DOCUMENTACIÓN
LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA ENCARNACIÓN
Catequesis de Juan Pablo II durante la audiencia general
CIUDAD DEL VATICANO, 5 abr (ZENIT.org).- La verdad de la Trinidad no es un teorema abstracto, lejano, frío..., es una realidad que forma parte de nuestra vida de todos los días. Lo afirmó Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles al afrontar el misterio fundamental de la vida cristiana. Estas fueron las palabras del pontífice.
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1. «Una sola fuente y una sola raíz, una sola forma resplandece en el triple esplendor. ¡Allí donde brilla la profundidad del Padre, irrumpe la potencia del Hijo, sabiduría artífice del universo entero, fruto generado por el corazón paterno! Y allí relumbra la luz unificadora del Espíritu Santo». Así cantaba a inicios del siglo V Sinesio de Cirene, en el Himno II, celebrando en la aurora de un nuevo día la Trinidad divina, única en la fuente y triple en su esplendor. Esta verdad del único Dios en tres personas iguales y distintas no está relegada en los cielos; no puede ser interpretada como una especie de «teorema aritmético celeste» sin ninguna repercusión para la vida del hombre, como suponía el filósofo Kant.
2. En realidad, como hemos escuchado en la narración del evangelista Lucas, la gloria de la Trinidad se hace presente en el tiempo y en el espacio y encuentra su epifanía más alta en Jesús, en su encarnación y en su historia. La concepción de Cristo es leída precisamente por Lucas a la luz de la Trinidad: lo atestiguan las palabras del ángel, palabras dirigidas a María y pronunciadas en una modesta casa del pueblo de Nazaret en Galilea, al que la arqueología ha vuelto a sacar a la luz. En el anuncio de Gabriel, se manifiesta la trascendente presencia divina: el Señor Dios --a través de María y en línea de la descendencia de David-- entrega al mundo a su Hijo: «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre» (Lucas, 1, 31-32).
3. En este caso, el término «hijo» tiene un valor doble, porque en Cristo se unen íntimamente el lazo filial con el Padre de los Cielos y el lazo con la madre terrena. Pero, en la Encarnación participa también el Espíritu Santo, precisamente su intervención produce esa generación única e irrepetible: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lucas 1, 35). Las palabras que proclama el ángel son como un pequeño Credo, que arroja luz sobre la identidad de Cristo en relación con las demás Personas de la Trinidad. Es la fe conjunta de la Iglesia, que Lucas presenta ya en los inicios del tiempo de la plenitud salvífica: Cristo es el Hijo del Dios Altísimo, el Grande, el Santo, el Rey, el Eterno, cuya generación en la carne se realizó por obra del Espíritu Santo. Por ello, como dirá Juan en su Primera Carta «Todo el que niega al Hijo tampoco posee al Padre. Quien confiesa al Hijo posee también al Padre» (1 Juan 2, 23).
4. La Encarnación se encuentra en el centro de nuestra fe, en la que se revela la gloria de la Trinidad y su amor por nosotros: «La Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria» (Juan 1, 14). «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Juan 3,16). «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él»(1 Juan 4, 9). A través de estas palabras de los escritos de Juan logramos comprender cómo la revelación de la gloria trinitaria de la Encarnación no es una simple iluminación que rompe la tiniebla por un instante, sino que es una semilla de vida divina puesta para siempre en el mundo y en el corazón de los hombres.
En este sentido es emblemática una declaración del apóstol Pablo en la Carta a los Gálatas: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Gálatas 4, 4-7; cf. Romanos 8, 15-17). El Padre, el Hijo y el Espíritu están presentes, por tanto, y actúan en la Encarnación para que participemos en su misma vida.
«Todos los hombres --ha confirmado el Concilio Vaticano II-- son llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos». («Lumen gentium», n. 3). Y, como afirmaba san Cipriano, la comunidad de los hijos de Dios es «un pueblo de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» («De Orat. Dom.», 23).
5. « Conocer a Dios y a su Hijo es acoger el misterio de la comunión de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la propia vida, que ya desde ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida divina. Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo («Evangelium vitae», nn. 37-38).
En este estupor y en esta acogida vital tenemos que adorar el misterio de la Santísima Trinidad, que es «el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Y por tanto el manantial de todos los demás misterios de la fe; es la luz que los ilumina» («Catecismo de la Iglesia Católica, n. 234).
