23 de marzo
SANTO
TORIBIO DE MOGROVEJO
(† 1606 )
La
sensación que se produce al ponerse en contacto con esta figura excepcional de
la historia eclesiástica es de auténtico asombro. Resulta increíble lo que,
sin embargo, está maravillosamente documentado. Santo Toribio de Mogrovejo
puede muy bien parangonarse, sin temor alguno, con las más egregias figuras de
la historia eclesiástica universal. No es una impresión nuestra
exclusivamente. Hace años que un especialista en historia eclesiástica de los
más famosos, el padre Leturia, escribía así. "Nada de cuanto hasta ahora
he manejado en el Archivo de Indias me ha impresionado más vivamente que este
ilustre metropolitano, gloria del clero español del siglo XVI, quien por su
apostolado directo e infatigable en las doctrinas de indios, por su legislación
canónico-misional en los concilios de Lima, por sus relaciones y contiendas de
subidísimo valor histórico y misional con las grandes Ordenes evangelizadoras;
por la firme, digna y confiada majestad con que se opuso a ciertas rigideces
centralistas de su insigne admirador y protector el monarca Felipe II, y, sobre
todo, por su afán indomable y eficaz en mantener —por encima de los virreyes
y del Consejo de Indias— el contacto inmediato y constante con la Santa Sede,
proyecta en la historia de las misiones americanas su múltiple y prócer
silueta, digna de coronar... el mismo Archivo de Indias de Sevilla". Como
ha escrito el señor arzobispo de Valladolid: la epopeya homérica de los
conquistadores halla un paralelo digno, y aun superior por sus fines y objetivos
espirituales, en la labor inmensa del gran arzobispo. A él se debe en grandísima
parte la rápida y profunda cristianización de la América española, y el éxito
de su apostolado, y el florecimiento de sus maravillosas "doctrinas"
de indios, la exuberancia del clero y de catequistas durante su fecundo
pontificado, explican la supervivencia del espíritu y de la vida cristiana en
aquellas dilatadas regiones, a pesar de las posteriores crisis y de la tremenda
escasez actual de operarios evangélicos".
Sin
embargo, triste es tener que reconocerlo, Santo Toribio continúa siendo prácticamente
para la gran masa de los fieles, incluso españoles y americanos, un
desconocido. Y hasta entre los mismos historiadores pesa más el tópico
consabido de quienes dieron pie a la leyenda negra que la labor maravillosa
realizada por este arzobispo, el mejor de los regalos que España hizo a su América.
Pasemos
casi sobre ascuas por su niñez y juventud. Nacido en Mayorga, en las montañas
de León, ya en las estribaciones de los Picos de Europa santanderinos, en
noviembre de 1538, su niñez fue la que correspondía a un muchacho de casa
hidalga en aquellos tiempos. Hasta los doce o trece años estudia en el mismo
Mayorga. Después marcha a Valladolid, donde hace sus estudios de humanidades,
lo que hoy llamaríamos bachillerato, y los de derecho. Son los años de 1550 a
1560. En 1562 le encontramos ya en Salamanca, donde había de permanecer largo
tiempo, hasta 1573. Hay, sin embargo, un paréntesis significativo: su tío,
Juan de Mogrovejo, que luego había de morir canónigo de la catedral de
Salamanca, le llamó junto a sí a Coimbra, donde él se encontraba entonces de
profesor, y juntos tío y sobrino prepararon para la imprenta, durante los años
1564-1566, las lecciones de don Juan. Es el más extenso de los autógrafos de
Santo Toribio que conservamos: cuatrocientos cincuenta y un folios de escritura
preciosa y limpísima. No parece, sin embargo, que llegara a matricularse como
alumno oficial en Coimbra. En cambio nos consta históricamente que en
septiembre de 1568 acudió a Santiago de Compostela en peregrinación a pie, y
aprovechó esta peregrinación para graduarse en aquella Universidad. Por aquel
tiempo la economía familiar tuvo un serio revés y Toribio se vio en la triste
necesidad de ir enajenando, para ir viviendo, parte de la espléndida biblioteca
que de su tío Juan había heredado. Se le ofreció ocasión de opositar a una
beca en el Colegio Mayor del Salvador de Oviedo. Hizo las oposiciones, triunfó
con limpieza y brillantez, y continuó sus estudios con vistas al doctorado en
derecho. Otros eran los planes de la divina Providencia, y Toribio no llegaría
nunca a graduarse de doctor.
