2
de agosto
SAN
PEDRO JULIÁN EYMARD
(† 1868)
El
mes de julio de 1799 había pasado por La Mure el papa Pío VI, prisionero
del Directorio. Durmió en la pequeña ciudad y a la mañana siguiente dio
su bendición al pueblo apiñado en la plaza.
Y
la bendición del anciano Pontífice germinó en santidad.
Cinco
años más tarde llegaba allí un rico labrador arruinado en los días de
la Revolución y ahora afilador ambulante. Era un buen cristiano y buen
trabajador. Las cosas le fueron bien y pensó rehacer su hogar casándose
en segundas nupcias. En aquel hogar nació el Beato Pedro Julián Eymard,
el 4 de febrero de 1811. Encontró dos hermanastros, Antonio, que
desapareció muy pronto enrolado en los ejércitos de Napoleón, yendo a
jalonar con su tumba anónima los caminos de Rusia, y Mariana.
Cuando
el niño tenía cuatro años pasó por La Mure Napoleón, evadido de la
isla de Elba. El aire se llenó de cantos guerreros y la presencia del
emperador electrizó a la chiquillería, que en adelante jugó a las
guerras y a los soldados. También Julián se divertía marcando el paso y
llevando flamantes penachos de cartón.
Era
inteligente y de carácter resuelto. Su madre, una santa mujer, le llevaba
todos los días a la iglesia para recibir la bendición del Santísimo. La
presencia de Cristo en el sagrario llegó a ser familiar al pequeño. Un día
des, apareció de casa. Le buscaron; todo inútil. Su hermana llegó
angustiada a la iglesia. ¿Dónde estará? ¿Qué habrá sido de él? Y
allí estaba el niño, subido en una escalera junto al sagrario.
"Pero, niño, ¿qué haces ahí?" "Pues, nada; hablar con
Jesús."
Y
nació la vocación religiosa.
El
modesto afilador había hecho una pequeña fortuna y comprado un trujal.
Vivía por allí una niña heredera y el hombre había hecho sus cálculos
para más adelante. Por eso, cuando el niño le dijo que quería ser
religioso, el señor Eymard frunció el ceño y dijo: "No." Y
cuando el señor Eymard decía "no" era difícil hacerle volver
de su decisión. Esto lo sabia Pedro Julián, y mientras arreaba al
borrico que movía el trujal, a escondidas de su padre, estudiaba latín.
En el verano los seminaristas le corregían los cuadernos.
Y
llegó a los dieciséis; entonces afrontó la dificultad de frente,
revelando a su padre el doble trabajo de trujal y estudio clandestino.
Pidió que le dejara libre para ir al colegio. "Esto es demasiado
caro para nosotros", contestó el padre, desabrido. El muchacho buscó
una beca y la consiguió, pero el director lo llevó muy a mal y en
adelante humilló al chico todo lo que pudo. Nada de premios ni siquiera
de accesits. Durante los recreos debía encender el fuego, barrer la clase
y hacer otros menesteres humillantes. El joven resistió la humillación:
todo lo daba por bien empleado para ser un día sacerdote, pero el padre
retiró al muchacho.
En
la primavera de 1828 una oferta tentadora: un sacerdote de Grenoble, a
cuenta de algunos trabajos de jardinería, de casa y de sacristía, se
comprometía a enseñarle latín. Nuevo fracaso. Volvió a La Mure.
Así
estaban las cosas cuando pasó por allí el padre Guibert, oblato de María
Inmaculada, joven sacerdote de veintiséis años y más tarde cardenal
arzobispo de París. El joven sacerdote rompió la dura resistencia del señor
Eymard y Julián pudo ingresar en el noviciado de los oblatos de Marsella
el 7 de marzo de 1829.
En
Marsella quiso alcanzar a los demás, trabajó demasiado y cayó enfermo,
y vuelta a La Mure para morir. Pero él quería ser sacerdote, celebrar
siquiera una misa. Una tarde la campana de la iglesia tañó quejumbrosa
anunciando la agonía del muchacho. La gente se reunió en la iglesia y
pidió por el agonizante. Dios escuchó la oración y Julián sanó.
No
fue readmitido en los oblatos, pero monseñor Mazenod mismo, su fundador,
le presentó al rector del seminario de Grenoble.
