MUNDO IV. MUNDO Y ANTROPOLOGIA B. EL MUNDO COMO ENEMIGO DEL ALMA
Por enemigo del alma hay que entender cualquier causa que influya en la comisión
de un pecado. Dado que toda causa debe ser de la misma naturaleza que lo
causado, sólo puede ser enemigo del alma una realidad moralmente imperfecta, es
decir, pecaminosa. Cuando hablamos del m. como enemigo del alma, nos referimos,
por tanto, a aquellas cosas de entre las que componen el m. que contienen algún
germen de inmoralidad. Por tratarse de una cuestión de orden ético, el pecado
sólo puede arraigar en las cosas espirituales del m.: el hombre y sus acciones.
Arraiga también en las irracionales en la medida en que éstas reflejan el mal
que con ellas se ha cometido. No todas estas realidades del m. son causa del
pecado de la misma manera. Su propia naturaleza, en cuanto herida por el pecado,
es para cada hombre enemigo del alma que le acompaña inevitablemente: la huella
del pecado original, aumentada por las consecuencias de los pecados personales,
es la causa inmediata y física o real-eficiente de todo pecado. Es la mala
voluntad del hombre pronus ad peccátum, inclinado al mal, la que permite obrar a
sus malas inclinaciones. Éste es el enemigo del hombre que llamamos carne (v.)
en el sentido paulino de la palabra, es decir, el hombre en cuanto desordenado
por el pecado. «La carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu y el
espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de
manera que no hagáis lo que queréis» (Gal 5,17). El hombre carnal es el que da
rienda suelta a sus malas inclinaciones, el espiritual el que las domina con la
ayuda indispensable de la gracia (cfr. 2 Cor 1,12; 1 Cor 3,2; 2 Cor 10,4; 1 Cor
3,1; Rom 8,5-7; Rom 9,8; Gal 5,16-19; Eph 2,3). Así como la gracia es causa del
buen obrar, la carne lo es del mal obrar..
Así, pues, en el m., el hombre en cuanto carne, en el sentido paulino de
la palabra, es para sí mismo su propio y más directo enemigo. El resto de las
cosas propias del m. que sean malas o expresan el mal, constituyen el m. del que
decimos que es enemigo del alma. Tomando ocasión de todo ello, el demonio (v.),
tercer enemigo del alma, se esfuerza por inducir al hombre al pecado. Tal es el
panorama de la lucha ascética (v.) cristiana.
Este enemigo del alma al que llamamos m. es, por tanto, toda realidad
exterior al hombre, y por el hombre perceptible, contaminada por la corrupción
introducida en el m. por el pecado. No todo el m. es, pues, pecado, sino sólo el
m. en cuanto que es afectado por el pecado: «Mas las cosas, que salen del
hombre, ésas son las que manchan al hombre. Porque de lo interior del corazón es
de donde proceden los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los
homicidios, los hurtos, Las avaricias, las malicias, los fraudes, las
deshonestidades, la envidia y mala intención, la blasfemia o maledicencia, la
soberbia, la estupidez o la sinrazón. Todos estos vicips proceden del interior,
y ésos son los que manchan al hombre» (Mc 7,20-23). En la medida en que salen
del interior esos actos proceden de la naturaleza corrompida por el pecado,
cuyas consecuencias perduran en el hombre en gracia inseparablemente unidas a
sus buenas disposiciones. En la medida en que se proyectan hacia fuera manchan
al hombre al asediarle con el mal ejemplo. Las salpicaduras del mal ejemplo
debilitan la voluntad e inducen a pecar. Pero estas acciones son perfectamente
separables de las acciones buenas de los hombres. Por otro lado como las huellas
del mal obrar perduran impresas en los bienes de la tierra, éstos quedan
contaminados o manchados por lo malo que sale del interior del hombre. Tampoco
estas señales se integran o confunden con el rastro que deja el bien. Así, pues,
las acciones pecaminosas de los hombres, en cuanto pueden escandalizar, y sus
efectos, en cuanto perduran terminada la acción mala, constituyen el m. que es
enemigo del alma.