Eso
sí, nos consta de toda su vida de estudiante la admirable santidad que ya
entonces presentó. Cuando, después de su muerte, el Colegio Mayor de Oviedo se
dirigía a Su Santidad el Papa pidiendo la beatificación, diría: "Todavía
rezuman las paredes, después de tantos años, el suavísimo olor de santidad de
que esta casa quedó como consagrada con la vida en ella de este alumno
divino". Y los testimonios de sus antiguos compañeros de colegio le acompañarían
también en el mismo proceso de beatificación, proclamando el concepto de
rectitud y de absoluta limpieza de vida en que entonces se le tuvo. Parece
cierto que pensó en retirarse a la Orden cisterciense. Y no es improbable que
la misma Santísima Virgen y San Bernardo intervinieran de manera milagrosa para
enderezar sus pasos por otro camino. Al menos en el Museo Provincial de
Salamanca se conserva algún testimonio arqueológico que parece indicarlo.
Recibido
en el Colegio Mayor el 3 de febrero de 1571, llega de manera imprevista, en una
noche de diciembre de 1573, su nombramiento como inquisidor de Granada.
Inmediatamente comienzan los trámites, no pequeños, para incorporarse a tan
importante destino, y en agosto de 1574 le encontramos ya tomando posesión e
incorporado a sus difíciles tareas. Conservamos las actas de las reuniones de
los inquisidores y los resultados de una visita, que, como correspondía a su
cargo, hizo por diversos pueblos de la región granadina. Por lo que puede
apreciarse su prestigio debía de ser extraordinario, cuando tan joven se le dio
un puesto de esta importancia, y el mismo Consejo Supremo le trató siempre con
una consideración que incluso no se encuentra en sus relaciones con
inquisidores mucho más antiguos y avezados.
Por
lo que podemos conjeturar sus planes eran enteramente modestos. Simple
tonsurado, como lo fue toda su vida su tío el canónigo y tantos otros letrados
eclesiásticos de aquel tiempo, Toribio no parece que llegara a pensar en pasar
a Indias o en llegar a difíciles cargos de gobierno eclesiástico. Pero otros
eran los planes de Dios. El mismo antiguo colegial de San Salvador de Oviedo,
"La
desmembración actual en pequeñas repúblicas nos aleja del concepto unitario
de aquella primera organización política de sus reinos en los virreinatos del
Perú para el Sur y de Méjico para el Norte", ha escrito muy justamente
Rodríguez Valencia. Entonces era Lima la más importante de las metrópolis de
América, como cabeza de jurisdicción en lo civil y en lo eclesiástico, puesto
que la provincia eclesiástica comprendía casi todos los obispados del
Continente hasta Nicaragua. "Los obispos comprovinciales —decía el
Cabildo de Lima a Felipe II— tienen por ley lo que se hace en el arzobispado
de Lima." Y la influencia religiosa y misional de Lima rebasaba incluso los
mismos límites del virreinato, extendiéndose al Brasil, a Filipinas y en parte
también a Méjico. Lima era, por otra parte, una ciudad hermosa: "Parece
otro Madrid", escribía el virrey don García Hurtado de Mendoza. Ciudad
cortesana a la europea, con su Universidad de San Marcos, con su Cabildo
catedral, con sus hospitales y su puerto de El Callao.
A
Lima, pues, llega el 11 de mayo de 1581 el nuevo arzobispo. Y la ciudad le recibía
con extraordinaria pompa y esplendor. Era una ceremonia prácticamente nueva
para los limeños, pues la anterior entrada episcopal había tenido lugar hacía
cuarenta años, en los comienzos del desarrollo urbano de la población. Cuando,
rendido por el trabajo de aquel larguísimo viaje desde la Península, primero
por mar y después por tierra, y de las interminables ceremonias de la entrada,
terminaba don Toribio de cenar, dio orden a su paje de que le llamara muy de mañana
al día siguiente. "Y ¿ha de ser esto así, siendo tanta la fatiga?",
dijo su hermana doña Grimanesa. "Sí, hermana —contestó el Santo—,
hemos de empezar a trabajar muy de mañana, que
no es nuestro el tiempo."