En la Encarnación contemplamos el amor trinitario que se manifiesta en Jesús; un amor que no se queda cerrado en un círculo perfecto de luz y de gloria, sino que se irradia en la carne de los hombres, en su historia; penetra en el hombre regenerándolo y haciéndole hijo en el Hijo. Por esto, como decía san Ireneo, la gloria de Dios es el hombre viviente: «Gloria enim Dei vivens homo, vita autem hominis visio Dei»; no sólo para su vida física, sino sobre todo porque «la vida del hombre consiste en la visión de Dios» («Adversus Haereses» IV, 20,7). Y ver a Dios es quedar transfigurados en él: «seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Juan 3,2).
DOCUMENTO DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA SOBRE LA CLONACIÓN
La posición moral de la Iglesia ante estos nuevos «experimentos» científicos
CIUDAD DEL VATICANO, 5 abr (ZENIT.org).- La posibilidad de que el gobierno británico de el vía libre a la clonación de embriones humanos podría hacer realidad lo que hasta ahora no eran más que conjeturas de escritores de ciencia ficción. El panorama es preocupante: científicos que manipulan el patrimonio genético del hombre para crear bancos de órganos de repuesto. ¿Las consecuencias? Imposibles de predecir. Por este motivo, ofrecemos a continuación el texto integral redactado por la Academia pontificia para la Vida sobre la clonación, publicado en 1997.
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PONTIFICIA ACADEMIA PRO VITA
REFLEXIONES SOBRE LA CLONACIÓN
1. NOTAS HISTÓRICAS
Los progresos del conocimiento y los consiguientes avances de la técnica en el campo de la biología molecular, la genética y la fecundación artificial han hecho posibles, desde hace tiempo, la experimentación y la realización de clonaciones en el ámbito vegetal y animal. Por lo que atañe al reino animal se ha tratado, desde los años treinta, de experimentos de producción de individuos idénticos, obtenidos por escisión gemelar artificial, modalidad que impropiamente se puede definir como clonación.
La práctica de la escisión gemelar en campo zootécnico se está difundiendo en los establos experimentales como incentivo a la producción múltipla de dados ejemplares seleccionados. En el año 1993 Jerry Hall y Robert Stilmann, de la George Washington University, divulgaron datos relativos a experimentos de escisión gemelar («splitting») de embriones humanos de 2, 4 y 8 embrioblastos, realizados por ellos mismos. Se trató de experimentos llevados a cabo sin el consentimiento previo del Comité ético competente y publicados --según los autores-- para avivar la discusión ética.
Sin embargo, la noticia dada por la revista «Nature» --en su número del 27 de febrero de 1997-- del nacimiento de la oveja Dolly, llevado a cabo por los científicos escoceses Jan Vilmut y K.H.S. Campbell con sus colaboradores del Roslin Institute de Edimburgo, ha sacudido la opinión pública de modo excepcional y ha provocado declaraciones de comités y de autoridades nacionales e internacionales, por ser un hecho nuevo, considerado desconcertante.
La novedad del hecho es doble. En primer lugar, porque se trata no de una escisión gemelar, sino de una novedad radical definida como clonación, es decir, de una reproducción asexual y agámica encaminada a producir individuos biológicamente iguales al individuo adulto que proporciona el patrimonio genético nuclear. En segundo lugar, porque, hasta ahora, la clonación propiamente dicha se consideraba imposible. Se creía que el DNA de las células somáticas de los animales superiores, al haber sufrido ya el «imprinting» de la diferenciación, no podía en adelante recuperar su completa potencialidad original y, por consiguiente, la capacidad de guiar el desarrollo de un nuevo individuo.
Superada esta supuesta imposibilidad, parecía que se abría el camino a la clonacíon humana, entendida como réplica de uno o varios individuos somáticamente idénticos al donante. El hecho ha provocado con razón agitación y alarma. Pero, después de un primer momento de oposición general, algunas voces han querido llamar la atención sobre la necesidad de garantizar la libertad de investigación y de no condenar el progreso; incluso se ha llegado a hablar de una futura aceptación de la clonación en el ámbito de la Iglesia católica.
Por eso, ahora que ha pasado un cierto tiempo y que es está en un período más tranquilo, conviene hacer un atento examen de este hecho, estimado como un acontecimiento desconcertante.
2. EL HECHO BIOLÓGICO
La clonación, considerada en su dimensión biológica, en cuanto reproducción artificial, se obtiene sin la aportación de los dos gametos; se trata, por tanto, de una reproducción asexual y agámica. La fecundación propiamente dicha es sustituida por la fusión bien de un núcleo tomado de una célula somática misma, con un ovocito desnucleado, es decir, privado del genoma de origen materno. Dado que el núcleo de la célula somática contiene todo el patrimonio genético, el individuo que se obtiene posee --salvo posibles alteraciones-- la misma identidad genética del donante del núcleo. Esta correspondencia genética fundamental con el donante es la que convierte al nuevo individuo en réplica somática o copia del donante.