Por
fin el 20 de julio de 1834 recibía la unción sacerdotal, alcanzando una
meta tan ardientemente deseada.
Cinco
años duró su vida parroquial, Fue primero coadjutor en Chatte y luego párroco
en Monteynard. Ahora su meta era la santidad; santificarse a sí mismo
para obtener la salvación de sus ovejas. Era el mismo método que por
aquellos días usaba otro santo párroco, el Cura de Ars. Los dos se conocían
y fueron buenos amigos.
Pero
un día el cura desapareció del pueblo. Cuando supieron los feligreses
que estaba en el noviciado de los padres Maristas de Marsella, se
presentaron amenazantes al obispo reclamando a su pastor. Era ya tarde; el
padre Eymard comenzaba su vida religiosa, Ahora le atraía la Virgen.
Sentirse miembro de la Sociedad de María, ser misionero tal vez allá en
la lejana Oceanía, bajo el pabellón de su Reina, era la ilusión que teñía
de rosa los duros sacrificios del noviciado.
Pero
el Señor no le quería en las misiones, sino en Francia: primero como
director espiritual del colegio de Belley, después como superior
provincial y más tarde como director de la Tercera Orden de María. El
padre Eymard se consideraba el caballero de María y trabajaba con denuedo
en aquella Marsella revuelta y encrespada de pasiones de mediados del
siglo. Trabajaba con los obreros y en las cárceles, sin olvidar las almas
selectas. En los días difíciles estuvo con todo su prestigio al lado de
la señorita Jaricot, fundadora de la Obra Pontificia de la propagación
de la fe.
Un
día frío de invierno había llegado el padre Eymard a Fourviére, a
poner a los pies de su Dama, la Virgen, el fruto de sus trabajos, y allí
le esperaba María para dar un rumbo nuevo a su vida. Toda su vida había
sido el padre un enamorado ferviente de la Santísima Eucaristía. Pero
hacía algún tiempo, sobre todo, que el Santísimo le arrastraba como un
imán irresistible. Un día, llevando la custodia en procesión, en un
arranque de fervor había prometido predicar sólo de Jesucristo
Sacramentado. Era la mano cariñosa de María que le venía guiando.
Ahora, en esta fría tarde de invierno en Fourviére, lo comprendió todo.
La Virgen le significó su deseo: era preciso fundar una Congregación con
el objeto exclusivo de dar culto al Santísimo.
Consultó
a los superiores, consultó a Pío IX, y, cuando vio con claridad que era
la voluntad de la Señora, se lanzó al trabajo. Ahora había que cubrir
una nueva etapa: la fundación de la Congregación del Santísimo
Sacramento. Las obras de Dios se cimentan en el sacrificio. Esto lo sabía
el padre Eymard, pero estaba dispuesto a pasar por todo, hasta comer
piedras y morir en un hospital, si fuera preciso.
Salió
de la Congregación y sólo, sin más bagaje que su indómita voluntad y
la bendición de la Virgen, llegó a París para fundar.
El
señor De Cuers, un viejo marino nacido en las playas sonrientes de Cádiz,
fue su primer compañero.
El
nuevo Instituto fundado por el padre Evirtard tenía como única finalidad
dar culto solemne al Santísimo Sacramento. El Señor quedaba expuesto día
y noche y los religiosos debían sucederse por turnos en una guardia
solemne y continua. La obra comenzó a marchar, pero muy despacio.
Llegaban adoradores, pero se cansaban pronto ante la dificultad de la
adoración nocturna. El padre Eymard no varió un punto su plan y continuó
impertérrito, puesta siempre la confianza en el Maestro. Mientras se
desarrollaba el largo y doloroso período de gestación del nuevo
Instituto el fundador no perdió el tiempo en lamentaciones. Ahora su vida
convergía toda hacia un ideal, ideal grande, sublime: el servicio de la
Real Persona de Jesucristo presente en la Eucaristía. Y el ideal
polarizaba toda su actividad interna y externa. También hubiera podido
decir, como San Pablo: "Mi vivir es Cristo", pero hubiera debido
añadir: "Sacramentado".
Para
ser mejor adorador, mejor servidor de Cristo sacramentado, se santificaba.