Todos los pecados externos de los hombres en cuanto pueden ser advertidos
por alguien constituyen ampliamente el ámbito del m. pecado. De un modo estricto
sólo forman el m. pecado cada una de aquellas acciones pecaminosas que por su
notoriedad debilitan la moralidad del ambiente en general o de un sector social
determinado. En sentido amplio son m.-pecado no ya estas acciones en cuanto a la
resonancia inmoral de cada una con independencia de las otras, sino el conjunto
de todas ellas y la disposición que crean para cometer más fácilmente acciones
análogas: las conductas pecaminosas y la inclinación al mal de los pecadores
habituales, en la medida en que estas malas inclinaciones muy arraigadas se
condensan moralmente en un clima que influye en la sociedad y se materializa en
determinados lugares o se fomenta en algunos círculos sociales. De esa forma
existen en la historia humana factores que inclinan al mal excitando la
concupiscencia (v.) que el pecado original ha dejado como huella en cada hombre,
y cuya densidad sólo disminuye por el influjo de hombres verdaderamente santos.
No es malo esencialmente el m. por esta propensión general al pecado. La cizaña
crecejunto al trigo (cfr. Mt 13,24-30), el mal junto al bien, pero éste puede y
debe prevalecer: «Un secreto. -Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son
crisis de santos. -Dios quiere un puñado de hombres suyos en cada actividad
humana. -Después... pax Christi in regno Christi -la paz de Cristo en el reino
de Cristo». (J. Escrivá de Balaguer, Camino, o. c. en bibl. n° 301).
1. Características propias del mal que se manifiesta en el mundo. El m.,
como el demonio, puede influir en el alma desde fuera por la complicidad interna
que encuentra en la carne o triple concupiscencia. A su vez el m.-pecado depende
de la «carne» en cuanto que está causado por los pecados de los hombres y
reproduce, por tanto, su triple contenido. Por eso dice S. Juan que «todo lo que
hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y
soberbia de la vida» (1 lo 2,16).
A partir de la concupiscencia de la carne -y entendemos aquí esa expresión
en el sentido de impureza o uso desordenado de todo lo que se refiere
directamente al cuerpo- surgen como consecuencia de su proyección sobre el m.
aquellas realidades mundanales que fomentan la justificación de lo erótico
(sexualidad desmedida) o de la glotonería (excesos en el comer y beber) o en
general del excesivo cuidado de lo corporal frente a lo espiritual. A su vez la
soberbia de la vida rechaza todo fin último distinto del hombre mismo, ya
individual ya colectivamente considerado, y bajo su influjo se dilatan
ampliamente las manifestaciones intelectuales de rebelión a Dios o bien se
adoptan actitudes de autosuficiencia y propia complacencia que equivalen en la
práctica a una profesión formal de ateísmo. Los ambientes saturados de estas
actitudes son un sector muy notable del m. pecado.
La concupiscencia de los ojos se manifiesta en el afán desordenado de
poseer, en la propensión a juzgar indebidamente, en el moverse por prejuicios en
función de resentimientos, en el descuido de las propias obligaciones y en el
desánimo frente a los bienes arduos o de difícil adquisición. Bajo el influjo de
la concupiscencia de los ojos las relaciones humanas no conducen a la
convivencia y los ámbitos en que se desarrollan sus consecuencias se hacen
moralmente irrespirables por el dominio que en ellos ejercen la codicia, la
envidia, la pereza, la injusticia y la falta de caridad hacia el prójimo.
Sólo mediante una concepción bien perfilada de la visión del cristiano en
el m. (v. II, B), puede obtenerse una visión completa y penetrante de la
corrupción que en el m. introduce la concupiscencia de los ojos. Entonces se
descubre que en esta deformación de lo temporal ocupan un lugar destacado no
sólo la injusticia y la maldad propiamente dichas, sino también la negligencia y
la impericia, con la consiguiente pérdida de ilusión por las cosas de la tierra,
que lleva a desatender la propia tarea terrena. El trato adecuado de las cosas
terrenas pide que se cuide en cada actividad humana el necesario «saber hacer»
que conduce a la competencia profesional, es decir, al conocimiento de la
naturaleza de las cosas y de las técnicas que permiten un eficaz servicio a los
demás (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 43).
2. Modos bajo los que se manifiesta el mundo-pecado. Tanquerey distingue
cuatro manifestaciones principales del modo de obrar del m.-pecado: máximas,
ostentación de vanidades y placeres, malos ejemplos y, finalmente, amenazas y
persecuciones (cfr. o. c. en bibl. n° 212-213). Debidamente actualizadas las
palabras, esta clasificación puede considerarse completa y clara. Por máximas
hemos de entender todas las ideologías y corrientes de opinión contrarias a la
doctrina cristiana. Por un lado todo lo que se opone a las verdades de fe:
pensamiento filosófico de tipo panteísta, agnóstico, laicista, materialista,
etc.; opiniones teológicas no concordantes con las verdades de fe tal como las
entiende la Iglesia. En segundo lugar los criterios que ante las enseñanzas del
Magisterio de la Iglesia de orden moral y, en general, ante las exigencias del
Evangelio, proponen una interpretación que prescinde del esfuerzo a que obliga
su recta aplicación.