El
duelo que iba a establecerse no era el duelo individual de un santo frente a un
mundo. Contaba ya con unos principios de evangelización y una organización
eclesiástica; contaba con el apoyo eficiente del Patronato español, con amplia
generosidad de medios; contaba con su propia preparación jurídica, muy
completa, y contaba con un grupo excepcional de colaboradores. Allí está,
junto a él, su cuñado don Francisco de Quiñones, que con tal lealtad le ha de
servir a lo largo de los años, dando muestras de heroica fidelidad; está
Sancho Dávila, su fidelísimo compañero desde los tiempos de Granada, que
tantas noticias de su vida nos había de proporcionar; está don Antonio Valcázar,
espléndido colaborador en materias jurídicas y pastorales, y el padre Acosta,
y todos los jesuitas, que tanto le ayudaron. Y, sobre todo, su hermana doña
Grimanesa. Es ella la que alzará su voz contra el exceso en las limosnas
("Andad presto —dirá el arzobispo a unos pobres a quienes ha dado su
mejor camisa—, mirad que no venga mi hermana"), quien urgirá que cuide
algo de su salud, quien atenderá a las cosas materiales de aquella casa. Así,
rodeado de un equipo excepcional, acomete su tarea.
Tarea
ciclópea. En primer lugar como legislador. Sus tres concilios y sus diez sínodos
diocesanos suponen el planteamiento legislativo de toda la organización eclesiástica
de la América del Sur. Durante siglos, hasta el concilio plenario de América
latina que se tendrá en Roma a principios del siglo XX, América se regirá por
las leyes que ha dado Santo Toribio. No importa que el Patronato ponga estorbos
a la celebración de los concilios, como estaba mandado. El cumplirá la ley y
allá los señores del Consejo de Indias si impiden que los concilios no lleguen
a promulgarse. Pero su éxito más fabuloso será el del primero de los
concilios que reúne. Es algo increíble: unos obispos que se pelean durante
meses, que se envuelven en una maraña de pleitos... saben, sin embargo
sobreponerse, que así eran los hombres de aquella época, a todas esas miserias
humanas y de proceder de común acuerdo a la hora de dictar las leyes eclesiásticas.
El arzobispo pasa por las mayores humillaciones. Casi se lee hoy con lágrimas
en los ojos la historia de aquellos días. Pero no le importa. Lo sufre todo a
trueque de sacar adelante aquellas leyes que introducían, con fuerza y decisión,
la reforma tridentina en las tierras de América.
El
concilio se tuvo, y con el apoyo del rey, y con la aprobación de Roma, se aplicó
inflexiblemente. A los pocos años un clero reformado emprendía una tarea
pastoral maravillosa. El arzobispo, incansablemente, superaría nuevas cimas, y
al final de su vida la fisonomía de la diócesis limeña y de la provincia
eclesiástica habría cambiado por completo. Sólo Dios sabe a trueque de cuántas
Iágrimas, dificultades y disgustos.
Pero
no bastaba dictar leyes. La experiencia estaba hecha. Su antecesor, Loaysa, había
legislado también admirablemente y sus leyes habían quedado incumplidas. Santo
Toribio quiso hacer más y ponerse en contacto inmediato con las duras
realidades.
Y
empezó su gigantesca visita. En una geografía atormentada, que iba desde las más
deliciosas planicies hasta las cumbres de los Andes, sin caminos unas veces, las
más, a pie, y otras en mula, soportando una diferencia de clima que ponía a
prueba la salud de los más robustos, Santo Toribio recorrió aproximadamente
cuarenta mil kilómetros. Nótese bien, cuarenta mil kilómetros de aguas y
nieves, de súbitas crecidas, de los ríos, de caminos jamás transitados,
llegando hasta tribus que jamás habían visto un español, cuanto menos un
obispo. Al final de su vida en un cálculo exacto —pues, anticipándose a las
tendencias de ahora, Santo Toribio llevó siempre cuenta rigurosa de lo que
llamaríamos hoy datos de sociología religiosa— Santo Toribio pudo calcular
que había administrado el sacramento de la confirmación a ochocientas mil
almas. La mayor parte de su pontificado. transcurre en las doctrinas, en
contacto con los indios y con sus párrocos. En este sentido su testimonio
acerca de las cosas de aquellas tierras es excepcional. Unicamente un virrey,
Toledo, que había cesado en su cargo al iniciar Santo Toribio el pontificado,
hizo algo parecido, pero no en esta medida. El material de sus libros de visita,
inconcebiblemente menospreciado por muchos historiadores, nos dice algo más e
infinitamente más cierto y más seguro que las fantasías de otros muchos que
escribieron sobre las Indias.
