la posesión de bienes
materiales o en el dominio del cosmos, sino que está hecho para una comunión
espiritual, de conocimiento y de amor; más aún, que es capaz de Dios y que ha
sido llamado a la unión filial con Él.
c) Que, consiguientemente, ha sido colocado en el m. para que al
enfrentarse con las diversas situaciones actúe de acuerdo con las exigencias del
amor a Dios y a los demás, y de esa forma se vaya radicando en su ser
espiritual. Lo que implica además -ya que está llamado a una plenitud de vida a
la que sólo puede llegar pasando a través de la muerte- que debe recorrer su
itinerario terreno consciente de que su fin trasciende esta vida, y buscando,
por tanto, en cada instante lo que le encamina de hecho hacia ese estado final
para el que ha sido hecho.
d) Que el hombre debe por eso trascender el m., el cosmos material que se
sitúa frente a él, para abrirse a las dimensiones espirituales: a la comprensión
del valor trascendente del hombre y al reconocimiento de la realidad de Dios,
principio y fin de cuanto existe. Lo que -como ya señalábamos- lleva a
comprender que el m. no debe ser objeto de una visión impersonal, sino
personalista: ámbito y materia de un diálogo de los hombres entre sí y con Dios.
e) Que al dirigirse hacia Dios el hombre no abandona el m., sino que lo
arrastra consigo. Espíritu encarnado, o -con terminología más precisa- ser
dotado de un alma hecha para informar un cuerpo, el hombre está vinculado a toda
la naturaleza material, y la incorpora a su destino. El estado final de la
historia no será una comunión de almas separadas, sino una familia de hombres,
hijos de Dios, en unos nuevos cielos y una nueva tierra. El mundo -digamos,
repitiendo frases ya anteriormente escritas- tiene su cúspide y culmen en las
criaturas espirituales, de modo que el hombre no debe ser juzgado a partir del
m., sino al revés, el m. a partir del hombre -y más exactamente del hombre en
cuanto ordenado a su vez a Dios-, ya que la creación material está incorporada a
una historia, la historia de la salvación del hombre, que es la que da su
sentido último a todo el acontecer.
La revelación cristiana enseña además, terminando así de precisar ese
panorama, el carácter sobrenatural del in al que el hombre ha sido elevado, la
realidad del pecado por el que el hombre se apartó de Dios condenándose así a la
muerte, la verdad de la gracia por la que Dios salva al hombre y le comunica ya
ahora su amistad. No hay por eso mejor descripción de la situación actual del
cristiano que la que nos ofrecen unas palabras de Cristo en el Evangelio de S.
Juan: «Yo ya no estoy en el mundo, pero éstos están en el mundo... No son del
mundo, como yo tampoco soy del mundo. No te ruego que los quites del mundo, sino
que los libres del mal» (lo 17,11.14-15). El cristiano, unido a Cristo por la fe
y la caridad, ya no pertenece al m. del pecado, sino que es nueva criatura: vive
de la vida misma de su Señor. Pero está aún en el m. en la situación pre-escatológica,
y experimenta todavía los ataques del pecado, ya que la gracia no manifiesta aún
en él la plenitud de sus virtualidades. Debe, pues, caminar con fe y esperanza,
fundado en la palabra de Dios y en la firmeza de sus promesas, reconociendo en
sí y a su alrededor la acción por la que Dios va atrayendo el m. hacia Sí y
edificando su Reino eterno. Y, consiguientemente, con seguridad y a la vez con
lucha, para responder con su libertad a la llamada divina e informar con la
caridad el m. en que vive.