El hecho de Edimburgo tuvo lugar después de 277 fusiones ovocito-núcleo donante. Sólo 8 tuvieron éxito; es decir, sólo 8 da las 277 iniciaron el desarrollo embrional, y de esos 8 embriones sólo 1 llegó a nacer: la oveja que fue llamada Dolly.
Quedan muchas dudas e incertidumbres sobre numerosos aspectos de la experimentación. Por ejemplo, la posibilidad de que entre las 277 células donantes usadas hubiera algunas «estaminales», es decir, dotadas de un genoma no totalmente diferenciado; el papel que puede haber tenido el DNA mitocondrial eventualmente residuo en el óvulo materno; y muchas otras aún, a las que, desgraciadamente, los investigadores ni siquiera han hecho referencia. De todos modos, se trata de un hecho que supera las formas de fecundación artificial conocidas hasta ahora, las cuales se realizan siempre utilizando dos gametos.
Debe subrayarse que el desarrollo de los individuos obtenidos por clonación --salvo eventuales mutaciones, que podrían no ser pocas-- debería producir una estructura corpórea muy semejante a la del donante del DNA: este es el resultado más preocupante, especialmente en el caso de que el experimento se aplicase también a la especie humana.
Con todo, conviene advertir que, en la hipótesis de que la clonación se quisiera extender a la especie humana, de esta réplica de la estructura corpórea no se derivaría necesariamente una perfecta identidad de la persona, entendida tanto en su realidad ontológica como psicológica. El alma espiritual, constitutivo esencial de cada sujeto perteneciente a la especie humana, es creada directamente por Dios y no puede ser engendrada por los padres, ni producida por la fecundación artificial, ni clonada. Además, el desarrollo psicológico, la cultura y el ambiente conducen siempre a personalidades diversas; se trata de un hecho bien conocido también entre los gemelos, cuya semejanza no significa identidad. La imaginación popular y la aureola de omnipotencia que acompaña a la clonación han de ser, al menos, relativizadas.
A pesar de la imposibilidad de implicar al espíritu, que es la fuente de la personalidad, la proyección de la clonación al hombre ha llevado a imaginar ya hipótesis inspiradas en el deseo de omnipotencia: réplica de individuos dotados de ingenio y belleza excepcionales; reproducción de la imagen de familiares difuntos; selección de individuos sanos e inmunes a enfermedades genéticas; posibilidad de selección del sexo; producción de embriones escogidos previamente y congelados para ser transferidos posteriormente a un útero como reserva de órganos, etc.
Aún considerando estas hipótesis como ciencia ficción, pronto podrían aparecer propuestas de clonación presentadas como «razonables» y «compasivas» --la procreación de un hijo en una familia en la que el padre sufre de aspermia o el reemplazo del hijo moribundo de una viuda--, las cuales, se diría, no tienen nada que ver con las fantasías de la ciencia ficción. Pero, ¿cuál sería el significado antropológico de esta operación en la deplorable perspectiva de su aplicación al hombre?
3. PROBLEMAS ÉTICOS RELACIONADOS CON LA CLONACIÓN HUMANA
La clonación humana se incluye en el proyecto del eugenismo y, por tanto, está expuesta a todas las observaciones éticas y jurídicas que lo han condenado ampliamente. Como ha escrito Hans Jonas, es «en el método la forma más despótica y, a la vez, en el fin, la forma más esclavizante de manipulación genética; su objetivo no es una modificación arbitraria de la sustancia hereditaria, sino precisamente su arbitraria fijación en oposición a la estrategia dominante en la naturaleza» (cf. «Cloniamo un uomo: dall'eugenetica all'ingegneria genetica», en «Tecnica, medicina ed etica», Einaudi, Torino 1997, pp. 122-154, 136).
Es una manipulación radical de la relacionalidad y complementariedad constitutivas, que están en la base de la procreación humana, tanto en su aspecto biológico como en el propiamente personal. En efecto, tiende a considerar la bisexualidad como un mero residuo funcional, puesto que se requiere un óvulo, privado de su núcleo, para dar lugar al embrión-clon y, por ahora, es necesario un útero femenino para que su desarrollo pueda llegar hasta el final. De este modo se aplican todas las técnicas que se han experimentado en la zootecnia, reduciendo el significado específico de la reproducción humana.
