MUNDO IV. MUNDO Y ANTROPOLOGIA.A. EL AMOR CRISTIANO AL MUNDO
El hombre existe en el m.: nace en el seno de una familia, en una casa u hogar,
dentro de una sociedad determinada, en un lugar geográfico concreto,
caracterizado por condiciones de clima, paisaje, etc.; y trascurre su vida
constantemente rodeado de un ambiente que determina su contexto vital. La fe
cristiana, al revelar al hombre que está llamado a la unión personal, íntima y
filial con Dios, le da a conocer a la vez que todo su entorno debe ser ocasión,
ámbito y materia de su caminar hacia el destino eterno al que Dios le llama. La
belleza y la bondad que el hombre advierte en las cosas y en las acciones que le
rodean se convierte así en un incentivo para ascender a una belleza y una bondad
superiores, y ordenar su vida a la unión con Dios y con los santos en el m.
renovado de la consumación escatológica, a las que ha de llegar creciendo en la
caridad precisamente al reaccionar según Dios frente a las realidades del m.
presente.
De ahí que el m. se presente a la vez como llamada y como tentación. Como
llamada, porque todo cuanto acontece es una invitación a vivir según la ley de
la caridad. Como tentación, porque la belleza y la bondad de las cosas pueden
detener el corazón del hombre en lugar de llevarlo hacia esa plenitud de bien y
belleza al que ellas mismas están ordenadas. La actitud del hombre con respecto
al m. ha de ser así a la vez de amor y de desprendimiento: amor, porque reconoce
la bondad y la belleza que hay en él; desprendimiento, porque advierte que no es
en la mera relación con las cosas, ni en la vida presente donde su vida se
consuma, y que debe, por tanto, mirar al m. que le circunda desde la perspectiva
de la eternidad.
La posibilidad que el hombre tiene de adulterar su actitud frente al m.,
encerrándose en él, es decir, de detenerse en la belleza y la bondad creadas
como si en la relación con ellas estuviera el último fin, cerrándose de esa
forma a la llamada que Dios le dirige a través de las cosas y de la historia,
constituye la ocasión y la materia, el pecado. De ahí la famosa definición que,
desarrollando textos agustianos da S. Tomás del pecado: «aversio a Deo,
conversio ad creaturas», apartarse de Dios, volviéndose hacia las criaturas (Sum.
Th. 1-2 q71 a6; 2-2 8118 a5; 3 q86 a4 adl). El pecado tiene su raíz en el
orgullo y el egoísmo, en la tendencia del hombre a postularse como absoluto,
negándose a reconocer su subordinación a Dios y pretendiendo ser él el autor de
su propia ley; pero, al ser de hecho un ser creado, que no tiene por sí mismo su
propio ser y, por tanto, su propia felicidad, desemboca necesariamente en un
derramarse del hombre en las cosas, convirtiéndolas en absolutos en los que él
mismo se pierde y enajena.
Pero si la definición mencionada capta el núcleo de la realidad
pecaminosa, no sería lícito invertirla para definir la virtud como conversio ad
Deo, aversio a creaturis, converión a Dios, apartándonos de las criaturas. Ya
que no son las criaturas lo malo, sino la actitud de nuestro corazón que ha
adulterado la bondad que hay en ellas en lugar de llevarla a la plenitud a que
estaba ordenada. Por eso, cuando el mismo S. Agustín (De Civitate Dei, 14-23)
precisa la naturaleza de los dos amores que distinguen las dos ciudades que
escinden la historia, contrapone no el amor a Dios y el amor a las criaturas,
sino el amor a Dios llevado hasta el desprecio de sí, y el amor a sí llevado
hasta el odio de Dios. Es, en efecto, ese amor radical a Dios o a sí mismo lo
que decide la orientación que el hombre da a su vida, y, consiguientemente, de
la actitud que adopta frente al mundo; éste quedará en efecto asumido en el acto
del amor a Dios, para ser amado como Dios lo ama; o al contrario en el acto del
amor a sí, siendo convertido en ocasión para apartarse de Dios, lo que implica
el condenarse a la propia infelicidad.
La actitud del cristiano frente al m. no puede, pues, ser la de aversión,
sino la de amor. El mismo desprendimiento de que antes hablábamos -y cuya
necesidad no se puede olvidar- no nace de desamor, sino del amor mismo: ya que
dada la situación peregrinante en que nos encontramos, el desprendimiento es
condición indispensable para realizar un amor verdadero. Sólo a través del
desprendimiento; está el hombre en condición de amar al m. de manera que ese
amor no degenere en egoísmo o en un cerrarse a la plenitud a que Dios destina su
creación. Se trata, en suma, de amar al m., más aún de amarlo apasionadamente,
pero de amarlo en Dios y desde Dios, fuente de todo amor verdadero (cfr. J.
Escrivá de Balaguer, Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones, 9 ed.