Los siguientes rasgos deben, pues, configurar el actuar cristiano:a) Ante
todo -ya que expresa el espíritu que fundamenta ese actuar- conciencia de su
orientación a Dios y de la condición peregrina de su situación presente. En una
palabra, afirmación clara del fin último de la vida humana haciendo de él un
auténtico y pleno fin último, y, por tanto, perspectiva desde la que se juzga
toda la vida y con relación a la cual se valora y orienta radicalmente toda
actuación.
b) En consecuencia, cultivo de la dimensión teologal del existir, es
decir, oración, conciencia de la presencia de Dios, vida contemplativa y, a
partir de ahí, amor a los hombres: y -añadiría- una cierta añoranza del cielo,
que no le aleja de la realidad presente, sino que, al contrario, al hacerle
consciente de la profunda comunión con Dios y con los demás hombres a que ha
sido llamado, le lleva a captar en toda su hondura las dimensiones del
acontecer.
c) Amor y entrega a los demás hombres, a quienes reconoce como llamados a
la condición de hijos de Dios, capaces de un destino eterno, y dignos, por
tanto, de ser amados con un amor que trascienda plenamente el egoísmo y lleve al
olvido de sí y a la entrega.
d) Finalmente, esfuerzo por manifestar ese amor a Dios y a los demás en la
seriedad y empeño en su tarea mundana, es decir, en el modo de enfrentarse con
los diversos ámbitos culturales, sociales, familiares, profesionales, etc., y de
responder a las exigencias que de ellos derivan. Precisamente porque está en el
m., el hombre debe caminar hacia la eternidad santificando ese m. con que se
relaciona, es decir, asumiendo con esa actitud de amor a Dios y a los hombres en
que debe culminar su fe. Todo lo cual, obviamente, implica captar los problemas
del propio tiempo y del propio ambiente, atender y respetar la naturaleza de las
cosas, tener sentido de la eficacia, vibrar con los ideales propios de un hombre
que se precia de serlo. Sin una actitud positiva frente al m., la dimensión
teologal de la existencia quedaría sin cuerpo, sin presa efectiva sobre la vida,
y, por tanto, expuesta a disolverse. No olvidemos, en efecto, que la fe sólo es
viva cuando obra a través de la caridad, y que la caridad, el amor, sólo es
verdadero cuando cuaja en obras.
Cuanto acabamos de decir, no es sino una glosa a una frase en la que Mons.
Escrivá de Balaguer ha sintetizado una parte importante de su mensaje sobre la
santificación del cristiano en medio del m.: «la vocación humana es parte, y
parte importante, de la vocación divina» (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que
pasa (Homilías), 3 ed. Madrid 1973, n° 46). Frase en la que la vocación humana
(con todo lo que implica de afanes, ilusiones, tareas...) queda afirmada, pero
afirmada por relación a la vocación divina y en el interior de esta última, es
decir, como un momento de la realización del caminar del hombre hacia Dios. Tal
es, en efecto, la única perspectiva desde la que, a nuestro juicio, cabe
plantear adecuadamente el tema de las relaciones entre hombre y m. El hombre
realiza su destino al enfrentarse con el m. en Dios y desde Dios, y de esa
forma, el encaminarse él mismo hacia Dios que le llama, arrastra el m. consigo
conduciéndolo a su plenitud.
V. t.: CREACIÓN III, 3; PECADO III; REDENCIÓN II; HOMBRE III; HUMANISMO IV.
BIBL.: M. SCHMAUs, Teología dogmática, II: Dios creador, 2 ed. Madrid 1961; O. SEMMELROTH, El mundo como creación, Madrid 1965; J. BIVORT DE LA SAUDEE, Dios, el hombre y el cosmos, Madrid 1959; P. NEGRE, La inmanencia de Dios en el cosmos, «Rev. Española de Teología», 8 (1948) 551-564; X. ZUBIRI, En torno al problema de Dios, en Naturaleza, Historia, Dios, 5 ed. Madrid 1963; J. L. ILLANES, Cristianismo, historia, mundo, Pamplona 1973; R. GUARDINI, Mundo y persona, Madrid 1963; R. SCHERER, Christliche Weltvorantwortung, Friburgo Br. 1949; E. WALTER, Christus und der kosmos, Stuttgart 1948; A. FRANKDUQUESNE, Cosmos et gloire, París 1947; Y. CONGAR, A. GARCíA SUÁREZ, J. ORLANDIS, Los cristianos hacen la historia, Madrid 1968; G. MORRA, Mondo, en Enc. Fil. 4,728-740; A. NIRAPPEL, Towards the delinition of the term World in «Gaudium et spes», «Ephemerides theologicae lovanienses», 48 (1972) 89-126.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991