Es
emocionante el anecdotario de la visita. Pero también inagotable. Jamás dejó
de visitar a un solo indio, por pobre y alejado que estuviera. Baste un ejemplo
por el que nos podemos hacer idea de lo que era aquello. Se les había hecho de
noche en la margen del río. Decidió acampar y esperar la normalidad de las
aguas al día siguiente, pues el río había subido de repente. Los demás lo
habían atravesado ya. Quedaron con él sus dos capellanes y el negro Domingo
que le servía. No había para cenar sino un pan que llevaba el negro. El
prelado lo partió en cuatro partes, para los cuatro comensales, y, con un poco
de agua del río hicieron su cena. Rezó sus horas canónicas y se acostó al
sereno. No habían descansado hora y media cuando sobrevino un aguacero muy
terrible que duró hasta el amanecer y no les dejó conciliar el sueño. Al
llegar el día el río continuaba crecido. Rodeado por la cuesta sin caminos ni
posibilidad de cabalgadura. Llegaron al pueblo por el puente del río a las ocho
de la mañana. Sin desayunar se dirigió a la iglesia, hizo oración y predicó
a los indios. Oyó misa y volvió a predicar durante ella. Se puso a confirmar y
terminó a más de las dos de la tarde. A eso de las tres se sentaba a comer,
"bien cansado y trabajado". Preguntó al doctrinero si faltaba alguno
por confirmar. El padre, que conocía de lo que era capaz, respondió con
evasivas. El arzobispo insistió y el religioso no tuvo más remedio que
declararle que a un cuarto de legua había un indio enfermo. El arzobispo se
levantó de la mesa y fue allá. Llevaron el pontifical. El indio estaba en un
altillo "que si no era con una escalera no pudieran subir". Consoló
al indio, le instruyó y le confirmó con la misma solemnidad pontifical que si
se tratara de un millón de personas. Volvió a comer. Y encargó mucho al cura
dominico que cuidase de él, le consolase y mimase, y le dejó una limosna. Se
sentó a comer a las seis de la tarde. "Bendito sea Dios que se ha
confirmado este indio —decía—, y no irá ya por mi cuenta a morirse sin
este sacramento."
Ocasión
hubo en que Dios selló con milagros un celo tan extraordinario. Así, por
ejemplo, cuando hizo lo que entonces llamaban "una entrada hasta rincones a
los que no había llegado jamás ningún español. Era tierra de infieles
caribes y le salieron al encuentro cantidad de ellos con sus armas. Y Su Señoría
les habló de manera que se arrojaron a sus pies y le besaron la ropa". Sus
acompañantes testificaron el milagro: el intérprete que llevaba no les entendía,
pero el arzobispo "miró al cielo diciendo: "Dejad, que yo los
entiendo", y volvió a hablarles en la lengua española, que en su vida habían
oído, y en latín, del Santo Evangelio, y fue entendido de todos. Ellos, a su
vez, le respondieron en su lengua, entendiéndoles el arzobispo, con que se
verificó este milagro, aunque el lo quiso ocultar por su mucha virtud y
santidad".
Su
gran amor fueron los indios y los negros. Por ellos padeció persecución, y
bien recia, en tiempos de don García de Mendoza. En favor de ellos luchó con
tenacidad para que se les admitiera a la Eucaristía. No es posible recoger los
mil rasgos que de él se conservan en este aspecto. Les predicaba, se detenía
con ellos en la calle, les invitaba a su mesa, les trataba con un cariño
paternal, les recibía a cualquier hora. Es una epopeya emocionante de amor,
entrega y afecto. Refugiémonos una vez más en la anécdota:
Ocurrió
que entre la servidumbre de su casa arzobispal enfermó de gravedad un negro
bozal de su caballeriza. A las dos de la madrugada entró un sacerdote a
confesarle, y se retiraba ya a descansar. El arzobispo, que apenas dormía, le
vio desde su ventana y le preguntó el objeto de su visita a estas horas. El
sacerdote le explicó el caso y cómo lo había confesado ya. El arzobispo dijo
era conveniente administrarle el viático. El sacerdote respondió que el negro
era demasiado bozal e incapaz de recibirlo. Insistió el arzobispo que le
instruyese y le hiciera capaz, y sin esperar más bajó de su habitación y se
fue con el cura a la del enfermo; se sentó en la cama y, con palabras de
consuelo y de ternura, comenzó a instruirle. Consiguió que el negro
distinguiese suficientemente el pan eucarístico; levantó a los de su casa,
limpiaron la habitación, entró en la catedral, sonaron las campanas, y bajo
palio, con algunas personas que acudieron al toque de campanas, el sacerdote
portó el viático seguido del arzobispo. Recibió el negro la comunión, volvió
el arzobispo a la catedral acompañando al Señor. Reservado el sacramento, el
prelado fue de nuevo a la habitación del negro para consolarle, supo que no
estaba confirmado, pidió el pontifical y le administró la confirmación. Le
exhortó a que pidiese la extremaunción. Lo hizo el negro. Se la administró el
arzobispo y en estos ministerios llegó el alba. Inmediatamente el arzobispo
emprendió su jornada ordinaria.