En esta perspectiva se adopta la lógica de la producción industrial: se deberá analizar y favorecer la búsqueda de mercados, perfeccionar la experimentación y producir siempre modelos nuevos. Se produce una instrumentalización radical de la mujer, reducida a algunas de sus funciones puramente biológicas (prestadora de óvulos y de útero), a la vez que se abre la perspectiva de una investigación sobre la posibilidad de crear úteros artificiales, último paso para la producción «en laboratorio» del ser humano.
En el proceso de clonación se pervierten las relaciones fundamentales de la persona humana: la filiación, la consanguinidad, el parentesco y la paternidad o maternidad. Una mujer puede ser hermana gemela de su madre, carecer de padre biológico y ser hija de su abuelo. Ya con la FIVET se produjo una confusión en el parentesco, pero con la clonación se llega a la ruptura total de estos vínculos.
Como en toda actividad artificial se «emula» e «imita» lo que acontece en la naturaleza, pero a costa de olvidar que el hombre no se reduce a su componente biológico, sobre todo cuando éste se limita a las modalidades reproductivas que han caracterizado sólo a los organismos más simples y menos evolucionados desde el punto de vista biológico.
Se alimenta la idea de que algunos hombres pueden tener un dominio total sobre la existencia de los demás, hasta el punto de programar su identidad biológica --seleccionada sobre la base de criterios arbitrarios o puramente instrumentales--, la cual, aunque no agota la identidad personal del hombre, caracterizada por el espíritu, es parte constitutiva de la misma. Esta concepción selectiva del hombre tendrá, entre otros efectos, un influjo negativo en la cultura, incluso fuera de la práctica --numéricamente reducida-- de la clonación, puesto que favorecerá la convicción de que el valor del hombre y de la mujer no depende de su identidad personal, sino sólo de las cualidades biológicas que pueden apreciarse y, por tanto, ser seleccionadas.
La clonación humana merece un juicio negativo también en relación a la dignidad de la persona clonada, que vendrá al mundo como «copia» (aunque sea sólo copia biológica) de otro ser. En efecto, esta práctica propicia un íntimo malestar en el clonado, cuya identidad psíquica corre serio peligro por la presencia real o incluso sólo virtual de su «otro». Tampoco es imaginable que pueda valer un pacto de silencio, el cual --como ya notaba Jonas-- sería imposible y también inmoral, dado que el clonado fue engendrado para que se asemejara a alguien que «valía la pena» clonar y, por tanto, recaerán sobre él atenciones y expectativas no menos nefastas, que constituirán un verdadero atentado contra su subjetividad personal.
Si el proyecto de clonación humana pretende detenerse «antes» de la implantación en el útero, tratando de evitar al menos algunas de las consecuencias que acabamos de señalar, resulta también injusto desde un punto de vista moral.
En efecto, limitar la prohibición de la clonación al hecho de impedir el nacimiento de un niño clonado permitiría de todos modos la clonación del embrión-feto, implicando así la experimentación sobre embriones y fetos, y exigiendo su supresión antes del nacimiento, lo cual manifiesta un proceso instrumental y cruel respecto al ser humano.
En todo caso, dicha experimentación es inmoral por la arbitraria concepción del cuerpo humano (considerado definitivamente como una máquina compuesta de piezas), reducido a simple instrumento de investigación. El cuerpo humano es elemento integrante de la dignidad y de la identidad personal de cada uno, y no es lícito usar a la mujer para que proporcione óvulos con los cuales realizar experimentos de clonación.
Es inmoral porque también el ser clonado es un «hombre», aunque sea en estado embrional. En contra de la clonación humana se pueden aducir, además, todas las razones morales que han llevado a la condena de la fecundación in vitro en cuanto tal o al rechazo radical de la fecundación in vitro destinada sólo a la experimentación.
El proyecto de la «clonación humana» es una terrible consecuencia a la que lleva una ciencia sin valores y es signo del profundo malestar de nuestra civilización, que busca en la ciencia, en la técnica y en la «calidad de vida» sucedáneos al sentido de la vida y a la salvación de la existencia. La proclamación de la «muerte de Dios», con la vana esperanza de un «superhombre», comporta un resultado claro: la «muerte del hombre». En efecto, no debe olvidarse que el hombre, negando su condición de criatura, más que exaltar su libertad, genera nuevas formas de esclavitud, nuevas discriminaciones, nuevos y profundos sufrimientos. La clonación puede llegar a ser la trágica parodia de la omnipotencia de Dios. El hombre, a quien Dios ha confiado todo lo creado dándole libertad e inteligencia, no encuentra en su acción solamente los límites impuestos por la imposibilidad práctica, sino que él mismo, en su discernimiento entre el bien y el mal, debe saber trazar sus propios confines. Una vez más, el hombre debe elegir: tiene que decidir entre transformar la tecnología en un instrumento de liberación o convertirse en su esclavo introduciendo nuevas formas de violencia y sufrimiento.