Por ostentación de vanidades y placeres se entienden los que exaltan las
satisfacciones tanto sensuales como espirituales que, aun siendo lícitas, son
secundarias, de modo que las presenta como si fueran las más importantes o como
si no estuvieran muchas de ellas supeditadas a un fin superior. Todo lo que
excita la voluptuosidad, la frivolidad, la superficialidad, la curiosidad, entra
en este capítulo del m.-pecado. En suma todo lo que suele recibir el
calificativo de mundano.
Por malos ejemplos y estímulos se entienden todas las conductas
verdaderamente pecaminosas (V. ESCÁNDALO). Podemos incluir aquí -aunque incida
también en lo que hemos calificado como máximas- aquellos juicios que presentan
como rectas, bajo el pretexto de eficacia humana o de necesidad vital, actitudes
innobles o pecaminosas: calificar de hombre hábil a un financiero o un
comerciante que consigue enriquecerse por malos medios, de hombre libre de
prejuicios a quien se gobierna por un capricho, desconociendo la ley divina; de
persona brillante a quien con su modo de hablar maltrata a los demás, etc.
«Cuando el mundo no puede seducirnos -dice Tanquerey- intenta
atemorizarnos», introduciendo así el último aspecto: las amenazas y
persecuciones, es decir, la violencia física o moral, ejercida con el fin de
inducir al mal. La discriminación por razones de índole religiosa o de
integridad moral y el chantaje practicado con estos fines son formas importantes
de esta violencia.
3. La victoria que vence al mundo. Así formado, el cristiano puede
enfrentarse con el m.-pecado y vencerle. Esta lucha no puede plantearse en el
terreno mismo donde se ofende a Dios, participando de esas acciones con la
intención de hacerlas buenas poco a poco. Por eso, siempre que su presencia
junto a una acción mala o a sus incentivos implique la comisión de un pecado,
hay que apartarse de ellos. Se trata de aquellas realidades que hemos llamado
m.-pecado en sentido estricto, es decir, las acciones malas tomadas una a una:
unirse de algún modo a ellas ya es pecado. Se exceptúan los casos en que una
obligación profesional o análoga imponga la indagación de esas acciones. Pero si
la frecuentación de los ambientes donde se cometen pusiera en peligro la salud
espiritual de una persona nos encontraríamos en uno de esos casos en los que se
debería cambiar de actividad. Hay en efecto obligación moral de quitar las
ocasiones de pecar. Esta obligación se impone siempre ante una posibilidad
próxima de pecar. Por esta razón, en ocasiones, puede ser moralmente obligatorio
abandonar un determinado lugar de residencia o de trabajo, o romper con
determinadas amistades, o incluso cambiar de profesión o de estudios o modificar
la orientación general de la vida. Si una situación innocua se vuelve
progresivamente mala hay obligación de abandonarla en cuanto se advierta que no
es posible evitar el proceso corruptor sin salir personalmente corrompido, ya
sea porque no se puede evitar la participación en las acciones malas que allí se
cometen, ya sea porquecon la propia presencia se ampara, sin evitarlo, el mal
ajeno. Para un mayor desarrollo del tema, v. PECADO IV, 2 (Ocasión de pecado);
TENTACIÓN; COOPERACIÓN AL MAL; MAL MENOR.
Alejado del m. que es enemigo del alma de un modo estricto el cristiano
tiene que cambiar el m. que es enemigo del alma en sentido amplio. Tal es, como
ya queda dicho, el clima de pecaminosidad que procede del conjunto de las malas
acciones de los hombres. Este clima está condicionado no sólo por las acciones
humanas naturalmente incorrectas o antinaturales, sino también por el
«naturalismo» de los hombres de poca fe que «están aferrados a las cosas
terrenas» (Philp 3,19). La claridad natural que el m. ha de recibir del
cristianismo incluye, por tanto, la adecuación de las realidades terrenas a las
sobrenaturales. Este objetivo sólo puede alcanzarse cumpliendo bien las
obligaciones sociales, familiares, profesionales, etc., que delimitan el lugar
que cada hombre ocupa en el m., pues, sólo si se procuran cumplir con perfección
se realiza la relación que guardan con la salvación eterna de los hombres.