Esto
no es más que una anécdota. Como éstas conservamos a millares. A cuál más
edificante. Como edificantes sus relaciones con el clero secular, sus luchas por
sacar adelante el seminario, su amor y veneración hacia las Ordenes religiosas,
su firmeza y su sentido profundo de respeto hacia la autoridad civil. No hay
lugar a recogerlo todo. Durante cinco años interminables recibió un trato durísimo
por parte del rey, que inexplicablemente, se fiaba de las relaciones que enviaba
don García Hurtado de Mendoza, quien en alguna ocasión no retrocedió ante la
misma calumnia. Mucho tuvo que sufrir, hasta lo increíble. Nos consta, sin
embargo, que jamás salió de sus labios una queja, sino, antes al contrario,
tuvo explicaciones para todo. "No será como dice", decía siempre que
en su presencia murmuraba alguno. Y cuando, con ocasión de un memorial en el
que se le denunciaba por haber atacado el Patronato, la reprensión del rey llegó
a extremos realmente increíbles, la contestación de él tiene una dignidad y
un estilo que transparentan por completo la santidad: "No sé —dice—
con qué conciencia pudo persona alguna hacer relación a Vuestra Majestad...
tan siniestra y contraria a la verdad... Tendrá su conciencia gravada y onerada
para poder satisfacer a la buena fama y opinión y honra de la persona del
prelado y dignidad pontifical que se tenía en estas partes... Su Divina
Majestad tenga misericordia de él, y le perdone y atraiga a conocimiento de su
yerro, maldad y pecado, y a que satisfaga enteramente como está obligado...
Dios Nuestro Señor que tenga en su mano, y me dé fuerzas para trabajar en esta
viña y poder descargar la conciencia de todos, no queriendo otro premio sino a
Él".
Aun
hablando humanamente, y prescindiendo del aspecto sobrenatural, Santo Toribio
fue un hombre realmente excepcional. Su salud, que sólo por milagro pudo
resistir la increíble austeridad de vida y aquellos trabajos interminables; su
inteligencia prócer, que se proyecta en la claridad extraordinaria de todos sus
escritos; su estilo literario, de impresionante majestad; su propio dominio, aun
en las circunstancias más difíciles, le elevan a una altura inconmensurable.
Murió
como correspondía a un luchador de su talla: en pleno combate. Se sintió
enfermo, y continuó, sin embargo, la visita. Le pedían y le suplicaban sus
acompañantes que se cuidara un poco. Fue todo en vano. Continuó trabajando
hasta el último momento. Había llegado a Saña medio muerto, con ánimo de
consagrar allí los óleos. Le derribó la fiebre; y con todo, por rigor de
ayuno del tiempo (era Semana Santa.), "no comió carne hasta tres o cuatro
días antes de morir, por mandato del médico, lo cual fue mucha parte para
apresurar su muerte, por no haberse dejado regalar estando enfermo". Allí,
lejos de su iglesia catedral, rodeado de sus indios amadísimos y de los
sacerdotes que habían concurrido para la consagración de los óleos, murió el
día de Jueves Santo de 1606.
Su
cabildo catedral tomó sobre sí, con fidelidad admirable, el trabajar por
conseguir la beatificación. En 1679 se lograba. Y en 1726 era canonizado.
Cuando, a principios del siglo XX, se reunía el concilio plenario de América
latina, los obispos reunidos en Roma con esta ocasión habían de pedir con
insistencia que él fuera su modelo. "Prelado santísimo —decían en las
aclamaciones que se cantaron en la solemne sesión de despedida—, intercede
por nosotros para que nuestros trabajos sinodales produzcan fruto
sempiterno." Al fin y al cabo los mismos prelados acababan ya de llamarle
"ejemplar de todos los obispos de América latina y ornamento espléndido
de aquella santa Iglesia".
LAMBERTO DE ECHEVERRÍA.