Había dicho a su cuerpo: "Te domaré a fuerza de golpes". Y lo
cumplía a rajatabla. Las más insignificantes faltas tenían
minuciosamente señalado el número de azotes. Pero muchas noches, al
hacer el examen de conciencia y calcular los golpes, y ver allí la
disciplina, era tal el horror que le inspiraba que salía huyendo como
impelido por una fuerza misteriosa. Pero volvía con decisión y entonces
los azotes eran más fuertes. Se privó del tabaco y reguló sus
amistades, guardando celosamente para Cristo sacramentado todo su corazón.
Pero
más que el dolor físico de penitencias y enfermedades purificó su alma
el dolor moral. El viejo marino gaditano, convertido en el padre De Cuers,
con su intransigencia y celos le dio más de una pesadilla. Dos veces fue
ásperamente reprendido por dos cardenales de París, la calumnia mordió
su fama y las deserciones de los cobardes amargaron su corazón. Sin
embargo, decía: "Tengo miedo que cesen las pruebas", y su alma,
como la de San Pablo, pasaba alegre por todo con tal de que Cristo
sacramentado fuera más conocido y mejor amado.
Como
a San Pablo, el amor de Cristo le empujaba a predicar. Sentía ansias
incontenibles de pegar fuego a todo el mundo con el tizón ardiente de la
Eucaristía. Sus viajes y el contacto con las gentes de Marsella le habían
dado una visión exacta de la sociedad; las masas obreras se alejaban de
Dios y de Cristo. Pero los hombres se iban de la iglesia porque no conocían
a Cristo. Era preciso sacar a Cristo del sagrario, exhibirlo, mostrarlo,
no como una momia o como un recuerdo, sino como Alguien vivo capaz de
solucionar todos los problemas individuales y sociales. Le martilleaba el
alma aquella sentencia de San Pedro: "Fuera de Él no hay que buscar
la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro
nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos" (Act. 4,12).
Y
fue diciendo su mensaje por todos los púlpitos de Francia: sólo en la
vuelta a Cristo sacramentado está la salvación. Pensó que lo más
efectivo para esta restauración cristiana por la Eucaristía sería ganar
a los sacerdotes. El había sido siempre devotísimo del sacerdocio por su
íntima conexión con la Eucaristía, y ahora se entrega a ellos en cuerpo
y alma. Más tarde sus trabajos se concretaron en una obra magnífica: los
sacerdotes adoradores. La finalidad de esta obra, hoy extendida por todo
el mundo, es promover el culto de la Eucaristía.
Para
los fieles fundó una especie de Tercera Orden de su Congregación, que
llamó Agregación del Santísimo Sacramento. Los socios de esta obra se
comprometen a procurar al Señor un culto más decente mediante la limosna
y la prestación personal de la Adoración mensual, semanal o diaria.
En
su afán de dar culto a la Santísima Eucaristía fundó también una
Congregación de religiosas Siervas del Santísimo Sacramento, dedicadas
exclusivamente a la adoración solemne del Santísimo.
En
sus andanzas por los caminos de Francia, como peregrino de la Eucaristía,
encontró el padre Eymard a la señorita Tamisier. Tamisier fue durante
cuatro años sor Emiliana en la Congregación de Siervas del Santísimo
Sacramento. El padre Eymard modeló su alma con el máximo cuidado,
sembrando en ella inquietudes eucarísticas. Con la bendición del padre
salió del convento para ser en el mundo la viajera del Santísimo
Sacramento primero y luego la organizadora de los Congresos Eucarísticos.
Así vio el padre Eymard desde el cielo cómo germinaban sus ideas en
aquel primer Congreso Eucarístico de Lila de 1881, promovido por su hija
espiritual y dirigido por sus religiosos.
Se
acerca el ocaso. Su vida se apaga. La Virgen ha conducido sus pasos a través
de su peregrinación. Esta tarde de mayo de 1868, después de haber
predicado acerca de las relaciones de María con la Eucaristía, termina
así su sermón: "Pues bien, ¡honremos a María con el título de
Nuestra Señora del Santísimo Sacramento!". Y desde ese día María
es invocada en la Iglesia con un nuevo título, viejo en su contenido y
nuevo en la expresión. Tres meses más tarde entregaba su alma al Señor.
Había sido el hombre empujado siempre por el ideal.
LUIS BAIGORRI, S. S. S.