Madrid 1973, n° 113-119). La realidad del pecado y, más concretamente, esa
relación que el pecado dice a las criaturas -en el sentido precisado- nos
conduce, si nos situamos en la concreta perspectiva histórico-salvífica que, de
hecho, rige nuestra historia, a otra consideración que completa el panorama. El
pecado, naciendo del corazón del hombre, se consuma en las cosas y se refleja en
ellas. El mundo que existe y nos . rodea, es el m. en el que el pecado del
hombre ha manchado la bondad comunicada por Dios. Ya el primer pecado de Adán, a
la par que debilitó la naturaleza humana, destruyó la armonía que en lo creado
había establecido Dios, el sucederse de los pecados personales a lo largo de la
historia ha continuado afeando la creación. El mundo se presenta así, no ya sólo
como realidad que debemos trascender para llevar a Dios, y a la que debemos
luego volver para asumirla según Dios (y, por tanto, como realidad en cierto
modo traslúcida y que nuestra fe debe ir haciendo trasparente), sino como
realidad vuelta opaca por el pecado humano, y que, en ese sentido, dificulta el
acceso a Dios, el caminar hacia Él. Surge así el mundo como enemigo del hombre,
el mundo corrompido por el pecado y que al pecado inclina, empujando al hombre
hacia la condenación.
Cuanto hemos dicho hace un momento sobre la necesidad del desprendimiento,
queda así reafirmado y reforzado. Sería erróneo, sin embargo, deducir de ahí que
el cristiano, después del pecado de Adán, debe adoptar una actitud puramente
negativa (separación, huida) frente al m. La realidad es más bien que su actitud
debe tomar cariz redentor; el cristiano continúa amando al m., y al reconocerlo
manchado por el pecado, aspira a redimirlo, devolviéndole esa pureza de la que
Dios le dotó nativamente, más aún, llevándolo -en virtud de la gracia- a la
pureza trasfigurada de los nuevos cielos y de la nueva tierra que permanecerán
en la eternidad (cfr. Apc 21,1-4). Es en ese sentido un amor escatológico, pero
que influye en el presente. El cristiano en efecto, no vuelve sus espaldas al m.
presente, considerándolo entregado al demonio y a la muerte, sino que,
consciente de la realidad de la gracia (v.), se dirige hacia él para luchar
contra el pecado y restituir al m. y a los diversos ámbitos de la vida humana la
belleza, la bondad y la justicia de las que deben estar dotados. Sabe
ciertamente que sus esfuerzos no se verán coronados por un éxito total, ya que
el pecado sigue persistiendo, y que cuanto consigue realizar está sometido a la
provisionalidad y transitoriedad de todo lo que, perteneciendo al tiempo, puede
ser destrozado y destruido: que serán, pues, sólo como una parábola que anticipa
y anuncia de lejos y en imagen la plenitud de los cielos. Pero eso no le lleva a
abandonar la tarea, ya que sabe también que en ese esfuerzo por asumir su
responsabilidad terrena el espíritu y la ley de Cristo, realiza su misión de
llevar el m. hacia Dios y de dar testimonio ante los hombres de la victoria del
Señor sobre la muerte y el pecado, y, como, por tanto, se vincula el tiempo a la
eternidad hacia la que todo se encamina.
Desprendimiento del m. para afirmar la primacía absoluta de Dios, y amor
al m. desde Dios y en Dios; contemplación por la que el hombre trasciende las
cosas para situarse ante su Creador, y acción por la que vuelve a las cosas para
realizar en ellas el designio creador y salvador de Dios; apartamiento del
pecado y de todo lo que en el m. conduce a él, y esfuerzo por vencer al pecado y
restituir al m. su perfección; conciencia dela provisionalidad de lo presente, y
reconocimiento del valor del tiempo como momento en que se revela la eternidad y
nos hacemos contemporáneos de Cristo incorporándonos a Él; son de esa forma
elementos estructurales de la actitud cristiana que se complementan los unos a
los otros, de modo que el olvido de cualquiera de ellos desdibuja la verdad.
Esta actitud cristiana puede, a una mirada superficial, parecer compleja, o
incluso contradictoria. Esa aparente complejidad no es, en realidad, otra cosa
que el signo de la perfección con que, en virtud de la gracia, se hermanan y se
funden en ella, trascendidas, las diversas dimensiones de la experiencia y de
las aspiraciones humanas. No es, pues, conquista humana, sino don divino, y don
recibido en una libertad aún no confirmada en la gracia, y que, por tanto,
conoce su fragilidad y su capacidad de pecado; más aún, que se sabe redimida,
pero sólo en germen, de modo que advierte todavía en sí misma las reliquias del
pecado. La unidad de vida es don que ha recibido ya el cristiano, pero que, al
haberlo recibido sólo en arras, es compatible con la experiencia del
desgarramiento y de la ruptura. Es, pues, sólo en la medida en que trasciende en
la fe y en la esperanza, y, por tanto, en la oración y la plegaria, esa
experiencia del dolor, de la oscuridad o del aparente sin sentido de las cosas,
como puede afirmarse en su amor y mirar al m. con serenidad, amor y confianza.
El amor al m., como cualquier otra dimensión del vivir cristiano, se funda y
alimenta en el amor a Dios, de Quien todo viene y a Quien todo tiende.
BIBL.: J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, 9 ed. Madrid 1973; fD, Es Cristo que pasa (Homilías), 3 ed. 1973; P. RODRíGUEZ, «Camino» y la espiritualidad del Opus Dei, «Teología espiritual», 9 (1965) 213-245; A. GARCfA SUÁREZ, Existencia secular cristiana, «Scripta Theologica», 2 (1970) 145-164; G. THILS, Santidad cristiana, Salamanca 1960; Y. M. CONGAR, Jalons pour une théologie du laicat, París 1953; K. V. THRULAR, Fuite du monde et conscience chrétienne d'aujourd'hui, Roma 1965; M. SCHMAUs, Teología dogmática, II: Dios creador, 2 ed. Madrid 1961, 65-85; III: Dios redentor, Madrid 1959, 332-355.
J. L. ILLANES MAESTRE.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991