Es preciso subrayar, una vez más, la diferencia que existe entre la concepción de la vida como don de amor y la visión del ser humano considerado como producto industrial.
Frenar el proyecto de la clonación humana es un compromiso moral que debe traducirse también en términos culturales, sociales y legislativos. En efecto, el progreso de la investigación científica es muy diferente de la aparición del despotismo cientifista, que hoy parece ocupar el lugar de las antiguas ideologías. En un régimen democrático y pluralista, la primera garantía con respecto a la libertad de cada uno se realiza en el respeto incondicional de la dignidad del hombre, en todas las fases de su vida y más allá de las dotes intelectuales o físicas de las que goza o de las que está privado. En la clonación humana no se da la condición que es necesaria para una verdadera convivencia: tratar al hombre siempre y en todos los casos como fin y como valor, y nunca como un medio o simple objeto.
4. ANTE LOS DERECHOS DEL HOMBRE Y LA LIBERTAD DE INVESTIGACIÓN
En el ámbito de los derechos humanos, la posible clonación humana significaría una violación de los dos principios fundamentales en los que se basan todos los derechos del hombre: el principio de igualdad entre los seres humanos y el principio de no discriminación.
Contrariamente a cuanto pudiera parecer a primera vista, el principio de igualdad entre los seres humanos es vulnerado por esta posible forma de dominación del hombre sobre el hombre, al mismo tiempo que existe una discriminación en toda la perspectiva selectiva-eugenista inherente en la lógica de la clonación. La Resolución del Parlamento Europeo del 12 de marzo de 1977 reafirma con energía el valor de la dignidad de la persona humana y la prohibición de la clonación humana, declarando expresamente que viola estos dos principios. El Parlamento Europeo, ya desde 1983, así como todas las leyes que han sido promulgadas para legalizar la procreación artificial, incluso las más permisivas, siempre han prohibido la clonación. Es preciso recordar que el Magisterio de la Iglesia, en la Instrucción «Donum vitae» de 1987, ha condenado la hipótesis de la clonación humana, de la fisión gemelar y de la partenogénesis. Las razones que fundamentan el carácter inhumano de la clonación aplicada al hombre no se deben al hecho de ser una forma excesiva de procreación artificial, respecto a otras formas aprobadas por la ley como la FIVET y otras.
Como hemos dicho, la razón del rechazo radica en la negación de la dignidad de la persona sujeta a clonación y en la negación misma de la dignidad de la procreación humana.
Lo más urgente ahora es armonizar las exigencias de la investigación científica con los valores humanos imprescindibles. El científico no puede considerar el rechazo moral de la clonación humana como una ofensa; al contrario, esta prohibición devuelve la dignidad a la investigación, evitando su degeneración demiúrgica. La dignidad de la investigación científica consiste en ser uno de los recursos más ricos para el bien de la humanidad.
Por lo demás, la investigación sobre la clonación tiene un espacio abierto en el reino vegetal y animal, siempre que sea necesaria o verdaderamente útil para el hombre o los demás seres vivos, observando las reglas de la conservación del animal mismo y la obligación de respetar la biodiversidad específica.
La investigación científica en beneficio del hombre representa una esperanza para la humanidad, encomendada al genio y al trabajo de los científicos, cuando tiende a buscar remedio a las enfermedades, aliviar el sufrimiento, resolver los problemas debidos a la insuficiencia de alimentos y a la mejor utilización de los recursos de la tierra.
Para hacer que la ciencia biomédica mantenga y refuerce su vínculo con el verdadero bien del hombre y de la sociedad, es necesario fomentar --como recuerda el Santo Padre en la Encíclica «Evangelium vitae»-- una «mirada contemplativa» sobre el hombre mismo y sobre el mundo, como realidades creadas por Dios, y en el contexto de la solidaridad entre la ciencia, el bien de la persona y de la sociedad.
«Es la mirada de quien ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad, belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don, descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente» («Evangelium vitae», 83).
Prof.
Juan de Dios Vial Correa
Presidente
Mons.
Elio Sgreccia
Vice-Presidente
Academia Pontificia para la Vida