El amor a Dios y el deseo de servir a los demás hombres han de estar en la
base del perfecto cumplimiento de las propias obligaciones. Con esta recta
intención se contiene el amor propio fomentado por la soberbia de la vida. A su
vez la recta intención de servir a Dios y al prójimo lleva a usar las cosas de
acuerdo con la función que están llamadas a desempeñar. La rectitud de intención
atiende así a un doble fin que surge en la lucha contra la concupiscencia de los
ojos: dominar bien las normas propias de cada actividad humana y prevenir el
amor propio que puede excitarse ante el prestigio cosechado con un trabajo
competente. Para tener rectitud de intención en el uso de las cosas terrenas hay
que prestar un servicio con ellas, pero a la vez no se puede prestar ningún
servicio sin conocer la realidad de las cosas que se usan. El cumplimiento de
las prácticas de piedad no se puede separar del cumplimiento de las obligaciones
de orden temporal y la misma preparación para cumplir éstas fielmente ya es
parte integrante de la vida de piedad. «Oras, te mortificas, trabajas en mil
cosas de apostolado..., pero no estudias. -No sirves entonces si no cambias. El
estudio, la formación profesional que sea, es obligación grave entre nosotros»
(I. Escrivá de Balaguer, Camino, n° 334).
Dominadas la soberbia de la vida y la concupiscencia de los ojos con la
rectitud de intención y con la competencia adquirida en el manejo de las cosas
terrenas, se encuentra el hombre en condiciones idóneas para dominar eficazmente
la tercera raíz de su concupiscencia, la concupiscencia de la carne. Sometidos
el alma y el m. a Dios, todas las fuerzas humanas y el cuerpo se someten, a su
vez, al alma.
Planteada eficazmente la lucha ascética (v.) personal por los cristianos
es posible la cristianización del m. El influjo demoledor que proviene del
conjunto de las acciones malas de los hombres tiende a imponerse cuando no
encuentra obstáculos. Las acciones buenas de los hombres que han tomado la
resuelta decisión de dominar, la propia concupiscencia ha de ser barrera
infranqueable para el avance del mal y oleada purificadora que lo destruya. Por
el influjo de la rectitud de intención de estos hombres la soberbia será barrida
del m. Por el recto uso de las cosas terrenas, con el esfuerzo diligente que
comporta, la concupiscencia de los ojos será anulada. Como resultado de esta
doble victoria sobre el mal, vendrá la extirpación en el m. de la concupiscencia
de la carne, mediante la afirmación de lo espiritual sobre lo carnal, y con ella
la plena victoria del bien sobre el mal para siempre.
En esta lucha contra el mal en el m. el cristiano ha de adoptar una
postura activa, por exigencia evangélica -«id, pues; enseñad a todas las gentes»
(Mt 28,19). Escogido por Dios, ha de sentirse fortalecido por esta elección
frente al ambiente no cristiano que ha de trasformar (v. III, I). Si el m. actúa
como enemigo del alma a través de los malos ejemplos, un medio eficacísimo de
vencerlo son los buenos ejemplos. El cristiano, fiel a su vocación, ha de buscar
el buen ejemplo y la buena orientación y ha de dar buen ejemplo y orientar bien,
de, palabra también, a los demás. El cristiano es un hombre que sabe convivir
con los demás y fomenta el espíritu de sana convivencia, evitando que la
necesaria pluralidad degenere en enemistad.
BIBL.: A. TANQUEREY, Compendio de ascética y mística, París 1930, 147-154; G. THILS, Santidad cristiana, Salamanca 1960, 552-553; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, 23 ed. Madrid 1965; íD, Conversaciones, 6 ed. Madrid 1973; H. SCHUMACHER, El vigor de la Iglesia primitiva, Barcelona 1957; R. ROLAND GOSSELIN, Le combat chrétien selon St. Augustin, «Vie spirituelle, 24 (1939) 71-94; M. VILLER, La spiritualité des premiers siécles chrétiens, París 1930; 1. LECLERQ, El problema de la le en los medios intelectuales en el siglo XX, Bilbao 1955; VARIOS, Realidad del pecado, Madrid 1962 (obra publicada bajo la dirección de P. PALAZZINI y A. PIOLANTI).
J. J. GUTIÉRREZ COMAS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991